Capítulo VII


LA GRECIA CLÁSICA: EL SIGLO QUINTO

Durante el siglo VI sucedieron en Asia algunos acontecimientos que gravitarían íntimamente sobre los griegos. En el año 560, el reino de Lidia, en la parte occidental de Asia Menor, tuvo un monarca cuyo nombre aún nos resulta familiar, el fabuloso Creso. Logró someter a las ciudades griegas de Jonia; pero Creso era un hombre civilizado y un tanto helenófilo, de modo que ser conquistado por él no era una calamidad irreparable. Se sentía feliz de gobernar las ciudades por medio de týrannoi griegos que le eran adictos.

Por aquel entonces un persa llegó al trono de Media, situado más al este. Fue Ciro el Grande. Siendo rey en el norte de la Mesopotamia, se apoderó de Babilonia, gobernada a la sazón por el hijo de otra figura conocida, «Nabucodonosor, el rey de los judíos». Una vez conquistada Babilonia, se dispuso a hacer lo mismo con Lidia. Estas dos potencias ya habían estado en guerra en tiempos de los predecesores de Ciro y de Creso, guerra que había terminado con un eclipse total del sol. Se dice que los ejércitos fueron tan impresionados por el fenómeno que se negaron a seguir luchando. Éste fue el eclipse pronosticado por Tales de Mileto[28]. La segunda guerra fue iniciada por Creso. Consultó el oráculo de Delfos, por el cual tenía el mayor respeto (así dicen los griegos) y se le dijo que si atravesaba el río Halis, la frontera entre él y Ciro, destruiría un poderoso imperio. Atravesó, en efecto, el Halis y destruyó un impero poderoso. Pero, por desgracia, este imperio era el suyo. El muy tonto se había olvidado de preguntar cuál era el imperio que iba a destruir[29]. Esto llevó el poderío persa hasta el Egeo, allá por el año 548 a. C.

La narración que hace Heródoto de estos hechos es uno de los pasajes más interesantes de su libro. Es singular que la primera historia de la Mesopotamia haya sido compuesta por un griego. Esta historia está repleta de excelentes leyendas. Tenemos el relato —demasiado extenso para contarlo aquí— del nacimiento de Ciro. En resumen, se trata del niño maravilloso que va a nacer y realizará hazañas extraordinarias. Alguien intenta impedir el nacimiento o matar al niño. Falla el propósito y la profecía se cumple inexorablemente. Una forma griega de esta fábula es el mito de Edipo y es interesante comparar el relato de Ciro narrado por Heródoto con el Edipo Rey de su amigo Sófocles, esencialmente el mismo, si bien Sófocles lo ha dotado de una significación mucho mayor.

Se nos presenta después el encuentro de Creso y Solón; a este relato debemos concederle espacio, pues arroja cierta luz sobre el espíritu griego. Solón en uno de sus viajes fue agasajado en forma magnífica por Creso, quien le mostró además la inmensa riqueza de sus tesoros. (Si el relato es históricamente exacto, Solón por ese tiempo ya había muerto). Entonces Creso dijo: «Solón, conozco tu fama de filósofo y sé que has viajado y visto mucho. Dime una cosa: ¿quién es el hombre más feliz[30] que has conocido?». Preguntó esto, dice Heródoto, pensando que él era «el más feliz» de los hombres. Pero Solón contestó sin vacilar que ese mérito correspondía a Telo de Atenas, pues este hombre vivió en una pólis bien gobernada, tuvo hijos valerosos y buenos, contempló el nacimiento de nietos sanos, y al fin, después de una vida tan feliz como lo permite la naturaleza humana, murió peleando gloriosamente por Atenas contra Eleusis; fue sepultado con todos los honores y es recordado con gratitud.

Creso preguntó entonces quién le seguía en felicidad, esperando que sería mencionado en segundo término. «Cleobis y Bitón de Argos», dijo Solón. Éstos eran dos jóvenes ricos que habían obtenido triunfos en los Juegos y su muerte fue memorable. Su madre tenía que ser llevada al templo de Hera, a cinco millas de distancia, para un festival. Como los bueyes no llegaron a tiempo del campo, ellos mismos tiraron del carro.

Todos los que estaban en el festival aclamaron la fuerza de los jóvenes y felicitaron a su madre. Ésta, en un arrebato de felicidad, rogó a la diosa que concediese a sus hijos la mayor bendición que un hombre puede tener, y la plegaria fue escuchada, pues luego del sacrificio y la fiesta, los dos jóvenes se quedaron dormidos en el propio templo y nunca se despertaron.

Creso se molestó al ser considerado menos «feliz» que cualquier ciudadano; pero Solón señaló que un hombre vive muchos días y cada día trae algo distinto. Por consiguiente, no debe llamarse «feliz» a un hombre, mientras esté vivo. Nunca se sabe qué puede suceder.

Pero la historia no termina aquí. Andando el tiempo, Creso, ante el asombro de todos, fue derrotado por Ciro y tomado prisionero. Ciro lo ató y lo puso sobre una pira para quemarlo vivo, sea (dice Heródoto) para cumplir una promesa, sea como un sacrificio por la victoria, o bien para ver si algún dios salvaba a un hombre tan religioso como Creso. La pira ya estaba encendida y Creso, recordando las palabras de Solón, profirió un gemido y lo llamó tres veces por su nombre. Se le preguntó la razón de esta conducta y Creso relató su entrevista con aquél. Entonces Ciro se compadeció y es interesante ver por qué esta leyenda, de indudable origen griego, muestra arrepentido al soberano persa. Ello no fue por ningún escrúpulo de carácter moral; él no se daba cuenta de que estaba obrando en forma abominablemente cruel. Ciro reflexionó que era también un hombre y estaba a punto de quemar vivo a otro semejante, a un hombre que había sido tan aventajado como él. En suma, siguió la máxima griega: «Conócete a ti mismo», la cual significa: recuerda que eres hombre, y estás sujeto a todas las condiciones y limitaciones de la condición humana. Por consiguiente, dice Heródoto, temió una retribución, y reflexionando que nada humano es constante, ordenó extinguir el fuego. Pero ya no era posible. Entonces Creso invocó a Apolo que lo salvara, si sus ricas ofrendas le habían otorgado algún favor con el dios. Inmediatamente algunas nubes se arracimaron en el diáfano azul, cayó un torrente de lluvia y el fuego se apagó. Luego de este episodio, ambos soberanos se hicieron amigos y Creso dio a Ciro algunos atinados consejos sobre el modo de tratar a los lidios. Así es como pensaba Heródoto que debía escribirse la historia.

En el año 499 ocurrió un acontecimiento que determinó el curso del nuevo siglo: las ciudades jónicas se rebelaron contra el rey persa Darío. Otra vez aparece oportunamente Heródoto. Cuenta como Aristágoras, tirano de Mileto, acudió a Cleómenes, el rey de Esparta, en busca de ayuda. Aristágoras describió detalladamente las razas de Asia sometidas a Persia, todas muy ricas, la mayoría pacíficas y presa fácil para los espartanos. Para confirmar su argumento «llevó consigo, según dicen los espartanos, una plancha de bronce en que estaban grabados la circunferencia de toda la tierra, todo el mar y todos los ríos», es decir, el primer mapa de que tengamos noticia. En suma, comparó la pobreza de la vida en Grecia con la abundancia de Asia. Cleómenes le prometió una respuesta para el tercer día. Al tercer día Cleómenes le preguntó qué distancia había desde la costa jónica hasta la ciudad del Rey. Pero aquí Aristágoras, aunque había sido muy astuto en todo lo demás, y lo había engañado con habilidad, dio un traspié, pues nunca debió decirle la verdad, si quería llevar los espartanos a Asia, y le dijo lisa y llanamente que había un viaje de tres meses. A lo cual Cleómenes, cortando la descripción que el milesio hacía del viaje, lo interrumpió: «Huésped de Mileto, abandona Esparta antes del anochecer, pues dices cosas desagradables para los espartanos, cuando tratas de llevarlos a tres meses de viaje lejos del mar».

Pero el jónico jugó entonces otra carta. Volvió a Esparta, dispuesto a la súplica, y encontró a Cleómenes en compañia de su hijita, la cual se llamaba Gorgo. Pidió a Cleómenes que alejara a la niña y lo escuchara otra vez. Cleómenes accedió a escucharlo, pero sin alejar a la niña. Entonces Aristágoras le prometió diez talentos si obtenía la ayuda espartana; luego fue aumentando la cantidad, hasta que finalmente le ofreció cincuenta. Entonces Gorgo exclamó: «Padre, despide a este extranjero o te corromperá». Así fue como Cleómenes se retiró y Jonia no recibió ayuda de Esparta.

Sin embargo, consiguió algunos barcos de Atenas, y otros de Eretria, en Eubea. Estas fuerzas estaban interesadas en el saqueo de Sardis, la antigua capital de Creso. Pero la rebelión fracasó y Persia vio claramente que nunca mantendría en paz a Jonia, si no hacía antes una manifestación de su poder en el mar Egeo. Y así en el 490 fue enviada una expedición contra las dos ciudades insolentes. Eretria fue saqueada y algunas tropas persas desembarcaron en la costa oriental de Ática, en Maratón. Los persas traían consigo al amargado hijo de Pisístrato, Hippias, expulsado de Atenas hacía veinte años. Se proponía ser impuesto como tirano, bajo la protección persa.

Pero los atenienses tuvieron que enfrentar solos a los persas, con excepción de una pequeña tropa de mil hombres, procedentes de Platea. Y los vencieron, con una pérdida de 192 soldados. Esquilo estuvo en esta lucha, junto con su hermano. Éste fue muerto, pero Esquilo regresó, pues todavía no había escrito los Persas, los Siete contra Tebas, el Prometeo y la trilogía de Orestes.

Era evidente que Persia intentaría otro ataque, pero afortunadamente una rebelión en Egipto y la muerte de Darío mantuvieron a los persas ocupados durante diez años. Esta década decidió el futuro de Atenas. Sucedió que en la zona minera de Sunio se descubrió un rico filón de plata. Estas pequeñas ciudades griegas tenían ideas muy simples y directas sobre las finanzas públicas, lo mismo que sobre la moralidad pública y sobre muchas otras cosas. Así se propuso que el dinero debía distribuirse entre los ciudadanos, como un dividendo. Pero Temistocles vio más lejos. Atenas había estado en guerra durante un tiempo con la cercana isla de Egina, un importante centro comercial, y se había visto trabada por falta de barcos. Entonces Temístocles persuadió a los atenienses de que gastasen su inesperada fortuna en una flota. Egina era el objetivo inmediato, pero él pensaba en el peligro persa y sin duda también vislumbró que Atenas tenía un gran porvenir como potencia comercial y naval.

La flota fue construida a tiempo. El segundo ataque persa tuvo lugar en el 480, y éste no fue una simple expedición punitiva, sino una invasión en gran escala, por tierra. Por este tiempo ya se había realizado una especie de unidad griega, aunque en el Peloponeso Argos se mantenía apartada, a causa de los odiados espartanos. No contaremos aquí la historia de la guerra de dos años; Heródoto lo hace mucho mejor, aunque este historiador tan humano no entendió realmente la estrategia de esta guerra. Las defensas del norte cayeron una tras otra. Las Termópilas fue un episodio glorioso; más una acción naval en las aguas vecinas al Cabo Artemisio alentó a los griegos, pues mostró que sus barcos más pesados y más lentos —los dos tercios eran atenienses— podían luchar con cierta esperanza contra la flota enemiga (principalmente fenicia y jónica) en aguas reducidas donde los otros no podían maniobrar. Pero llegó el tiempo en que los atenienses tuvieron que abandonar Ática y transportar a los no combatientes y sus pertenencias a la isla de Salamina, desde donde podían ver cómo los persas incendiaban sus casas y destruían los templos de la Acrópolis.

Y así llegamos a uno de los más importantes combates de la historia. Quizás Heródoto se haya confundido un tanto en los detalles y haya aceptado como un hecho lo que solo fue una recriminación de posguerra, pero es la descripción de un acontecimiento griego, hecha por un griego y además esencialmente verdadera para Grecia. Los griegos del norte se habían sometido y ahora luchaban del lado de Persia. Nadie enfrentaba ya a los invasores excepto los del Peloponeso, unas pocas islas y Atenas. El Ática estaba perdida también. Las fuerzas terrestres del Peloponeso se hallaban en el istmo, ocupadas en fortificarlo, y muchos de sus jefes navales eran partidarios de sacar la flota aliada de Salamina, pues temían ser bloqueados allí por los persas. Temístocles vio que el estrecho de Salamina daba a los griegos una probabilidad de victoria, mientras que en el istmo serían seguramente derrotados, incluso si la flota se mantenía unida, lo cual era inverosímil. Temístocles persuadió urgentemente a Euribíades, comandante en jefe espartano, de que reanudara la lucha. (Así lo refiere Heródoto). Euribíades accedió y Temístocles comenzó a hablar antes que aquél plantease formalmente la cuestión a la Asamblea. Dijo el jefe corintio: «los que en los juegos empiezan demasiado pronto son derrotados». «Y los que empiezan demasiado tarde —fue réplica— no ganan ningún premio». Él expuso el caso, pero Adimantos, el corintio, le dijo que no tenía derecho a hablar, pues ya no representaba a una capital. Entonces Temístocles —cuenta Heródoto— habló con gran severidad tanto de Adimantos como de Corinto, y dijo que los atenienses incluso entonces tenían una pólis mayor y más territorio que Corinto, pues mientras tuviesen doscientos barcos bien armados podían conquistar el territorio de cualquiera. Luego se dirigió a Euribíades y le dijo a este desventurado que si no accedía a quedarse y combatir en Salamina, los atenienses zarparían y volverían a fundar su pólis en Italia. Ante esto, Euribíades tuvo que consentir.

Lo que ahora faltaba era inducir a Jerjes a luchar en mares angostos. Esto era muy sencillo… para Temístocles. Envió a un esclavo suyo en un bote al bando persa y dijo allí que venía de parte de Temístocles, quien secretamente estaba con los persas, lo cual era bastante admisible. Los griegos se retirarían durante la noche, por la salida occidental del lado de la bahía de Salamina; así los persas podrían bloquear el estrecho por el oeste y sorprenderían a los griegos en una trampa. Pero los persas fueron por completo engañados. Un destacamento fue enviado a bloquear la salida oeste, el resto se amontonó en la zona angosta. «Y al ponerse el sol ¿dónde estaban?».

Fue una victoria aplastante y a Atenas le correspondió la mayor parte de la gloria. El verano siguiente fue el turno de Esparta. En Platea, el ejército persa fue derrotado, no debido a la habilidad de los estrategas de Esparta, que era precaria, sino a la magnífica entereza de las tropas espartanas (los tebanos pelearon con bravura en el bando perdedor) y así terminó la gran invasión. Solo faltaba liberar a Jonia y asegurarse de que jamás volvería un Rey persa a enfrentarse con los griegos libres. Pero ¡ay!, cien años después el Rey pudo imponer una paz a su arbitrio sobre los estados griegos en guerra, sin librar ninguna batalla.

Entre tanto, los efectos de la victoria fueron profundos en Grecia. Los griegos se habían formado una elevado opinión de sí mismos, que se tornaba más viva cuando se comparaban con los «bárbaros», este parecer se veía ahora confirmado. Siempre pensaron que sus instituciones libres eran mejores que el despotismo oriental; los hechos probaron que la verdad estaba de su parte. El amo asiático exigía obediencia apelando para ello al uso del tormento y el látigo; los griegos tomaban sus decisiones mediante el debate y la persuasión, y luego actuaban como un solo hombre y vencían. No es de extrañar que la generación siguiente colmase los frontispicios de sus templos con representaciones escultóricas de las antiguas batallas míticas entre los gigantes de hijos de la tierra y los dioses olímpicos. Los dioses griegos habían triunfado otra vez; la libertad y la razón habían derrotado a la autocracia y al terror.

Atenas tenía especiales razones para sentirse exaltada. Ante esta victoria los atenienses recordaron haber oído de boca de sus padres cómo Solón había liberado el suelo de Atenas de la esclavitud impuesta por los ricos, y asentado así el fundamento de la democracia. Ellos mismos habían sido testigos de las reformas de Pisístrato quien facilitaba semilla de cereales a los pobres y convirtió gradualmente a la tranquila Atenas en una ciudad de la cual los demás griegos tenían alguna noticia; andando el tiempo asistieron a la terminación de la tiranía y vieron surgir una nueva constitución liberal forjada por Clístenes. Estallaron conflictos amargos y el sentimiento de partido era aún muy vivo, dramatizado en el relato que alguien contó a Heródoto acerca del gran Arístides, un jefe de partido sometido al ostracismo[31], que vino a Salamina, durante la noche, desde su temporaria residencia en Egina, poco antes de la batalla; llamó a Temístocles en un aparte de aquel consejo de guerra y le dijo: «Tú y yo hemos sido los más encarnizados enemigos; ahora nuestra rivalidad es sobre cuál de nosotros puede prestar a Atenas un servicio mayor. Me he deslizado por entre las líneas persas para prevenirte que estamos rodeados por la flota enemiga. Ve y díselo a los demás». «¡Gracias!, respondió Temístocles, pero irás tú y lo dirás. A ti te creerán». El ateniense de esta época había visto a la joven democracia sortear conflictos decisivos como éstos: el triunfo de su ejército en Maratón, y luego había comprobado cómo su capital se lanzaba al mar sin vacilar y lo arriesgaba todo para afirmar su poder en este nuevo escenario. Ahora observaba las ciudades y aldeas del Ática incendiadas, y la inmemorial Acrópolis, sitial de Cécrope, Erecteo, Teseo, de la propia Atenea, reducida a una ruina irreparable; pero la pólis había triunfado y, sobre todo, su soberbio esfuerzo había salvado a la Hélade. Grecia no tenía un solo conductor, sino dos: la tranquila ciudad de su juventud se erguía, admiraba de todos, junto a la heroica ciudad de Esparta. Un triunfo como éste, obtenido no por la buena suerte, sino por el buen sentido, y por la fe en el esfuerzo disciplinado y cauteloso más que por la gravitación de la propia individualidad, que apenas empezaba a despuntar, era un incentivo para mayores hazañas. Con motivo de la guerra con Persia, Atenas acababa de encontrarse a sí misma. ¿Qué es lo que no podría hacer? Existe un paralelo entre la Atenas del 480 y la Inglaterra de 1588: hacia cualquier dirección que mirasen sus hombres veían posibilidades incitadoras; pero el ateniense veía aún más que el inglés. Desde el punto de vista político, existía la posibilidad de llegar a convertir su ciudad en la conductora de una alianza marítima comparable a la Liga del Peloponeso dirigida por Esparta; y los hombres de Atenas podían sentirse orgullosos de que aquello que la pólis lograse no lo harían poderosos magistrados que actuaban en su nombre, sino ellos mismos en su Asamblea soberana. Desde el punto de vista intelectual, todo un mundo de pensamiento y de saber se iniciaba, debido en gran parte a sus propios parientes, los jónicos. En el comercio y la industria, Ateneas superó a aquellas ciudades griegas que habían empezado mucho antes. La combinación del gusto y la inteligencia ática con su posición central, sus puertos excelentes, y su ahora dominante poderío marítimo, eran extraordinarios por cierto; y además Atenas gozaba, como Londres, de ciertas ventajas imponderables derivadas de su probidad y del sentido común de sus métodos. También desde el punto de vista artístico se iniciaba un mundo nuevo. La larga lucha con el bronce y el mármol había llevado la arquitectura y la escultura al umbral de su perfección clásica, y la tarea de los artistas atenienses, que casi siempre trabajaban para la pólis, debía ser combinar la elegancia jónica con la fuerza doria. Los alfareros y pintores atenienses estaban por lograr sus mayores triunfos y el arte más ateniense de todos, el drama trágico, crecía cada año más firme y más incitante, y se advertían interesantísimas posibilidades en una hilarante farsa rústica que pronto dio nacimiento a la brillante y elaborada comedia de Aristófanes y sus rivales. Tal fue el espíritu de la auroral era de Pericles —si recordamos también que ella se hallaba sumergida en el perenne Homero, que enseñó este hábito mental—; esencialmente aristocrático, en cualquier clase social, el cual anteponía la cualidad a la cantidad, la noble lucha al simple logro y el honor a la opulencia.

Debo referirme a la historia política de un modo muy sumario. La Alianza griega había cumplido su misión inmediata expulsando a los persas de Europa, pero aún faltaba liberar a Jonia y derribar el poderío marítimo persa. En este punto, Esparta no mostraba mucho interés debido a su condición de potencia terrestre, con una economía agrícola; se sentía satisfecha de que ningún estado griego o combinación de estados fuesen lo bastante fuertes para amenazarla en el Peloponeso o para despertar el eterno fantasma de una rebelión de los ilotas. Además, la liberación de Jonia y la defensa del Egeo era empresa marítima, por consiguiente propia de Atenas. Y Atenas se hallaba dispuesta a esta tarea, la cual (no lo había olvidado) le correspondía a ella, por ser la cuna de la raza jónica.

Así pues, Atenas organizó una confederación naval, cuyos cuarteles generales estaban en la sagrada y central isla de Delos. Todos sus integrantes —prácticamente todas las ciudades marítimas del Egeo— contribuyeron con un número fijo de barcos y de hombres, o, si lo preferían, su equivalente en dinero. Las contribuciones fueron fijadas por Arístides de Atenas, «Arístides el Justo»; y su justicia se demuestra en que ninguna contribución suya fue discutida. El hecho principal resultó la enorme preponderancia de Atenas: ésta tenía una flota de 200 barcos y muchos miembros solo contribuían con uno. No pocas ciudades pequeñas preferían pagar su aporte en dinero y quedarse tranquilas.

Las operaciones contra Persia prosiguieron durante algunos años. Luego surgió el problema insoluble del derecho de secesión. La importante isla de Naxos se negó a continuar siendo miembro de la Liga. La amenaza persa había terminado, ¿por qué continuar aportando contribuciones a un organismo que solo encubría la preponderancia ateniense? A esto replicó Atenas, con toda razón, que si desaparecía la Liga no tardaría en resurgir la amenaza persa. Consideró esta secesión como un levantamiento; lo sofocó e impuso a Naxos un tributo en dinero. Otros «rebeldes» recibieron igual trato. Luego algunos estados egeos, que se habían mantenido aparte, fueron obligados a plegarse a la Confederación. Y parecía justificarse esta conducta, pues ¿por qué un estado egeo iba a disfrutar de la seguridad que otros garantizaban, sin contribuir a ella?

Se tomaron otras dos decisiones, ambas razonables, aunque tendientes a transformar la Liga en un Imperio. El cuartel general de la Liga fue trasladado de Delos a Atenas, es decir, desde una isla pequeña, adonde la gente concurría principalmente con fines religiosos, a la capital adonde la gente se sentía muy feliz de ir con cualquier motivo. Este hecho sospechoso podría calificarse como «conveniencia administrativa» y también alegarse que el tesoro de la Liga estaba más seguro en Atenas, razones muy atendibles, pues esta ciudad acababa de perder dos flotas en una aventura en Egipto; pero de todo este cambio surgía la certidumbre de que la llamada Liga era en realidad un Imperio. Además, las disputas comerciales entre los miembros se ventilaban ante los tribunales atenienses. Esto significaba realmente una gran simplificación en el procedimiento. En ausencia de un sistema de derecho internacional, los procesos legales entre los miembros de ciudades diferentes solo se sustanciaban si los dos litigantes tenían un tratado que contemplase tal situación; en caso contrario, la represalia directa —una especie de piratería oficial— resultaba el único medio de asegurarse de que las quejas serían escuchadas. Los tribunales atenienses eran bastante honestos y desinteresados. Se ponía gran cuidado para garantizar que un ateniense no tuviese ventaja alguna en cualquier litigio con un miembro de una ciudad aliada. No obstante, todo esto creaba desconfianza.

La general eficiencia y honestidad con que Atenas dirigió la Liga se ponen de manifiesto en el hecho de que las ciudades continuaron incorporándose a ella por su propia voluntad, y en que cuando sobrevino la guerra con Esparta los miembros permanecieron sorprendentemente leales a Atenas, aun cuando se los llamase súbditos de una ciudad imperial.

Mas no se podía evitar que la mentalidad ateniense creciese en dimensión imperial, sobre todo cuando el ciudadano observaba que los miembros de la Liga debían acudir a Atenas siempre que iniciaban un pleito; cuando pensaba que el tesoro de la Confederación se hallaba depositado en su Acrópolis o que la política de aquel organismo debía ser, por lógica, consecuencia, grata a la gran ciudad, y que su fuerza militar estaba constituida, casi en su totalidad, por barcos y hombres del Ática. Este panorama resultaba halagador para el orgullo local y también provechoso, pues los jurados que actuaban en los juicios recibían paga y así, de la contribución en dinero que los aliados entregaban cada vez más en lugar de barcos y tripulantes, buena parte quedaba, legítimamente, en manos de los atenienses como retribución de servicios.

Otros hechos, quizás más discutibles, gravitaron para ahondar este creciente malestar entre los aliados y ellos hallaron expresión concreta en el plan de reedificación de Pericles.

Los fondos de la Liga aumentaban y los templos destruidos por los persas no habían sido levantados. Una parte de la política de Pericles —continuación de la de Pisístrato— era hacer de Atenas el centro artístico, además del intelectual y político, de toda Grecia. Atenas tenía, asimismo, un problema de desocupación. El Partenón, el magnífico pórtico de la Acrópolis, las galerías de pinturas que la flanqueaban, estos y otros edificios eran el resultado de tales necesidades y deseos. Hubo protestas, incluso internas, pero Pericles replicó que los aliados pagaban a Atenas para su protección, y no pagaban una suma exorbitante; que estaban protegidos, dada la eficiencia de la flota ateniense, y que había una amplia reserva de dinero. Atenas estaba pues autorizada para gastar el excedente en esos edificios y ornamentos que honrarían a ella y a toda Grecia. Pudo también haber argumentado —y tal vez lo hizo— que solo Atenas había expuesto su ciudad a la destrucción para proseguir la lucha por la libertad griega y posiblemente dijo entonces lo que repitió más tarde en el Discurso fúnebre: «Abrimos de par en par a todos las puertas de nuestra pólis».

Pero ¿por qué Atenas no llegó a ser la capital de un estado egeo unificado? Roma otorgó su ciudadanía sucesivamente a las otras ciudades latinas, a toda Italia, a todo el Imperio. Si Roma pudo hacerlo, ¿por qué no también Atenas?

Hablar de incapacidad política o de falta de visión frente a lo porvenir no basta para explicar esta aparente ceguera. Existe una razón profunda que la justifica y que a menudo tratamos de eludir: cada acto del hombre produce sus consecuencias a veces irreparables; y hay muchas cosas, deseables en sí mismas, por las cuales debemos pagar un precio demasiado alto. Si así no fuera, la existencia humana no sería trágica. Nosotros tenemos alguna experiencia de esto. Ciertos políticos sueñan con una economía nacional muy bien planeada y de gran eficiencia, programa por cierto excelente. Pero el resultado es el trabajo dirigido y el inglés, con su extraño apego a la libertad individual, no acepta pagar ese precio.

En el capítulo anterior se intentó mostrar que los griegos tenían un amor similar a la pólis independiente. Para el modo de pensar griego, la pólis señalaba la diferencia entre él y el bárbaro; la pólis lo capacitaba para vivir la vida plena, inteligente y responsable que ansiaba alcanzar. Atenas no podía extender su ciudadanía a los aliados sin cercenar las actividades políticas y las responsabilidades de cada ciudadano ateniense. El gobierno en este caso debía haber sido delegado en representantes y entonces el ateniense hubiera comprobado que la pólis ya no le pertenecía. La vida hubiera perdido su sabor. Los romanos —severamente presionados, dicho sea de paso— pudieron incluir en su civitas a los latinos porque ésta era solamente una máquina de gobierno; mientras los protegiera, no les importaba mucho quién la manejaba. El ateniense no pensaba así, ni tampoco los aliados de Atenas, pues es tan seguro como pueden serlo estas cosas, que si Atenas les hubiese ofrecido la ciudadanía común, ellos no la habrían aceptado, puesto que si un griego no estaba a un día de camino de su centro político, su vida le parecía inferior a la de un verdadero hombre.

Para la mentalidad moderna esta teoría es extraña. Sin duda a muchos rusos que conocen algo sobre nosotros les resulta inexplicable que prefiramos las nociones de libertad personal a los triunfos reales o futuros de su sistema. Pero frente a los griegos se presentaba la siguiente disyuntiva: o aceptaban una vida de condición muy inferior que exigía prácticamente diluir la pólis y enajenarla o bien corrían el riesgo de perecer. Si reflexionamos —según el espíritu de Ciro ante la hoguera de Creso— que también nosotros formamos una sociedad política que se aferra desesperadamente a cierta concepción de la vida, nuestro juicio sobre los griegos tal vez se torne un poco menos complaciente. La política de Pericles —es decir, la que prevaleció en la Asamblea ateniense— trataba de obtener la mayor ventaja posible de ambos mundos a fin de disfrutar al máximo, a la vez, de la pólis y del Imperio. Tal vez podamos juzgarlo con mejor espíritu cuando nosotros mismos hayamos logrado reconciliar el amor a la libertad con la supervivencia.

Durante el medio siglo que corrió entre la guerra de Persia y la del Peloponeso, la política de Atenas fue dirigida primero por el aristocrático Cimón (hijo de Milcíades, el vencedor de Maratón) y luego por Pericles. La política de Cimón consistió en rechazar a los persas y mantenerse en buenos términos con Esparta. Lo primero era más fácil que lo segundo. El rápido resurgimiento de Atenas, más aun, la transformación de la Liga en un Imperio, apenas disimulado, suscitaron temor y resentimiento: hasta tal punto que la política de Cimón ya no podía continuar. Pericles, cuyo predominio en la Asamblea fue casi indiscutido desde 461 hasta su muerte en 429, aceptó la hostilidad espartana como algo inevitable; llegó a un acuerdo con Persia y se propuso hacer de Atenas una ciudad excepcional en Grecia. La energía desplegada por los atenienses durante estos años es casi increíble; ellos aspiraban, y durante un tiempo lo tuvieron, a un imperio que abarcara o controlara no sólo todo el Egeo, sino también el golfo de Corinto y Beocia: y hubo quienes soñaron, y siguieron soñando, con conquistar la distante Sicilia. Nuestras referencias sobre los debates, los teatros, los tribunales de justicia y las procesiones, no deben hacernos perder de vista el hecho primordial de que el ateniense del siglo V era ante todo un hombre de acción. En 456, los atenienses debieron hacer frente a un cúmulo de responsabilidades domésticas, pero esto no los disuadió de enviar doscientos barcos para ayudar a Egipto en una rebelión contra Persia, y cuando éstos fueron destruidos, enviaron otra fuerza similar que corrió la misma suerte. Un monumento bélico de la época registra los nombres de los de la tribu Erecteida «que murieron en guerra en Chipre, Egipto, Fenicia, Halies (en el Peloponeso), Egina y Megara». De los atenienses no puede decirse que explotaron un imperio obtenido con el esfuerzo y el sacrificio de los otros. La guerra que toda Grecia juzgaba inevitable estalló en el año 431. Diremos algo sobre ella en el capítulo siguiente: éste se cerrará con un breve examen de las instituciones democráticas vigentes cuando Atenas la dirigió, precedido de dos esbozos del carácter ateniense, tomadas de la historia de esa guerra escrita por Tucídides. El primero lo realizó una delegación corintia que vino a Esparta para incitarla a declarar la guerra:

Vosotros tenéis idea (dicen los corintios) de qué clase de gente son estos atenienses, tan totalmente distintos a vosotros. Se pasan siempre pensando cosas nuevas y tienen prisa por realizar sus planes y ponerlos por obra.

Vosotros estáis contentos con lo que tenéis y os resistís hasta a lo necesario. Ellos son osados, intrépidos, ardientes; vosotros sois cautelosos y no confiáis en vuestro poder ni en vuestro juicio. Ellos aman las aventuras lejanas, vosotros las odiáis; ellos peregrinando ganan, y adquieren con su ausencia; y a vosotros, si salís fuera de vuestra tierra, os parece que lo que dejáis en ella queda perdido. Cuando han vencido pasan adelante y prosiguen la victoria, y cuando son vencidos no desmayan ni pierden el ánimo. Entregan sus cuerpos a Atenas como si fueran propiedad pública, y utilizan sus mentes en pro de Atenas del modo más individual posible. Ellos forjan un plan: si fracasa, creen que han perdido algo; si tiene éxito, este éxito no es nada en comparación con lo que van a hacer después. Les es imposible disfrutar de la paz y estarse tranquilos o permitírselo a otros cualesquiera[32].

Ahora oigamos al propio Pericles, dos años después, en su Discurso fúnebre. Primero alaba la liberalidad de Atenas: la ley es imparcial; las distinciones públicas se otorgan al mérito, no al partido o a la clase. En lo social, reina la tolerancia, y en los asuntos públicos hay autodominio y ausencia de violencia. Atenas es además rica en las cosas espirituales, intelectuales y materiales propias de la civilización.

Hasta aquí Pericles compara a Atenas con Grecia en general; a continuación se dirige en particular a Esparta:

Nosotros permitimos a cualquiera la entrada en nuestra ciudad y no echamos a los extranjeros porque puedan ver demasiado, pues en la guerra confiamos más en nuestro valor y osadía que en las estratagemas y aprestos. Nuestros enemigos se preparan para la guerra desde la mocedad con pesados adiestramientos. Nosotros vivimos holgadamente, pero no tenemos menos entereza para enfrentar el peligro. Los espartanos nunca se han atrevido a atacarnos sin contar con la ayuda de sus aliados. Y así, con un valor que procede de la disposición natural más que de las leyes, nosotros tenemos dos ventajas, pues evitamos el esfuerzo preliminar y somos tan buenos como ellos cuando llega la ocasión. Amamos las artes, sin ostentaciones superfluas, y las cosas del pensamiento, sin volvernos por ello blandos.

Después de esta oposición directa con respecto a Esparta, Pericles habla nuevamente en general. En Atenas, la riqueza brinda una oportunidad para la acción, no un motivo para la vanidad, y así es desventurado el ocioso, no el pobre. Un hombre tiene tiempo para sus asuntos privados y para los asuntos de la ciudad, y los hombres de negocios están capacitados para juzgar en materia política[33].

Al hombre que no participa en los negocios públicos, algunos lo llaman indiferente; nosotros los atenienses lo llamamos inútil. No consideramos el discurso como un impedimento para la acción, sino como un preliminar necesario. Otros pueblos son temerarios por ignorancia, tímidos por cálculo; nosotros calculamos y seguimos siendo audaces. Somos también generosos, no por conveniencia, sino por convencimiento. En realidad, nuestra pólis es un sistema de educación para toda Grecia.

Este discurso de Pericles ofrece sin duda un cuadro idealizado de Atenas, pero en lo que respecta a su sentido general es una descripción sustancialmente verdadera, y de todos modos los ideales de un pueblo constituyen una parte importante de lo que ese pueblo es. La verdad esencial que transmite esta pieza oratoria no es susceptible de una demostración exacta, pero cuando hemos contemplado cualquier aspecto de la actividad de la Atenas de Pericles, podemos volver a este discurso, a su noble elogio de la pólis, y sentimos la convicción de que los atenienses de este período deben haber sido así en lo primordial. Evoquemos, para probar este aserto, la asombrosa belleza del Partenón —de tamaño tan modesto, solo 67 metros de largo— que produce una impresión tan abrumadora. En las fotografías es un templo griego entre otros, pero en la realidad, el edificio que con mayor fuerza estremece el ánimo. Tornemos la mirada a las tragedias de Sófocles, compuestas para el pueblo ateniense y premiadas por la ciudad. Yo mismo —permítaseme una referencia personal— he dado prolijas clases sobre ellas durante treinta años, y las he encontrado ahora más lozanas, más excitantes, más llenas de ideas que nunca. Nada en ellas es superficial, ni hecho por ostentación (a pesar de la soberbia técnica utilizada), ni secundario. Contemplemos, quizás más elocuentes que otros monumentos, las simples piedras sepulcrales, talladas por escultores anónimos, tan conmovedoras en la expresión de su sentimiento y en su serena dignidad. Veamos, por fin, los objetos comunes, de uso doméstico, los cuales poseen las mismas cualidades. En ninguna parte como en la Atenas de Pericles, uno está tan seguro de que no encontrará cosas vulgares, grotescas, caducas o superficiales. Lo más característico es la comedia: tiene tremendas obscenidades que hoy no podrían imprimirse, pero nada que provoque la risa grosera. La razón reside en que aquel pueblo de tan fina condición vivía en un ambiente que lo acostumbraba a los grandes esfuerzos espirituales, mentales y físicos.

Volvamos a la pólis. En todas partes ella dio plenitud y significación a la vida, pero muy principalmente en Atenas, donde la democracia política fue llevada a sus extremos lógicos. Hay quienes niegan que Atenas fuese una democracia, ya que las mujeres, los residentes extranjeros y los esclavos no tenían voz en la conducción de los asuntos públicos. Si definimos la democracia como la participación en el gobierno de toda la población adulta de un país, entonces Atenas no era una democracia. Ni tampoco lo es ningún estado moderno, pues debido a su extensión todo estado moderno debe delegar el gobierno en administradores representativos y profesionales, lo cual es una forma de oligarquía.

Si la definimos como la participación en el gobierno de todos los ciudadanos, entonces Atenas era una democracia —y debemos recordar que el requisito griego normal para la ciudadanía era que por lo menos el padre, si no ambos progenitores, tenían que haber sido ciudadanos— pues el «estado» griego era (en teoría y en sentimiento) un grupo de parientes y no simplemente una población que ocupaba cierta superficie.

Pero para nuestro propósito la definición exacta de democracia carece de importancia[34]: solo nos interesa ver cómo las instituciones políticas de Atenas gravitaban sobre la vida y el pensamiento de los atenienses. En este capítulo las presentaremos; en el siguiente las veremos actuar a impulsos de una guerra desesperada.

La Asamblea era soberana, y se hacía todo lo posible para mantener esta preeminencia en la realidad tanto como en la teoría. No existía en Atenas el riesgo de que este organismo asumiera el poder absoluto, otra ventaja de su pequeña escala. La Asamblea estaba constituida por todos los atenienses adultos varones, aceptados como legitimos por su demo y que no hubiesen sido privados de sus derechos por algún grave delito. No quedaba ningún vestigio de la discriminación por propiedades, salvo en el ejército. Esto es significativo. Hasta tal punto era la pólis una comunidad de ciudadanos, tan reducido el «estado» como entidad abstracta, que aquéllos tenían que proveerse de su propio equipo. En consecuencia, el que era bastante rico para procurarse un caballo servía en la caballería, en su propio caballo, aunque mientras duraba su servicio la pólis pagaba por su mantenimiento. Los más o menos acomodados formaban en la infantería pesada (hoplitas), aportando su propia armadura; y el pobre, que no podía contribuir con nada, fuera de él mismo, servía como auxiliar o remaba en la escuadra. Los residentes extranjeros servían junto a los ciudadanos, pero los esclavos nunca fueron admitidos en el ejército o en la marina, salvo una vez en momentos de gran peligro en que se les invitó a alistarse con la promesa (luego cumplida) de la libertad y el pleno ejercicio de los derechos civiles (no políticos).

Esta Asamblea, una reunión en masa de todos los varones nativos residentes en Ática, era el único cuerpo legislativo, y tenía, de varias maneras, el control completo de la administración y de la judicatura. Primero, la administración. El antiguo Areópago, compuesto de ex arcontes, ya no hacía nada salvo intervenir en casos de homicidio. Los arcontes, otrora tan poderosos, eran ahora elegidos por votación anual de la Asamblea.

Cualquier ciudadano, en un momento dado, podía encontrarse entre los nueve arcontes; esto significaba, naturalmente, que el arcontado, aunque tenía responsabilidad administrativa, no poseía poder real. El poder residía en la Asamblea. Ésta se reunía una vez por mes, a no ser que fuese convocada especialmente para tratar algo importante. Todo ciudadano podía hablar, si lograba que la Asamblea lo escuchase, y tenía derecho, además, a presentar proyectos, con ciertas estrictas salvaguardas constitucionales. Pero un cuerpo tan amplio necesitaba una comisión para preparar su tarea, y para tratar los asuntos urgentes. Esta comisión constituía el Consejo (Boulé) de los quinientos, cuyos miembros no se designaban directamente, sino por un procedimiento secreto de votación, y en la cantidad de cincuenta por cada tribu. Como este Consejo era elegido al azar y estaba compuesto todos los años por gentes diferentes no podía desarrollarse un sentimiento de cuerpo. Éste era el propósito: nada debía hacer sombra a la Asamblea. La mayoría de las juntas administrativas (departamentos de gobierno) estaban integradas por miembros de la Boulé. Pero como quinientos hombres no podían estar en sesión permanente y eran muchos para constituir una comisión ejecutiva eficaz, había otro consejo interno, el pritáneo, compuesto, a su vez, de los cincuenta hombres procedentes de cada una de las diez tribus, el cual permanecía en sesión una décima parte del año. Uno de éstos era elegido por votación para presidir cada día. Si había una reunión de la Asamblea, él presidía; durante veinticuatro horas era la Cabeza titular del Estado. (Sucedió que, como Grecia era un país esencialmente dramático, Sócrates ocupó este puesto un día hacia el fin de la guerra, cuando la Asamblea estaba enloquecida —a veces pasaba esto, pero no a menudo— y exigía ilegalmente que se acusara a la Junta de Generales por no haber rescatado a los sobrevivientes de la exitosa batalla naval de Arginusa. Sócrates desafió a la multitud y se negó a someter a votación una propuesta tan irregular). Para una fiscalización más estricta sobre la administración todos los magistrados salientes debían someter a la Asamblea un informe de sus actos oficiales y su responsabilidad solo cesaba cuando pasaban esta «prueba». Si no cumplían este requisito, no podían salir de Atenas ni vender ninguna propiedad.

Un cargo importante, como el de comandante de las fuerzas de mar o de tierra, no podía quedar librado al capricho de la votación. Los diez strategói («generales» o «almirantes») se elegían anualmente. La reelección estaba permitida y hasta se aceptaba como procedimiento normal, pero sucedía no pocas veces que un ateniense era general en una campaña y soldado raso en la siguiente. Este hecho ilustra el caso extremo de la concepción fundamental de la democracia: «gobernar y ser gobernado»; resultaba como si el miembro de la comisión de un sindicato, cumplido su término, volviese en forma automática a su trabajo. Estos estrategos, por ser los únicos magistrados exclusivamente elegidos en virtud de su competencia técnica, y puesto que desempeñaban funciones de gran significación, ejercían, según es lógico suponer, notoria influencia sobre la vida pública. Merced a su designación para uno de estos empleos y a su ascendencia personal en la Asamblea, Pericles gobernó a los atenienses durante largo tiempo.

La Asamblea fiscalizaba no solo la legislación y la administración, sino también la justicia; pues así como no había gobernantes profesionales, tampoco había jueces o defensores profesionales. Era mantenido el principio de que el hombre vejado apelaba directamente a sus conciudadanos en procura de justicia, en los tribunales locales para los asuntos sin mayor importancia, en los tribunales atenienses, civiles o criminales, para los de mayor envergadura. El jurado era en realidad una sección de la Asamblea; su número variaba entre 101 y 1001, según la importancia del caso. No había juez; solo un presidente puramente de fórmula, algo parecido a nuestro presidente del jurado. No había defensores: las partes dirigían sus propias causas, si bien el demandante o el acusado podían recurrir a un «escritor de discursos» para que les hiciera el suyo, pero luego ellos mismos debían aprenderlo y pronunciarlo. Este jurado popular era juez legal y de hecho, y no había apelación. Si la ofensa era tal que al ley no establecía una penalidad precisa, como un jurado tan amplio no podía formular la sentencia, el acusador proponía una pena, el acusado ofrecía una alternativa, y el jurado debía elegir entre las dos. Esto explica el procedimiento de la Apología de Platón:

Cuando Sócrates ha sido condenado, la acusación exige la pena de muerte, pero Sócrates sugiere al principio, como alternativa, la posibilidad de acogerse a la munificencia de la Ciudad y luego propone, formalmente, no el destierro, el cual hubiese sido aceptado con gusto por el jurado, sino una multa casi irrisoria.

Este examen, por breve que sea, pone de manifiesto un punto esencial, que los asuntos públicos en Atenas estaban manejados, hasta donde era posible, por aficionados. Al profesional se le daba la menor categoría; en realidad, el experto era por lo general un esclavo público. Todo ciudadano llegaba a ser a su turno, soldado (o marino), legislador, juez, administrador, si no como arconte, seguramente como miembro de la Boulé. Este extraordinario empleo que se hacía de los aficionados puede sorprender al lector como ridículo; fue severamente criticado por Sócrates y Platón, no tanto porque fuese ineficaz, sino porque entregaba la principal función del «arte de la política», es decir, el hacer mejores a los hombres, a ignorantes. Pero no nos apartemos. Debajo de esta aversión general al profesional había una teoría más o menos consciente de la pólis: a saber, que este deber de tomar parte, en la época más indicada de la existencia, en todos los asuntos públicos era lo que el individuo se debía a sí mismo y a la pólis. Esto formaba parte de la vida plena que solo la pólis podía brindar. El salvaje, el que vivía solo para sí, no podía tenerla, y tampoco el «bárbaro» civilizado que vivía en un vasto imperio gobernado por un rey y sus servidores personales. Para el ateniense el autogobierno mediante la discusión, la autodisciplina, la responsabilidad personal, la participación directa en la vida de la pólis en todos sus aspectos eran cosas que constituían una exigencia vital. Y todo eso era incompatible con un gobierno representativo que administrase una superficie dilatada. He aquí la razón por la cual Atenas no podía crecer como lo hizo Roma, mediante la incorporación de otras póleis. Para el ateniense, la responsabilidad de adoptar sus propias decisiones, de llevarlas a cabo y aceptar sus consecuencias constituía una necesidad en la vida del hombre libre. Por esta causa el arte popular de Atenas fue la tragedia de Esquilo o de Sófocles y la comedia de Aristófanes, en tanto que el nuestro es el cine. El ateniense estaba habituado a ocuparse de cosas trascendentales; un arte que no se refiriese a temas de importancia le habría parecido pueril.

Esta explicación sobre la constitución ateniense, por fuerza harto breve, sugerirá al lector dos reflexiones por lo menos: que todo esto parece muy propio de aficionados y que el ateniense debía dedicar mucho tiempo a la cosa pública, si es que el sistema había de dar resultado.

Empecemos por el primer punto. Era un gobierno ejercido por aficionados en el sentido estricto de la palabra, es decir, por personas a quienes gustaba el gobierno y la administración. Presentar el problema así puede resultar engañoso, pues las palabras «gobierno» y «administración» se escriben entre nosotros con mayúsculas: son cosas en sí, actividades a las que algunas personas descarriadas consagran sus vidas. Para los griegos, formaban solo dos aspectos de esa cosa polifacética: la vida de la pólis. Ocuparse de los asuntos de la pólis no era solo un deber del hombre para con ella, sino un deber del hombre para consigo mismo, poseía también un interés absorbente. Representaba una parte de la propia vida. Ésta es la razón porque el ateniense jamás empleó el administrador o el juez profesional, si le fue posible evitarlo. La pólis era una especie de superfamilia, y la vida de familia implica participar directamente en sus asuntos y en sus consejos. Esta actitud hacia la pólis explica, además, por qué el griego nunca «inventó» el gobierno representativo. ¿Por qué iba a «inventar» algo que la mayor parte de los helenos pugnaban por abolir: el ser gobernado por algún otro?

¿Pero era este sistema propio de aficionados también en otro sentido? ¿Resultaba ineficaz o inconsecuente? Creo que a esta pregunta debemos responder en forma negativa, si elegimos para compararlo no un modelo ideal, sino el gobierno que se estila normalmente entre los hombres. El régimen demostró ser estable; se recobró con facilidad de dos revoluciones oligárquicas, provocadas por el desgaste de una guerra desventurada. Obtuvo y rigió un imperio, recaudó impuestos, administró su economía, sus finanzas y su circulante con admirable firmeza; y al parecer conservó un sistema de justicia pública no alcanzado por algunos gobiernos de nuestro tiempo. Perdió una guerra importante, no por falta de ánimo o de vigor, sino debido a graves errores de criterio y a esto se halla expuesto cualquier gobierno. Juzgado, pues, por todas estas pautas corrientes de idoneidad, debe declararse que tal experimento de democracia lógica no ha fracasado.

El ateniense habría aceptado todas estas pruebas de eficacia como legítimas, pero habría agregado otra más: ¿aseguraba una vida razonablemente buena al ciudadano común? Es decir, además de hacer lo que hoy también pretendemos de nuestro gobierno, ¿estimulaba su intelecto y satisfacía su espíritu? No puede vacilarse en contestar a esta pregunta. Algunos filósofos como Sócrates y Platón emplean un criterio más exigente: ¿educaba esta forma de gobierno a los hombres para la virtud? Platón dice en el Gorgias, que Temístocles, Cimón y Pericles «llenaron la ciudad con fortificaciones y otras cosas inútiles por el estilo», pero fracasaron lastimosamente en el primer deber de un estadista: hacer a los ciudadanos más virtuosos. Son muy pocos, sin embargo, los gobiernos que han aspirado a esta clase de objetivos.

Si consideramos esa eficiencia en forma más amplia, deben tenerse en cuenta dos puntos: Uno es la pequeñez del estado. La Asamblea, esa reunión del distrito ateniense, lo mismo que un vigoroso concejo municipal actual, consideraba asuntos que muchos miembros conocían en forma directa y personal. Además, la complejidad de los problemas era mucho menor que hoy, y no me refiero a la complejidad intelectual o moral, la cual es siempre la misma, sino a la complejidad de organización. Si se declaraba la guerra, no se trataba de «movilizar todos los recursos nacionales», por medio de comisiones incontables y un enorme gasto de papel; se esperaba simplemente que cada hombre fuera a su casa a buscar su escudo, su lanza y su ración, y se presentara a recibir órdenes. La Asamblea cometió sus peores errores cuando tomó decisiones sobre puntos que escapaban a su conocimiento personal. Así en medio de la guerra adoptó la desastrosa resolución de invadir a Sicilia, aunque (como lo señala Tucídides) muy pocos sabían dónde estaba Sicilia y la extensión de la isla.

Entonces, es menester recordar que todos los miembros de esta Asamblea, salvo los más jóvenes, poseían una experiencia de primera mano en el desempeño de los distintos cargos tribales y locales y en los tribunales de justicia, y que quinientos hombres nuevos prestaban anualmente servicio en la Boulé, proyectando las leyes que eran sometidas a la Asamblea, recibiendo embajadas extranjeras, manejando las finanzas, y las restantes funciones. Si estimamos el número de ciudadanos en 30.000, se comprobará que para cada uno existía la posibilidad de llegar a cumplir su término anual en la Boulé. La Asamblea estaba, pues, compuesta en su mayor parte por hombres que tenían una experiencia personal de lo que trataban.

Esto nos lleva a la segunda consideración. ¿De dónde sacaba tiempo el ateniense común para todo esto? El ateniense no era un superhombre y el día tenía entonces veinticuatro horas lo mismo que hoy. Ésta es una cuestión importante. Los griegos, como todos los pueblos civilizados de la antigüedad y muchos otros después, eran dueños de esclavos. De esto han inferido algunos que no han leído a Aristófanes, aunque hayan leído La cabaña del tío Tom, que la cultura de Ática era la obra de una clase ociosa, sostenida por esclavos. Esta creencia puede sernos consoladora, pues nosotros tenemos mucho más poder económico y mucho menos civilización, pero es esencialmente falsa. Hay una similitud muy escasa entre la esclavitud en los siglos V y IV y los latifundia romanos, dilatadas fincas trabajadas por esclavos, creadas por la despoblación del campo.

En primer término, la esclavitud agrícola en Grecia casi no existió. La tradición sostiene que al ciudadano poseedor de tierra el trabajo servil le brindaba pocas ventajas en explotaciones de pequeña escala, pues el esclavo comía casi tanto como lo que producía. El granjero acomodado, lo mismo que el ciudadano rico, tenía así pocos esclavos, en su mayor parte dedicados a tareas personales y hogareñas. El ateniense que salía de compras poseía un esclavo —si sus medios se lo permitían— para acarrear las mercancías, y en la casa había dos, hombre y mujer, que actuaban como doméstico y niñera. Estos esclavos hacían la vida más amena y hasta cierto punto fomentaban la civilización, así como nuestras sirvientas permiten que las señoras de la clase media jueguen al bridge por las tardes y que los profesores escriban libros; pero de ningún modo constituían las bases de la vida económica de Ática. Una moderna autoridad en la materia[35] estima que poco antes de la guerra del Peloponeso había en Ática unos 125.000 esclavos, de los cuales aproximadamente 65.000 —más de la mitad— se dedicaban a tareas domésticas. El profesor Gomme estima que por ese período había 45.000 atenienses varones mayores de 18, y por consiguiente una población total de algo más de 100.000. Esto daría un promedio de medio esclavo por persona; pero es imposible calcular la distribución por familias, pues mientras muchas casas carecieron, sin duda, de estos servidores, otras poseyeron varios. El profesor Gomme calcula, además, que de los otros esclavos, unos 50.000 estaban asignados a la industria y otros 10.000 a las minas. El trato de estos últimos era muy duro, la única mancha grave en la condición humana de los atenienses. Los esclavos gozaban en general de una considerable libertad y tenían mucha más protección legal que, por ejemplo, los negros en los Estados Unidos; esta conducta liberal debería ser bien conocida porque los espartanos se burlaban de que en las calles de Atenas los esclavos no se distinguían de los ciudadanos. Pero en las minas se les obligaba a trabajar hasta que morían. Las condiciones allí imperantes fueron peores que las de nuestras propias fábricas en los períodos más horrendos, aunque un apologista de Atenas podría legítimamente señalar que los atenienses no consideraban a estas víctimas como ciudadanos, con almas inmortales, y que solo los esclavos más toscos eran enviados a esos lugares. Pero de todos modos se trataba de un horrible cuadro. En parte, se debía a aquello de «ojos que no ven, corazón que no siente»; en parte, a que las minas no hubiesen podido ser explotadas sin apelar a ese medio. Muchas civilizaciones tienen sus horrores privados: nosotros matamos 4.000 ciudadanos por año en los caminos, porque nuestro modo de vivir no podría continuar de otra manera. Comprender no es necesariamente perdonar, pero no es malo intentar comprender.

En lo que respecta a la mano de obra servil ocupada en la industria, compuesta por unos 50.000 individuos, parece una cifra enorme frente a la población total. Si nosotros en Gran Bretaña tuviéramos una cantidad equivalente de esclavos industriales —digamos diez millones— viviríamos todos con las mayores comodidades, si no fuera por las leyes de la economía, que ya se encargarían seguramente de que estuviésemos peor que nunca. Pero al calcular el efecto económico y social de estos 50.000 esclavos, debemos recordar que sin la ayuda de maquinarias su trabajo no producía un gran excedente para que otros vivieran de él; rendía, sí, mas en pequeña escala. Existía un límite efectivo para el empleo de esclavos industriales: en épocas de inactividad el esclavo ocioso era pura pérdida. Había que alimentarlo y su valor como capital disminuía. Por consiguiente, vemos que la «fábrica» común empleaba a la vez esclavos y ciudadanos; estos últimos podían ser despedidos. La fábrica era invariablemente un negocio muy pequeño; si ocupaba más de veinte esclavos constituía ya una gran empresa. Gracias a descubrimientos recientes, de ciertas inscripciones, nos es ahora más fácil conocer diversos detalles sobre el aspecto comercial de algunos de los edificios de la Acrópolis. Atenas, ya lo sabemos, era un estado poseedor de esclavos; por tanto, esperamos confiadamente que el Partenón, el Erecteo y todas las demás obras hayan sido construidas por un contratista que empleaba equipos serviles. Mas si reflexionamos un instante, resulta, sin duda, muy ingenuo suponer que una arquitectura y una escultura que expresan soberbias cualidades de gravedad, inteligencia y sentimientos humanos hayan sido creadas por poseedores de esclavos; tan lejos se hallan estas realizaciones de tolerar una comparación con las Pirámides. Y descubrimos, en efecto, que el plan a que se ajustaron siguió directivas que a primera vista parecen increíbles. Estos edificios fueron erigidos por medio de miles de contratos separados: un ciudadano con su esclavo se comprometía a traer diez carradas de mármol desde el Pentélico; o un ciudadano empleador de dos atenienses y dueño de tres esclavos es contratado para la estría de una columna. Existía la esclavitud, y ella contribuía con su ayuda, como una máquina auxiliar; pero sugerir que era el principal sostén de la economía ateniense es una grave exageración, y decir que daba el tono de la sociedad y apartaba al ciudadano común del trabajo duro es sencillamente ridículo. Permitió, sin duda, mantener bajo el valor de los salarios, porque si hubiese resultado provechoso, a la larga, comprar esclavos, a nadie le hubiese convenido emplear mano de obra libre. Pero poseer esclavos era, por cierto, asunto espinoso. Así, pues, en nuestra investigación sobre el origen de los ratos de ocio, que los atenienses parecen haber tenido con tanta abundancia, debe darse a la esclavitud la trascendencia debida, pero no más. En su mayor parte, ésta solo acrecentaba el ocio de los que ya gozaban de una situación cómoda. Creo que debemos dar más importancia al nivel de vida tan simple con el que se conformaban incluso los atenienses ricos. Su casa, sus muebles, sus vestidos, su alimento serían rechazados con desprecio por un artesano inglés; y ciertamente aquéllos no podrían haber soportado con esos elementos domésticos el clima británico.

Es innegablemente cierto que las maquinarias producen para nosotros miles de cosas que los griegos no tenían, pero este argumento nada decide aquí. No nos referimos ahora a la comodidad, sino al tiempo disponible —apreciado por el griego más que todo, excepto la gloria— y no podemos afirmar que las maquinarias hayan acrecentado nuestro ocio. La vida se ha vuelto mucho más complicada y gran parte del tiempo que nos ahorra la producción de las máquinas nos lo quitan los trabajos extras originados por la era mecánica.

En tercer lugar, cuando el lector haya calculado la cantidad de horas de trabajo insumidas para pagar cosas que el griego ni conocía —sofás, cuellos y corbatas, ropas de cama, agua corriente, tabaco, té y administración pública— reflexione luego en el tiempo que perdemos en ocupaciones ajenas a aquél: leer libros y periódicos, trasladarnos diariamente al trabajo, dar vueltas por la casa, y cortar el césped, operación esta que constituye en nuestro clima uno de los más acérrimos enemigos de la vida social e intelectual. Además, el horario del día no estaba regido por el reloj, sino por el sol, pues no había luz artificial. La actividad empezaba al alba. En el Protágoras de Platón, un joven impaciente desea ver a Sócrates con urgencia, y lo llama tan temprano que éste está en la cama todavía (o más bien «sobre» la cama, envuelto en su manto) y así el visitante tiene que acercarse a tientas para descubrirla porque todavía no ha aclarado. Platón piensa que esta llamada era demasiado temprana, pero no tenía nada de impertinente. Tal vez nosotros envidiemos el ateniense común que podía disponer de un par de horas por la tarde para asistir a los baños o al gimnasio (centro atlético y cultural espacioso que el público proveía para su propio esparcimiento). Nosotros no podemos disponer de ese tiempo en la mitad del día. Pero nos levantamos a las siete, y entre afeitarnos, desayunarnos, y ponernos nuestras complicadas corazas, no estamos listos hasta las 8:30. El griego se levantaba no bien empezaba a clarear, sacudía la manta con que había dormido, se envolvía en ella con la mayor elegancia como si fuera un traje, usaba barba y no tomaba desayuno, y estaba listo en cinco minutos para enfrentar al mundo. La tarde no era realmente la mitad de su jornada, sino casi el final.

Además, muchas formas de servicio público eran remuneradas, incluyendo eventualmente la asistencia a la Asamblea. Atenas ya conocía lo que hemos descubierto en este siglo, que si queremos que el ciudadano común se dedique a la función pública debemos indemnizarlo por la pérdida de tiempo, si bien todavía no hemos establecido un fondo público para que el pobre pueda pagar su localidad en un teatro estatal que no poseemos. Los miembros de la Boulé, los arcontes y otros funcionarios, y los jurados que actuaban en los tribunales recibían paga, aunque modesta, de los fondos públicos, los cuales estaban constituidos, en cierta medida, por las ganancias del imperio. Parece estar bien establecido que en el siglo IV los ciudadanos atenienses desempeñaban en el comercio y la industria un papel mucho menor que los residentes extranjeros y ello no se debía a que vivieran preferentemente de la esclavitud, sino a que percibían salario del estado.

Este experimento en un gobierno democrático jamás podría repetirse, a no ser que una vez más surjan estados independientes que sean bastante pequeños como para que puedan cruzarse a pie en dos días. El modo tan confiado en que los atenienses llevaban a su lógica consecuencia su afán de participar directa y personalmente en todo aspecto del gobierno da la impresión de un deliberado desafío a la debilidad de la naturaleza humana.

¿Es posible que todo un pueblo tenga la profunda sabiduría y el autodominio suficientes para administrar con prudencia sus propios asuntos? ¿Puede un pueblo controlar un imperio y sus propias finanzas, sin corromperse? ¿Puede dirigir una guerra? ¿Cuáles son las tentaciones y peligros que acometen a una democracia? Atenas brinda poco menos que un laboratorio experimental en lo que atañe al gobierno popular. Si no fuera porque todo sucedió hace tanto tiempo y tan lejos, y en un lenguaje cuyo sentido a menudo es inaccesible, casi valdría la pena que le prestáramos hoy alguna atención.