Capítulo VI


LA GRECIA CLÁSICA: EL PERÍODO PRIMITIVO

En el mapa moderno del Mediterráneo y aguas adyacentes hay muchos nombres griegos. Sebastopol, Alejandría, Benghazi —y por consiguiente la vecina Apolonia, que nuestros diarios nunca logran escribir correctamente, pues el culto de Apolo no es muy firme en Fleet Street—, Siracusa, Nápoles, Mónaco. Todos estos nombres, y cien más, son de origen griego, aunque muchos de ellos han sido desfigurados después de ser utilizados durante siglos en otras lenguas. No todos se remontan a los primitivos tiempos clásicos. Alejandría conmemora a su fundador, Alejandro Magno, con quien terminará este volumen. Sebastopol es en griego «ciudad de Augusto», por consiguiente una fundación de los tiempos de la Roma imperial; Benghazi es Berenike (en griego macedónico Fereníke, «portador de la victoria»), nombre de una de las reinas de la dinastía macedónica de los Ptolomeos que gobernó a Egipto desde los tiempos de Alejandro (320 a. C.) hasta Cleopatra, la que fascinó a César, a Shakespeare y a Bernard Shaw. Sin embargo, gran número de estos nombres datan del período que ahora nos concierne, es decir de los siglos VIII, VII y VI. Marsella nació como Massilia y fue fundada por los griegos alrededor del 600. Esta costa es en realidad un museo de nombres griegos. Mónaco tomó su nombre de un altar de Heracles Monoikos «Heracles el que vive solo». Niza era Níkaia, «Victoria», Antibes es Antípolis «la ciudad opuesta»; Agde es Agathé, «el buen lugar». También el sudoeste de Italia está lleno de nombres griegos: Nápoles, por ejemplo, es Neápolis, «Ciudad nueva», y Reggio es Rhégion, «la Grieta», así llamada por el angosto estrecho.

El poeta jónico Homero conocía poco y nada del Mediterráneo occidental y del Mar Negro. De estas regiones se tenían escasas informaciones y aparecían pobladas con maravillas. Itaca, fuera de la costa oeste de Grecia, era el límite de su conocimiento hacia occidente, y no parece estar muy seguro incluso sobre esa isla. Sin embargo, no más de trescientos años después, encontramos ciudades griegas firmemente establecidas no solo alrededor del Egeo, sino también en los lugares más accesibles del Mar Negro (inclusive en Crimea), a lo largo de la costa libia, al sur y al oeste de Italia, en Sicilia, en la costa sur de Francia y en la costa oriental de España. Sicilia y las regiones vecinas de Italia fueron conocidas como la Magna Grecia; fue de allí y no de la madre patria de donde llegó a Roma la civilización griega.

Ésta no fue la primera gran expansión de Grecia, ni tampoco la última. Ya hemos visto cómo los jonios (y otros) habían emigrado a través del Egeo cuando vinieron los dorios; siglos más tarde los griegos se establecieron en los nuevos dominios de Alejandro; y en la última centuria se dirigieron a América en tanta cantidad que el dinero que enviaban a su patria fue un importante renglón en la economía nacional. Los griegos han sido habitualmente una raza fecunda y la naturaleza del país impone una limitación definida de la población. Todavía hoy sucede esto en tierras del Mediterráneo.

Estamos muy mal informados sobre las causas y el curso del gran movimiento colonizador que se inició alrededor de 750 y prosiguió durante unos dos siglos. La superpoblación parece haber sido la causa principal, si bien otros factores desempeñaron también su papel: el desasosiego político, entre ellos, y los desastres provocados por acontecimientos externos. Por ejemplo, cuando Ciro el Grande conquistó a Jonia en el año 545, los habitantes de dos ciudades, Tenos y Focea, resolvieron emigrar en masa antes que vivir sometidos a Persia. Los tenios se establecieron en la costa de Tracia, y fundaron Abdera, pero los focenses fueron mucho más lejos. Y así resolvieron irse a Córcega. Sumergieron un gran pedazo de hierro en su puerto (según el encantador relato en Heródoto) y juraron que no regresarían hasta que el hierro flotara. Pero antes de mucho tiempo, algunos de ellos, abrumados por la nostalgia de su ciudad, volvieron. Los demás continuaron y se incorporaron a la ya existente colonia de Alalia en Córcega (luego se llamó Aleria y aún existe con ese nombre un villorrio).

Una cosa parece segura, al menos con respecto a las primitivas colonias: no fueron fundadas por razones de comercio, ni fueron «factorías». Todo lo que de ellas sabemos sugiere que lo que buscaban los colonos era tierra. El granjero griego, que trabaja con un margen muy pequeño, llevaba una existencia precaria. La subdivisión de la propiedad familiar pronto llegaba a un punto en que tornaba imposible el trabajo provechoso, y —como veremos enseguida al hablar de Atenas— las fincas grandes practicaban el poco escrupuloso hábito de absorber a las pequeñas. El clamor por nuevos repartos de la tierra se hizo oír a menudo en Grecia y la colonización era una válvula de seguridad. El empobrecido campesino acaso renunciaba a su disminuido e hipotecado predio en el país natal por una parte en la tierra vacante de ultramar. Y así la lucha podía empezar; o él y sus descendientes prosperaban y llegaban a constituir la nobleza terrateniente de la flamante pólis, o fracasaban y se aprestaban una vez más para la colonización o la revuelta.

Pero aunque fue la tierra y no el comercio el objeto primordial, la colonización estimuló en sumo grado tanto aquella actividad como la industria, hasta el punto que algunas colonias posteriores se fundaron con miras al intercambio más que a la agricultura. En las nuevas tierras se recogían a menudo frutos que las viejas no ofrecían y las colonias pusieron a los griegos en estrecho contacto con los pueblos «bárbaros», quienes solían tener interesantes artículos para vender. Alguna de las antiguas rutas comerciales, por ejemplo, la ruta del ámbar procedente del Báltico, podía ahora ser alcanzada más cerca de su origen. El intercambio de productos se hizo así más activo y los nuevos contactos aportaron otras ideas y distintas técnicas. Gradualmente, de un modo nada espectacular, fue surgiendo un tipo de civilización material, en algunos lugares más que en otros. Corinto, por ejemplo, ciudad tan favorablemente situada para el comercio, construía barcos, trabajaba el bronce y desarrollaba, en su alfarería, un estilo pictórico naturalista como Grecia no veía desde hacía siglos; mientras tanto las aldeas de Arcadia, a menos de 50 kilómetros, no fueron afectadas en lo más mínimo por estas novedades. Otras ciudades que participaron en este crecimiento del comercio y la industria fueron Egina, Calcis en Eubea y Mileto en Jonia. Calcis participó en la primera guerra griega de los tiempos históricos, contra su vecina Eretria, por la posesión de la colindante llanura Lelantina. Muchos otros estados acudieron de parte de uno y otro bando, sin tener interés manifiesto en el territorio en litigio. Es posible, pues, que ya hubiesen entrado a jugar su papel las rivalidades comerciales.

Veamos algunos detalles sobre el aspecto político de la colonización. La palabra «colonia» es desorientadora, pero como suele suceder, es la mejor que se nos ocurre. La voz griega apoikía significa, literalmente, «un hogar lejano». La apoikía no era en ningún sentido una extensión o dependencia de la metrópoli; era una fundación nueva e independiente. La metrópoli organizaba la expedición; con frecuencia miembros de otras póleis eran invitados a incorporarse. Aquélla debía elegir entre sus propios miembros un conductor oficial. Éste asumía la tarea de vigilar la distribución de las nuevas tierras entre los colonos y debía ser honrado perpetuamente como el fundador. Se acostumbraba consultar el oráculo de Delfos antes de emprender el establecimiento de una nueva colonia. Este requisito no se reducía a una simple confortación religiosa contra peligros desconocidos. Delfos había alcanzado cierta preeminencia entre los lugares sagrados griegos, y como el oráculo era consultado por interesados, procedentes de todas las zonas del mundo griego —y a veces también por «bárbaros»—, los sacerdotes de ese santuario adquirieron un gran caudal de información sobre las más diversas cuestiones (sin mencionar una considerable influencia política). Al acudir a Delfos, por consiguiente, el griego esperaba recibir no solo la bendición de los dignatarios religiosos sino también algún experimentado consejo de la Oficina de Investigaciones Coloniales.

Una vez fundada la colonia, los vínculos entre ésta y la metrópoli eran puramente religiosos y sentimentales. El fuego que ardía en su hogar público había sido encendido con fuego traído de la ciudad originaria; a los ciudadanos de esta última se les acordaban, por lo general, ciertos privilegios complementarios cuando visitaban la colonia; si la colonia daba a su vez nacimiento a otra, era conveniente invitar a la ciudad de origen a que nombrara un fundador. No existía ninguna conexión estrictamente política; la guerra entre la ciudad y su colonia (como entre Corinto y Corcira, en el libro primero de Tucídides) podía parecer desnaturalizada e índecorosa, pero no era una rebelión o secesión; por consiguiente esta dispersión de griegos desde Jonia y Grecia metropolitana, aunque llevase la influencia helénica a todo el Mediterráneo, salvo donde Cartago y los etruscos le atajaban el camino, no tendía a crear un imperio o estado griego. Significaba sólo que el número de póleis griegas independientes se veía aumentado grandemente y que las simpatías y las enemistades de las tierras metropolitanas eran repetidas a la distancia.

El lector puede quizá preguntarse con desaliento si ha de verse obligado aquí a seguir la evolución de varios centenares de estados independientes. No.

En primer término, la historia política debe mantenerse en su lugar cuando se escribe sobre un pueblo. Ella es tal vez un marco, una expresión del carácter de una comunidad y representa, para bien o para mal, una de sus realizaciones; pero no es toda la historia. En segundo lugar, sobre la mayoría de estos estados no sabemos nada. Hoy en día, en interés de la Historia, registramos todos los hechos con tan escrupulosa pasión que estamos volviendo imposible la tarea de escribirla. Grecia sitúa a su historiador frente a la desventaja opuesta. La idea de registrar los hechos contemporáneos, fuera de las simples listas de magistrados o sacerdotes, apenas apunta antes del siglo V. Y cuando aparece, ya tenemos, casi inmediatamente, no un simple registro, sino también una interpretación de los acontecimientos. Pero aun para el siglo V nuestros registros son harto escasos. En cuanto al anterior período, nos parece lo más razonable considerarlo por turno, y de un modo muy general, en tres direcciones: primero Jonia, después Esparta y finalmente Atenas. Los períodos posteriores concentrarán sin duda alguna nuestra atención más y más sobre Atenas.

JONIA

Se pensó durante mucho tiempo que la civilización griega comenzó entre los jonios su renacimiento a partir de la época Oscura; que fueron éstos los primeros que exploraron los mares, fundaron colonias, desarrollaron las artes y vivieron aquella vida plena y libre que habría de convertirse en un rasgo característicamente helénico. En Jonia se refugió la antigua cultura minoica y allí se produjo el contacto íntimo con las civilizaciones más antiguas de Oriente. Este punto de vista es ahora rebatido seriamente (en especial por R. M. Cook, Journal of Hellenic Studies, 1946). La evidencia es por cierto escasa e insegura, pero resulta clarísimo que la Grecia europea tuvo prioridad en la colonización, y que la influencia oriental gravitó desde el principio, tanto sobre los griegos del continente como sobre los jónicos. Homero, el primer gran poeta, era jonio; pero fue en el Ática donde surgió el arte de la pintura de vasos.

No obstante, cuanto sabemos de Jonia en este primitivo período sugiere en verdad a nuestra mente la aparición en ese lugar de tendencias más «modernas» que las que representan a la cultura griega del continente, y es indiscutible que el poderoso movimiento intelectual del que luego hablaremos se originó en esa región oriental del Egeo. Esta sensación de «modernidad» puede muy bien ser efecto del carácter y el temperamento jónicos antes que un estado más avanzado de civilización, puesto que el jónico era mucho más individualista que el griego europeo. En Heródoto, por ejemplo, hay una agradable historia sobre los jónicos. No es necesario que sea verdadera, pues Heródoto, natural de Halicarmaso, ciudad caria, era vecino de aquéllos y por consiguiente, según la casi universal ley de vecindad, tenía prejuicios contra ellos. Sin embargo, se trataba de un relato destinado a ganar crédito entre los otros griegos. Sucedió que los jónicos fueron conquistados por Ciro el Grande de Persia alrededor del año 550, y se rebelaron poco después del 500. Se reunió una flota jónica en la pequeña isla de Lade y el comandante del destacamento procedente de Focea —según Heródoto— pronunció un discurso típicamente griego, en el que la modestia no era un rasgo prominente. «Las cosas han llegado a un momento de crisis, señores. Seremos libres o esclavos, y además esclavos fugitivos. Ahora bien, si estáis dispuestos a aceptar penurias por un tiempo, podréis derrotar al enemigo y obtener vuestra libertad, pero si persitís en la pereza y la indisciplina, temo que pagaréis caro por vuestra rebelión. Escuchadme y confiad en mí, pues yo os aseguro que, si los dioses no favorecen al enemigo, nosotros llevaremos la mejor parte». «Al escuchar esto —dice Heródoto—, los jónicos se confiaron a Dionisio». Salió al mar de día, adiestró a los remeros en las maniobras y mantuvo a los marinos con sus corazas bajo el sol abrasador de Grecia. Los jónicos, no acostumbrados a tales ejercicios, los toleraron durante siete días, pero luego se dijeron mutuamente: «¿a qué dios hemos ofendido que se venga con este castigo? ¿Hemos olvidado ya que nos hemos entregado a un loco vanidoso de Focea —un lugar que solo pudo contribuir con tres barcos— y que él se ha apoderado de nosotros y nos martiriza de un modo insoportable? La mitad de nosotros ya estamos enfermos y el resto lo estará pronto. Ninguna esclavitud puede ser peor que esto. ¡Ea! ¡No aguantemos más!». Y así fue que —dice Heródoto— en lugar de trabajar en los barcos, se pasaban los días en la costa, en sus tiendas, con el resultado inevitable.

Es una historia con su dosis de insidia, pero la exageración maliciosa debe tener algún asidero. Los jónicos pasaban ante los otros griegos como gente carente de seriedad y disciplina. En realidad tuvieron una valerosa actuación contra Persia y, aunque sus ciudades separadas no mantuvieron la cohesión política que los hubiese salvado, no eran muchos los griegos que podían reprocharles esta conducta.

Un pasaje del Himno «homérico» a Apolo traduce una impresión de Jonia formulada por un hijo de la tierra:

Pero es Delos la que mejor deleite te ofrece, ¡oh Apolo! En la sagrada isla se reúnen los jónicos de túnicas flotantes, con sus hijos y sus virtuosas esposas, y te da placer verlos celebrar sus juegos de pugilato, danzas y canciones, cuando llega el día del festival.

Si alguien llegara mientras los jónicos se hallan reunidos en tu honor, creería que están libres de la vejez y de la muerte. Y admiraría la gracia de todos ellos y se regocijaría contemplando los hombres y las mujeres de hermosas vestiduras, y las naves rápidas y sus numerosas riquezas.

La gracia y el encanto son los rasgos del arte jónico, así como la fuerza y la belleza lo son del dórico. Para apreciar esto, no hay más que comparar la arquitectura jónica con la dórica: la general levedad del estilo jónico, destacada por las gráciles volutas del capitel, forman un sorprendente contraste. En la escultura, si bien los dorios y los jónicos se esforzaban a la par en expresar el ideal atlético, estos últimos se complacían también en problemas planteados por el cincelamiento de las figuras vestidas y trataban, con sumo éxito, de representar en piedra las diferentes contexturas de la carne, la lana y el lienzo. Existe en la obra jónica una delicada sensualidad que no vemos en la dórica. Sus festivales fueron también menos austeros; la música y la poesía tuvieron en ellos mayor importancia. En general, Jonia produce una impresión muy grata y muy alegre, con una sugestión —no más— de molicie oriental o por lo menos meridional. No sorprende que Platón, en el siglo IV, rechace las modalidades jónicas en la música y el ritmo por voluptuosos y enervantes, si bien debemos recordar que Platón ha rechazado muchas cosas buenas.

El siglo VI fue la gran época de la poesía lírica, y la lírica personal provino casi exclusivamente de Jonia, si se nos permite, por una vez, utilizar este nombre con un sentido geográfico muy vago, a fin de poder incluir a los poetas de la eólica Lesbos, cuya mayor gloria es Safo. De toda esta poesía lírica sólo nos quedan míseros vestigios. Tenemos buena muestra de la de Safo (algunos versos citados por escritores posteriores; otros, descubiertos últimamente en las arenas de Egipto) para apreciar por nuestra cuenta cuán apasionada y conmovedora es esta poetisa; pero no tenemos mucho de Arquíloco (un jónico) para comprender por qué los antiguos lo ponían cerca de Homero.

Este verso, hermoso en el griego eólico de Safo, ha sobrevivido porque en el siglo II a. C. fue citado por Hefestión, un versificador común y, además, sumamente tonto.

Me enamoré de ti una vez, Athis, hace tiempo.

Cuando mueras yacerás en tu tumba, para siempre olvidada

porque has desdeñado las flores de la Musa; en el Hades [como aquí]

tu sombra vana dará vueltas con todo lo demás, ignorada, oscura.

Estas feroces líneas están citadas por Plutarco en su ensayo moral y él dice que Safo las escribió «contra cierta dama rica». Algo similar parece haber sido el contexto de otro despectivo fragmento (citado en un comentario sobre Píndaro): «En estas mujeres el espíritu se ha helado y las alas se han roto».

La más famosa oda de Safo es el apasionado poema de amor muy logradamente traducido al latín por Catulo —el único poeta latino que podía hacerlo en absoluto—; pero el amor y el odio no son sus únicos temas:

Las lucientes estrellas

cabe la bella luna

de plateados rayos,

su clara faz ocultan,

cuando su faz descubre,

y muy más llena ilustra

de los alzados montes

las profundas honduras[24].

Los verdaderos poetas jónicos, hasta donde los conocemos, no escriben con la intensidad de la eólica Safo, pero se le parecen, y son distintos a sus contemporáneos de Esparta y Atenas, pues escriben sobre temas que les interesan como individuos. Su poesía es rara vez «política», como la poesía de Tirteo y de Solón. Arquíloco fue renombrado por su cáustica sátira personal; Anacreonte cantó gozosamente al vino y al amor, o con tristeza sobre la llegada de la vejez. El poeta jónico Pitermo sólo sobrevive por este verso:

Sólo el dinero importa, nada más,

muy semejante al verso de Belloc:

Mas el dinero me da placer en todo instante.

Otro fragmento típico es:

Odio a una mujer de tobillos gruesos.

Es conocida la anécdota de aquella espartana que dijo a su hijo que iba a la guerra: «Regresa con tu escudo o sobre él», pues arrojar el escudo era la mayor desgracia que a uno podía ocurrirle. Pero Arquíloco pudo escribir, jubilosamente, sentando una moda literaria que Horacio seguiría más de quinientos años después:

Algún feliz tracio tiene mi noble escudo:

para poder huir lo arrojé en un bosque.

Así me quité estorbos, a Dios gracias.

¡Así queda mi escudo! Conseguiré otro, tan bueno como ése.

Hay en la vida jónica algo sumamente atractivo.

ESPARTA

Si un erudito encuentra, en cualquier fragmento atribuido a un poeta dorio, el verso: «Odio a una mujer de tobillos gruesos», dará por supuesto inmediatamente que allí hay un error. Por cierto que los espartanos tenían su opinión sobre los tobillos femeninos, pero ellos no escribieron tales cosas en el Peloponeso. Los dorios eran más graves y menos individualistas. Mientras los poetas jónicos y eólicos escribían libremente sobre sus amores o sus odios personales, Tirteo en Esparta incitaba a sus conciudadanos a elevarse a las cimas heroicas en la lucha contra sus enemigos en Mesenia, y Alemán componía graves y deliciosos himnos corales que debían entonar las muchachas espartanas en sus festivales. Mientras los filósofos jónicos abrían nuevos y excitantes caminos al pensamiento, guiados solo por el imperativo de su razón individual, los dorios continuaban siendo pesadamente tradicionales en sus ideas y sus perspectivas. En tanto los arquitectos y los escultores de Jonia buscaban la elegancia y la variedad, los del Peloponeso se esforzaban por alcanzar la perfección dentro del estrecho ámbito de unas pocas y severas pautas. Lo jónico y lo dorio representan en estado de pureza dos concepciones opuestas de la vida: lo dinámico y lo estático, lo individualista y lo comunitario, lo centrífugo y lo centrípeto, según las diferencias que hoy podemos comprobar entre el Oeste y el Este. Durante un tiempo, estas oposiciones hallarán en Atenas la conciliación que necesitaban; de allí la perfección de la cultura ática en la época de Pericles.

Del mismo modo que la escultura y la arquitectura áticas combinaron la austeridad doria con la gracia jónica, y el drama logró en Atenas una armoniosa y orgánica síntesis entre el himno coral colectivo y el arte del actor, así también por un breve período la vida ateniense pudo concertar la libertad jónica y el brillo individual con el sentido dorio de la disciplina y la coherencia. Mas en los comienzos de la época clásica esta conciliación se hallaba todavía distante. La cultura y la historia política del Peloponeso —la principal aunque no la única patria de los dorios— estuvieron regidas por Esparta y no es fácil formular un juicio sobre ésta. Esparta es una ciudad llena de extrañas contradicciones, no fácilmente accesibles para una mente moderna. Su historia primitiva es oscura, más rica en leyendas que en hechos, y de estos hechos aparentes muchos son debidos a reconstrucciones hipotéticas de filósofos posteriores. Una de las muchas paradojas de Esparta es que esta ciudad, conocida entre los griegos por su esterilidad en las cosas del espíritu, ha ejercido una perpetua fascinación sobre los filósofos griegos.

Ya hemos visto cómo los dorios invasores tomaron posesión de la mayor parte del Peloponeso y cómo los espartanos, una minoría dominadora y orgullosa, se instalaron en uno de los valles meridionales más fértiles del continente europeo. Sería muy satisfactorio si ahora pudiésemos escribir: «En el curso de pocos siglos esta aguerrida raza montañesa, vencida por el calor y el lujo, se sumió en un letargo casi oriental». Pero no sucedió esto, sino todo lo contrario. Cuando Esparta descaeció y sucumbió, no fue por falta de energía, sino por carencia de ciudadanos y de ideas. Y de esto ella misma era la única responsable.

Dos fueron los acontecimientos críticos en la historia espartana. De ninguno de los dos sabemos demasiado. El primero fue su determinación de mantenerse alejados de la población conquistada. De esto sólo sabemos el hecho escueto, si bien podemos ver que era una consecuencia natural de lo que advertimos en toda su historia: el vivo sentimiento de que ellos constituían una comunidad estrechamente unida. Deben de haber constituido un grupo tan altamente organizado y con tanta conciencia de sí mismos que conquistaron el valle del raudo Eurotas y permanecieron tal cual: no eran individuos dispuestos a adaptarse a un módulo de vida ya existente, sino portadores de sus propias pautas y determinados a conservarlas. Así, pues, la sociedad en Lacedemonia se estratificó de un modo excepcional (aunque hubo un paralelo en Tesalia): en la cima, los espartiatas, los únicos espartanos verdaderos; luego los periecos («vecinos») —una clase que era libre, pero sin derechos políticos—; y en la parte más inferior los ilotas, que no eran esclavos personales de los espartanos, sino siervos de la comunidad. La mayoría de ellos trabajaba la tierra y entregaba la mitad de lo producido a los ciudadanos a quienes estaba asignados.

Del segundo acontecimiento crítico sabemos algo más, pero no suficiente. Según hemos visto, la solución normal para la superpoblación era su envío a una colonia. También Esparta fundó colonias —Tarento fue una de ellas— pero no muchas. Su remedio para enfrentar la codicia despertada por la posesión de tierra fue mucho más drástico: conquistó a su vecina occidental Mesenia; se anexó el territorio y redujo sus habitantes a la servidumbre. Tal anexión era sumamente rara en Grecia, por el simple motivo de que no se podía aprovechar el territorio de un vecino sin un ejército permanente que lo ocupase. Esparta era el único estado que tenía un ejército en esas condiciones, integrado por su clase ciudadana, sostenida por el trabajo de los ilotas. La tarea de mantener dominada a Mesenia resultó muy onerosa para Esparta. Una o dos generaciones después de la conquista, vale decir hacia fines del siglo VIII, los mesenios se rebelaron y la rebelión fue provocada por la desesperación. Costó unos veinte años extirparla y las exhortaciones de Tirteo muestran cuántos esfuerzos tuvo que realizar la ciudad del Eurotas para conservar su botín.

Esta esclavitud de Mesenia hizo de los espartanos, más que nunca, una minoría en su propio país y por cierto una minoría amenazada. Tal vez fue la rebelión mesenia lo que indujo a los espartanos a adoptar las famosas instituciones de Licurgo. Nada se sabe de Licurgo, ni siquiera si fue una realidad o una ficción (J. B. Bury, un definido «racionalista», lo caracterizaba muy expresivamente: «No fue un hombre, sino solo un dios»). Muchas de estas instituciones eran, claro está, mucho más antiguas, pero sin duda un cambio importante sobrevino por ese tiempo en la vida espartana. Es entonces, a fines del siglo VII, cuando la gracia y el encanto desaparecen por completo de la vida espartana y la ciudad empieza a cobrar su conocido aspecto de cuartel. «Licurgo» encara la situación con una lógica irreprochable: el cuerpo de ciudadanos estaba organizado para lo que era, una minoría dominante que sojuzgaba y explotaba a una población mucho más numerosa de siervos activos y peligrosos.

El espartano tenía prohibido dedicarse a la agricultura, el comercio o cualquier otro trabajo; debía ser soldado profesional. Tenía su granja, trabajada para él por los ilotas, comía en comedores públicos, a los cuales contribuía con una parte de su granja: si dejaba de contribuir, perdía su condición de ciudadano. La vida familiar se hallaba severamente limitada. Los niños débiles eran suprimidos; los demás vivían con sus madres hasta los 7 años; desde esa edad hasta los 30 recibían la adecuada clase de instrucción militar pública. Las jóvenes también debían someterse a un cuidadoso adiestramiento físico.

Practicaban juegos y las muchachas usaban tan poca ropa que hasta los griegos se sorprendían. No había ninguna educación intelectual, aunque se insistía en la modestia de la conducta y también, naturalmente, en el valor y en la virtud de la obediencia. Los ilotas vivían en el más absoluto sometimiento; una policía secreta tenía a su cargo matar a cualquiera de ellos que llegase a ser peligroso. Así lo dice Plutarco, pero puede no haberlo entendido bien.

Pero «Licurgo» no se propuso sólo hacer del cuerpo de ciudadanos una eficiente máquina bélica siempre preparada. Realizó también esfuerzos extraordinarios para convertirlo en un instrumento autosuficiente e inmutable. Se desaprobó el comercio, los visitantes extranjeros fueron admitidos sólo de mala gana y de tiempo en tiempo expulsados sin consideración alguna; las ideas extranjeras debían ser excluidas a cualquier precio. (Una comparación referida a nuestra época puede ser sugestiva e ilustradora al respecto). Cuando Atenas tenía una moneda corriente fiscalizada con inteligencia y aceptada en todas partes, hasta en la distante Galia, y además un útil sistema bancario, Esparta todavía utilizaba, de intento, una antigua e incómoda moneda de hierro, aunque el uso compulsivo de este metal entre casa no impedía a los espartanos en el extranjero ver el superior atractivo del oro.

La constitución política resultaba también algo absurda. Hubo dos reyes, los que recordaban a los dos cónsules iguales de la República romana. El origen era posiblemente distinto, pero el efecto deseado no dejaba de ser el mismo: en ambos casos la dualidad ponía freno a la autocracia. En el aspecto interno, los reyes estaban supeditados a los éforos (supervisores), cinco magistrados anuales más o menos elegidos por votación; pero el ejército espartano en el exterior era siempre mandado por uno de los reyes, que en tal caso tenía poderes supremos. Había también un Senado y una Asamblea de todos los espartanos, pero ésta no podía efectuar debates, y expresaba sus decisiones —para mofa de los otros griegos— no con votos, sino con gritos: el grito más fuerte salía triunfante. Tan extraña constitución desconcertó a los posteriores teorizadores griegos, acostumbrados como estaban a clasificar todo lo divino y lo humano. No sabían si se hallaban ante una monarquía, una aristocracia, una oligarquía o una democracia. Esta constitución no abolía nada antiguo (los reyes, por ejemplo) y tampoco desarrollaba nada nuevo hasta sus conclusiones lógicas.

El historiador, compelido por su obligación, se ve precisado a señalar que este árido y negativo modo de vida fue forzoso para los espartanos por su determinación de vivir del trabajo de los ilotas; mas su rigidez resultó al fin moral, intelectual y económicamente ruinosa, ya que la vida a que condenó a los siervos debe haber sido funesta si bien cabría la sospecha de que la historia, como de costumbre, ha registrado lo peor y olvidado todo lo demás. Pero si el historiador se detuviese aquí, no habría cumplido con todo su deber. No obstante los ilotas, y a pesar de su rigidez y esterilidad, Esparta, al menos hasta la Guerra del Peloponeso, produce una singular impresión y hubo muchos griegos que, aunque veían claramente las faltas de esa ciudad, tenían sin embargo una grande e incluso envidiosa admiración por la modalidad espartana.

Es menester comprender, pues, que esa vida era, para el espartano, un ideal. Me he referido (para adaptarme a estos tiempos) a la «explotación» de los ilotas. Si este término moderno tuviese también su connotación adecuada, eso significaría que los ciudadanos de Esparta vivían con cierta holgura del producto del trabajo servil. Pero en realidad su vida era tan austera que un hombre de hoy, puesto a elegir, preferiría vivir como un ilota y no como un ciudadano. Son innumerables las historias sobre Esparta y los espartanos, muchas de ellas registradas por escritores reconocidamente filoespartanos; pero las que se refieren al modo espartano de vida apuntan todas a una sola dirección. Un sibarita, huésped en los comedores públicos de Esparta, observó: «Ahora comprendo por qué los espartanos no temen a la muerte». Otro visitante, al ver un caldo negro espartano, dijo: «Uno necesita nadar un rato en el Eurotas antes de poder tragar esto». Cuando le preguntaron al rey Agesilao cuál era el mayor beneficio que las leyes de Licurgo habían otorgado a los espartanos, respondió: «El desprecio del placer». Diógenes el Cínico, hallándose en Olimpia, observó a un joven de Rodas que llevaba ropas muy hermosas y profirió: «¡Afectación!». Luego vio a algunos espartanos con sus ropas raídas y dijo: «¡Más afectación!».

El que muchos individuos espartanos no viviesen conformes al ideal de su ciudad es un fenómeno que podemos entender fácilmente, pero Esparta tenía un ideal y éste era muy exigente, puesto que daba sentido a su vida y permitía a cada uno sentirse orgulloso de ser espartano. El heroísmo personal de los soldados lacedemonios, y también de las mujeres, es juntamente leyenda y realidad. Podemos estar menos seguros de la conducta espartana en la vida corriente, porque muy pocos griegos conocieron a Esparta lo bastante como para informar sobre ella, pero el siguiente relato de Plutarco es típico. Un anciano andaba por los juegos olímpicos buscando un asiento y el populacho se burlaba de él. Pero cuando llegó al lugar en que estaban sentados los espartanos, todos los jóvenes y otros mayores se levantaron para ofrecerle un lugar. La muchedumbre aplaudió a los espartanos, pero el anciano dijo suspirando: «Todos los griegos saben lo que está bien, pero solo los espartanos lo hacen».

En realidad, lo que impresionaba a los griegos, incluso a aquellos que no gustaban del estado lacedemonio, era el hecho de que ellos imponían a sus vidas una cierta forma o norma y por ella renunciaban a muchas cosas. Cierto que esta norma les era en gran parte impuesta desde afuera, por el peligro ilota; pero también es cierto que ellos convirtieron esa compulsión extrema en voluntaria. En la historia, hay que estar en guardia para no ver sólo lo obvio y pasar por alto lo significativo y lo significativo es aquí que las Leyes de Licurgo no tendían simplemente a la sujeción de los ilotas al estado espartano sino a la creación del ciudadano ideal. Era un ideal estrecho, pero ideal al fin.

Para los griegos llegó a ser objeto de admiración que las leyes de Esparta realizaran cumplidamente lo que ellos creían que era la más alta finalidad de éstas. Nuestro propio concepto de la ley ha sido tan influido por Roma que nos cuesta mucho esfuerzo considerarla en su condición creadora o como agente plasmante; sin embargo ésta es la doctrina normal aceptada por los helenos. Los romanos consideraban la ley de un modo eminentemente empírico; ella regía las relaciones entre la gente y sus negocios, y consistía en una codificación de la práctica. Solo cuando la influencia griega se dejó sentir sobre los abogados romanos, éstos empezaron a deducir de sus leyes los fundamentos generales que constituyen la ciencia jurídica y a desarrollarlos a la luz de los principios filosóficos. Pero el griego consideraba las leyes colectivas, nómoi, de su pólis como una fuerza moral y creadora. Ellas estaban destinadas no solo a asegurar la justicia en los casos individuales, sino también a inculcarla. Ésta es la razón por la cual un joven ateniense, durante los dos años que pasaba bajo bandera, era instruido en los nómoi, que son las leyes básicas del estado y deben distinguirse de las disposiciones específicas que regulan otras cosas, tales como las luces que deben ponerse en los automóviles: esas ordenanzas no eran más que psephísmata o «decretos votados». Los griegos no tenían una Iglesia o religión doctrinal, ni siquiera lo que para nosotros sería un sustituto satisfactorio, tal como un Ministerio de Educación; la pólis enseñaba a los ciudadanos sus deberes morales y sociales por intermedio de las Leyes.

Por consiguiente, Esparta era admirada por su Eunomía, por su «buena legislación», porque —gústele a uno su ideal o no— mediante sus leyes educaba a sus ciudadanos en este ideal con una eficacia comprobada. Ella consiguió que sus ciudadanos desinteresadamente se consagraran al bien común y, si fracasó en algunos casos importantes, la falta está tal vez en las imperfecciones de la naturaleza humana y no en las leyes. Esparta fue elogiada por no haber cambiado su legislación durante siglos, o por lo menos tal era la creencia admitida. A nosotros esto nos parece pueril; pero si algún rasgo de la conducta griega nos resulta así, debemos considerarlo con mayor detenimiento. Para nosotros es axiomático que las leyes deben cambiar si se modifican las condiciones dadas. Quizás los griegos no fuesen tan humildes como nosotros frente a las circunstancias. Tenían menos razones para serlo, en su mundo más estático. Ellos practicaban, en grados variables, la idea de que hay que imponer una norma a la vida y no acomodarse a las exigencias de ésta. Así hizo Esparta —según se afirmaba— cuando aceptó las Leyes de Licurgo, aprobadas por santuario de Delfos. ¿Por qué entonces cambiarlas? Cuando oímos que los dogmas de la Iglesia no se han modificado en el curso de los siglos, no se nos ocurre sonreír. Las leyes de Licurgo eran, para los espartanos, una norma de «Virtud», es decir de areté, de excelencia humana, considerada estrictamente desde el interior del cuerpo ciudadano. Esta concepción de la «virtud» es más estrecha que la ateniense e irrita a los modernos humanitaristas casi en la misma medida que los hubieran aterrorizado sus imposiciones; mas, aunque cruel en algunos aspectos y brutal en otros, tiene una definida cualidad heroica. Nadie puede decir que Esparta cayó en la vulgaridad, tampoco ningún espartano hubiese aceptado el reproche de que su ciudad fuese artísticamente estéril. El arte, la póiesis, es creación y Esparta no modeló las palabras o la piedra, sino que modeló hombres.

ATENAS

Los atenienses ocupaban el territorio del Ática, algo más pequeño que Gloucestershire, y en su período de esplendor fueron tan numerosos como los habitantes de Bristol o quizás menos. Tal fue el tamaño del estado que, en dos siglos y medio, dio nacimiento a Solón, Pisístrato, Temístocles, Arístides y Pericles entre los estadistas; a Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Menandro entre los autores dramáticos; a Tucídides, el más fascinante de todos los historiadores, y a Demóstenes, el más grandioso de los oradores; a Mnesicles e Ictino, arquitectos de la Acrópolis, y a Fidias y a Praxíteles, los escultores; a Formio, uno de los más brillantes jefes navales; a Sócrates y a Platón; lista que no incluye a los simples hombres de talento.

En ese período, rechazó a los persas, con la única ayuda de mil hombres de Platea, en Maratón; hizo más que todo el resto de Grecia junta para obtener la decisiva victoria de Salamina; y dio forma al único imperio griego conocido. Durante una considerable parte de esta época los vasos atenienses, exquisitamente dibujados y pintados, eran buscados y cotizados en todo el Mediterráneo y en Europa Central, y —tal vez el hecho más extraordinario— convirtió el entretenimiento popular, lo que corresponde a nuestro cinematógrafo, en el drama más excelso y exigente que jamás haya existido. Este acontecimiento se encuentra tan alejado de nuestra propia experiencia que hasta un historiador moderno ha expresado que el ateniense común hubiese aceptado con placer cualquier espectáculo inferior si le hubiera sido ofrecido. Esta opinión es inadmisible en absoluto. No existe prueba alguna de que el ciudadano corriente llegase al teatro al finalizar el día, cuando la representación de las tragedias había terminado y la farsa estaba por comenzar. Por el contrario, tan bien conocidos eran los temas trágicos, que las comedias de Aristófanes dejan suponer siempre que una rigurosa parodia de Eurípides o de Esquilo habría de promover la hilaridad general. Si en Atenas el hombre de la calle hubiese deseado algo más «popular» lo hubiese logrado, sin duda, puesto que él fiscalizaba en forma directa estas actividades. En resumen, el aporte realizado por esta sola ciudad en favor de la cultura griega y europea es en verdad asombroso, y, a menos que pretendamos elevar a la categoría de arquetipos de civilización la comodidad y la destreza en el diseño de artefactos, Atenas debe ser considerada, sin discusión alguna, en el período comprendido desde el año 480 a 380, como la comunidad más culta forjada hasta el presente.

Hazañas intelectuales de esta cualidad y este alcance suponen, claro está, un pueblo muy rico en genio natural, pero también implican algo más, tan importante como eso, es decir, las condiciones de vida que capacitaron a este genio para desarrollarse y expresarse plenamente. Por lo tanto, en éste y en los dos capítulos siguientes rastrearemos con cierto detalle el desarrollo de la pólis ateniense. El florecimiento de la cultura ateniense en el siglo V es a menudo considerado un «milagro». Del mismo modo, ciertas enfermedades eran llamadas «milagrosas» o «enviadas por un dios» en el habla griega corriente; pero uno de los escritores médicos manifiesta muy razonablemente que ninguna enfermedad es excepcional; todas son naturales y al mismo tiempo «enviadas por un dios». Nos esforzaremos en imitar a este eminente hombre de ciencia y en demostrar, si podemos, que la realización de la Atenas de Pericles es justamente tan milagrosa y tan natural como la de cualquier otro tiempo y lugar. En este capítulo nuestra tarea consistirá en observar el desarrollo de Atenas durante el primitivo período clásico.

Hemos visto que la leyenda ateniense aseguraba que el pueblo de Atenas era oriundo del Ática, y la lista tradicional de reyes de esa región —que, por lo menos, tiene algún valor— nos remontaría quizás hasta el siglo XIV. Es sabido que hubo una ciudad micénica en Atenas, pero Atenas no tiene gran importancia en la Ilíada. Fue la posterior unión de las doce pequeñas póleis en Ática lo que facilitó el camino a la grandeza ateniense. Es interesante señalar que cuando la alfarería empieza a resurgir de la decadencia de la última época micénica y del endeble provincialismo de la Era Oscura, este resurgimiento comienza en Atenas y alrededor del año 900. Los vasos Dípylon (así llamados por el Dípylon, puerta en cuyas cercanías fueron encontrados) están decorados en el estilo geométrico del período micénico, pero de pronto han recobrado energía: la ornamentación sin sentido, propia de la decadencia, ha sido abandonada. Parece ser que el Ática, menos perturbada que otras regiones por la conmoción doria, fue la primera en reanudar relación con la antigua cultura.

Entre el 900 y el 600, cuando Esparta afirmaba su primacía en el Peloponeso, y se convertía en el guía reconocido de la raza helénica, Atenas era una potencia de segunda o de tercera clase. Seguramente en este período algún estadista genial propuso y llevó a cabo la unión de Ática, la primera de las importantes realizaciones políticas de este pueblo. Sin duda los atenienses tenían genio para la actividad propia del estadista. Es absurdo comparar en este punto a los romanos con los atenienses. Los romanos tenían muchas condiciones, pero aquella aptitud no figuraba entre las suyas. Nunca se llevó a cabo en Roma una reforma importante sin guerra civil. La obra de la República consistió en llenar a Roma con un populacho empobrecido, en arruinar a Italia y provocar rebeliones de esclavos y en gobernar sus dominios —o sus regiones más ricas— con una rapacidad personal tan desenfadada que un monarca oriental no la habría tolerado. La obra del Imperio, en cambio, consistió en aceptar el hecho de que la vida política era imposible y en crear, en su lugar, una máquina. No ignoro que el Imperio ateniense duró cincuenta años y el romano quinientos, pero la posesión de un Imperio no significa necesariamente éxito político, y en todo caso estoy hablando de genio, no de éxito. Durante los intervalos en que se consuma el caos completo, el estado romano realizó buenos esfuerzos para estabilizar y proteger las vidas de sus miembros; no olvidemos que en el siglo I d. C. el mundo mediterráneo europeo era más pacífico y estaba mejor organizado que en cualquier otro tiempo, antiguo o moderno. Pero nunca el estado romano, como tal, transfiguró la vida de sus miembros como lo hizo la pólis ateniense durante los siglos VI, V, IV y también después. Si un sistema de gobierno pudo desarrollar instituciones del carácter de las mencionadas, estamos autorizados a atribuir genio político al pueblo que lo forjó, sin que por ello se pretenda que éste es el sistema ideal. Creo que el rasgo más importante de este genio era la disposición general de los atenienses para tratar los disturbios sociales como un pueblo razonable, actuando en conjunto, y no como los niños o los fanáticos, por medio de la violencia. Una y otra vez vemos que sus clases privilegiadas están dispuestas a discutir, y —en conjunto— aceptan lealmente el veredicto. Había en la vida ateniense un cabal sentido del interés común, tò koimón, el cual era tan raro en la Grecia antigua como lo es en la Grecia moderna y por supuesto en la Europa contemporánea.

Es atinado referirse a la Unión de Ática como la primera manifestación de esta política. Tucídides da el relato tradicional de tal episodio, por cierto inexacto en un detalle importante. Así describe cómo, al estallar la guerra, el pueblo de Ática tuvo que refugiase dentro de las fortificaciones de Atenas y el Pireo:

Procedieron a recoger sus mujeres y sus hijos, y todos los muebles que tenían, sacando incluso el maderaje de sus casas. Enviaron los ganados y rebaños a Eubea y a las islas adyacentes. Pero hicieron esta mudanza a disgusto, porque la mayoría estaba acostumbrada a vivir en el campo. Esto sucedía con los atenienses más que con los otros. En tiempos de Cécrope y de los primeros reyes que siguieron a Teseo, Ática había estado poblada por comunidades independientes, cada una con su ayuntamiento y sus magistrados. Salvo en tiempos de peligro, no consultaban al rey, sino que cada comunidad regía sus propios asuntos, e incluso alguna vez hacían la guerra al rey. Pero cuando fue rey Teseo, hombre poderoso y prudente, reorganizó el Ática de varias maneras; y uno de sus actos fue abolir los consejos y las magistraturas de las otras ciudades, y unirlas a Atenas, asignándoles un ayuntamiento y un consejo. Y así, mientras disfrutaban de su propiedad como antes, se convertían en miembros de esta sola ciudad… Y de entonces acá los atenienses celebran, a costa del estado, un festival en honor de la diosa Sinecia[25].

El error de Tucídides es naturalmente la fecha: la atribución a Teseo situaría este acontecimiento antes de la Guerra de Troya. En lo demás, la tradición es digna de crédito. Encontramos la monarquía en vías de disolución, completamente inerme contra los poderosos jefes de las familias nobles (o clanes), quienes habían fragmentado la antigua monarquía aquea en pequeñas póleis; cada pólis abarca varios «clanes». (Estos grupos de clanes continuaron siendo un estorbo hasta que fueron exterminados por Clístenes alrededor del 500 a. C.) En el Ática, y casi únicamente allí, hubo bastante sentido común para ver que éste era un sistema absurdo, aunque resultara agradable a los griegos. Y así tuvo que haber terminado por un esfuerzo combinado de habilidad política y no por obra del prudente y poderoso Teseo, pues por ese entonces la monarquía existía sólo nominalmente, como la propia tradición lo muestra bien a las claras. Otra cosa que oímos es que el código legal fue promulgado, en el 621 a. C., por Dracón. La Ley hasta entonces había dependido de la tradición y la costumbre, y la clase noble que sucedió a la monarquía era al mismo tiempo guardiana y administradora de esta ley tradicional. Ya Hesíodo había escrito brutalmente sobre «príncipes que devoran dádivas y cuyas decisiones son torcidas», y sin duda en el Ática las cosas habían llegado al colmo. Los jefes patriarcales de Escocia se volvieron amos codiciosos; algo similar sucedió en el Ática y las víctimas protestaron. Indudablemente la unión de Ática las hizo más conscientes de su fuerza y de sus errores: de cualquier modo, la ley tradicional fue promulgada, en todo su rigor. Por lo menos en su forma escrita brindaba alguna protección contra las decisiones arbitrarias.

Pero no era suficiente. Muchos pequeños granjeros, al no poder hacer frente a sus compromisos, habían hipotecado su tierra al noble rico; luego, como no pagaban sus deudas, habían sido reducidos a la esclavitud por aquél e incluso vendidos en el extranjero. Existía un pedido general para la condonación de las deudas, la libertad de los esclavizados y un nuevo reparto de la tierra. El descontento de la época produjo gran impresión en un mercader ateniense, un hombre que había viajado y tenía algo de filósofo, otro tanto de estadista y era, además, un excelente poeta. Hemos mencionado a Solón. Aunque Solón ha sido llamado el más grande economista de la antigüedad, en realidad no sabía mucho de economía política, pues para su mente sencilla la fuente de disturbios no era el sistema, sino la voracidad y la injusticia. Así lo dice, con suma elocuencia, en sus poemas. El resultado fue notable. En el modo simple y directo que podían emplear estos pequeños estados, las facciones opuestas se pusieron de acuerdo para otorgar a Solón poderes de dictador durante el tiempo necesario para solucionar el malestar.

Muchos estados griegos, conducidos a este punto, no hacían nada hasta que la clase insatisfecha se vengaba mediante la revuelta y la confiscación, con el natural resultado de nuevos disturbios y contrarrevoluciones hasta el final. Solón no llegó a este extremo. Puso término, de una vez por todas, a la esclavitud por deudas: redujo éstas, limitó la extensión de las propiedades, restituyó las tierras que habían sido perdidas por los deudores e hizo retornar al Ática a los que habían sido vendidos en el extranjero. Pero el gran servicio a la economía ática fue establecer su agricultura sobre una nueva base. En buena medida los conflictos habían sido puramente económicos, como resultado de introducirse la acuñación de moneda; mas la causa principal residía en que el Ática no podía abastecerse por sus propios medios; la mayor parte de su suelo resultaba demasiado débil para producir granos, en cambio, era apto para el olivo y el vino. Por consiguiente, Solón fomentó la especialización: promovió la producción y exportación de aceite de oliva y alentó la industria; artesanos extranjeros fueron invitados, con la promesa de la ciudadanía ateniense, para que se establecieran en el Ática, y ordenó que los padres enseñasen a sus hijos un oficio, punto que debe ser recordado por los que están convencidos de que el griego era esencialmente un aristócrata que despreciaba el trabajo. Resultado inmediato de este cambio fue el auge de la artesanía y el arte del alfarero ateniense, cuya habilidad y buen gusto le brindaron muy pronto el monopolio de aquellos magníficos vasos que recorrieron todo el mundo mediterráneo e incluso Europa central. El problema económico traía aparejado, naturalmente, un problema político. Atenas era regida por arcontes («gobernantes») anuales, elegidos entre algunas familias nobles por la Asamblea de todos los ciudadanos propietarios, y estos arcontes, después del año de su mandato, pasaban a ser miembros del antiguo Consejo del Areópago («colina de Marte»). Estos aristocráticos arcontes constituyeron, desde el punto de vista histórico, la antigua monarquía en servicio activo, y el Consejo que pasaban a integrar llegó a ser algo similar al Senado Romano, un cuerpo cerrado y poderoso. Solón no se metió para nada con el antiguo Consejo, pero abolió la prerrogativa del nacimiento y la sustituyó por una condición relativa a la propiedad. De ese modo la nueva clase de los comerciantes podía aspirar a los mayores cargos y con el tiempo se modificaría el carácter del Consejo. Todos los ciudadanos fueron admitidos en la Asamblea, y sus poderes se vieron acrecentados en forma no siempre clara, pero por lo menos la Asamblea era lo bastante importante como para poseer un consejo electivo de cuatrocientas personas —una especie de comité ejecutivo— que preparaba sus tareas.

Después de consolidar estos profundos cambios, Solón abandonó su extraordinario cargo y con gran tacto volvió a sus viajes.

Sería sumamente satisfactorio si ahora se pudiera decir: «Apenas había salido Solón de su país, cuando estalló la gran tormenta. Los pobres estaban irritados por haber recibido tan poco; los nobles porque habían tenido que dar tanto. Ambos bandos solo tenían en común un odio feroz a Solón, pero esto no impidió que se produjeran insurrecciones en toda el Ática». Nos hallaríamos así en terreno conocido y tendríamos el tranquilizador sentimiento de que estos atenienses eran, al fin y al cabo, iguales a todos los demás. Pero esto no sucedió. Por una parte, las leyes marxistas no habían sido todavía promulgadas; y por otra, los atenienses tenían alguna idea de que el bien común era más importante que cualquier ventaja de partido. Quizás en este aspecto, si no en otros, se parecieran a los británicos.

Por otra parte, la historia del Ática no es un cuento de hadas y Solón no poseyó la varita mágica. La inquietud política sobrevino nuevamente y esta vez originó en Atenas lo mismo que por ese tiempo produjo en otras ciudades griegas: el tirano.

Pisístrato fue un tirano de tipo corriente. La técnica y la política del tirano griego eran muy similares a las de nuestro tiempo. La guardia personal, el incendio del Reichstag, los juegos olímpicos de Berlín, el desecamiento de los pantanos pontinos, el acondicionamiento del Foro, todas estas cosas tienen sus estrechos paralelos en la historia de Pisístrato y de otros tiranos griegos. Pero hay una diferencia importante. Los tiranos griegos fueron casi siempre hombres aristocráticos y cultivados. Tan lejos estaban de los vulgares y feroces enemigos de la inteligencia que hemos conocido que varios de ellos ocupan un lugar en la posterior nómina de los Siete Sabios. Pisístrato era un buen ejemplo de tirano.

Heródoto (que escribió más de un siglo después) describe su aparición en estos términos: «Hipócrates, un noble ateniense, que se hallaba como espectador en los juegos olímpicos, había preparado un sacrificio. Puso la carne en una caldera de agua, la cual hirvió inmediatamente, aunque todavía no la había puesto al fuego». Quilón de Esparta —uno de los Siete Sabios— interpretando el prodigio aconsejó a Hipócrates que no tuviese nunca un hijo; pero Hipócrates engendró un hijo y éste fue Pisístrato. Por ese entonces hubo en Ática una lucha entre los que vivían en la costa, mandados por Megacles, y los de la ciudad, al mando de cierto Licurgo. (Otras autoridades se refieren a bandos de la Costa y la Llanura. Esto puede implicar algún choque de intereses entre mercaderes y terratenientes; pero es posible que racionalicemos demasiado la política griega. Los griegos han librado siempre con gran celo luchas puramente locales y personales). Pisístrato, aspirante al poder supremo, constituyó un tercer partido. Reunió a sus partidarios con el pretexto de proteger a los hombres de las colinas (que constituirían la clase rural más pobre) y maquinó el siguiente ardid: Se infligió heridas a sí mismo y a sus mulas; condujo su carro hacia la plaza como si escapara de enemigos exteriores y pidió una guardia personal. Como era un ciudadano ilustre, que había tomado Nisea a los megarenses, entre otras cosas, los atenienses le permitieron elegir algunos ciudadanos, armados no con venablos, sino con garrotes. Con ellos se apoderó de la Acrópolis y del gobierno. No molestó, sin embargo, a los magistrados existentes ni cambió las leyes, y administró bien la ciudad.

El suceso obligó a entrar en razón a los nobles rivales, Megacles y Licurgo, quienes hicieron las paces y derrocaron a Pisístrato. Después de consumada la revuelta, comenzaron de nuevo la lucha, hasta que Megacles ofreció a Pisístrato (ahora en el exilio) su ayuda si éste se casaba con su hija. El trato se realizó, pero lo difícil era hacer la trampa una segunda vez. Heródoto refiere, con cierta aspereza, esta segunda estratagema:

Ellos idearon el plan más ridículo que, a mi parecer, puede darse, en especial si se considera, en primer término, que los griegos se han distinguido siempre de los bárbaros, tan cándidos e insensatos, por su astucia y su desprecio por las simples formas mentales de supersticiones; en segundo lugar, que esta trampa fue hecha a los atenienses, que son considerados los griegos más inteligentes. Había una mujer llamada Fíe[26], de un metro y ochenta aproximadamente de estatura, y además muy hermosa. La vistieron con una armadura, la adiestraron en el papel que debía representar, la pusieron en un carro y la llevaron a la ciudad, donde unos heraldos (enviados allí antes) proclamaron: «¡Atenienses, dad la bienvenida a Pisístrato, a quien la propia Atenea honra sobre todos los hombres y ahora conduce a su propio baluarte!». Propalaron esta especie por toda la ciudad y el pueblo, creyendo que esta mujer era la diosa, recibió a Pisístrato y adoró a un ser humano.

El relato puede ser verdadero; no olvidemos la seriedad con que algunos de nuestros diarios trataron a los Ángeles de Mons. Si se realizó esta trampa, podemos estar seguros de que Megacles y Pisístrato se divirtieron con ella más que Heródoto.

Este noble tan ingenioso tuvo que tramar otro retorno, pues se peleó con Megacles antes de asentarse con firmeza en su sitial. Esta vez usó métodos francamente militares, ayudado por la negligencia de sus opositores y la sumisión de los ciudadanos. Y ya no soportó ninguna tontería de parte de sus colegas los nobles, aunque no hubo derramamiento de sangre. Muchos huyeron; tomó los hijos de otros como rehenes y los confinó en una de las islas que tenía bajo su dominio. Hecho esto, realizó durante veinte años una beneficiosa administración (546-527). Ayudó a los granjeros más pobres de varias maneras, distribuyó la tierra de las fincas confiscadas, construyó un acueducto para dar a Atenas el agua que tanto necesitaba, y en general, contribuyó juntamente al bienestar del Ática y a la estabilidad de su régimen. Y también se preocupó en acrecentar la reputación internacional de Atenas. Otros tiranos tenían cortes de gran esplendor; Pisístrato no sería menos. Los vestigios de la escultura y de la alfarería de este tiempo muestran que tales artes florecieron con suma elegancia y ufanía.

Sabemos que atrajo a su corte a los poetas jónicos Simónides y Anacreonte, así como Hierón, tirano de Siracusa, atrajo más tarde a la suya al propio Simónides, a Baquílides, al grave Píndaro y hasta a Esquilo. También él, como todos los tiranos, realizó construcciones. Su proyecto más gigantesco fue un templo a Zeus Olímpico; pero la realización de éste tuvo que esperar a un gobernante más poderoso, el emperador Adriano. Sus ruinas constituyen aún hoy uno de los panoramas más grandiosos de Atenas.

Así fue cómo Pisístrato elevó a Atenas de pequeña ciudad campesina a capital de importancia internacional; pero otro aspecto de su política cultural fue aún más significativo. Él reorganizó algunos de los festivales nacionales en gran escala. Uno de ellos fue el festival de Dioniso, un dios de la naturaleza (y de ningún modo sólo el dios del vino). Al ampliar este festival, Pisístrato concedió carácter colectivo a un nuevo arte: el drama trágico. Varias formas de drama fueron peculiares de Grecia, por ejemplo, las danzas dramáticas, representaciones rituales en honor de Dioniso, las que eran miméticas, esto es, pantomimas. Dentro de estas formas, en particular el himno ditirámbico y la danza dedicados a Dioniso empezaron a adquirir jerarquía dramática (al menos así dice Aristóteles) cuando el director del coro se separó de él para mantener un diálogo lírico con el resto de sus integrantes. En el Ática, esta expresión teatral rudimentaria había alcanzado ya perfiles artísticos gracias principalmente a Tespis, un dramaturgo casi legendario del que bien poco sabemos; Pisístrato le otorgó dignidad al incorporarla a su nuevo festival. El primer certamen trágico se celebró en 534 y el premio fue adjudicado al citado Tespis. Nada expresó mejor o ennobleció más el espíritu de la nueva Atenas que este drama público, del cual tendremos ocasión de hablar más tarde.

Este ilustrado gobernante dio también estado público tanto a la poesía épica como al nuevo drama trágico: los recitales de Homero fueron incluidos en el gran Festival panatenaico, el «Festival de la Atenas Unida». Hay una tradición, sin testimonios anteriores a Cicerón (quinientos años después de Pisístrato), que atribuye al estadista ateniense el mérito de haber fijado el primer texto definitivo de Homero. Esto es muy poco probable, pero al menos refleja la impresión que Pisístrato dejó en la historia cultural griega.

«Todo esto era algo más que la simple complacencia de los instintos estéticos de un tirano. Era parte de una política que solo un hombre de auténtica visión pudo haber concebido. Hasta entonces, la apreciación del arte y la literatura se había reducido a un círculo muy estrecho. La clase media ateniense era, en realidad, la heredera de la remota edad heroica cuando los juglares de dulce voz que cantaban los poemas homéricos formaban parte del personal de los palacios y actuaban en las fiestas de los grandes. El propósito de Pisístrato fue poner a disposición de muchos lo que hasta entonces había sido privilegio de unos pocos[27]».

La palabra «tirano» —no griega, sino tomada de Lidia— no tuvo en su origen ninguna de las odiosas connotaciones que adquirió y ha conservado posteriormente, y los griegos recordaban complacidos lo que debían a los tiranos. Sin embargo, era duro para un griego que no se le permitiera administrar sus propios asuntos públicos y, por supuesto, las tiranías degeneraron. Cierta vez Dionisio de Siracusa reprochó a uno de sus hijos por su conducta insolente con un ciudadano. «Yo nunca me he portado de ese modo». «Ah, pero tú no tienes por padre a un tirano». «¡No, y si tú te comportas así, tendrás un tirano por hijo!». Pocas tiranías sobrevivieron a la tercera generación: ésta de Pisístrato terminó en la segunda. Su hijo, Hiparco, fue asesinado en una pelea particular; el otro, Hippias, sospechó —no sin fundamente— motivos políticos. Su autoridad se volvió, por consiguiente, cada vez más opresora, hasta que fue expulsado por una familia noble desterrada, los Alemeónidas, con la ayuda de Esparta y el apoyo general de los atenienses.

La tiranía, aunque todos celebraron su término, había hecho mucho por Atenas. Como Pisístrato había mantenido las formas de la constitución democrática moderada de Solón, el pueblo ateniense en el lapso de una generación adquirió el hábito de administrar sus propios asuntos, bajo una prudente tutela. Así aconteció que después de la caída de la tiranía, la vida pública de Atenas siguió su ritmo normal. Era de esperar, por cierto, una reacción aristocrática: un tal Iságoras intentó llevarla a cabo con la ayuda armada de Esparta. Pero apareció otro grupo aristocrático mandado por el tercer estadista importante de este siglo, Clístenes. Éste se puso del lado del pueblo y la intentona fracasó.

Clístenes hizo aún mucho más. Realizó una reforma completa de la constitución. El poder de los nobles dentro de la ciudad centralizada en forma nominal procedía del hecho de que para la elección de arcontes la pólis se dividía en «tribus», o grupos de familias, de modo que el jefe reconocido de cada grupo tenía asegurada la elección. Estos grupos habían mostrado ser demasiado fuertes para la seguridad de la ciudad. Clístenes encaró este peligro con la creación de una extraña constitución teórica que se ajustó con precisión a los hechos previstos. Creó diez «tribus» completamente nuevas —todas con sus respectivos antepasados— integrada cada una por un número más o menos igual de demos (o «parroquias»), pero no contiguas: éste era el punto principal. Clístenes dividió el Ática aproximadamente en tres áreas: la capital, el interior y la costa; cada una de las nuevas «tribus» contenía «parroquias» pertenecientes a las tres divisiones; por consiguiente, cada una era un corte transversal de la población total. Cuando se trataba de ventilar sus asuntos, el lugar natural de reunión era Atenas lo cual de por sí ya contribuía a unificar la pólis. Además, como cada tribu estaba integrada por granjeros y montañeses, artesanos y comerciantes de Atenas y del Pireo, y hombres que vivían en barcos, las adhesiones locales o familiares intervenían poco en la elección de los arcontes: ellas solo podían hallar expresión en la Asamblea pública, donde podían ser reconocidas como tales.

La circunstancia de que un sistema tan extraño funcionase, requiere cierta explicación. Su apariencia es infantil y los atenienses eran un pueblo maduro. Entre nosotros, ese proyecto hubiese sido desechado de entrada por ser tan artificial, tan «elaborado». Pero los griegos no ponían objeciones a lo nuevo: el hecho de ser una creación deliberada y lógica de la mente humana hablaba en su favor. Ya hemos visto que ésta era una de las razones por la cual los griegos admiraban la constitución espartana. Debemos recordar además que a los helenos, pese a ser individualistas, les agradaba trabajar en grupos, ya sea porque deseaban tomar parte en lo que se hacía, ya porque los atraía la emulación.

Todos estos instintos fueron satisfechos por el sistema de Clístenes. Fue creado astutamente para llenar una necesidad inmediata, la integración de la pólis. Dejaba a los atenienses su «demo» para la gestión de los asuntos locales, de los cuales uno de los más importantes era la admisión de nuevos ciudadanos, pues el niño recién nacido tenía que ser aceptado como legítimo por los miembros del demo. Además les brindó una solidaridad más amplia dentro de la pólis: no solamente el ciudadano votaba por «tribus», sino que también luchaba por «tribus». De modo que esta nueva creación era asimismo su regimiento; y como los certámenes dramáticos fueron también realizados por tribus, el sistema encaminaba esta pasión de la rivalidad hacia un fin deliberadamente creador.

Pero esta alteración de los fundamentos políticos suponía también un cambio en la superestructura. Las reformas de Solón hicieron que todo ciudadano desempeñara su papel en el estado, aunque el de las clases más pobres era muy restringido. El aristocrático Clístenes continuó y casi completó lo comenzado por Solón. Se redujeron considerablemente los poderes del Consejo del Areópago. La Asamblea de todos los ciudadanos fue el único y decisivo cuerpo legislativo, y los magistrados fueron responsables ante ella o ante sus miembros que actuaban como cuerpos judiciales. Solo le quedaba a la generación siguiente abolir la última de las discriminaciones, la que se basaba en la propiedad, y dar el paso final y aparentemente contraproducente para elegir a los arcontes por sorteo. Así el sistema político de Atenas fue tan democrático como lo permitió el talento del hombre.

Tales fueron, en breve bosquejo, los acontecimientos que transformaron a Atenas, en menos de un siglo, de una pólis de segundo orden, desgarrada por las rivalidades económicas y políticas, en una capital floreciente con una nueva unidad, una nueva meta y una nueva confianza. Esparta había hallado un ideal; Atenas otro.

Me he referido extensamente al siglo VI de Atenas, porque sólo así podrá entenderse el siglo V. Una cultura elevada se origina, desde el punto de vista histórico, con una clase aristocrática, porque solo ella tiene el tiempo y la energía para crearla. Si continúa durante demasiado tiempo siendo patrimonio de los aristócratas, se vuelve primero artificial y luego insignificante. También en la historia política, la aristocracia se vuelve un mal si persiste en durar más que su función social. En la esfera política, el predominante sentido común de Atenas, que se elevó hasta el genio con Solón, Pisístrato y Clístenes, logró que la nobleza ateniense —en su conjunto— se interesase sinceramente por la política democrática mientras su areté era aún vigorosa. La mayoría de los grandes estadistas atenienses de las dos generaciones siguientes procedían de las mejores familias; Pericles es el ejemplo más saliente. La Francia moderna ofrece un contraste: la aristocracia, al durar más que su utilidad, tuvo que ser guillotinada, con el resultado de que los que quedaron, aunque hubieran podido contribuir con algo a la Francia republicana, se mantuvieron desdeñosamente apartados. En la esfera espiritual, el pueblo ateniense fue llevado a la cultura aristocrática mientras ésta era aún fresca y creadora. Compárese con Inglaterra: una de las razones por que el siglo XVIII resultó tan esencialmente civilizado se debió a que nunca tuvimos una tajante división entre la clase media superior y la aristocracia, de modo que la cultura de ésta fue absorbida por la primera y por eso conservó su vigor. De ahí las buenas maneras y el buen sentido de la arquitectura y las artes menores de este período, tan contrarios a los torpes excesos, en Europa, del barroco tardío, los cuales por sí solos casi justifican la Revolución francesa. La sociedad burguesa que sucedió a la aristocracia en Europa no tuvo nada valioso que aprender del barroco. En Inglaterra, la incipiente clase media del siglo XIX podría haber absorbido y continuado pacíficamente la cultura del XVIII, a no ser por la catástrofe de la Revolución industrial, que lanzó con excesiva rapidez una clase nueva demasiado numerosa y demasiado confiada en sí misma para ser contenida en los antiguos moldes culturales. Por eso, tanto en Inglaterra como en Europa (con excepción de los países escandinavos) las sociedades democráticas del presente carecen, por razones distintas, de un contacto real con lo mejor de su propia tradición. Atenas se salvó de esto, en parte por la sabiduría política del siglo VI, en parte por la política cultural de Pisístrato. El resultado fue que la cultura ateniense del siglo V tuvo la solidez y la seriedad de la buena sociedad burguesa, unidas a la elegancia, el primor y el desinterés de la aristocracia.