LA «PÓLIS»
Pólis es la palabra griega que traducimos como «ciudad-estado». Es una mala traducción, puesto que la pólis normal no se parecía mucho a una ciudad y era mucho más que un estado. Pero la traducción, como la política, es el arte de lo posible y, como no tenemos la cosa que los griegos llamaban pólis, tampoco poseemos una palabra equivalente. De ahora en adelante, evitaremos el engañoso término «ciudad-estado» y utilizaremos en su lugar la palabra griega. En este capítulo indagaremos primero cómo surgió tal sistema político, luego trataremos de reconstituir la palabra pólis y rescatar su significado real al observarla en acción. Puede ser una tarea larga, pero mientras dure nos servirá para mejorar nuestro conocimiento sobre los griegos. Sin una clara concepción de lo que era la pólis y de lo que significaba para los griegos, es completamente imposible comprender adecuadamente la historia, el pensamiento y las realizaciones de los helenos.
Empecemos, pues, por el principio. ¿Qué era la pólis? En la Ilíada distinguimos una estructura política, al parecer, no fuera de lo común; una estructura que puede considerarse como una forma adelantada o degenerada de organización tribal, según se prefiera. Hay reyes, como Aquiles, que gobiernan su pueblo, y existe el gran rey, Agamenón, rey de los hombres, que es algo así como un gran señor feudal. Tiene la obligación, establecida por el derecho o por la costumbre, de consultar a los demás reyes o caudillos en los asuntos de interés común. Ellos integran un consejo regular y en sus debates el cetro, símbolo de la autoridad, es tenido por el que habla en ese momento. Esto es, como puede verse, europeo, no oriental; Agamenón no es un déspota que gobierna con la indiscutida autoridad de un dios. Hay también indicios de una indefinida Asamblea del Pueblo, que debía ser consultada en las ocasiones importantes; si bien Homero, poeta cortesano y de ningún modo historiador constitucional, dice en realidad muy poco sobre ella.
Tal es, a grandes rasgos, la tradición sobre la Grecia anterior a la conquista. Cuando se levanta nuevamente el telón después de la época Oscura, vemos un cuadro muy diferente. Ya no hay un «Agamenón de amplio poder» que gobierne en Micenas señorialmente. En Creta, donde Idomeneo ha gobernado como único rey, encontramos más de cincuenta póleis independientes, cincuenta «estados» pequeños en lugar de uno. No importa mucho que los reyes hayan desaparecido; lo importante es que también los reinos han seguido la misma suerte. Lo que sucede en Creta pasa también en toda Grecia, o al menos en aquellas partes que desempeñan un papel considerable en la historia griega: Jonia, las islas, el Peloponeso (con excepción de Arcadia), Grecia central (excepto las regiones occidentales), y el sur de Italia y Sicilia cuando se volvieron griegas. Todas ellas se dividieron en una enorme cantidad de unidades políticas independientes y autónomas.
Es importante hacerse cargo de su tamaño. El lector moderno descubre por allí una traducción de la República de Platón o de la Política de Aristóteles y se encuentra con que Platón establece que su ciudad ideal tendrá cinco mil ciudadanos, en tanto que el Estagirita sostiene que cada ciudadano debería conocer de vista a todos los demás. Quizás sonría entonces ante tales fantasías filosóficas. Pero Platón y Aristóteles no son unos visionarios. Platón se imagina una ciudad de acuerdo con la escala helénica; con ello expresa que muchas póleis griegas existentes eran harto pequeñas, pues las había con menos de cinco mil ciudadanos. Dice Aristóteles en su manera tan divertida —a veces Aristóteles se parece mucho a un dómine— que una pólis de diez ciudadanos sería imposible, porque no podría bastarse a sí misma, y que una pólis de cien mil sería absurda, porque no podría gobernarse adecuadamente. Y no debemos pensar que estos «ciudadanos» son una «clase dominante» que posee y rige miles de esclavos. El griego común en estos siglos primitivos era granjero, y si poseía un esclavo, ello se debía a que las cosas andaban más o menos bien. Aristóteles habla de cien mil ciudadanos; si permitimos que cada uno de ellos tenga su mujer y cuatro hijos, y luego agregamos un amplio número de esclavos residentes extranjeros, llegaremos a casi un millón, más o menos la población de Birminghan; y para Aristóteles un «estado» independiente tan populoso como Birmingham es un chiste escolar. Pero dejemos a los filósofos y vayamos a un hombre práctico. Hipodamo, el que construyó el Pireo en el más moderno estilo americano, dice que el número ideal de ciudadanos es de diez mil, lo cual implicaría una población tal de unos cien mil.
De hecho, solo tres póleis tenían más de 20.000 ciudadanos: Siracusa y Acragas (Agrigento) en Sicilia, y Atenas. Cuando estalló la Guerra del Peloponeso la población de Atica era probablemente de unos 350.000, de los cuales la mitad eran atenienses (hombres, mujeres y niños); una décima parte eran residentes extranjeros y el resto esclavos. Esparta, o Lacedemonia, tenía un cuerpo urbano mucho más pequeño, aunque era mayor en su superficie. Los espartanos habían conquistado y anexado a Mesenia y poseían 8.200 km cuadrados de territorio. Para un griego era un área enorme; un buen caminador pondría dos días para cruzarla. La importante ciudad comercial de Corinto tenia un territorio de 855 km cuadrados, más o menos el tamaño de Huntingdonshire. La isla de Ceos, la cual es tan grande como la de Bute, estaba dividida en cuatro póleis. Tenía, por consiguiente, cuatro ejércitos, cuatro gobiernos, posiblemente cuatro calendarios diferentes, y quizás cuatro diferentes tipos de monedas y sistemas de medidas, aunque esto último es poco probable. Micenas era en los tiempos históricos un triste vestigio de la capital de Agamenón, pero seguía siendo independiente. Envió un ejército para ayudar a la causa griega contra Persia en la batalla de Platea. El ejército constaba de ocho hombres. Incluso para el criterio griego era una ciudad pequeña, pero no hemos oído que se hiciesen bromas sobre un ejército que compartía un carro.
Pensar en esta escala nos resulta difícil a nosotros, que consideramos pequeño un país de diez millones y estamos acostumbrados a estados como USA y la URSS, que son tan grandes que deben ser designados con sus iniciales. Pero cuando el adaptable lector se acostumbre a la escala, no cometerá el vulgar error de confundir tamaño con significación. A veces, escritores modernos hablan con magnífico desprecio de «aquellos insignificantes estados griegos, con sus interminables luchas». Es exacto: Platea, Sición, Egina y el resto eran insignificantes si se los compara con los estados modernos. También la Tierra es insignificante, comparada con Júpiter; pero la atmósfera de Júpiter es principalmente amoníaco y esto ya es una diferencia. A nosotros no nos gusta respirar amoníaco y a los griegos, a su vez, les habría resultado intolerable la atmósfera de los vastos países modernos. Ellos conocían un gran estado, el Imperio persa, y les parecía muy conveniente… para los bárbaros. La diferencia de escala, cuando es lo bastante acentuada, equivale a diferencia de condición.
Pero antes de ocuparnos de la naturaleza de la pólis, al lector le agradaría conocer qué sucedió para que la estructura relativamente espaciosa de la Grecia predoria se convirtiese en un mosaico de pequeños fragmentos. Al erudito clásico también le gustaría saberlo, pero no hay datos y todo lo que podemos hacer es sugerir razones plausibles. Existen razones históricas, geográficas y económicas. Cuando ellas hayan sido debidamente explicadas, tal vez lleguemos a la conclusión de que la razón más importante de todas es que así les gustaba vivir a los griegos.
La llegada de los dorios no fue un ataque de una nación organizada a otra. El invadido tenía su organización, aunque indefinida; algunos de los invasores —el grupo principal que conquistó Lacedemonia— debe haber poseído una fuerza coherente; pero también hubo seguramente pequeños grupos de invasores que aprovecharon el tumulto general y se apoderaron de buenas tierras donde pudieron encontrarlas. Un indicio de esto es que hallamos miembros de un mismo clan en diferentes estados. Píndaro, por ejemplo, era un ciudadano de Tebas y miembro de la antigua familia de los Egidas. Pero había Egidas también en Egina y en Esparta, póleis completamente independientes, y Píndaro se dirige a ellos como a parientes. Así, pues, este clan particular se había fragmentado durante las invasiones. En un país como Grecia, esto resultaba muy natural.
En un período tan incierto, los habitantes de cualquier valle o isla podían de un momento a otro verse obligados a luchar por su territorio. Por consiguiente, era menester un punto firme, normalmente la cima de una colina defendible en algún lugar de la llanura. Ésta, la «Acrópolis» (la ciudad alta), fue fortificada y sirvió como residencia al rey. Llegó a ser también el lugar natural de la Asamblea y el centro religioso.
He aquí el comienzo de la ciudad. Ahora nos corresponde dar las razones de por qué creció la ciudad y por qué un puñado de personas siguió siendo una unidad política independiente. Lo primero es simple. Para comenzar diremos que el natural crecimiento económico hizo necesario un mercado central. Ya vimos que el sistema económico que surge de Homero y Hesíodo era una «estrecha economía doméstica»; el estado, grande o pequeño, producía todo lo que necesitaba y si no obtenía determinada cosa se arreglaba sin ella. Cuando la situación se volvió más estable, fue posible también una economía más especializada y se produjeron más mercancías para la venta. De ahí el auge del mercado.
En este punto, debemos recordar los hábitos sociales de los griegos, antiguos o modernos. Al granjero inglés le gusta construir su casa en sus tierras y venir a la ciudad cuando tiene que hacerlo. En sus ratos libres le agrada dedicarse a la satisfactoria ocupación de mirar a través de la puerta. El griego prefería vivir en la ciudad o en la aldea, ir andando hasta su ocupación y pasar sus ocios más amplios conversando en la ciudad o en la plaza de la aldea. Así el mercado se convierte en un mercado-ciudad, situado naturalmente al pie de la Acrópolis. Éste llegará a ser el centro de la vida comunal del pueblo y ya veremos en seguida cuán importante era ella.
Pero ¿por qué estas ciudades no constituyeron unidades más amplias?, ésta es la cuestión primordial.
Hay un aspecto económico. Las barreras físicas, tan abundantes en Grecia, hacían difícil el transporte de mercancías, salvo por mar; pero al mar todavía no se le tenía confianza. Además, la variedad a que nos referimos antes permitía que un área muy pequeña pudiera bastarse a sí misma, sobre todo para un pueblo como el griego, tan sobrio en sus exigencias de la vida. Es decir que ambos factores tienden a la misma dirección. No había en Grecia una gran interdependencia económica, ni puja recíproca entre las distintas partes del país, lo bastante fuertes como para contrarrestar el deseo de los griegos de vivir en pequeñas comunidades.
Hay también un aspecto geográfico. Se ha asegurado alguna vez que el sistema de póleis independientes fue impuesto a Grecia por las condiciones físicas del país. La teoría es atractiva, especialmente para los que prefieren tener una explicación imponente de cualquier fenómeno, pero no parece ser verdadera. Es obvio que la subdivisión física del país contribuyó a ello; tal sistema no podría haber existido, por ejemplo, en Egipto, país que dependía totalmente del adecuado aprovechamiento de las crecientes del Nilo, y que tenía, por consiguiente, un gobierno central. Pero hay países tan divididos como Grecia —Escocia por ejemplo— que nunca han desarrollado el sistema de la pólis; y a la inversa, hay en Grecia muchas ciudades vecinas, como Corinto y Sición, que fueron independientes una de otra, aunque entre ambas no hay una barrera física que pueda incomodar a un ciclista moderno. Además, son en efecto las regiones más montañosas de Grecia las que nunca desarrollaron póleis o por lo menos no lo hicieron hasta fecha posterior: Arcadia y Etolia, por ejemplo, que tenían algo así como un sistema de cantones. La pólis floreció en regiones donde las comunicaciones eran relativamente fáciles. De modo que proseguimos buscando nuestra explicación.
La economía y la geografía sin duda ayudaron, pero la verdadera explicación reside en el carácter de los griegos, el cual podrá ser aclarado por aquellos deterministas que tengan la necesaria fe en su onmisciencia. Como esto ha de llevarles algún tiempo, nosotros primero dilucidaremos, al pasar, un importante punto histórico. ¿Cómo sucedió que tan absurdo sistema pudiese durar más de veinte minutos?
La historia tiene muchas amargas ironías, pero ésta debe ser puesta en el saldo a favor de los dioses, quienes dispusieron que los griegos tuviesen casi para ellos solos el Mediterráneo oriental durante el tiempo suficiente para efectuar esa experiencia de laboratorio, tendiente a mostrar hasta qué punto y en qué condiciones la naturaleza humana es capaz de crear y sustentar una civilización. En Asia, el Imperio hitita había sucumbido; el reino de Lidia no se mostraba agresivo, y el poderío persa, que eventualmente venció a Lidia, era aún embrionario en los lugares apartados del continente; Egipto se hallaba en decadencia; Macedonia, destinada a poner en quiebra el sistema de la pólis, permanecía en la penumbra y siguió por mucho tiempo debatiéndose en un estado de semibarbarie inoperante; la hora de Roma todavía no había llegado ni se conocía ningún otro poder en Italia. Existían, por cierto, los fenicios, y su colonia occidental, Cartago, pero éstos eran ante todo mercaderes. Por consiguiente, este vivaz e inteligente pueblo griego pudo vivir durante algunos siglos de acuerdo con el sistema aparentemente absurdo que satisfizo y desarrolló su genio en lugar de ser absorbido en la densa masa de un dilatado imperio, que habría sofocado su crecimiento espiritual y lo habría convertido en lo que fue después, una raza de individuos brillantes y oportunistas. Seguramente algún día alguien crearía un firme poderío centralizado en el Mediterráneo oriental, sucesor del antiguo dominio marítimo del rey Minos. ¿Sería éste, griego, oriental o de otro origen? Esta pregunta se convertirá en el tema de un capítulo posterior; pero ninguna historia de Grecia podrá entenderse si no se ha comprendido lo que la pólis significaba para los griegos. Cuando hayamos dilucidado este punto, descubriremos también por qué los griegos la desarrollaron y procuraron mantenerla con tanta porfía. Examinemos, pues, la palabra en acción.
Ya me referí a lo que luego se llamó la Acrópolis, el fuerte de toda la comunidad y el centro de su vida pública. La población que casi siempre creció a su alrededor fue designada con otra palabra: ásty. Pero pólis muy pronto pasó a significar ciudadela y también todo el pueblo que «utilizaba» esta ciudadela. Así leemos en Tucídides: «Epidamnos es una pólis situada a la derecha del que navega por el golfo de Corinto». Esto no es lo mismo que decir: «Bristol es una ciudad situada a la derecha del que navega por el Canal de Bristol», puesto que Bristol no es un estado independiente que pueda estar en guerra con Gloucester, sino solamente una área urbana con una administración puramente local. Las palabras de Tucídides implican que hay una ciudad —aunque posiblemente muy pequeña— llamada Epidamnos, la cual es centro político de los eipidamnios que viven en el territorio del que la ciudad es el centro —no la «capital»— y son epidamnios si viven en la ciudad o en alguna aldea de su territorio. Algunas veces el territorio y la ciudad tienen nombres diferentes. Así, el Ática es el territorio ocupado por el pueblo ateniense, inclusive Atenas —la pólis en su sentido más restringido—, el Pireo y muchas aldeas; pero sus habitantes en conjunto eran atenienses, no áticos, y un ciudadano era ateniense cualquiera fuese el lugar del Ática en que vivía.
En este sentido pólis es nuestro «estado». En la Antígona de Sófocles, Creón se adelanta para formular su primera proclama como rey y dice: «Señores, en lo que atañe a la pólis, los dioses la han guiado a salvo a través de la tormenta, sobre firme nave». Es la imagen familiar de la Nave del Estado y creemos saber dónde nos hallamos. Pero más adelante en la tragedia expresa lo que traduciríamos naturalmente por: «Se ha dado una proclamación pública…» él dice, en realidad: «Se ha hecho saber a la pólis…», no al «estado», sino al «pueblo». Cuando, más tarde, disputa violentamente con su hijo, exclama: «¿Qué, hay algún otro fuera de mí que gobierna en esta tierra?». Hemón le responde: «No es una pólis la que es gobernada sólo por un hombre». Esta respuesta pone de manifiesto otro aspecto importante de la concepción total de la pólis, a saber que es una comunidad, y que sus asuntos competen a todos. La real tarea de gobernar podía ser confiada a un monarca, quien actuaba en tal caso en nombre de todos, según los usos tradicionales; o a los jefes de ciertas familias nobles; también a un consejo de ciudadanos, elegidos de acuerdo con un censo de propiedad, o de lo contrario, a la totalidad de los ciudadanos. El conjunto de éstas y muchas de sus modificaciones eran formas naturales de «comunidad política» que los griegos distinguían claramente de la monarquía oriental. Dentro de esta última el monarca no era responsable ante la ley ni depositario del poder por la gracia de un dios, sino que él mismo se consideraba dios.
Si el gobierno no estaba obligado a responder de sus actos es indudable que la pólis no existía. Hemón acusa a su padre de hablar como un týrannos[21] y, en consecuencia, de destruir la pólis, no «el Estado».
Prosigamos nuestra exposición de la palabra. El Coro en los Acarnienses de Aristófanes, al admirar la conducta del héroe, se dirige al auditorio con una exhortación que traduzco literalmente: «¿Ves tú, oh ciudad entera?». Estas palabras se traducen a veces: «tú, ciudad tumultuosa» lo cual suena mejor, pero oscurece un punto esencial, cual es que el tamaño de la pólis posibilitaba que un miembro apelase a todos sus conciudadanos personalmente, si es que pensaba que otro miembro de la pólis lo había injuriado. Los griegos suponían por lo común que la pólis tuvo su origen en el deseo de justicia. Los individuos no tienen ley, pero la pólis hará que se enderecen los entuertos. Y no por medio de una elaborada máquina de la justicia del estado, puesto que esta máquina sólo puede ser manejada por individuos, tal vez tan injustos como el que comete los desafueros. La parte agraviada sólo estará segura de obtener justicia, si puede declarar sus ofensas a la pólis entera. Por consiguiente, la palabra significa ahora «pueblo», nítidamente distinguida de «estado».
Yocasta, la trágica reina en el Edipo nos mostrará otro aspecto del alcance de la palabra. Se trata de que, después de todo, su marido Edipo no es el hombre condenado que ha matado al rey anterior Layo. «¡No, no —grita Yocasta— no puede ser! El esclavo dijo que eran “bandidos” quienes los atacaron y no “un bandido”. No puede ahora desdecirse. No lo oí yo sola; lo oyó la pólis». Aquí la palabra está usada sin ninguna asociación política, está, por así decirlo, fuera de servicio, y significa «todo el pueblo». Éste es un matiz significativo no siempre destacado, pero nunca ausente por completo.
También Demóstenes, el orador, habla de un hombre que, literalmente, «evita la ciudad», traducción que haría suponer al lector desprevenido que aquél vivía en un sitio similar a Lake District o Purley. Pero la frase «evita la pólis» nada nos dice sobre su domicilio; significa simplemente que él no participaba en la vida pública y que, por consiguiente, tenía algo de excéntrico. Los asuntos de la comunidad no le interesaban.
Ya sabemos bastante sobre la palabra pólis como para darnos cuenta de que no es posible la versión inglesa de una frase tan común como: «Cada uno tiene el deber de ayudar a la pólis». No podemos decir «ayudar al estado», porque esto no despierta ningún entusiasmo; el estado nos saca la mitad de nuestros ingresos.
Tampoco podemos decir «la comunidad», pues para nosotros «la comunidad» es demasiado grande y variada y sólo puede ser aprehendida teóricamente. La aldea en que uno vive, el gremio a que está afiliado, la clase a que pertenece, son entidades que para nosotros significan algo inmediato; pero eso del «trabajo para la comunidad», aunque sea un sentimiento admirable, sólo nos representa algo vago y débil. En los años anteriores a la guerra, ¿qué sabían muchas regiones de Gran Bretaña sobre las áreas de depresión? ¿Hasta qué punto se comprenden mutuamente banqueros, mineros y trabajadores de granjas? Pero todo griego conocía la pólis, pues ella estaba allí, completa, ante sus ojos. Podía él ver los campos que le brindaban su sustento —o que se lo negaban, si las cosechas se malograban—; podía ver cómo la agricultura, el comercio y la industria marchaban acordes entre sí; conocía las fronteras, sus puntos fuertes y sus puntos débiles; si algunos descontentos planeaban un golpe, les era muy difícil ocultarlo. La vida integral de la pólis, y la relación entre sus partes, era mucho más fácil de abarcar, debido precisamente a esta pequeña escala. Por consiguiente, decir «Cada uno tiene el deber de ayudar a la pólis» no era expresar un hermoso sentimiento, sino hablar según el más llano y urgente sentido común[22]. Los asuntos públicos tenían una inmediatez y una concreción que para nosotros resultan extraños.
Un ejemplo específico ayudará a comprender esto. La democracia ateniense imponía contribuciones a los ricos con tan desinteresado entusiasmo como la inglesa, pero esto podía hacerse de una manera más grata, simplemente porque el Estado era tan pequeño e íntimo. Entre nosotros, el contribuyente importante paga (se supone) sus impuestos tal como lo hace el pequeño contribuyente: firma un cheque y piensa: "¡Vaya! ¡Esto ya está liquidado!; En Atenas, el hombre cuya riqueza excediese determinada suma debía, dentro de una rotación anual, realizar ciertas «liturgias», literalmente: «obras populares». Tenía que sostener una nave de guerra en servicio durante un año (con el privilegio de ser su comandante, si así lo deseaba), o financiar la representación de tragedias en el Festival, o dotar una procesión religiosa. Era una pesada carga, y sin duda no bien recibida, pero al menos de ella podía obtenerse algún placer y hasta cierto orgullo. Había una satisfacción y un honor en destacarse por presentar ante sus conciudadanos una digna trilogía. Así, en otros incontables casos, el tamaño de la ciudad hacía vivas e inmediatas cosas que para nosotros son sólo abstracciones o fastidiosos deberes. Naturalmente, esta modalidad tenía sus inconvenientes. Por ejemplo, un jefe incompetente o desafortunado no era sólo objeto de una difusa e inofensiva indignación popular, sino de una acusación directa; podía ser procesado anta la Asamblea, muchos de cuyos miembros anteriores habían muerto por su causa.
La Oración fúnebre de Pericles, registrada o recreada por Tucídides, ilustrará esta inmediatez y completará un poco más nuestra concepción de la pólis. Dice Tucídides que todos los años si algunos ciudadanos habían muerto en la guerra —lo cual sucedía las más de las veces— era pronunciada una oración fúnebre por «un hombre elegido por la pólis». Hoy, éste sería nombrado por el Primer Ministro, o por la Academia Británica o por la B.B.C. En Atenas, la Asamblea elegía a alguien que había hablado a menudo en ella. En esta ocasión Pericles habló desde una plataforma lo bastante alta para que su voz llegara al mayor número posible. Consideremos dos frases usadas por Pericles en esta oración.
Compara la pólis ateniense con la espartana, y señala que los espartanos admiten a los visitantes extranjeros de mala gana y que de tiempo en tiempo los expulsan, «mientras que nosotros permitimos que nuestra pólis sea común a todos». Pólis no es aquí la unidad política; no se trata de naturalizar a los extranjeros, cosa que los griegos hicieron muy rara vez, simplemente porque la pólis era una unión tan íntima. Pericles quiere decir aquí: «Nosotros abrimos de par en par a todos nuestra común vida cultural», como puede verse en las palabras que siguen, aunque sean difíciles de traducir; «ni les negamos ninguna instrucción o espectáculo», frase ésta que casi carece de sentido hasta que nos enteramos de que el drama, trágico y cómico, la ejecución de himnos corales, los recitales públicos de Homero, los juegos, eran partes necesarias y normales de la vida «política». Esto es lo que Pericles piensa cuando habla de «instrucción y espectáculo», y de «abrir la pólis a todos».
Pero debemos ir más lejos. Una detenida lectura de la oración mostrará que, al ensalzar a la pólis ateniense, Pericles está ensalzando algo más que un estado, una nación o un pueblo; está ensalzando un modo de vida. Otro tanto quiere significar, cuando, un poco más adelante, llama a Atenas la «escuela de la Hélade». ¿Qué tiene esto de particular? ¿No alabamos nosotros «la manera inglesa de vivir»? La diferencia es la siguiente: nosotros esperamos que nuestro Estado permanezca completamente indiferente a este «modo inglés de vida», y por cierto la idea de que el Estado fomente activamente este modo de vida nos llena de alarma a casi todos. Los griegos concebían la pólis como una cosa activa, formativa, que educaba la mente y el carácter de los ciudadanos; nosotros la concebimos como una pieza de maquinaria para la producción de seguridad y conveniencia. El aprendizaje de la virtud, que el estado medieval encomendaba a la Iglesia, y la pólis consideraba como empresa propia, el estado moderno lo deja a la buena de Dios.
La pólis, pues, en su origen «la ciudadela», puede significar tanto como «toda la vida comunal, política, cultural, moral» incluso «económica» de un pueblo, pues ¿de qué otro modo podemos entender esta otra frase de este mismo discurso: «el producto del mundo entero llega a nosotros, a causa de la magnitud de nuestra pólis»? Esto debe significar «nuestra riqueza nacional».
También la religión estaba vinculada a la pólis, si bien no toda forma de religión[23]. Los dioses olímpicos eran adorados por los griegos en todas partes, pero cada ciudad tenía, si no sus propios dioses, al menos sus propios cultos particulares de estos dioses. Así, Atenea de la Casa de Bronce era adorada en Esparta, pero para los espartanos Atenea no fue nunca lo mismo que para los atenienses, «Atenea Polias», Atenea guardiana de la Ciudad. Así Hera, en Atenas, fue una diosa adorada especialmente por las mujeres, como la diosa del corazón y del hogar; pero en Argos «Hera Argiva» era la suprema deidad del pueblo. Lo mismo que Jehová, estos dioses son deidades tribales, y existen simultáneamente en dos planos, como dioses de la pólis individual y como dioses de toda la raza griega. Pero, además de estos olímpicos, cada pólis tenía sus deidades locales menores, «héroes» y ninfas; cada una adorada con su rito inmemorial y que difícilmente podía ser imaginado fuera de la localidad en que tal rito se cumplía. De modo que, a pesar del panhelénico sistema olímpico, y a pesar del espíritu filosófico que hacía imposible para los griegos la existencia de dioses puramente tribales, en cierto sentido puede afirmarse con seguridad que la pólis es una unidad independiente tanto en su aspecto religioso como político. Los poetas trágicos podían al menos utilizar la antigua creencia de que los dioses abandonaban una ciudad cuando estaba a punto de ser capturada. Los dioses son los copartícipes invisibles en el bienestar de la ciudad. En la Orestíada de Esquilo podemos ver mejor cuán íntimamente ligados estaban el pensamiento «político» y el religioso. Esta trilogía está compuesta en torno a la idea de la Justicia. Ella lleva del caos al orden, del conflicto a la reconciliación; y obra en dos planos a la vez, el humano y el divino. En el Agamenón vemos una de las Leyes morales del universo: que el castigo debe seguir al crimen, y ser realizado en la manera más cruel posible; que un crimen exige otro crimen para vengarlo, y así en una sucesión inacabable, pero siempre con la sanción de Zeus. En las Coéforas esta serie de crímenes llega a su culminación cuando Orestes venga a su padre matando a su madre. Comete el matricidio con repugnancia, pero Apolo, el hijo y vocero de Zeus, le ordena hacerlo. ¿Por qué? Porque al asesinar a Agamenón, el rey, su esposa Clitemnestra ha cometido un crimen que, de quedar impune, quebrantaría el edificio social. Corresponde a los dioses olímpicos defender el orden, puesto que son especialmente los dioses de la pólis. Mas el delito de Orestes ofende los más profundos instintos humanos; por consiguiente Orestes será implacablemente perseguido por otras deidades, las Furias. Las Furias no tienen interés alguno en el orden social, pero no pueden permitir esta afrenta a la santidad del vínculo consanguíneo, pues su deber es protegerlo. En las Euménides hay un tremendo conflicto entre las antiguas Furias y los olímpicos más jóvenes sobre el desdichado Orestes. La solución está en que Atenea viene con una nueva dispensa de Zeus. Se elige un jurado de atenienses para juzgar a Orestes en la Acrópolis, a donde él ha huido para protegerse; esta es la primera reunión del Consejo del Areópago. En la votación hay empate; por lo tanto, como un acto de misericordia, Orestes es absuelto. Las Furias, despojadas de su legítima presa, amenazan al Ática con la destrucción, pero Atenea las persuade de que se establezcan en Atenas, con su antigua dignidad no suprimida (como ellas pensaron al principio) sino acrecentada, pues en adelante castigarán la violencia en la pólis, no solo en la familia.
Así para Esquilo la pólis perfecta se convierte en el medio por el cual la Ley es satisfecha sin provocar el caos, ya que la justicia pública remplaza a la venganza privada; y los derechos de la autoridad se concilian con los instintos de la humanidad. La trilogía termina con una imponente escena de alegoría. Las horrendas Furias cambian sus ropajes negros por otros rojos; ya no son las Furias, sino las «diosas benévolas» (Euménides); ya no son enemigas de Zeus, sino sus colaboradoras honradas y complacientes, defensoras de su orden social perfecto contra la violencia interior. Ante los ojos de los ciudadanos atenienses, reunidos en el teatro al pie de la Acrópolis —y seguramente guiadas por ciudadanos que oficiaban de maestros de ceremonias— ellas salían del escenario rumbo a su nuevo hogar en la otra ladera de la ciudadela. Algunos de los más agudos problemas morales y sociales del hombre han sido resueltos, y el medio de reconciliación es la pólis.
Pocos minutos después, en aquella temprana primavera del 458 a. C., los ciudadanos abandonaban también el teatro, y por el mismo lugar que las Euménides. ¿Cuál sería su estado de ánimo? Seguramente ningún público ha vuelto a tener esa experiencia. Por aquel tiempo, la pólis ateniense se sostenía confiadamente en la cresta de la ola. Esta trilogía exaltaba la concepción de la vida de los helenos, pues ellos habían visto su pólis surgir como el dechado de la Justicia y el Orden, de lo que los griegos llamaban el Cosmos. La pólis que contemplaban era —o podía ser— la coronación y la cumbre de su ideal político. Su propia diosa había actuado como Presidenta del primer tribunal judicial; ello representaba un firme y sobrio pensamiento. Pero había algo más que esto. La naciente democracia ateniense lograba disminuir los poderes de la antigua Corte del Areópago, y el estadista reformador había sido asesinado por sus enemigos políticos. ¿Qué pasaría con las Euménides, las terribles habitantes de la tierra, las transformadas Furias, cuya función era vengar el derramamiento de la sangre de parientes? En la idea de que la pólis tiene sus miembros divinos y sus miembros humanos, había tanto una advertencia, como una exaltación. Por un lado se hallaba Atenea, una de las deidades olímpicas que había presidido la formación de la sociedad ordenada, por otro las deidades más primitivas, que habían sido persuadidas por aquélla para que aceptasen este modelo de vida civilizada, y estuviesen dispuestas a castigar a quienquiera que, con violencia interior, amenazase su estabilidad.
Hasta este punto estaba el pensamiento religioso de Esquilo entrelazado con la idea de la pólis; y no solamente el de Esquilo, sino el de muchos otros pensadores griegos, especialmente el de Sócrates, Platón y Aristóteles. Este último hizo una observación que solemos traducir impropiamente por «El hombre es un animal político». Lo que en realidad dijo Aristóteles fue: «El hombre es una criatura que vive en una pólis»; y lo que va a demostrar en su Política es que la pólis es el único marco en que el hombre puede realizar plenamente sus aptitudes espirituales, morales e intelectuales.
Tales son algunas de las resonancias de esta palabra; luego veremos otras implicaciones, pues he dicho poco adrede sobre su simple aspecto «político», a fin de subrayar el hecho de que es mucho más que una forma de organización cívica. La pólis era una comunidad viva, basada en el parentesco, real o presunto; una especie de dilatada familia que convertía la mayor parte de la existencia en vida íntima y que por ello, sin duda, tenía sus rencillas, tanto más amargas por tratarse de diferencias entre miembros unidos por la misma sangre.
Esta circunstancia explica no solo la pólis sino también mucho de lo que este hombre singular, destinado por imperativo étnico a vivir en sociedad, realizó y pensó. En la manera de ganar su subsistencia reveló el griego una aguda tendencia individualista, mas por el contenido con que llenó su concepción social fue esencialmente «comunista». La religión, el arte, los juegos, la discusión de grandes temas, todo ese animado cuadro, resultaban necesidades del medio que solo podían ser satisfechas gracias a la pólis y no —como entre nosotros— con la ayuda de asociaciones voluntarias de personas que comparten idénticos esquemas mentales, o bien por la acción de organizadores que mueven a los individuos. (Esto explica parcialmente la diferencia entre drama griego y el cine moderno). Además, él deseaba desempeñar su propio papel en el curso de los asuntos de la comunidad. Cuando advertimos cuántas actividades necesarias, interesantes y excitantes disfrutaba el griego mediante la pólis, todas ellas al aire libre, con la brillante Acrópolis a la vista, con el mismo cerco de montañas o de mar rodeando visiblemente la vida de cada miembro del estado; entonces es posible entender la historia griega, comprender que a pesar de las insinuaciones del sentido común, el griego no podía aceptar el sacrificio de la pólis, con su vida tan animada y amplia, por una unidad mayor pero menos atrayente. Quizás resulte apropiado registrar aquí una conversación imaginaria entre un antiguo griego y un miembro del Ateneo. Este último lamenta la falta de sentido político que mostraron los helenos. El griego pregunta: «¿Cuántos clubes hay en Londres?». Su interlocutor, calculando, dice que unos quinientos. Entonces el griego expresa: «Si todos ellos se reunieran, qué espléndida mansión construirían. Podrían tener un local para el club tan grande como Hyde Park». «Pero —arguye el miembro— esto ya no sería un club». «Exactamente —replica el griego—, y una pólis tan grande como la vuestra ya no es una pólis».
Por cierto, la moderna Europa, a pesar de su cultura común, sus intereses coincidentes, y sus facilidades de comunicación, no se atreve a aceptar la idea de limitar la soberanía nacional, aunque por tal medio lograse acrecentar la seguridad de la vida sin aumentar demasiado su estolidez. El griego tenía posiblemente mucho que ganar si disolvía la pólis; pero mucho más que perder. No fue el sentido común lo que hizo grande a Aquiles, sino otras cualidades.