HOMERO
El primero y el más grande de los poetas europeos merece un capítulo aparte por su valor intrínseco, porque en él vemos todas las cualidades que caracterizan el arte helénico y por la influencia que sus poemas han ejercido en muchas generaciones de griegos.
Sobre la famosa cuestión homérica, quién fue Homero y qué partes de la Ilíada y de la Odisea escribió, diré lo menos posible. La tradición griega era muy vaga, puesto que un primitivo escritor jónico, Helánico, lo sitúa en el siglo XII y Heródoto en el IX «cuatro siglos antes de mi época y no más». No caben dudas de que Heródoto es sustancialmente exacto, Helánico acepta sin discusión que un poeta que describe con tanta intensidad la guerra de Troya, tuvo que haberla visto él mismo. Pero la cuestión importante no es quién era Homero, sino qué era. La Ilíada y la Odisea han sido llamadas la Biblia de los griegos. Durante siglos estos dos poemas fueron la base de la educación griega, tanto de la educación formal de la escuela, como de la vida cultural del ciudadano común. Los recitales de Homero, acompañados por exhibiciones, estaban a cargo de profesionales que iban de ciudad en ciudad. Platón trae una animada descripción, no carente de malicia, de uno de estos recitales en su Ion. «Debe ser maravilloso Ion, andar como haces tú, de sitio en sitio, arrastrar una densa multitud adonde quiera que vayas y tener a todos pendientes de tus labios y ponerte tus mejores ropas». Mientras esta Biblia no fue remplazada por otra, una cita de Homero era el modo natural de dirimir una cuestión de moral o de conducta. Homero podía ser alegado, lo mismo que el Domesday Book[15] en apoyo de un reclamo territorial en cualquier trato diplomático. Cundió una especie de Fundamentalismo, semejante a las interpretaciones de la Biblia de algunas sectas protestantes. Homero atesoraba toda la sabiduría y todo el conocimiento. Platón se mofa de esto, cuando hace proclamar a Ion que, por ser un experto en Homero, es experto en todo, dicha ciudad puede muy bien convertirlo en su general puesto que ha aprendido en el poeta el arte de la guerra. Mas es necesario aceptar que Homero sostuvo y nutrió la mente y la imaginación de los griegos generación tras generación, tanto de artistas y pensadores como también de los hombres comunes.
Los pintores y los poetas acudían a Homero en procura de inspiración y también de temas. Se dice que Esquilo calificaba modestamente su propia obra como migajas del banquete homérico y no hay en el drama europeo una figura mas grandiosa que este autor. Finalmente, junto con el propio idioma, la común herencia de Homero infundía a los griegos la convicción de que, pese a las diferencias y odios que los separaban, formaban un solo pueblo. Debemos pues saber algo sobre Homero, este primer europeo individualizado que de pronto resplandece como una gran llamarada en medio de aquella era de tinieblas.
El comienzo de la Ilíada no es una mala introducción a Homero. Veamos entonces, una simple transcripción en prosa de la tremenda escena con que se inicia la Ilíada, un pasaje que el griego medio debía saber todo o casi todo de memoria. Éstas son las cosas que los hombres de acción como Pericles o Alejandro, los poetas, los escultores, los pintores, los filósofos, los hombres de ciencias, los políticos, los comerciantes, los caballeros de provincia y los artesanos habían metido en sus cabezas desde su más temprana adolescencia.
Canta, oh musa, la cólera de Aquiles el Pelida, cólera funesta, que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves, cumplíase la voluntad de Zeus, desde que se separaron disputando el Atrida, rey de los hombres y el divino Aquiles.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Leto y de Zeus, Apolo. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste deseando redimir a su hija, se había presentado en las veloces naves aqueas con un inmenso rescate y en la mano las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba:
«Atridas y demás aqueos de hermosas grebas, los dioses que habitan las moradas del Olimpo os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo el que hiere de lejos».
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate, mas el átrida Agamenón a quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras voces:
«No dé yo contigo anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A ella no la soltaré, antes le sobrevendrá la vejez, en mi casa en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete, no me irrites, para que puedas irte sano y salvo».
Así dicho. El anciano sintió temor y obedeció el mandato.
Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar.
Así es como se inicia la obra más primitiva de la literatura europea. Dentro de un momento nos aventuraremos un poco más en ella, entre tanto interrumpamos la traducción a fin de señalar un punto fundamental.
Ha sido siempre un lugar común de la crítica homérica, afirmar que Homero se precipita en el tema in medias res, como decía Horacio. Esto se considera un signo del genio literario de Homero, y por supuesto lo es, pero tal vez nosotros podamos avanzar un poco más. Trae implícitas muchas cosas el hecho ya de por sí importante, de que Homero no componga una extensa divagación épica sobre la Guerra de Troya, sobre sus diez años completos, sino que se contente con una fase de ella. Hasta tal punto su sentido de la forma disciplina su arte de tal manera que puede concluir su poema y su tema, sin llegar siquiera a la toma de Troya. Este dominio instintivo de la forma es en efecto notable, pero su origen lo es aún más. No reside éste en la feliz inspiración ni es un mérito meramente «artístico», su origen es más profundo, está incrustado en cierto hábito mental, el cual no es sólo homérico sino helénico en el fondo. Homero pudo muy bien haber circunscrito su tema de este modo y a pesar de eso tratarlo a la manera semi histórica. Habría compuesto así un poema todo lo brillante, ágil y bien construido que se quiera, pero que en esencia hubiera resultado el fragmento de un informe, una representación. Homero no lo ha hecho y tampoco han procedido así los poetas clásicos griegos[16]. La Ilíada no relata un episodio de la guerra, amenizando la descripción con reflexiones al pasar sobre tal o cual aspecto de la vida. El poeta ha tomado más bien su «tema», esta fase de la guerra, como una materia prima, para elaborarla dentro de una estructura totalmente nueva de su propia invención. No va a escribir sobre la guerra ni sobre una parte de ella, sino sobre el asunto que con tanta lucidez expone en los primeros cinco versos. Lo que determina el poema no es nada exterior, como el conflicto, sino la trágica concepción de que una pelea entre dos hombres acarreará dolor, muerte y deshonor a muchos otros[17]. Así «cumplíase el plan de Zeus». ¿Qué significa esto? ¿Que todo estaba ya dispuesto por los inescrutables designios de Zeus?
Más bien lo contrario, que es parte de un Plan universal, que no es algo que sucede sólo en esta ocasión, sino algo que proviene de la verdadera índole de las cosas. No es pues, una referencia a lo particular, sino a lo universal. No nos corresponde a nosotros decir si Homero llegó a esta concepción al reflexionar sobre este episodio bélico, o si su experiencia de la vida lo llevó a ella, la cual podía expresarse, a su parecer, mediante la historia de Aquiles. Lo importante es que éste es su tema, que tal causa tiene tal efecto, y que la esencial unidad de la Ilíada, a pesar de su dilatación épica y de adiciones posteriores, procede de este argumento tan bien concebido y no simplemente de un artificio literario[18]. Por consiguiente, se nos permite una momentánea pedantería, no es en verdad exacto decir que Homero, al omitir los primeros nueve años de la guerra, se precipitó inmediatamente en medio de su asunto. Empieza, por el contrario, en el principio de él y así lo manifiesta con toda claridad.
Muchos miles de hombres fueron muertos y deshonrados a causa de una pelea. El lector tendrá una idea muy incompleta de la concepción de Homero, si no vemos cuál fue la causa de la pelea.
Dejamos a Crises, el sacerdote, caminando muy afligido por la orilla del mar. Ahora Crises pide a Apolo que lo vengue:
Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros, las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y ágiles perros, mas luego dirigió sus amargas saetas a los hombres y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora; se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los blancos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
«¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte; pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños —pues también el sueño procede de Zeus—, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso por algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de cabras escogidas, querrá librarnos de la peste».
Cuando así hubo hablado se sentó. Levantóse entre ellos Calcas el mejor de los augures —conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilión por medio del arte adivinatorio que le diera Febo Apolo—, y benévolo les arengó diciendo:
«¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, el dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los aqueos.
»Un rey es más poderoso que el inferior contra el que se enoja; y si bien el mismo día refrena su ira, en su pecho guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo. Dime, pues, si me salvarás».
Aquiles promete que protegerá a Calcas, aunque el príncipe a que se refiere sea el mismo Agamenón. Al punto Calcas declara que Apolo está enojado por el tratamiento que Agamenón ha dado a su sacerdote; que la peste no cesará, hasta que la muchacha sea restituida, sin rescate alguno, pero con abundante ganado para el sacrificio.
Dichas estas palabras se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y encarando a Calcas la torva vista, exclamó: «¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida a quien anhelaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Climnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza, pero aun así y todo, consiento en devolverla si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había correspondido». Replicóle en seguida el divino Aquiles, el de los pies ligeros:
«¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo puede darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple y el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya».
Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
«Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no podrás burlarme ni persuadirme.
»¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y por eso me aconsejas que la devuelva?
»Enhorabuena, si los magnánimos aqueos me dan otra conforme a mis deseos para que sea equivalente… Y si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Áyax, o me llevaré la de Odiseo, y montará en cólera aquél a quien me llegue. Mas, sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Áyax, Idomeneo o el divino Odiseo o tú, Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al que hiere de lejos».
Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:
«¡Ah, imprudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaban nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco en una populosa ciudad de los troyanos: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza».
Contestó enseguida el rey de hombres, Agamenón:
«Huye pues, si tu ánimo a ello te incita, no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones, no me importa que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas bien cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo».
Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su corazón y en su mente, y sacaba de la vaina una gran espada, vino Atenea del cielo; envióla Hera la diosa de los blancos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se interesaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan solo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, se volvió, y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella pronunció estas aladas palabras:
«¿Por qué nuevamente, oh, hija de Zeus, que llevas la égida, has venido? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere el Atrida Agamenón? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida».
Atenea le dice —para abreviar la traducción— que ella ha venido para mitigar su cólera: algún día, por esta afrenta, se ofrecerá a Aquiles el triple y el cuádruple de lo que ahora le quita Agamenón.
Aquiles, como es natural, obedece, pues observa suscintamente: «Proceder así es lo mejor». Atenea regresa al Olimpo y Aquiles se inflama contra Agamenón, y su parlamento empieza así: «Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo…».
He incluido tan extenso pasaje por varias razones. Una, porque así tendremos un texto para las futuras referencias; otra, porque el lector puede quizás recibir alguna impresión de la vivacidad de toda la obra. Ya hemos hablado, y volveremos a hablar, de la intelectualidad del arte griego; por consiguiente, era menester mostrar al lector que ello no implicaba en ningún modo aridez o abstracción. Esta disputa entre Aquiles y Agamenón está referida con tanta vivacidad que no resulta extraño que Helénico haya supuesto que Homero fue contemporáneo de la Guerra de Troya. Y no solo los exteriores están presentados con sugestiva fuerza. La función artística de este pasaje, como el propio Homero nos lo dice, es describir aquel episodio —la pelea— del cual sobrevino tanto sufrimiento para los griegos, de acuerdo con lo que Homero considera «el plan de Zeus», y que nosotros llamaríamos el inevitable resultado de los acontecimientos. La causa es la «perversa arrogancia» de Agamenón, y la «funesta ira» de Aquiles; esto es lo que queda expresado sin ambages.
Pero Homero no nos presenta dos cualidades abstractas en pugna, sino que vemos a dos hombres disputando violentamente. Nada podría ser más «real», menos intelectual. Como en la vida, las dos partes se dicen algo, solo que estos dos hombres llegan demasiado lejos. La pelea estalla porque cada uno es como es. Es cosa de un momento, pero «precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, cuyos cuerpos fueron presa de perros y pasto de aves. Y así se cumplía el plan de Zeus».
No es exclusivo, pero sí característico del griego este poder de percibir el acontecimiento inmediato con tanta penetración y al mismo tiempo aprehender la ley universal que él ejemplifica. En un hecho particular se nos muestra parte de la estructura del universo total; sin embargo este suceso está tratado con la vivacidad propia del más excelente relato. Homero no necesita empañar el movimiento de su descripción con comentarios generalizadores; su generalización ya se ha realizado en el plano fundamental de todo el edificio.
Hay algo más. En este pasaje, como en todo el arte clásico griego, se advierte una notable ausencia de marco natural. No vemos las torreadas murallas de Troya ni el Escamandro rielando a la distancia; no sabemos dónde transcurre esta asamblea de los griegos, si en una tienda o en una ladera, o en la costa junto a las cóncavas naves. Lo mismo que frente a un vaso griego pintado, toda nuestra atención se centra en las figuras humanas. Esto también sucede en la tragedia griega.
El sol y las tormentas shakespearinos están ausentes por completo; si un personaje habla del paisaje que lo rodea, es para poner de relieve que él se halla aislado de sus semejantes. Sería fácil y cómodo si pudiésemos decir que el griego era insensible a la naturaleza y dejar así las cosas. Pero no es posible. Limitémonos a Homero: un hombre insensible a la naturaleza no pudo haber utilizado tanta riqueza de símiles naturales, todos exactísimos en sus detalles, símiles tomados de animales, aves, el mar, el cielo y las tormentas, láminas en pequeño que recuerdan a la distancia las iluminaciones de los manuscritos medievales. Está, pues, fuera de toda duda que el griego tenía conciencia de la belleza y la variedad de la naturaleza. Además, no es solamente el marco natural lo que está ausente. Según hemos visto, la Ilíada comienza sin la más leve insinuación sobre dónde transcurre la acción; debemos hallarnos en algún lugar del territorio troyano, pero ¿dónde? Homero no muestra demasiado interés en decírnoslo. Tampoco nos da ese marco que un escritor moderno podría difícilmente omitir: los demás, los actores más pasivos en la escena, los otros jefes griegos y el ejército. Solo las figuras esenciales están descritas.
Pero el lector moderno no solo echa de menos el marco que espera, sino que se encuentra con otro que, en un principio, no comprende: el de la acción divina. No vemos las murallas de Troya, pero asistimos a deliberaciones en el Olimpo y observamos cómo los dioses particulares intervienen en la batalla —o como en nuestro pasaje— en la disputa. No es de sorprender que se dé así la impresión de que los personajes humanos en el poema no son sino piezas movidas sobre un tablero de ajedrez por una camarilla de deidades caprichosas e irresponsables. Sin embargo, es difícil conciliar esta idea con la descripción de agentes humanos autónomos y responsables que Homero forja para nosotros con tanto esfuerzo. Este Agamenón y este Aquiles son auténticos hombres adultos, tratados de un modo también adulto. En realidad, teniendo en cuenta la primitiva ferocidad con que tropezamos a cada paso en las descripciones homéricas de la vida, esta madura adultez nos resulta por momentos casi desconcertante. Pero toda la acción es acompañada por una maquinaria divina que parece un tanto infantil, como en aquel momento de nuestro pasaje en que Atenea desciende del Olimpo, da un tirón a los cabellos de Aquiles y le espeta una retahíla de buenos consejos. Así en la tragedia posterior —si bien de un modo mucho menos pintoresco— los dioses por medio de oráculos, sueños y todo lo demás, parecen controlar y dirigir las acciones de los hombres, incluso cuando éstos son presentados como agentes plenamente independientes y responsables.
Esta cuestión del marco es, pues, confusa, y aunque no es éste el lugar para el examen sobre la religión griega, el lector tiene derecho a un esclarecimiento provisional. Homero carece naturalmente de una teología dogmática; en realidad, todavía no existe ni la mera idea de pensamiento sistemático. Además, él está utilizando una forma tradicional, pues con seguridad hubo muchos autores de poemas épicos antes de Homero; de modo que lo antiguo y lo nuevo se dan de consuno. En un momento Zeus decide que los griegos deben ser castigados; por consiguiente, los troyanos logran rechazarlos hasta sus naves. Por otra parte, un dios o una diosa desciende en medio de la refriega para salvar a un predilecto suyo que se halla en grave peligro, y esto es realizado en oposición al deseo de Zeus. Como contraste encontramos a principio de la Odisea un pasaje en que se hace decir a Zeus: «¡Cuán insensatos son los hombres! ¡De qué modo culpan los mortales a los dioses! Dicen que todos los males les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino». Dicho en términos modernos: la vida es siempre dura, pero nuestras faltas y errores la hacen más dura de lo necesario. La grave y filosófica sabiduría de este pasaje no se concilia fácilmente con el capricho divino que encontramos en otros, y mucho menos con la jocunda irreverencia que emana de relato sobre los amores de Ares y Afrodita.
Todo este proceso parece muy sorprendente. La azarosa mezcla de lo viejo y lo nuevo explica una parte del acontecer general; para lo restante puede ella también ayudar al lector si éste recuerda que los dioses constituyen una temprana creación, con la que se ha querido dar cuenta del porqué de ciertos hechos, particularmente de aquellos de carácter extraordinario. Así, según vimos en el último capítulo, la habilidad del forjador de metales exigía condiciones que sobrepasaban la destreza del hombre común. Entonces, puesto que tal aptitud resultaba excepcional, no cabe duda de que era de origen divino; por consiguiente, debía existir un dios del fuego. En nuestro pasaje de la Ilíada nos enteramos de que Aquiles tiene más fuerza que lo común: esto, dice Agamenón, es el don de algún dios, y la explicación trae consigo una verdadera inferencia filosófica. No hay nada de qué jactarse; lo que un dios da, también él puede quitarlo. Además, dos fuerzas se debaten en la mente de Aquiles, la rabia ciega y el freno prudente. Nosotros podríamos decir: «por un sobrehumano esfuerzo de autodominio…»; los helenos expresaban: «por la ayuda de algún dios…»; y el griego poeta o pintor de vasos retrataría a Atenea, en forma corporal, aconsejando a Aquiles. La diferencia no es grande; y el hecho de que Aquiles deba su fuerza a alguna divinidad o tome una prudente decisión con la ayuda de Atenea, no disminuye en lo más mínimo su grandeza; los dioses no favorecen así a los hombres insignificantes, y aquel a quien ayudan está por encima de la vulgaridad. No debemos pensar que los dioses escogen a cualquier flojo y le otorgan fuerza. Jamás procederían ellos de ese modo.
Tal es entonces el marco en que vemos los hombres y los acontecimientos, no solamente de la épica griega sino también de la mayor parte del arte griego clásico. Éste degeneró, por supuesto, en trivialidades mitológicas. Fue un desarrollo posclásico, pero fascinó a Roma y encantó el siglo XVIII, con el resultado de que el lector moderno, antes que pueda obtener una visión directa de Homero y los posteriores clásicos griegos, debe primero desembarazarse de cierto aspecto de la cerámica inspirada en Wedgwood y de otras expresiones artísticas similares. Pero para los griegos este marco no era decoración; era más bien una especie de perspectiva, no en el espacio sino en su significado. Él nos permite ver la acción particular que estamos observando no como un hecho aislado, casual, único; lo vemos más bien en relación con la estructura moral y filosófica del universo.
Esta estructura, repito, no es expuesta conscientemente por Homero; él no tiene ningún sistema filosófico integral. Sin embargo, percibe que hay una unidad en las cosas, que los acontecimientos tienen sus causas y sus resultados, que existen ciertas leyes morales. Ésta es la estructura en la que encaja la acción particular. El marco divino de la épica significa en última instancia que las acciones particulares son al mismo tiempo únicas y universales.
Los griegos que durante mil años acudieron a Homero para la enseñanza de sus jóvenes y para deleite e instrucción de los adultos, no se dirigían a meras reliquias venerables o a históricas sagas patrióticas o a encantadores cuentos de hadas, sino a poemas que ya atesoraban todas las cualidades que habían dado un carácter distintivo a su cultura. Hemos considerado un pasaje con algún detalle; hemos visto, quizás, parte de aquella fuerza intelectual instintiva que con tanta firmeza organiza todo el poema; algo, sin duda, de la esencial seriedad que lo anima; un atisbo de la agudeza con que Homero contempla su objeto y de la vivacidad y economía con que nos lo hace ver también a nosotros. Pero Homero y todos sus grandes sucesores tienen otra cualidad de que no hemos hablado, una cualidad que no debemos permitir que permanezca oscurecida por esta fama de intelectualidad y de seriedad moral. Es su humanidad. Prefiero que Homero mismo la muestre, pues él es mejor escritor que yo.
Una batalla encarnizada tiene lugar en la llanura que se extiende al pie de Troya, y el héroe griego Diomedes causa terribles estragos entre los troyanos, tan grandes que Héctor abandona el campo de batalla para pedir a las mujeres de la ciudad que imploren a Atenea una ayuda contra este hombre tan temible. Al pasar Héctor por las puertas Esceas, fue rodeado inmediatamente por las esposas y las hijas, ansiosas de tener noticias de los hombres que luchaban. “Pero él les encargó que orasen a los dioses, y a muchas produjo gran pena. Prosiguió su camino hacia el palacio del rey Príamo, su padre. Hécuba, la reina, lo ve y le pregunta, en un estilo francamente heroico: «¡Hijo! ¿Por qué has venido dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, de aborrecido nombre, deben de estrecharnos mucho, y tu corazón te ha impulsado a orar a Zeus. Pero aguarda, traeré vino dulce como la miel para que primeramente lo libes al padre Zeus y luego te aproveche también a ti, si lo bebes. El vino aumenta mucho el vigor del hombre fatigado, y tú lo estás de pelear por los tuyos».
Pero Héctor rehúsa: «El vino puede hacerme olvidar de mi deber, y no me está permitido realizar una sacra libación con sangre en mis manos». Pide a su madre que ofrende a Atenea las más hermosas vestiduras que posee el palacio. Así lo hace ella y Homero nos dice dónde las había obtenido Hécuba. Fueron compradas en Sidón a mercaderes fenicios. Héctor encuentra a Paris, y severamente lo envía de regreso a la batalla. Paris había sido herido y desde entonces pasa sin preocupaciones su tiempo con Helena. «Ojalá que se lo trague la tierra», dice Héctor. También ve a Helena. Ella se reprocha su inconducta y dice: «Ven, siéntate a mi lado, pues tus hombros soportan más que otros el peso de mi desvergüenza y la salvaje locura de Paris». Pero Héctor no se queda; sus compañeros en la batalla lo necesitan y claman por su regreso. «Y —dice— debo ir a mi casa y ver a mis criados, a mi querida esposa y a mi tierno hijo; ignoro si volveré de la batalla, o si los dioses dispondrán que sucumba a manos de los aqueos».
Pero Andrómaca no está allí. Ella había oído que los troyanos eran rechazados y corrió, como una loca, llena de ansiedad, hacia las murallas de la ciudad, a mirar; y la nodriza la siguió con el niño. Allí la encontró Héctor. Andrómaca asió su mano y le dijo:
«¡Oh Héctor! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre. A mi padre Etión lo mató Aquiles cuando tomó la poderosa ciudad de los cilicios, Tebas, la de las altas puertas; pero [aquí un dejo de orgullo] sin despojarle, por el religioso temor que le entró en el ánimo; quemó el cadáver con las labradas armas y le hizo un túmulo. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, fueron muertos por Aquiles, el de los pies ligeros. Mi madre, que era reina de Hipoplacia, murió en la casa de mi padre. Héctor, tú eres ahora mi padre, mi madre y mi hermano; tú, mi altivo esposo. ¡Pues, ea, sé compasivo, quédate aquí en la torre! ¡No hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda!». [Luego, como es una mujer inteligente y ha estado observando las cosas a través de sus lágrimas, dice:] «Pon el ejército junto al cabrahígo, que por allí la ciudad es accesible y el muro es más fácil de escalar». Contestóle el gran Héctor, el de tremolante casco:
«Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de largas vestiduras, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila entre los troyanos, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conozco y tengo por seguro: día vendrá en que perezcan la ciudad de Troya, y Príamo y el pueblo del rico Príamo. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma Hécuba, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente de Meseida o Hiperea, muy contrariada, porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte derramar lágrimas: ésta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los troyanos, domadores de caballos, cuando peleaban en torno de Ilión. Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi tumba, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto».
Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió los brazos a su hijo, y éste se recostó, gritando, en el seno de la nodriza de la bella cintura, por el terror que el aspecto de su padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho de crines de caballo, que veía ondear en lo alto del yelmo. Rió el padre y también la madre. Héctor se apresuró a dejar el casco en el suelo, besó y meció en sus brazos al hijo amado, y rogó así a Zeus y a los demás dioses:
«¡Zeus y demás dioses! Concededme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre los troyanos e igualmente esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él cuando vuelva de la batalla: Es mucho más valiente que su padre; y que, cargado de cruentos despojos del enemigo a quien haya muerto, regocije el alma de su madre».
Este pasaje nos da un reflejo de la verdadera alma del héroe homérico. Lo que lo impulsa a realizar actos de heroísmo no es un sentido del deber, tal como nosotros lo entendemos: deber hacia los demás, éste es más bien un deber para consigo mismo. Él se esfuerza por lo que nosotros traducimos como «virtud», pero que en griego es areté, «excelencia». Lo que Agamenón y Aquiles disputan no es simplemente una muchacha: es el «premio» que constituye el reconocimiento público de su areté. Tendremos mucho que decir de la areté, pues ella discurre a través de la vida griega.
Esta escena —al menos en griego— es tal que el estudiante que la sabe de memoria expone primero las variantes de los manuscritos, los matices exactos del significado de las palabras, las complejidades gramaticales, y luego no puede confiar en su voz para traducirla con seguridad; y no es ésta la única de su especie en la Ilíada. Tampoco esta humanidad independiente del tiempo se limita a los grandes pasajes, tal como lo mostrarán uno o dos rasgos casuales. Consideramos este breve extracto[19]:
Diomedes dejólos muertos y fue al encuentro de Abas y Políido, hijos de Euridamante, que era de provecta edad e intérprete de sueños. Enderezó luego sus pasos hacia Janto y Toón, hijos de Fénope —éste los había tenido en la triste vejez que lo abrumaba y no engendró otro hijo que heredara sus riquezas—; y a entrambos Diomedes les quitó la dulce vida, causando llanto y triste pesar al anciano que no pudo recibirlos de vuelta de la guerra y más tarde los extraños se repartieron su herencia.
Considérense los versos pronunciados por Diomedes poco después[20]. El joven héroe Glauco contempla el desastre que aquél está haciendo entre los troyanos y decide empeñar un combate con él. Diomedes —tal como lo exige el código caballeresco— le pregunta quién es, «pues jamás te vi en las batallas, donde los varones adquieren gloria, pero al presente a todos los vences en audacia cuando te atreves a esperar mi fornida lanza». Ahora viene el detalle significativo. Diomedes podría haber dicho naturalmente: «Malhadados aquellos cuyos hijos se oponen a mi fuerza». Las escenas de batallas son descritas con una especie de placer; se nos informa con toda precisión por dónde entra la lanza mortífera en el cuerpo del guerrero vencido y muy a menudo también por dónde vuelve a salir; el vencedor se gana para sí una gloria que lo sobrevivirá.
Pero Homero tiene también un pensamiento para la amplia vida de los hombres; él no olvida —ni tampoco introduce a la fuerza— a aquellos a quienes la gloria de otro hombre acarrea dolor.
Sería un error describir la Ilíada como una tragedia, puesto que es (como muchas cosas griegas) precisamente lo que se propone ser, un poema épico, con todo el sosiego y la dilatabilidad que éste exige. No obstante, es intensamente trágica, y en esto es también plenamente griega; el sesgo trágico del pensamiento era habitual en los griegos. Antes de intentar explicar esto, siempre utilizando como ilustración la potencia omnicomprensiva de Homero, convendría señalar uno o dos puntos negativos. En primer lugar, la razón de esta vena trágica no reside en que el griego pensaba que la vida era una pobre cosa. Ya hemos mencionado el aparente placer con que Homero relata escenas de combate; todo lo demás está descrito con el mismo entusiasmo. Él vio todo con intenso interés, ya a Odiseo que construye su nave, o a los héroes que preparan y comen sus suculentos alimentos en el campo, y sea o no probable, acompañando la comida con canciones. Muy pocos griegos creían que la vida era unvalle de lágrimas, en el cual nada importaba demasiado. Sentían la más vehemente atracción por la actividad en todos sus aspectos: física, mental, emocional; un inagotable placer en realizar hazañas y en contemplar cómo se hacían. Casi todas las páginas de Homero constituyen un testimonio de esta afirmación. Ese fondo trágico no debe interpretarse como que la vida es indigna de vivirse; es un sentimiento de tragedia, no de melancolía.
Tampoco debemos suponer que una inclinación hacia lo trágico significa una aversión por lo cómico. Sin duda, hay poca comedia en la Ilíada, así como hay poquísimos intervalos festivos en las tragedias que se representaron posteriormente en el escenario ático; pero ya hemos conocido un notable relato jocoso en la Odisea; y no olvidemos que, así como el teatro ateniense tuvo su Aristófanes junto a su Esquilo —y Esquilo gozó en la antigüedad de gran reputación como autor de un drama satírico— así también la épica tiene su reverso en la épica burlesca, de la cual sobrevive la Batracomiomaquia o Batalla de las ranas y los ratones. Este acento de tragedia que se advierte en el pensamiento griego no tiene nada que ver con la melancolía: el griego amaba tanto la risa como la vida. Creo que ello es un producto de esas dos grandes cualidades que vimos en Homero: intelectualismo y humanidad. La primera permitiría a los helenos, según he intentado demostrar, ver más claramente que otros el marco en que debía vivirse la vida humana, marco que Homero precisa, en parte, como la voluntad y las actividades de los dioses; en parte, como una sombría Necesidad a la cual también los dioses se ven precisados a someterse. Las acciones producen sus consecuencias: las juzgadas malas han de provocar resultados desagradables. Para los griegos, los dioses no son necesariamente benévolos. Si son ofendidos, castigan sin piedad. Como dice Aquiles al afligido Príamo, ellos dan dos pesares por una gracia. Esta nítida apreciación del escenario humano no se ve mitigada por la halagadora esperanza de un futuro mundo mejor o por la creencia en el progreso. En cuanto a lo primero, el griego homérico podía prever una vida confusa y tenebrosa en el Hades; y como Aquiles dice: «Preferiría ser esclavo en la tierra y no rey en el Hades». La única esperanza real de inmortalidad quedaba librada a la que solía brindar la fama en una canción. En cuanto al progreso, era imposible, pues la esencia de los dioses no puede cambiar y el que la naturaleza de los hombres se modificase es una idea que durante mucho tiempo no se le ocurrirá a nadie; y aunque así fuera, los dioses seguirían dando un pesar por cada beneficio. La vida continuaría siendo lo que es, en todos sus rasgos primordiales.
Solo podemos imaginarnos esta perspectiva, tan ostensiblemente despojada de ilusiones, desarrollándose dentro de una religión árida y engendrando un resignado y desesperanzado fatalismo; sin embargo, tal concepción se hallaba combinada con un gozo casi feroz de vivir, con un incoercible júbilo ante la actividad del hombre y una orgullosa fe en la personalidad humana. Muy lejos estaba el griego de pensar que el hombre representa la nada a los ojos de la divinidad; por eso siempre debía recordarse a sí mismo que el Hombre no era Dios y que es una impiedad caer en este pensamiento. Nunca más, hasta que el espíritu griego contaminó a la Italia del Renacimiento, volveremos a encontrar esta magnífica autoconfianza en la humanidad, la cual, en aquella brillante época vivida por la península, no estaba reprimida por la modestia que su instintiva creencia religiosa imponía al griego.
La nota trágica que percibimos en la Ilíada y en la mayor parte de la literatura griega era producida por la tensión entre estas dos fuerzas: un apasionado deleite por la vida y una clara comprensión de su estructura inalterable:
Tal como la vida de las hojas, así es la de los hombres. El viento esparce las hojas por el suelo; la selva vigorosa produce otras y éstas crecen en la primavera. Pronto viene una generación de hombres y otra termina.
Ni el pensamiento ni la imagen pertenecen a Homero; su mordacidad sí le pertenece y emana del contexto. No la encontramos en su magnífico paralelo hebreo:
En cuanto al hombre, sus días son como la hierba. Como una flor en el campo, así florece. Pero el viento pasa sobre ella, y desaparece, y ya no se conoce el lugar donde estuvo.
Aquí la nota es de humildad y resignación: el hombre no es más que hierba, en comparación con Dios. Pero la imagen homérica adquiere un matiz muy distinto a partir de su unidad de esfuerzo y realización heroicos. El hombre es único; sin embargo, a pesar de su elevada condición y su brillante variedad, debe obedecer a las mismas leyes que las innumerables e indiferentes hojas. No hay aquí una protesta romántica —¿cómo podemos protestar contra la primera ley de nuestro ser?— ni tampoco resignada aceptación, tal como la encontramos, por ejemplo, entre los chinos, para quienes el individuo es solo un antecesor en vías de formación, un manojo de hojas en un árbol del bosque. En cambio, en el poeta griego se revela esta tensión apasionada que representa el espíritu trágico.
Podrían citarse otros muchos ejemplos de Homero, particularmente de la Ilíada. Baste con uno, que lo mostrará desde otro punto de vista. Como un ejemplo típico de las limitaciones, e incluso de las contradicciones de la vida, se presenta el hecho de que lo que es más digno de tenerse puede ser poseído solamente con peligro de la propia vida. El héroe demuestra su valor y obtiene la gloria solo quizá en su muerte, para dolor de sus deudos. La Belleza tiene como vecinos el peligro y la muerte. He aquí un intervalo en la descripción que hace Homero de una fiera lucha en torno a las murallas de Troya, contemplada por Príamo y otros ancianos:
Tales estaban sentados en la torre los caudillos de los troyanos. Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se encaminaba, dijéronse unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras:
«No es reprensible que troyanos y aqueos, de hermosas grebas, padezcan largos años por tal mujer: terriblemente se parece su semblante al de las diosas inmortales. Pero, aun siendo así, váyase en las naves, y no quede para futura desgracia nuestra y de nuestros hijos».
Así hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo:
«Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y a sus parientes y amigos, pues a ti no te considero culpable; fueron los dioses quienes promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos».
«Fueron los dioses» no significa zafarse de responsabilidad en tono sentencioso, sino un reconocimiento de que tales cosas forman parte del destino humano. La belleza, lo mismo que la gloria, deben buscarse, aunque su precio sean lágrimas y destrucción. ¿Acaso este pensamiento no está en el propio meollo de la leyenda de la guerra troyana? Los dioses habían propuesto precisamente esta elección a Aquiles, el arquetipo de la hidalguía griega. Ellos le ofrecían una vida dilatada y mediocre o la gloria con una muerte temprana. El primero que forjó este mito expresó en él la esencia no solo del pensamiento griego, sino también de la historia griega.
He escrito tanto sobre la Ilíada, en parte porque contiene mucho del espíritu griego esencial: en parte a fin de mostrar al lector los elementos básicos en que los griegos fueron educados durante siglos. La Odisea, dice Longino, es un poema de carácter más que de pasión, lleno de ese amor tan griego por la aventura y los cuentos extraños; y, como la Ilíada, un poema que pudo haber sido un costal de historias añejas y, en cambio, tiene una unidad artística e inteligente que surge inevitablemente de una sola idea central: en este caso, una creencia en una justicia trascendente. ¿Escribió un solo poeta ambos poemas? ¿Escribió un solo poeta uno de los dos? En caso afirmativo, ¿cuándo vivieron él o ellos?, ésta es la famosa cuestión homérica que los eruditos han discutido durante un siglo y medio; no espere el lector que la resolvamos aquí. Los propios griegos posteriores poseían un ciclo completo de poemas épicos sobre la guerra troyana. Dos de ellos fueron de aventajada excelencia y se atribuyeron a Homero. Esta paternidad fue sinceramente aceptada hasta los tiempos modernos, cuando una investigación más prolija mostró toda clase de discrepancias de realización, estilo y lenguaje tanto entre las dos epopeyas como entre las distintas partes de cada una. El resultado inmediato de este examen fue la minuciosa y temeraria división de los dos poemas, pero en particular de la Ilíada, en cantos separados de períodos diferentes, adecuadamente llamados «estratos» por críticos que a veces no distinguen bien entre la síntesis artística y la conformación. El estudio de la poesía épica de otras razas, y de los métodos utilizados por los poetas que operan en este medio tradicional, ha contribuido mucho a restablecer la confianza en la estructura intrínseca de cada poema. Esto significa que lo que tenemos en cada caso no es un poema breve compuesto por un «Homero» primitivo y aumentado, según el gusto de cada uno, por poetas posteriores, sino un poema concebido como una unidad por un «Homero» relativamente tardío que rehízo e incorporó mucho material anterior, si bien la Ilíada actual contiene algunos pasajes que no formaban parte del plan de este «Homero». Si fue o no el mismo poeta quien escribió ambos poemas, es un punto controvertido y quizás lo seguirá siendo siempre. La diferencia de tono y de tratamiento es grande. Longino, el crítico más fino de la antigüedad, ya observó esto y señaló: «Homero en la Odisea es como el sol poniente; posee aún grandeza, mas no intensidad». Tal vez sea el mismo sol. Pero un hombre tiene derecho a opinar, cuando se ha sumergido en Homero hasta el punto de traducir uno de los poemas. Por consiguiente, es interesante observar que de los dos últimos traductores ingleses, T. E. Lawrence, está tan seguro de que los dos poetas no son el mismo individuo, que ni siquiera considera esa posibilidad; en tanto que E. V. Rieu dice: «Sus lectores pueden estar tan seguros de que ambas obras pertenecen a una sola mano del mismo modo que no dudan de la presencia de Shakespeare cuando, después de conocer el Rey Juan, vuelven sus ojos a Como gustéis».
Debemos dejar las cosas aquí, pues no puede permitirse que la cuestión homérica, por atractiva que resulte a los eruditos, nos haga perder de vista a Homero. Sería interesante, aunque inútil, meditar qué nos pasaría si todos nuestros reformadores, revolucionarios, autores de proyectos, políticos y arreglalotodo en general estuviesen empapados en Homero desde su juventud, como los griegos. Quizás comprendiesen que cuando llegue el feliz día en que haya una heladera en cada hogar y en ninguno dos, en que todos tengamos la oportunidad de trabajar para el bien general (cualquiera que éste sea), en que el Hombre Común (quienquiera sea) triunfe, aunque no se haya cultivado, todavía los hombres vendrán y desaparecerán como las generaciones de hojas en el bosque; y que aún seguirá la criatura humana siendo débil y los dioses fuertes e inconmensurables. Tal vez reconociesen también que la cualidad del hombre importa más que sus hazañas; que la violencia y la indiferencia llevarán siempre al desastre y que éste caerá tanto sobre el inocente como sobre el culpable. Los griegos tuvieron suerte al poseer a Homero y fueron prudentes en el uso que de él hicieron.