Capítulo III


EL PAÍS

Tal vez sea éste el lugar adecuado para considerar brevemente la geografía de Grecia. ¿Cuál es la naturaleza del país que atrajo a estas sucesivas bandas de rudos nórdicos, alguna vez de orientales, y qué hizo por ellos?

El lector se hallará sin duda familiarizado con la configuración general de Grecia —tierra de montañas calizas, valles angostos, golfos extensos, escasos ríos y numerosas islas—, elevaciones sobrevivientes de un sistema de montañas sumergido, según sugiere una ojeada sobre el mapa de la península. Hay unas pocas llanuras, no muy extensas pero extremadamente importantes en la economía y la historia del país. Algunas de éstas son costeras, tal como la angosta y fértil llanura de Acaya que se extiende a lo largo de la costa meridional del Golfo; otras se hallan en el interior, como Lacedemonia (Esparta); otras quizás casi totalmente aisladas del mar por cadenas de montañas, como las llanuras de Tesalia y Beocia. La llanura beocia es especialmente feraz[4], y con una atmósfera muy cargada; los atenienses, más inteligentes, solían apodar a sus vecinos «cerdos beocios».

Grecia es una región de gran variedad. Las condiciones mediterráneas y subalpina existen a pocas millas de distancia entre sí; llanuras fértiles alternan con zonas de abruptas montañas. Más de una emprendedora comunidad de marinos y comerciantes tiene por vecino a un pueblo de tierra dentro, agricultor, que apenas si conoce el mar y el comercio, un pueblo tan tradicional y conservador como lo son el trigo y el ganado. Los contrastes en la Grecia de hoy pueden resultar sorprendentes. En Atenas y el Pireo, uno tiene a su disposición —o tenía, antes de la guerra— una amplia y moderna ciudad europea, con tranvías, ómnibus y taxis, aviones que llegan con intervalo de pocas horas y un puerto atestado de buques que se dirigen a los más diversos rumbos: a Egina, al otro lado de la bahía, a la costa oriental, a la costa occidental o, a través del canal, a Alejandría, a los principales puertos de Europa, a América. Pero pocas horas después uno puede encontrarse en zonas de la Grecia central o del Peloponeso, donde en muchas millas a la redonda los únicos caminos son las huellas de las cabalgaduras y el único vehículo rodante es la carretilla. En Calamata, me mostraron un grande y moderno molino harinero, al que llegaba el grano directamente, por succión, de las bodegas del buque que lo había traído. Dos días antes, a menos de veinte millas de allí, había visto hacer la trilla al estilo del Antiguo Testamento, con caballos o mulas corriendo alrededor de una era circular en un rincón del campo y el ahecho efectuado en el mismo lugar con la infaltable ayuda del viento. En la antigüedad los contrastes tal vez no fuesen tan grandes, pero son también sorprendentes. Tropezamos con la variedad por doquier y esto constituye un hecho de gran significación.

Tiene gran importancia para el desarrollo de la cultura griega el hecho de que la mayoría de los estados tuviese su franja de llanura fértil, de tierras altas de pastoreo, de laderas boscosas y de cumbres áridas, y además en muchos casos acceso al mar. No había estados como Birmingham o Wiltshire; tampoco comunidad, es decir, no imperaba un modo de vida uniforme; había incluso menos uniformidad que en la Inglaterra medieval. Estados que consideramos primordialmente comerciales e industriales, tales como Corinto y Atenas, eran por lo menos tan agrícolas como comerciales. El esplendor de la vida cívica ateniense en el siglo V nos hace olvidar fácilmente que la mayoría de los ciudadanos atenienses se dedicaba con preferencia a la granja. De las primeras comedias de Aristófanes surge con evidencia que Atenas conservó mucho de ciudad campesina y Tucídides subraya que los que poseían tierra en Ática vivieron en ella hasta que la guerra del Peloponeso los impulsó a la ciudad por razones de protección. Así fue como las invasiones espartanas los convirtieron en residentes urbanos. Si esto es cierto para los atenienses, lo es mucho más para los otros estados. La ciudad y el campo se hallaban íntimamente unidos, salvo en aquellas zonas más remotas, como Arcadia y la Grecia Occidental, que carecían por completo de ciudades. La vida urbana, donde la hubo, tuvo siempre conciencia de su vinculación con el campo, la montaña y el mar, y la vida rural conocía los usos de la ciudad.

Esto fomentó una sana y equilibrada perspectiva. La Grecia clásica no conoció la resignada inmovilidad de los hombres de la estepa y experimentó muy escasamente[5] las torpes veleidades de la multitud urbana.

Con tal variedad de suelo y clima, el estado griego normal se bastaba a sí mismo, y podía disfrutar una equilibrada vida social. Los griegos tenían una palabra para designar esta autosuficiencia, autárkeia o autarquía, que hemos aprendido a utilizar en estos últimos años, pero en un contexto más deprimente; para el griego, como luego veremos, ella era una parte esencial de la idea del Estado y las condiciones físicas de su país lo capacitaban para hacerla efectiva.

Había otra importante consecuencia de la constante variedad que se da en este pequeño mundo griego. Aunque la mayoría de los estados pudiesen bastarse a sí mismos, gracias a las variantes de altitud muchos tenían sus productos especiales, por ejemplo, la aceituna del Ática, el mármol de Melos, el vino de la islita de Pepareto. Esto fomentaba un activo comercio y un intercambio incesante. Además, las comunicaciones por mar eran fáciles y bastante seguras, salvo en el invierno. Junto a esto, debemos considerar otro hecho de importancia decisiva: que Grecia en su conjunto mira hacia el sudeste. Las montañas siguen en esa dirección; en consecuencia también los valles y los puertos, y las series de islas, prolongación de las cadenas de montañas, sirven de guía al tripulante de cualquier esquife, el cual, sin auxilio de la brújula, puede arribar sano y salvo a Asia o a Egipto, cunas de anteriores y más ricas civilizaciones. Grecia fue así, en sus días prehistóricos, tentadoramente accesible para los comerciantes y para otros navegantes procedentes de Creta y luego de Fenicia y más tarde, cuando, en los tiempos históricos, los propios helenos cobraron afición al mar, sus derroteros los llevaron a tierras más antiguas que la suya. La diferencia con Italia aclarará este punto. Los Apeninos se yerguen cerca de la costa oriental; por consiguiente, los ríos y valles corren hacia el oeste, y las llanuras fértiles y los puertos se hallan en la costa occidental. La costa italiana del este es de lo más inhóspita. A consecuencia de esto, la civilización llegó tardíamente a Italia; la influencia minoica fue escasa y los griegos, cuando a su vez establecieron colonias, prefirieron bordear la costa meridional y subir por el oeste. La gran diferencia entre la civilización griega y la romana se debe en gran medida al hecho de que los latinos, a la inversa de los helenos, no se encontraron con la antigua cultura del sudeste del Mediterráneo firmemente afincada en la península que invadieron. Los Apeninos habían servido en gran parte de muralla. Otro contraste podría establecerse entre el archipiélago griego y las islas Hébridas. Las diferencias existentes entre ambos en cuanto a clima y fertilidad son bastante evidentes, pero hay otra circunstancia: que los productos de una de las islas Hébridas son los mismos que los de la otra y también que los del continente. Por consiguiente, en condiciones primitivas el comercio era flojo, y no había oposiciones agudas que ensancharan la mente; además, las rutas marinas llevaban no a Fenicia o a Egipto, sino a un continente escasamente distinto, o al Atlántico norte, de donde un hombre, si tenía la suerte de sobrevivir, no volvía más sabio que cuando había partido.

Otro factor de importancia es el clima. Éste, en conjunto, es muy agradable y estable. Grecia es uno de esos países que tienen un clima y no simplemente un estado atmosférico. El invierno es severo en las montañas; en otras partes, bonancible y soleado. El verano comienza pronto y es caluroso, pero, salvo en las llanuras cerradas, el calor no es abrumador, pues la atmósfera es seca y su rigor es mitigado por la diaria alternancia de las brisas terrestre y marina. La lluvia es casi desconocida en verano; el final del invierno y el otoño son las estaciones lluviosas.

Entre los escritos médicos griegos atribuidos a Hipócrates hay un breve tratado titulado Aires, augas, lugares. Este opúsculo da una triste impresión del clima griego. El desconocido escritor nos dice que si un lugar está situado entre el sudeste y el sudoeste, abierto a los vientos calientes y resguardado del norte, las aguas serán calientes en verano, frías en invierno y muy saladas, porque estarán cerca de la superficie. Los habitantes padecerán de flema, y en consecuencia de trastornos digestivos; comerán y beberán escasamente; las mujeres serán enfermizas y propensas a tener abortos; los niños se verán atacados por convulsiones, asma y epilepsia y los hombres estarán expuestos a disenterías, diarreas, escalofríos, fiebres crónicas, eczemas y hemorroides y, después de los cincuenta años, quedarán paralíticos a causa de humores que bajan de la cabeza. Sin embargo, la pleuresía, la neumonía y otras pocas enfermedades se dan muy raramente.

Si uno está situado hacia el lado del norte, padecerá los trastornos contrarios. Las aguas serán duras y el físico del hombre también. Éste será delgado y musculoso, comerá bastante, pero beberá poco, «ya que es imposible ser al mismo tiempo un individuo de buen apetito y un bebedor resistente», y estará propenso a la pleuresía y a los desgarramientos internos. Los partos serán difíciles y la crianza de niños parece poco menos que imposible. Lo mejor es estar situado hacia el este; lo peor hacia el oeste.

No es un cuadro muy grato, pero los libros de medicina son siempre horripilantes, y de todos modos este escritor es evidentemente un hombre que no controla su imaginación, es decir, no es el arquetipo del científico griego. Busquemos otra clase de pruebas. Tomemos al azar los siguientes nombres pertenecientes a una época reciente: Haydn, Mozart, Beethoven, Goethe, Schubert, Mendelssohn, Wordsworth, Coleridge, Keats, Shelley. De la época griega, una lista similar de nombres. Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Sócrates, Platón, Isócrates, Gorgias, Protágoras, Jenofonte. La edad de la muerte de los que figuran en la primera lista es, respectivamente: 77. 35, 57, 83, 31, 38, 80, 62, 26, 30; de la segunda, 71, 91, 78, por lo menos 60, 70, 87, 98, 95 (?), alrededor de 70, 76. Shelley murió ahogado, pero Esquilo y Eurípides tuvieron (a juzgar por las apariencias) una muerte accidental; Sócrates fue ejecutado y Protágoras murió en un naufragio; los tres poetas trágicos se mantuvieron activos y a su muerte estaban en la cúspide de su genio (nadie diría lo mismo de Wordsworth), y la muerte interrumpió a Platón su redacción de las Leyes. Si alguien tiene interés en este tema, que examine la interesante Vida de los filósofos, escrita por Diógenes Laercio, y quedará asombrado ante la longevidad allí descrita. Algunas fechas son evidentemente legendarias; nadie creerá que Empédocles vivió realmente hasta los 150 años, pero de todos modos éste apenas si es una figura histórica. En los demás, no hay ninguna razón para dudar de la exactitud de la mayor parte de las cifras establecidas. Es evidente que Grecia favorecía no sólo la larga vida, sino también la energía prolongada. Junto a Sófocles, que compone su magnífico Edipo en Colono a la edad de 90 años, podemos colocar la figura de Agesilao, rey de Esparta, peleando duro en el campo de batalla y no simplemente dirigiéndola, a la edad de 80. La madurez vigorosa parece haber sido más común en Grecia que en cualquier país moderno, al menos hasta épocas recientes.

El régimen tenía, sin duda, mucho que ver con esto. Grecia es hoy un país pobre; en la antigüedad era más rico y sustentaba a una mayor población, pero carecía de lujo. Un acemilero griego actual puede aguantar días enteros con una hogaza de pan y unas pocas aceitunas; su antepasado de la época clásica era igualmente frugal. Pan de cebada, aceitunas, un poco de vino, pescado como un regalo, carne solamente en los feriados importantes; ésa era la dieta habitual. Como ha dicho Zimmern, la comida ática corriente constaba de dos platos, el primero una especie de potaje y el segundo, también una especie de potaje. Era una dieta bastante escasa, aunque debidamente interrumpida por libaciones, pero que, unida a la vida al aire libre del griego común, nutrió una vigorosa raza de hombres.

¿Por qué era Grecia tan pobre? Para poder dar una respuesta por lo menos parcial, nos remitimos a la interesantísima descripción de Ática que trae Platón en el Critias. Ática, dice, es solo el esqueleto de lo que era en el pasado, «pues se sale del continente y se interna en el mar, como un peñasco» —que es lo que significa Ática— «y el mar que lo rodea es profundo. Durante nueve mil años[6] han tenido lugar muchas grandes tormentas, y el suelo inundado desde las alturas no ha formado, como en otros sitios, una llanura aluvial digna de mención, sino que ha sido barrido por doquier y se ha perdido en el fondo del mar; de modo que lo que ha quedado, exactamente como en las islas pequeñas, comparado con lo que existía entonces es como los huesos de un cuerpo consumido por la enfermedad; el suelo fértil se ha marchitado, solo ha quedado el esqueleto de la tierra. Cuando todavía no había sido asolado, tenía altas colinas en lugar de cerros pelados, y la llanura que ahora se llama Feleo[7] era una planicie de tierra profunda y rica. Y había grandes bosques en las montañas, cuyos restos aún pueden verse; hay montañas que hoy no tienen más que abejas, pero no hace mucho que en ellas se cortaba madera para techar los mayores edificios, y estas maderas para techos todavía están buenas. Además, había abundancia de elevados árboles y las montañas proporcionaban campos de pastoreo a los innumerables rebaños».

De aquí la manifiesta diferencia entre la dieta del griego homérico y la del griego clásico; en Homero, los héroes se comen un buey cada doscientos o trescientos versos; comer pescado es un rasgo de extrema miseria; en los tiempos clásicos, el pescado era un lujo y la carne casi desconocida.

Platón se refiere a las tormentas. El clima griego tenía también sus aspectos dramáticos: Zeus, el dios celestial, era irascible y Poseidón, el sacudidor de la tierra ya sea con olas o con terremotos, era un ser temible. Hesíodo, el segundo poeta antiguo que sobrevive, describe cómo Hércules derribó al gigante Cicno, y dice que cayó «como cae un roble o un peñasco saliente cuando es herido por el rayo humeante de Zeus». Quien esto escribe ha visto algo de la furiosa obra de Zeus. Iba yo por un valle de Arcadia, cuya exuberancia ya resultaba opresora. De pronto llegué a un paraje, de unas cinco ha. de extensión, tan cubierto con cantos rodados grandes y pequeños, que no se distinguía el suelo. Parecía una costa escarpada. En el medio yacía una casa, medio sepultada entre escombros. Dos días antes allí existía una granja, pero había estallado una tormenta a unas millas del lugar sobre el monte Tourtovano y esas ruinas eran el resultado. Sin duda, dentro de dos años, volvería a levantarse una granja, pues el esforzado y trabajador campesino griego sabe cuál es el único remedio contra Zeus.

El propio Hesíodo no tiene gran amor por el clima de su suelo natal, y como hasta ahora hemos brindado al diezman el ganado, cuando las heladas cubren la tierra al soplo del Bóreas, éste agita el vasto mar de Tracia, y entonces rugen la tierra y la selva. Derriba en las gargantas de la montaña las encinas de hojas altas y los pinos tupidos, los que caen pesadamente, y a su impulso retiembla la tierra toda. Se espantan las bestias feroces y hasta aquellas que tienen pelaje espeso recogen la cola entre las piernas; pero el frío les atraviesa su dura piel y les oprime con rigor. Penetra el cuero del buey, y aun la piel de la cabra velluda, pero no la de las ovejas a causa de su abundante lana. Y el viento encorva al anciano”. Hesíodo odia a cuatro de los ocho vientos. Los demás «son de la raza de los dioses y representan una gran bendición para los mortales. Pero aquéllos son vientos inútiles, soliviantan el mar, y precipitándose sobre el oscuro abismo, terrible azote de los hombres, forman tempestades violentas. Y soplan acá y allá, dispersan las naves y extravían a los marineros; pues no hay remedio para la ruina de aquellos a quienes sorprende en el mar. Y sobre la superficie de la tierra inmensa y florida, destruyen los hermosos trabajos de los hombres, llenándolos de polvo y horrible confusión»[8].

Pero Hesíodo era granjero y beocio, «de Ascra, un lugar penoso cerca de Helicón; malo en invierno, pesado en verano, nunca bueno». Mas un hombre no debe escribir esto de su tierra, aunque su padre haya llegado hasta allí desde Asia Menor y le haya referido, sin duda, innumerables veces cuánto mejor se estaba en esta última.

Un ateniense, podemos estar seguros, le habría dicho que se lo tenía bien merecido por vivir en Beocia. En Atenas, se celebraba el primer festival dramático del año —al aire libre— en febrero; para entonces ya había terminado la estación lluviosa, si bien aún no había comenzado el tiempo de la navegación. Por eso era un festival doméstico, sencillo en comparación con la espléndida celebración dionisíaca que la ciudad realizaba a principios de abril, cuando solían acudir visitantes de todas las ciudades de Grecia. Evidentemente, Atenas tenía mejor clima que el descrito por Hesíodo; pero ya hemos dicho que Grecia es sobre todo una tierra de contrastes. No debemos abandonar este punto referente al clima griego, sin considerar sus efectos sobre la vida griega y en especial sobre la vida ateniense.

En primer término, esa forma de existencia capacitaba al griego para reducir al mínimo sus complicaciones. En Grecia se puede llevar una vida activa con mucho menos alimento que el que se necesita en los climas más rigurosos; pero, además, el griego —el hombre griego— podía pasarse y se pasaba la mayor parte de sus horas de ocio fuera de su casa. Esto significa que tenía más tiempo libre; no necesitaba trabajar para comprar sillones y carbón. Después de todo, la razón por que nosotros los ingleses hemos inventado le confort anglais reside en que solo podemos sentirnos cómodos y tibios dentro de las casas. El ocio que disfrutaban los atenienses suele atribuirse popularmente a la existencia de la esclavitud. La esclavitud tenía algo que ver con ello[9], pero no tanto como el hecho de que los griegos pudieran prescindir de las tres cuartas partes de las cosas cuya obtención nos quita el tiempo.

De esta manera, al emplear fuera de su casa el ocio que en buena parte había obtenido gracias a esa facilidad de prescindir de tantas superficialidades que nosotros juzgamos necesarias, o las consideramos así, el griego, ya en la ciudad o en la villa, logró afinar su ingenio y depurar sus formas de convivencia mediante la asidua comunicación con el prójimo. Pocos pueblos han sido tan plenamente sociables. La conversación era para el griego el aliento vital —y lo es todavía, si bien menoscabado por la persistente inclinación a la lectura de los periódicos—. ¿Qué sociedad sino Atenas pudo haber producido una figura como Sócrates, el hombre que cambió la corriente del pensamiento humano sin escribir una palabra, sin predicar una doctrina, simplemente conversando en las calles de la ciudad que solo abandonó dos veces para ir a la guerra? ¿En qué otra sociedad se advierte tan poco la diferencia entre el hombre cultivado y el que no lo es, entre quien posee buen gusto y el vulgar? La verdadera educación del ateniense y de muchos otros griegos era impartida en los lugares de reunión: en las horas de charla en la plaza del mercado, en el peristilo o en el gimnasio, en las asambleas políticas, en el teatro, en los recitales públicos de Homero, y en las celebraciones y procesiones religiosas. Quizás el mayor galardón que su clima había otorgado al Ática era que sus grandes reuniones podían realizarse al aire libre. Por liberales que pudiesen ser los instintos políticos del ateniense, su democracia no se hubiese desarrollado como lo hizo —ni tampoco su drama— si hubiesen sido necesarios un techo y unas paredes. Dentro de nuestras condiciones sociales, que promueven la reclusión y el individualismo y exigen gastos para frecuentar cursos de enseñanza o espectáculos, la existencia de la gente acomodada debe ser potencialmente más rica que la del pobre, y sólo seiscientos consiguen tener libre acceso a los negocios de la nación. En Atenas la vida pública, con su sabia estructura, era accesible a todos porque estaba expuesta al aire y al sol. Explicar la cultura ateniense como el producto del clima ateniense sería ingenuo, aunque no fuera de moda; no obstante, puede demostrarse que en un clima diferente no se habría desarrollado como lo hizo.

Este detenido examen de las condiciones físicas en que vivieron los griegos puede muy bien concluir con algunas observaciones sobre los recursos naturales del país y la índole de su economía en condiciones primitivas.

Hoy las cuatro quintas partes de Grecia son áridas; en los tiempos primitivos (según hemos visto), las laderas de las montañas estaban cubiertas de bosques, los cuales producían madera y caza, tanto mayor como menor. Puede inferirse fácilmente que las precipitaciones pluviales eran más abundantes y menos catastróficas, y que, por consiguiente, había más y mejores campos de pastoreo que hoy. Según pruebas evidentes —en particular brindadas por Homero y Hesíodo— parece ser que Grecia se abastecía a sí misma en lo que respecta a los artículos de primera necesidad. Además de los productos agrícolas, había piedra en abundancia para edificar y buena arcilla de alfareros. Los olivos constituían una importante cosecha, entonces como ahora, y proveían aceite para cocinar y para encender lámparas, y también el antiguo equivalente del jabón. Se cultivaba además la vid.

En minerales, Grecia era pobre. Se había encontrado oro, plata, plomo y cobre, pero no en cantidad y carecía de hierro. Tampoco había carbón. A mi parecer, este hecho simple de que ninguna civilización antigua tuviese carbón no ha sido tenido suficientemente en cuenta por los historiadores sociales. La miel es un buen sucedáneo del azúcar; el vino abundante compensa por lo menos la ausencia de té y de café. Uno puede vivir sin tabaco, con tal que no sepa que éste existe, pero ¿qué puede reemplazar al carbón? Como fuente de calor y luz, el carbón se substituye por el sol mediterráneo y por leña, pues con carbón vegetal se cocina muy bien; pero para el carbón como fuente de energía no existía un sucedáneo satisfactorio. En esas circunstancias se contaba sólo con el trabajo de los esclavos, el cual es antieconómico desde el punto de vista mecánico y malo por otras razones. Homero y Hesíodo nos enseñan algo sobre la vida económica de esta época oscura. Es evidente que la agricultura estaba dirigida con gran inteligencia; el cultivo de la vid, en particular, pese a no ser nada simple, era entendido a fondo. En la Odisea, al describir la ciudad de los feacios, Homero nos pinta huertos y jardines bien cuidados, abundosos y pulcros:

A la mitad del camino hallaréis un hermoso bosque de álamos, a Atenea consagrado, en el cual mana una fuente y un prado se extiende alrededor: allí tiene mi padre un campo y una viña floreciente, tan cerca de la ciudad que puede oírse el grito que en ella se dé. Siéntate en aquel lugar y aguarda que nosotras, entrando en la población, lleguemos al palacio de mi padre. Y tan pronto como nos creas llegadas, entra en la ciudad de los feacios, y busca la morada de mi progenitor, el magnánimo Alcínoo. Fácil te será reconocerla y hasta un niño podría guiarte, porque ninguna otra se parece a la suya. Así que entres en palacio y cruces el patio, atraviesa la mansión y ve adonde está mi madre.

En su estancia, junto al fuego, hilando purpúrea lana, admirable a la vista, la hallarás. Sobre una columna estará apoyada y rodeada de esclavas. A par suyo aparece el trono de mi padre, donde él se sienta para beber vino, semejante a un inmortal[10].

Así es como la princesa Nausícaa instruye al náufrago Odiseo. Cuando éste llega al palacio, he aquí lo que ve:

En el exterior del patio, cabe las puertas, hay un gran jardín de cuatro yugadas, y alrededor de él se extiende un seto por entrambos lados. Allí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, manzanos, granados de espléndidas pomas, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano; son perennes; y el Céfiro, soplando constantemente, a un tiempo mismo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera, y la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo. Allí han plantado una viña muy fructífera y parte de sus uvas se secan al sol en un lugar abrigado y llano, a otras las vendimian, a otras las pisan, y están delante las verdes, que dejan caer la flor, y las que empiezan a negrear. Allí, en el fondo del huerto, crecen liños de legumbres de toda clase, siempre lozanos. Hay en él dos fuentes: una corre por todo el huerto; la otra va hacia la excelsa morada y sale debajo del umbral, adonde acuden por agua los ciudadanos[11].

La tierra de los feacios tiene algunos rasgos de paisaje de cuento de hadas; pero, por mucho que Homero haya retocado su cuadro, éste representa algo que ha visto. En el último canto de la Odisea, encontramos otro viñedo y esta vez sin magia. Después de matar a sus rivales, Odiseo sale a buscar a su anciano padre, que en su desesperación ha abandonado la ciudad:

Y bajando al grande huerto, no halló a Dolio, ni a ninguno de los esclavos, ni a los hijos de él, pues todos habían salido a coger espinos para hacer el seto del huerto, y el anciano Dolio los guiaba. Por esta razón halló en el bien cultivado huerto a su padre solo, aporcando una planta. Vestía Laertes una túnica sucia, remendada y miserable; llevaba atadas a las piernas unas polainas de vaqueta cosida para reparo contra los rasguños y en las manos guantes por causa de las zarzas; y cubría su angustiada cabeza con un gorro de piel de cabra[12].

En la Odisea todo es grande y observamos la vida de los reyes en sus dominios, aunque el rey de Itaca es más bien un señor feudal. Utiliza trabajadores libres y esclavos, pero no tiene a menos trabajar él mismo en la tierra. Laertes sabe cómo se cava alrededor de la vid y el propio Odiseo se jacta de poder abrir un surco tan derecho como el que más. En Hesíodo encontramos al pequeño granjero, que trabaja su tierra, con sus hijos y un esclavo, cuando puede tenerlo, o eventualmente con mano de obra asalariada. En todos los casos, la finca, sea grande o pequeña, se abastece por lo general a sí misma: la «economía doméstica» es la regla. Así vemos a Areté, la reina feacia, tejiendo junto a la lumbre, en tanto que Penólope de Itaca es quizás la tejedora más famosa, con su enorme sudario en el cual destejía por las noches lo que había adelantado durante el día.

El palacio de Alcínoo «tiene cincuenta doncellas de servicio: unas quebrantaban con la muela el rubio trigo; otras tejen telas y, sentadas, hacen girar los husos, moviendo las manos cual si fuesen hojas de excelso álamo, y las bien labradas telas relucen como si destilaran aceite líquido»[13].

En ambientes más humildes, todos los vestidos y alimentos para la casa eran hechos por las mujeres de la familia, quizás con la ayuda de una muchacha esclava, si la familia estaba en próspera situación; además, la mayor parte de los utensilios de la granja se hacían allí mismo.

Solo conocemos dos oficios especializados, el de forjador y el de alfarero. Éstos eran demiourgói, «hombres que trabajan para el pueblo» que no consumen ellos mismos el producto de su trabajo. El demiurgo es el artífice; en Platón, el creador; de ahí el Demiurgo de Shelley en su Prometheus Unbound. Es interesante señalar que estos dos son los únicos oficios que tienen representantes divinos: Hefesto (Vulcano), el forjador, y Prometeo, también dios del fuego pero en el culto del Ática el dios de los alfareros. No hay ningún dios de la zapatería o de la labranza o de la construcción. Resulta claro que cualquiera sabe cómo hacer estas cosas, pero algo muy distinto acontece con los trabajos de metal labrado o con la confección de una elegante pieza de alfarería. «¿Cómo ha sido elaborada? Algún dios debe haberla inventado». Por ello Hefesto, en la historia deliciosamente escandalosa de Ares y Afrodita, que Homero cuenta en el octavo canto de la Odisea, forjó una red de hierro, tan ligera como una gasa y tan fina que ni los bienaventurados dioses podían verla; y fingió que se iba a Lemnos; y Ares dijo: «Ven, amada mía, tu esposo ha ido a Lemnos a visitar a sus bárbaros amigos los sintios»; y Afrodita fue; pero la red cayó sobre ellos y los aprisionó tan firmemente que no podían mover ningún miembro, y entonces Hefesto llamó en su rabia a los otros dioses, quienes acudieron a presenciar el ultraje que le habían inferido; y cuando vieron el astuto ardid de Hefesto, los acometió una risa inacabable. Apolo, hijo de Zeus, se volvió hacia Hermes y le dijo: «Hermes, hijo de Zeus, ¿crees que aquello merecía esto?». Y el matador de gigantes respondió: «Ya lo creo, gustoso ocuparía yo su lugar en este momento». Pero tal vez nos hemos alejado un poco de la primitiva economía griega.

En aquellos días los griegos no eran comerciantes. Los artículos de lujo que tan profusamente encontramos en los hogares de la gente rica procedían de oriente, venían en barcos fenicios, los cuales también traían esclavos. Eumeo, el fiel porquerizo de Odiseo, fue uno de ellos. Su padre era rey de Siria, muy distante de Sicilia, y este rey tenía una esclava procedente de Sidón, comprada a los viles piratas tafios que la habían robado. Un día llegó a Siria una nave fenicia con un cargamento de fruslerías, y uno de los tripulantes enamoró a esta muchacha sidonia. Oyó su historia y le insinuó que se volviera con ellos, pues él sabía que sus padres vivían y eran gente pudiente. La muchacha, por supuesto, accedió y completó el plan de fuga con una sugestión: ella podría llevar consigo al hijo del rey, un niñito muy despierto que tenía a cargo suyo y él ganaría una bonita cantidad. El fenicio estuvo plenamente de acuerdo. Durante un año entero el barco se demoró en Siria, mientras vendían sus galas y cargaban otras mercancías: ganado, pieles, metales en bruto y vino eran los artículos de exportación más corrientes. Cuando ya estaban listos para zarpar, el perverso fenicio vino a la morada real con un collar de ámbar para vender, y en tanto la reina y las otras mujeres lo examinaban y discutían su precio, la esclava sidonia se escabullía por oscuras callejuelas con el niño. Cuando el hecho se supo, ya estaban en alta mar.

La sidonia pagó su culpa, pues se cayó a la bodega, fue rescatada muerta y luego arrojada al agua. El barco se dirigió hacia Itaca y allí el niño fue vendido al padre de Odiseo, Laertes, y criado por éste y Anticleia casi como si fuese su propio hijo. Una vez crecido, le dieron una túnica y un hermoso manto y lo hicieron mayordomo de la granja. Éste fue un aspecto del comercio del Mediterráneo, no solo en aquella edad oscura, sino en cualquier otra época en que no haya habido un gobierno lo bastante fuerte para vigilar las costas y controlar los mares.

El comercio internacional estaba, pues, en manos fenicias, y en ciertas regiones del Mediterráneo siguió siendo una prerrogativa fenicia hasta fines del siglo III a. C. Cartago era una colonia fenicia —de aquí el nombre de «Guerras púnicas»— y los cartagineses se las compusieron para mantener a los comerciantes griegos fuera del triángulo formado por el extremo occidental de Sicilia, el estrecho de Gibraltar y el extremo oriental de los Pirineos. Pero —para volver al período primitivo— los griegos ya se venían ocupando del tráfico costanero. Hesíodo da instrucciones (en Los trabajos y los días) sobre las estaciones del año en que se puede comenzar a navegar, y en las que es necesario abstenerse, salvo que alguien sea demasiado necio —o en extremo codicioso— como para hacerse insensatamente a la mar, pues Hesíodo juzgaba una «aberración congénita» el navegar y el enriquecerse con el comercio. Hesíodo era un granjero, acostumbrado al ritmo regular y el pausado curso de la naturaleza. Poseía esa sólida riqueza que se extrae de la tierra y no esa otra amasada con el comercio, ocupación poco segura y amenazada por toda suerte de peligros. «Mantente lejos del mar cruel», era el consejo de Hesíodo. Sin embargo, en la Odisea, poema anterior, según parece, encontramos la descripción de una ciudad, evidentemente griega, que es un puerto en regla:

Al llegar a la ciudad, rodeada de alto y torreado muro, y partida en dos por hermoso puerto de estrecha boca, donde los bajeles hallan seguro refugio, verás ante él un magnífico templo erigido a Poseidón junto al ágora, cuyo pavimento es de piedras de acarreo profundamente hundidas. Allí están los aparejos de las negras naves, las gúmenas y los cables, las antenas, los aguzados remos, porque los arcos y el carcaj no los usan los feacios, sino los mástiles y los remos y los bien proporcionados navíos, sobre los que surcan gozosos la espumosa mar[14].

No cabe duda de que Homero ha visto esta ciudad griega; pero podemos inferir que no había muchas así, pues en tal caso no valía la pena describirla tan minuciosamente, ni tampoco el arte de navegar —al menos como lo practicaban los feacios— gozaría de tan mágico prestigio. Así, mientras en un pasaje leemos que «ellos se confían a los barcos que los llevan a través del alborotado mar, pues Poseidón los ha hecho un pueblo navegante y sus barcos son tan veloces como un pájaro o como el pensamiento», en otro su rey dice: «Pues nuestras naves no llevan pilotos, ni timones como los demás bajeles, y no por ello ignoran los deseos de los hombres; ellas conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los países, cruzan velocísimas el profundo mar, cubierto de bruma o nubes, sin temor a ningún tropiezo ni pérdida».

Homero era un griego jónico. ¿Será demasiado prosaico suponer que una determinada ciudad jónica, más osada que las otras, las sobrepujó en el arte de la construcción de navíos, de la náutica y de la navegación y que las otras quedaron deslumbradas? La Odisea está llena de referencias sobre la vida de mar, y la gran época de la colonización griega se acerca ya; pero todavía falta que llegue Hesíodo, el curtido granjero, con su calendario laboral del año y su consejo: «Ve a la mar, si debes hacerlo, pero solo entre mediados de junio y septiembre, y aún así serás un insensato», para recordarnos que hay más de una clase de griegos y que cualquier generalización sobre ellos es peligrosa.