LA FORMACIÓN DEL PUEBLO GRIEGO
Jenofonte cuenta una historia imperecedera que, precisamente por tener ese carácter, puede volver a contarse aquí. Se refiere a un incidente en la expedición de los Diez Mil a través de las terribles montañas de Armenia rumbo al Mar Negro. Estos hombres eran soldados mercenarios reclutados por Ciro el Joven para que lo ayudasen a echar a su hermanastro del trono de Persia. Ciro no les había dicho tal cosa, pues sabía muy bien que ningún ejército griego marcharía voluntariamente hacia un punto distante tres meses del mar. Sin embargo, con engaños y halagos consiguió llevarlos a la Mesopotamia. Los disciplinados y aguerridos griegos derrotaron fácilmente al ejército persa, pero Ciro fue muerto. Sobrevino entonces para todos una situación apremiante. De pronto los persas se encontraron en posesión de un ejército experimentado con el que nada podían hacer y los griegos se hallaban a tres meses de marcha de su hogar, sin conductor, sin paga y sin propósito, como un cuerpo no oficial, internacional, que no debía obediencia a nadie fuera de sí mismo. Bien pudo esta fuerza convertirse en un instrumento de locura y de muerte, impulsada por la desesperación; ya degenerar en bandas de ladrones, hasta verse aniquilada o también pudo incorporarse al ejército y al imperio persas.
Ninguna de estas presunciones se cumplió. Los expedicionarios deseaban regresar a sus hogares, mas no a través del Asia Menor, que a pesar de ser conocida ya no era una ruta conveniente. Resolvieron irrumpir hacia el norte, con la esperanza de alcanzar el Mar Negro. Eligieron general al propio Jenofonte, un caballero ateniense que resultó tanto presidente de la junta de gobierno como comandante de las fuerzas, pues el plan de acción se decidía en común acuerdo. Gracias a la autodisciplina que los turbulentos griegos solían a veces mostrar, lograron mantenerse unidos, semana tras semana, y prosiguieron su camino a través de aquellas montañas desconocidas, haciendo buenas migas con los naturales cuando podían y luchando con ellos cuando fallaban sus procedimientos conciliatorios.
Algunos perecieron, pero no muchos; pese a todo sobrevivieron como fuerza organizada. Un día, según leemos en la Anábasis de Jenofonte —un relato totalmente despojado de la tonalidad heroica—, éste se hallaba al frente de la retaguardia mientras las tropas de exploración trepaban hacia la cima de un desfiladero. Cuando los exploradores llegaron a la cumbre, empezaron de pronto a dar voces y a hacer gestos a los que venían detrás. Éstos se apresuraron, pensando que tenían ante sí alguna otra tribu hostil. Al llegar, a su vez, a la colina, empezaron también a gritar y lo mismo hicieron después las sucesivas compañías: todos gritaban y señalaban animadamente hacia el norte. Hasta que por fin la ansiosa retaguardia pudo oír lo que todos decían: «¡Thálassa!, ¡thálassa!». La prolongada pesadilla había terminado, pues thálassa significa en griego el «mar». A la distancia se divisaba el cabrilleo del agua salada y donde hubiese agua salada, el griego era comprendido. El camino al hogar se hallaba expedito. Como expresó uno de los Diez Mil: «Podemos terminar nuestro viaje como Odiseo, reposando sobre nuestras espaldas».
Refiero este relato, en parte por seguir el excelente principio de Heródoto según el cual una buena historia nunca está de más para el lector juicioso, en parte a causa de un hecho sorprendente: que esta palabra thálassa, «agua salada», tan eminentemente griega al parecer, no es en absoluto una palabra de este origen. Para ser más precisos: el griego es un miembro de la familia de las lenguas indoeuropeas, junto con el latín, el sánscrito y las lenguas célticas y germánicas. Estas lenguas fueron llevadas por migraciones desde algún lugar de Europa central hacia el sudeste, hacia Persia y la India, de suerte que el raj indio es pariente del rex latino y del roi francés; hacia el sur, a las penínsulas balcánicas e itálica, y hacia el oeste hasta Irlanda. Sin embargo, la voz empleada para designar una cosa tan griega como el mar no es indoeuropea. ¿Dónde la encontraron los helenos?
Un cuadro similar al de Jenofonte puede explicar el hecho, aunque la autoridad más primitiva para esta historia es el mencionado escritor. Unos diez o quizás quince siglos antes de la expedición de los Diez Mil, cierta partida de hombres que hablaban griego emprendía su camino rumbo al sur, más allá de los montes balcánicos, más allá del Struma o del valle del Vardar, en procura de una morada más confortable. De pronto divisaron frente a ellos una inmensa cantidad de agua. Nunca ellos ni sus antepasados habían visto tanta agua. Asombrados, se las arreglaron para preguntar a los naturales qué era eso. Los nativos, más bien confundidos, dijeron: «Bueno, thálassa por cierto». Así fue como quedó thálassa, después que perecieron casi todas las palabras de aquella lengua.
Sería demasiado imprudente basar sobre una sola palabra cualquier teoría sobre los orígenes de un pueblo. Los vocablos extranjeros son adoptados y pueden desalojar fácilmente a los nativos. Pero si esta civilización fuese heredera directa de otras dos anteriores, existen entonces muchos rasgos en la madura cultura griega del siglo V y los siguientes (antes de Cristo) que podrían explicarse muy fácilmente. Y no faltan indicios de que así es en realidad.
Examinemos otros pocos vocablos. Hay en griego dos clases de palabras que no reconocen ese origen: las terminadas (como thálassa) en -assos o -essos, por lo general nombre de lugar —Halicarnaso, donde nació Heródoto, es un ejemplo— y las terminadas en -inthos, tales como hyákinthos, Kórinthos, labýrinthos, todas conocidas por nosotros. ¿Son importaciones extranjeras? ¿Fue Corinto en su origen una colonia extranjera? Es posible. Pero hay algo aún más sorprendente que Corinto: «Atenas» no es un nombre griego y tampoco la diosa Atenea. El sentimiento se rebela contra la idea de que Atenas deba su nombre a extranjeros considerados intrusos entre los griegos. La tradición también, pues los atenienses eran uno de los dos pueblos griegos que pretendían ser autókhthones, o «nacidos en la región». El otro pueblo eran los arcadios, los cuales se habían establecido en Arcadia antes del nacimiento de la luna.
Existen razones, según veremos oportunamente, para considerar las tradiciones con respeto, y hay por lo menos cierto elemento de verdad en estas leyendas arcádica y ateniense, pues Arcadia se halla en la montañosa región central del Peloponeso, harto difícil de conquistar (como lo comprobaron mucho más tarde los turcos), y Ática, el territorio de los atenienses, posee un suelo pobre, poco atractivo para los invasores o inmigrantes. Atenea, entonces, no es griega, y hay motivos para suponer que ella y su pueblo son anteriores a los griegos, lo cual es una cosa muy distinta.
Otra leyenda ateniense puede llevarnos un poco más lejos. Una de las historias atenienses mejor conocidas relataba que hubo una vez un conflicto entre Atenea y el dios Poseidón por la posesión de la Acrópolis. Atenea salió airosa, pero también el dios obtuvo un lugar allí. Ahora bien, Poseidón parece ser un dios griego —quizá resulte menos confuso decir «helénico»— y Atenea no helénica. La interpretación de tales tradiciones no constituye un criterio de certeza, pero resulta tentador ver en esta leyenda el recuerdo del choque, en el Ática, entre un pueblo helénico que llegaba y los aborígenes adoradores de Atenea, choque que tuvo desenlace pacífico, pues los naturales absorbieron a los recién llegados.
Los propios griegos posteriores creían en una primitiva población no helénica, a la que consideraban pelásgica, cuyos sobrevivientes se conservaban puros en los tiempos clásicos y hablaban en su propio idioma. Heródoto, atraído por casi todo lo que llegó a su conocimiento, se interesó también en el origen de los griegos. Al referirse a las dos ramas principales del posterior pueblo griego, los jónicos y los dorios, afirma que los jónicos eran de ascendencia pelásgica. Y así, para distinguirlos de los jónicos, llama a los dorios «helénicos». Prosigue con estas palabras: «No puedo decir con seguridad cuál fue el idioma utilizado por los pelasgos, pero conjeturando por los que todavía existen… parece que hablaban un idioma bárbaro». «Bárbaro» quería decir simplemente «no helénico». La referencia está bastante de acuerdo con nuestras conjeturas acerca de los atenienses, pues ellos pretendían ser los conductores y la metrópoli de los griegos jónicos, y también pretendían ser indígenas.
Éste sería, pues, el cuadro, si pudiésemos confiar en las tradiciones. Una raza indígena no helénica habitaba el Ática y el Peloponeso. En un momento, imposible de determinar, unos pueblos que hablaban griego procedentes del distante norte emigraron a esta región —sin duda muy gradualmente— e impusieron su idioma a aquéllos, más o menos como hicieron los sajones en Inglaterra. No fue ésta una invasión repentina y catastrófica. Los informes arqueológicos no señalan una brusca ruptura en la cultura antes de la invasión doria, alrededor de 1100. Restos aislados de pelasgos, que se sustrajeron a la influencia de estos recién llegados, prosiguieron hablando un idioma ininteligible para Heródoto.
He dicho que es imposible determinar la fecha de estas migraciones; sin embargo, puede establecerse un límite inferior. Seguramente estos griegos dorios de alrededor de 1100 no fueron los portadores de la lengua griega a Grecia, puesto que fueron precedidos, por lo menos en dos siglos, por los griegos aqueos, sobre los que sabemos algo, aunque no bastante. Algunos nombres de éstos resultan más familiares a generaciones de ingleses que los nuestros Egbert, Egwith y Aelfric, pues los hijos de Atreo, Agamenón y Menelao eran aqueos, y también Aquiles y otros héroes a quienes cantó Homero unos tres siglos más tarde.
¿Fueron entonces estos aqueos los primeros que hablaron griego en Grecia? Nada nos obliga a pensar así; nada fuera de la tradición nos induce a pensar que se hubiese hablado en Grecia un lenguaje que no fuese el griego puesto que es concebible, aunque quizás no muy probable, que los nombres no helénicos como Atenas sean palabras intrusas.
Pero ¿hay alguna razón para dar crédito a estas tradiciones? Hace cien años, los historiadores afirmaban que no. Grote, por ejemplo, escribió que las leyendas fueron inventadas por los griegos, es decir que eran un producto de su inagotable fantasía, para llenar los espacios en blanco de su pasado desconocido. Así parecía necio creer que un rey Minos había gobernado alguna vez en Creta, o que tuvo lugar la Guerra de Troya. Pero también resultaba necio negar su posibilidad. Un antiguo historiador griego, Tucídides, trataba las tradiciones de manera muy distinta, como datos históricos —de cierta especie— que debían ser sometidos a la crítica y utilizados de un modo adecuado.
El relato de la Guerra de Troya, en los primeros capítulos de su historia, es un hermoso ejemplo de tratamiento apropiado del material histórico, puesto que nunca se le ocurrió a Tucídides que no se estaba ocupando de un material de ese carácter. Acerca de Minos, el legendario rey de Creta, escribe:
Minos es el primer gobernante del que tenemos noticia, el cual poseyó una flota y controló la mayor parte de las aguas que ahora son griegas. Gobernó las Cícladas y fue el colonizador de muchas de ellas. Puso a sus propios hijos como gobernadores. Muy probablemente, limpió el mar de piratas, en la medida que le fue posible, para asegurar sus propios bienes.
Tucídides, como la mayor parte de los griegos, creía en la verdad general de las tradiciones; los modernos escritores no compartieron esa creencia. Pero la admirable historia de Grote no había alcanzado muchas ediciones, cuando Schliemann fue a Micenas y a Troya y desenterró algo tan excepcional como las dos ciudades de Homero. Posteriormente Sir Arthur Evans fue a Creta y prácticamente exhumó al rey Minos y su imperio insular. Es, pues, bastante claro que entre los comienzos del tercer milenio y más o menos el año 1400 a. C. —un período tan extenso como el comprendido entre la caída de Roma y nuestros días— Creta, particularmente la ciudad de Cnossos, fue el centro de una brillante civilización que se expandió por el mundo egeo en todas direcciones. Como Cnossos no estaba fortificada, sus amos tuvieron que vigilar los mares, tal como dice Tucídides.
Éste es un importante ejemplo de la general verosimilitud de la tradición en el mundo griego. No es difícil encontrar en otras partes casos análogos. Algunas veces las leyendas han sido corroboradas en un grado casi absurdo. La historia del Minotauro constituye un ejemplo. Refiere esta historia —Tucídides es demasiado austero para mencionarla— que todos los años los atenienses debían pagar un tributo de siete mancebos y siete doncellas a un terrible monstruo, el Minotauro, que vivía en el laberinto, en Cnossos, hasta que fueron liberados por el príncipe Teseo, quien mató al Minotaruro, ayudado por Ariadna y el ovillo de hilo que ella le dio para que pudiese salir del laberinto. Tal es la leyenda, pero he aquí algunos hechos. La primera mitad del nombre «Minotauros» es evidentemente Minos, y la segunda mitad, «tauros», significa en griego toro. De los hallazgos de Evans en Cnossos —frisos, estatuillas y otros objetos— se desprende claramente que estos cretenses adoraban al toro. Ahora bien, si algo de la antigüedad parece un laberinto es el plano del vasto palacio desenterrado por Evans. Además, existe harta evidencia de que estos cretenses del tiempo de Minos utilizaban, como símbolo de la divinidad o de la autoridad, un hacha bicéfala del tipo de la que los griegos llamaron más tarde lábrys. Seguramente el Ática estuvo sujeta a la influencia cultural cretense y es muy posible que también estuviese sometida a su dominio político. No es, por consiguiente, aventurado suponer que los señores de Cnossos exigiesen jóvenes de las familias nobles de Atenas como rehenes, en previsión de cualquier eventualidad, tal como lo hicieron los turcos muchos siglos después. En cuanto a Teseo, parece ser una interpolación errónea, pues procede de un período posterior, y hasta ahora nadie ha verificado la existencia de la romántica Ariadna ni encontrado el hilo; en lo demás la leyenda resulta digna de crédito.
Lo mismo sucede con Troya. De las nueve ciudades superpuestas en aquel sitio, Troya VI fue destruida por el fuego más o menos por la fecha tradicional de la Guerra de Troya (1194-1184). Uno de los constantes epítetos homéricos para Troya es «la del ancho camino»: Troya VI tenía una calle ancha en torno a la ciudad, en el interior de las murallas. Estas murallas fueron edificadas por dos dioses y un mortal, y el sector construido por este último era más débil y resultó vulnerable: las murallas de Troya VI eran más débiles en un punto (donde el acceso era más difícil), y esto coincide con la descripción homérica.
También acontece así con muchas genealogías. La mayoría de los héroes homéricos podían rastrear su ascendencia a través de tres generaciones, luego venía un dios. Con cierta irrespetuosidad se ha sugerido que esto quiere significar: «Y solo Dios sabe quién era el padre de él». Con mayor reverencia uno puede sugerir a su vez que esto representa un pedido de favor divino hecho por el fundador de una dinastía: «Vuestro nuevo rey, por la gracia de Dios». En otra dirección, estas genealogías desaparecen dos generaciones después de la Guerra de Troya, lo cual nos llevaría a la fecha tradicional de la invasión doria, alrededor de 1100, en cuyo tiempo (como lo han demostrado las excavaciones) todas las ciudades del continente fueron destruidas. Además, las más largas genealogías conocidas fueron las de las casas reales de Ática y de Argos, las cuales nos harían remontar aproximadamente hasta 1700 a. C. Ya hemos visto que los atenienses, con cierta probabilidad, pretendían ser los habitantes más antiguos, pero hay también otra cuestión: Atenas y Argos se distinguían entre las ciudades griegas en la época clásica por tener como deidad principal no a un dios, sino a una diosa, Atenea y Hera argiva. Ahora bien, muchas imágenes del culto han sido descubiertas en Creta y ellas muestran patentemente que este pueblo adoraba a una diosa. Si había un dios, estaba subordinado. La diosa era sin duda una diosa de la naturaleza, un símbolo de la fertilidad de la tierra. Las deidades helénicas fueron preferentemente masculinas. Es por lo menos sugestivo que estos dos pueblos, los atenienses y los argivos, que poseían las más extensas genealogías, adorasen deidades femeninas, una de las cuales, y posiblemente las dos, tenían nombres no helénicos. Zeus (latín deus, «dios») es puramente helénico. Tenía una consorte helénica muy misteriosa, Dione, cuyo nombre es semejante al suyo propio. Pero en la mitología griega su consorte era la argiva Hera, y un Himno homérico nos asegura que ésta se había resistido a desposarse con él, no sin razón, según se expresa. Una vez más acude una interpretación evidente; se trata de la fusión de dos pueblos diferentes culturas, en apariencia de distintas lenguas, y posiblemente también de otro origen racial.
Vemos, entonces, que de ningún modo deben descartarse de entrada las tradiciones que pretenden ser históricas. Heródoto, un ávido averiguador que no carecía de crítica, consideraba a los griegos jónicos como un pueblo «bárbaro» que había sido helenizado. Es posible mostrar que tenía razón. En tal caso, no debe sorprendernos comprobar que el proceso se cumplió en forma muy gradual. Sólo la invasión doria presenta la apariencia de una conquista general.
Nuestra breve exposición ha abordado otro punto: los dioses y las diosas. En las observancias religiosas de la Grecia clásica existe una especie de dualismo. Esto resulta extraño en un pueblo tan filosófico, aunque se comprende muy bien si admitimos que la cultura griega desciende de otras dos profundamente distintas. Visto a la distancia, el Panteón olímpico de los doce dioses, presidido por Zeus, parece de una imponente solidez, pero, si observamos más de cerca, esta solidez se desvanece. Ya vimos que las diosas ni siquiera tienen nombres griegos, y que el punto clave de esta construcción, el matrimonio de Zeus y Hera, parece ser un mero matrimonio dinástico. Además, existía toda una zona de culto y creencia que solo mantenía con el Olimpo una conexión accidental. Los verdaderos cultos olímpicos se basaban en ideas de un dios que protegía la tribu, el estado o la familia, que tomaba al huésped o al suplicante bajo su custodia. El dios no estaba, en realidad, íntimamente relacionado con el organismo social. Era también un dios de la naturaleza, pero solo en el sentido de que explicaba ciertas fuerzas naturales: Zeus enviaba la lluvia y el rayo; Poseidón irritaba el mar y sacudía la tierra. Atenea fue enteramente absorbida dentro de este sistema: se convirtió en la hija de Zeus, la protectora armada de la ciudad, la dispensadora de la sabiduría social. Pero su lechuza nos recuerda su origen; fue una diosa de la naturaleza y no una diosa de la tribu. Junto a los cultos olímpicos y en abierto contraste con ellos, existían en Grecia otros basados en los misteriosos poderes vivificantes de la naturaleza. Y así, por ejemplo, estos misteriosos cultos interesaban el individuo, mientras que los olímpicos atañían al grupo; aquéllos admitían a cualquiera, esclavo o libre, éstos solo admitían a los miembros de la colectividad; aquéllos enseñaban doctrinas de reencarnación, de regeneración, de inmortalidad; éstos no enseñaban nada: solo les concernía la celebración de los honores debidos a los inmortales e invisibles miembros de la comunidad. Se trata de concepciones religiosas completamente distintas y nos aproximaremos a la verdad si decimos que la concepción del dios es europea y la concepción de la diosa mediterránea. Las diosas procedían en línea recta de la Creta minoica.
Ya es tiempo de decir algo de esta antiquísima civilización, que era un confuso recuerdo para los griegos de la historia y una mera fantasía para nuestros abuelos. Cronológicamente, comienza en la edad neolítica, alrededor del año 4000 a. C., ha alcanzado la Edad de Bronce hacia el año 2800, y posteriormente florece, con períodos de gran esplendor alternando con épocas de relativo estancamiento, hasta que, a la postre, Cnossos es saqueada y destruida alrededor de 1400. Geográficamente, se inicia en Cnossos; se extiende a otros lugares de Creta; luego en forma gradual a las islas del Egeo y a muchas partes no solo de la Grecia meridional y central sino a las costas de Asia Menor y hasta de Palestina. A partir de 1600 algunas zonas del continente griego comienzan a rivalizar con la propia Cnossos como centros de civilización y después de la destrucción de esta ciudad se convierten en sus herederas, entre éstas la principal es Micenas; de aquí que a esta tardía rama de la antigua cultura minoica o egea (aunque la primera en ser redescubierta) se la conozca por civilización micénica. Una antigua etapa de esta civilización, imperfectamente recordada es lo que constituye el fundamento de la Ilíada.
No es posible aquí decir mucho sobre esta civilización. La ausencia de fortificaciones confirma que se asentaba políticamente en el poder marítimo; los vastos edificios dan fe de su riqueza. El complejísimo plano del palacio en Cnossos sugiere que era un centro de administración más que una fortaleza. Podemos atribuir sin reparos a estos antiguos cretenses un gobierno de palacio; es imposible descubrir entre las ruinas cualquier tipo de gobierno popular. Los vasos pintados, los frisos, las estatuillas y otros vestigios muestran que esta civilización poseía gran elegancia, vigor, alegría y bienestar material. Se cita a menudo la observación de un estudioso francés al contemplar las damas cretenses de un friso: Mais ce sont des Parisiennes! Y además —para referirnos a otro aspecto de la cultura humana— el sistema de desagüe del gran palacio fue aclamado como «absolutamente inglés». La alfarería, grande y pequeña, muestra en sus mejores períodos una maravillosa artesanía y sentido del diseño. Parece a veces recargada, colmada de adornos donde debería haber espacios vacíos; pero, por otra parte, suele emplear esos espacios con una audacia y una seguridad que recuerdan al mejor arte chino. En general, nuestra impresión es de una cultura alegre, aristocrática, en la que se destacan en primer plano la caza, las acometidas de toros y las acrobacias.
Pero otros aspectos de su civilización eran tan importantes para estos minoicos como su arte y posiblemente aún más. En los libros sobre las civilizaciones pretéritas suele darse al arte un espacio excesivo. Ello se debe a dos razones. En primer lugar, es más fácil fotografiar un templo o una pintura que un credo moral o una filosofía política; y en segundo lugar, muchos pueblos han sido desarticulados en todo, menos en su arte. En realidad, los griegos y los judíos fueron los primeros pueblos antiguos que no sufrieron tal desmembración. Eso es lo que sucede también con los minoicos. Su arte nos habla directamente; las demás cosas lo hacen en forma indirecta, mediante inferencias. Sus vestigios son abundantes e incuestionables, en ambos sentidos de la palabra. Pero lo que pensaban sobre la vida, cómo enfrentaban sus problemas, no lo sabemos. Conocieron por cierto el arte de la escritura; poseemos muestras de ello, pero no podemos leerla. Esperemos que alguien alguna vez logre descifrarla y traducirla, para decirnos quizás por qué un oficial estaba enojado con su subalterno o cuál era el precio de la carne en el siglo XVII a. C. Pero, aunque no sepamos nada, excepto por deducción, sobre sus ideas y experiencias, sabemos algo sobre su linaje. Han dejado representaciones de sí mismos y ellas nos demuestran claramente que pertenecían a esa raza «mediterránea» de hombres delgados, de piel oscura y cabellos negros, que fueron oriundos del norte de África. Estos hombres ya habían pasado la era paleolítica cuando algunos de ellos arribaron a la deshabitada Creta. ¿Siguieron otros más adelante y se establecieron en regiones de Grecia? Esto es lo que en realidad desconocemos.
El último arte cretense lleva directamente a la cultura «micénica» del continente, casi sin interrupciones, aunque con el agregado de nuevos rasgos. El plano del palacio típico era diferente. No solo tenía éste más aspecto de fortaleza (circunstancia que explicarían las condiciones más turbulentas del continente), sino que los cuartos parecen haber sido menos abiertos, como si el estilo hubiese tenido origen en un clima más riguroso; además, a medida que se desarrollaba, este estilo logró una simetría sin parangón en la arquitectura cretense. Otra diferencia es la gran importancia que adquiere la figura humana en la pintura de vasos. Los artistas cretenses habían utilizado principalmente modelos lineales y dibujos (sean naturalistas o estilizados) derivados de la vida animal o vegetal; los artistas micénicos continuaron los diseños lineales, pero utilizaron con más frecuencia la figura humana, como ser en escenas de procesiones y de carreras de carros.
¿Quiénes eran los hombres que forjaron esta cultura micénica? ¿Eran artistas y artesanos que abandonaron una Creta en decadencia y se establecieron entre los rudos helenos ejerciendo su arte para ellos? ¿O bien estamos (lo que parece más probable) ante una población predominantemente no griega, ya muy influida por Creta y semejante al pueblo cretense, pero dominada por una aristocracia griega de aurigas recién llegados? Si esta última suposición es cierta, ¿es posible que Heródoto tenga razón y que la masa de los «micénicos» fuesen jónicos, ya helenizados o no? Estas preguntas podrán responderse algún día. Entre tanto, cualquiera sea el cuadro que intentemos bosquejar, será prudente no hacerlo demasiado ordenado, pues, sin duda, las inmigraciones casuales y las conquistas locales han proseguido durante largo tiempo. Algún lugar de este cuadro debe reservarse para los «aqueos de cabello rubio» de Homero, hombres de cabellos rojizos (xánthoi), que se distinguían de los de cabellera negra a quienes gobernaban. Los reyes nacidos de Zeus que aparecen en Homero constituían una aristocracia casi feudal cuyos súbditos inertes desempeñaban un pequeñísimo papel en la guerra o en la política, algo así como la aristocracia normanda que se estableció en la Inglaterra sajona. El «palacio» que Atreo edificó en Micenas y legó a su hijo Agamenón era más una fortaleza que una residencia en el centro de un sistema de caminos estratégicos que brindaban seguro dominio de las distintas partes del Peloponeso y de la Grecia central: y en estas partes de Grecia había otras fortalezas de la misma índole. Las armas aqueas de hierro habían demostrado ser superiores a las micénicas de bronce, pero en general la cultura micénica era más elevada. Desde este punto de vista, es interesante señalar una de las inexactitudes de la tradición que siguió Homero tres o cuatro siglos más tarde. En algunos aspectos, esta tradición reproduce la edad micénica con notable fidelidad, especialmente en su geografía política. Cuando Homero escribió —quizás alrededor de 850— la invasión doria de 1100 había cambiado por completo el mapa de Grecia. La propia Micenas, por ejemplo, era ya un lugar de escasa importancia, y la costa de Asia, patria de Homero, se había hecho griega. Sin embargo, la Ilíada conserva con plena fidelidad una descripción de Grecia del siglo XIII; nada en ella denota la Jonia que el propio Homero conoció en Asia. Pero lo interesante de la inexactitud es que el arte y los artículos de lujo que describe Homero son atribuidos a los fenicios. Su fabricación nacional se había olvidado por completo y hubiese parecido algo increíble. Los aqueos eran rudos conquistadores sin ningún arte y más todavía los dorios que vinieron después. Han sido comparados con un hombre que recibe una herencia y malgasta todo su capital.
Otras contradicciones apuntan en la misma dirección. En Homero los muertos son quemados, pero la costumbre nativa —y también la habitual costumbre clásica— era sepultarlos. En Homero encontramos la religión olímpica de los dioses celestiales; no hay huellas de las diosas terrestres de Creta y del Egeo. En Homero hay cacerías a granel, pero ni rastros de luchas con toros, tan importantes en el arte micénico. Podrían citarse más ejemplos. La tradición homérica es exacta hasta donde llega, pero es la tradición de una pequeña clase conquistadora, separada por un abismo de la vida de los sojuzgados más civilizados, aunque no destruyese bruscamente ni siquiera modificase esta vida superior.
¿Cuándo llegaron los aqueos? La formulación de tal pregunta importa, sin duda, simplificar demasiado la cuestión. Cnossos fue destruida, seguramente por invasores de ultramar, hacia 1400 y los relatos egipcios dicen que las «islas del mar» fueron perturbadas y las costas de Egipto invadidas por akhaiwashi, nombre que se aproxima lo bastante a los akháivoi homéricos como para asegurar la identificación. Más adelante sabemos por fuentes hititas que existen merodeadores en Asia mandados por un hombre cuyo nombre se parece sospechosamente a «Atreo». El padre de Agamenón se llamaba Atreo. No hay necesidad de identificarlos. El Atreo que conocemos era el rey de Micenas, hijo de Pélops que dio su nombre al Peloponeso («isla de Pélops»), y tal vez no fuese la persona a propósito para andar cazando hititas en Asia Menor. «Pélops» es un nombre griego que significa «rostro rojizo», y él vino desde Lidia, Asia Menor, de modo que el otro Atreo pudo haber sido de la misma familia.
Todo esto sugiere dilatados disturbios durante los siglos XV y XIV, circunstancias en que un pueblo llamado aqueo toma la primacía. Si damos crédito a las genealogías, Pélops atravesó el Egeo y se unió por matrimonio con la familia real de Elis, cerca de Olimpia, en la primera mitad del siglo XIII, en tanto que su nieto Agamenón condujo hasta Troya a los aqueos unidos muy a comienzos del siglo XII (tradicionalmente, 1194). Además, si las genealogías son de fiar, durante el mismo siglo decimotercero se fundaron otras dinastías aqueas.
Pero todas ellas sucumbieron y la decadente Edad micénica llegó a su fin, al concluir el siglo XII. Otros conquistadores, los dorios, bajaron de la Grecia septentrional y central. Esta vez no se trataba de aventureros prósperos que capturaban o saqueaban pequeños reinos, sino de un destructor alud de hombres, que terminó súbitamente con una larga civilización e inició una Edad Oscura, tres siglos de caos, después de la cual empieza a surgir la Grecia clásica. Los jónicos buscaron refugio al otro lado del mar (con excepción de los atenienses); el nombre «Acaya» se redujo a la estrecha planicie a lo largo de la costa meridional del golfo de Corinto, y los aqueos «de cabellos rojizos» —junto con los dorios que los tenían de igual tono, si es que eran de ese color— fueron absorbidos por el tipo de cabello oscuro que produce Grecia, del mismo modo como los celtas rubios de Galia se convirtieron en los morenos franceses. Hace cien años esta Edad Oscura era completamente desconocida, a no ser por el subitáneo e inexplicable resplandor de Homero; y la Era Clásica que siguió representaba el milagroso florecimiento de la civilización y el arte en Europa. Ahora esta oscuridad es menos densa, ya que podemos observar a través de ella las artes del alfarero y el forjador de metales. Este último arte realizó verdaderos progresos, estimulado por la introducción del hierro y la pintura de la alfarería; aunque ésta perdió la elegancia, libertad e invención de la primera época, produjo en el siglo IX los excelentes vasos Dípylon de Atenas. Como la antigua alfarería minoica, estos vasos están decorados con modelos geométricos; pero, además, descubrimos un motivo que no era tan común en Creta; la figura humana. Así encontramos temas tales como guerreros con sus carros, escenas fúnebres, hombres remando en naves de guerra. Las figuras son estilizadas, con finas líneas en lugar de brazos y piernas, un círculo en lugar de cabeza y un triángulo en lugar de torso; todo muy primitivo en cuanto a su técnica, pero en extremo logrado en el diseño general, que muestra, como algunos vasos micénicos, el interés típicamente helénico en el hombre y sus obras.
Lo que antecede ha sido un examen externo y por cierto inconcluyente, pero ha puesto de relieve un punto importante: que el arte de la Grecia clásica no era una creación totalmente nueva, sino más bien un Renacimiento. Un Renacimiento en condiciones muy diferentes y de índole muy diversa. Algo ha sido agregado al arte primitivo; la confusión que acabamos de describir produjo una fusión: un nuevo pueblo con los dones de sus dos progenitores. He sugerido, quizás un tanto temerariamente, que tenemos indicios de esto en la predilección que muestran los pintores micénicos en primer lugar y luego los atenienses, por las actividades humanas y sin duda esta simpatía por el hombre es una de las características dominantes del pensamiento griego. Pero tal vez podamos calar más hondo. La grandeza del arte griego —la palabra está usada en su sentido más amplio— reside en que concilia acabadamente dos principios que a menudo se oponen: por una parte dominio, claridad y una fundamental seriedad y por la otra, esplendor, imaginación y pasión. Todo el arte clásico griego posee en grado sumo esa cualidad intelectual que se manifiesta en la lógica y la certidumbre de su construcción. A nosotros el intelectualismo en el arte nos sugiere cierta aridez, pero el arte griego —sea el Partenón, una tragedia de Esquilo, un diálogo platónico, una pieza de orfebrería, la pintura que la adorna o un pasaje de difícil análisis en Tucídides— posee, con todo su intelectualismo, una energía y una pasión que se destacan precisamente por estar regidas con tanta inteligencia.
Ahora bien, si comparamos el arte de la Grecia clásica con el arte minoico o egeo, hallamos una significativa diferencia. Lo mejor del arte minoico posee todas las cualidades que el arte puede tener, menos este consumado intelectualismo. Es difícil imaginarse un arquitecto griego que conciba, ni aun por accidente o bajo pena de muerte, un edificio de plano tan caótico como el palacio de Cnossos. El arte griego obtuvo algunos de sus triunfos más brillantes en la más rigurosa y seria de todas sus expresiones: la escultura de gran tamaño; y no es casual que, hasta el presente, entre las obras pertenecientes a la escultura minoica solo se hayan encontrado obras pequeñas. Por cierto que todo arte digno de tal nombre debe ser serio y reflexivo; sin embargo, uno se siente inclinado a atribuir estas cualidades al arte griego y no al minoico. A este arte parecen convenir otros adjetivos tales como brillante, sensitivo, elegante, alegre, pero no «intelectual».
Esta condición intelectual del arte griego nos remite a los helenos, y no sin pruebas. Cuando bajaron de las montañas del norte, no traían consigo arte alguno, pero sí traían un idioma y en este idioma griego —en su íntima estructura— se encuentran esa claridad, ese equilibrio y esa exigencia de rigor que advertimos primordialmente en el arte clásico y echamos de menos en el anterior. En primer término, el griego, como su primo el latín, es un idioma rico en inflexiones, con una sintaxis elaboradísima y delicada. Cuando más nos remontamos en la historia del lenguaje, lo más elaborado son las inflexiones y (en muchos aspectos) lo más delicado es la sintaxis. La sintaxis griega es mucho más variada, mucho menos rígida que la latina. El estudiante de lenguas clásicas no tarda en descubrirlo, con alegría o con pena, según su temperamento. Por consiguiente, está en la naturaleza del griego expresar con suma exactitud no solo la concordancia entre ideas, sino también matices de significación y de sentimiento. Pero más cerca de nuestro punto está una consecuencia de esto —a no ser que se trate de una causa—: el estilo periódico. Tanto en griego como en latín, si una expresión es compleja, por constar de una o más ideas explicativas o modificadoras, todo el complejo expresivo puede formularse, y así se hace normalmente, con la mayor claridad en una sola oración. Esto significa que ambos idiomas poseen una cualidad señaladamente arquitectónica. Pero existe entre ellos una importante diferencia. Los romanos parecen haber obtenido el estilo periódico a fuerza de empeño y denuedo; los griegos nacieron con él. No solo posee el griego muchas más formas para deslizarse dentro de una cláusula subordinada —por ejemplo, el verbo regular griego tiene diez participios (si he contado bien) y el latino tres— sino que también se halla este idioma bien provisto de pequeñas palabras —conjunciones— que funcionan en parejas o en grupos y cuya única tarea es hacer clara la estructura sintáctica. Éstas actúan, según puede verse, como hitos indicadores.
El lector habrá tenido más de una vez la molesta experiencia siguiente. Al leer en alta voz una oración en inglés, llega un punto en que baja la voz, creyendo que la oración llega a su término, pero en ese momento crítico no encuentra un punto, sino un punto y coma o una coma, de modo que tiene que retroceder una o dos palabras, retomar aliento y luego proseguir. Esto no le pasaría nunca en griego, porque el escritor griego habrá puesto al comienzo la palabra te, la cual significa: «Esta oración (cláusula o frase) va a tener por lo menos dos miembros coordinados, y el segundo (y los siguientes, si los hay) será una simple adición del primero», o bien la palabra mén, la cual significa lo mismo, salvo que esta vez el segundo (y los siguientes) miembros no serán una continuación, sino una oposición. En inglés puede, por supuesto, empezar una oración con «Mientras, por otra parte…». Pero el griego hace esto con mayor facilidad, por instinto y siempre. No poseemos transcripciones directas de la conversación en griego antiguo, pero hay pasajes, en los dramaturgos y en Platón, en que el escritor se esfuerza en dar la impresión del habla improvisada y en ellos no es excepcional una estructura periódica magníficamente elaborada; pero, aunque no encontremos esto, hallamos un ordenamiento de la oración perfectamente nítido y libre de toda ambigüedad como si el hablante viese en un destello el plano de su idea, y por consiguiente de su expresión, antes de empezar a formularla en palabras. Está en la naturaleza de la lengua griega el ser exacta, sutil y clara. La imprecisión y la falta de claridad en que ocasionalmente suele incurrir el inglés[3] y de la cual a veces sale a flote el alemán, es en absoluto ajena al griego. No quiero con esto decir que no puedan expresarse desatinos en griego, pero el desatino se hace patente en seguida. El vicio griego en lo que respecta al idioma no es la vaguedad o la borrosidad, sino una especie de claridad artificial, un trazo firme donde no hay distinciones.
La mentalidad de un pueblo se expresa tal vez más directamente en la estructura de su idioma que en cualquier otra de sus realizaciones, pero en toda obra griega encontraremos esta firme comprensión de la idea y su enunciado en forma clara y económica. Junto con esta lucidez, poder constructivo y seriedad, descubriremos también una aguda sensibilidad y una invariable elegancia. He aquí el secreto de lo que se ha llamado «el milagro griego», cuyo esclarecimiento —o una buena parte de él— reside en la fusión de culturas, si es que no también de pueblos.