—¿De modo, inspector, que la muerte defraudará al verdugo?
La voz melancólica de Garlandt formuló esta pregunta a Macdonald. Ambos se hallaban sentados en la biblioteca de Queen Anne House bajo el círculo de luz que les aislaba del resto del vasto aposento, indeciso en la penumbra. Llenaba el aire quieto una fragancia de madera de cedro procedente de los leños que se quemaban en la chimenea y también un olor a viejo cuero; de un sedoso rollo de escritura china que Garlandt tenía entre las manos emanaba el indefinible, inolvidable aroma de Oriente, tanto que Macdonald recitó mentalmente los siguientes versos:
… Cargamento de marfil,
y monos y pavos reales,
sándalo, cedro y dulce vino blanco.
En esa biblioteca, construida en Londres durante el reinado de la reina Ana, estaba reunida la literatura de todo el mundo civilizado. Clásicos de Grecia y Roma, de Egipto y China; filosofía germana, mecánica norteamericana, bellas letras de Francia e Italia, se encontraban allí en estanterías labradas por Sheraton y sus colegas en artesanía, pero el perfume que impregnaba la biblioteca era un soplo de Oriente; madera de sándalo, madera de cedro y viejas sedas de China.
Los ojos de Macdonald se encontraron con los de Garlandt cuando éste hizo su tétrica pregunta, y el inspector en jefe movió la cabeza.
—Sí, gracias a Dios —dijo—. Está moribundo. El Támesis le atrapó con tanta realidad como si se hubiera ahogado. La pulmonía se ha propagado al otro pulmón. Es cuestión de horas.
—¿Le ha visto?
—Sí. Conservaba toda su lucidez. Hizo una declaración completa. Me pareció que se alegraba de que yo supiera… lo que sabía. Facilitaba las cosas.
Los ojos tristes, oscuros, de Garlandt miraban a Macdonald con profunda melancolía.
—Creo que yo también lo sabía —expresó lentamente—. Me dijo usted la verdad cuando se la pregunté, sin temor ni condescendencias. Haré lo mismo con usted.
Macdonald sonrió.
—No hay razón para que nos infundamos mutuo temor. Estoy pronto a relatarle cómo llegué a descubrir la verdad.
—¿En desagravio por haber sospechado que yo era el asesino?
—No, señor. Nunca sospeché semejante cosa… Así como no abrigué sospechas de Jones. Lo malo era que carecía de pruebas de la inocencia de usted, y mis opiniones no son pruebas.
La melancólica sonrisa de Garlandt ahondó aún más las arrugas de su rostro moreno.
—Usted y yo nos entendemos —dijo—. Si me ofrece un resumen de los argumentos que tenía mientras realizaba la pesquisa, lo consideraré algo más que un simple esbozo de las comprobaciones obtenidas.
Macdonald se arrellanó en su sillón y miró las molduras del techo.
—Trataré de hacerlo —dijo—, aunque tendré que simplificar mucho el orden en que se desarrollaron mis pensamientos; el asunto era embrollado. Conocía los siguientes hechos: el auto de Revian mató a Suttler; usted había estado en comunicación con Suttler y éste había vigilado Strafford House y anotado en su libreta el número de la matrícula del auto de Revian. Después me enteré de que los Mantland habían partido de Strafford House en el auto de Revian y que usted había seguido a Suttler cuando éste se alejó de la casa.
—¿De modo que, después de todo, descubrí el juego, como vulgarmente se dice?
—No, señor. Una vez identificado Suttler como el bandido Bagster el juego se descubrió solo, pero yo me negué a revelarlo antes de conseguir pruebas mayores, porque por primera vez en mi vida mis simpatías estaban del lado del hombre que probablemente era el asesino.
Volviendo a mirar fijamente el techo, Macdonald prosiguió lentamente:
—Analicemos los hechos de aquella primera noche en que Suttler preguntó el nombre de Revian. Usted siguió a Suttler. Si éste hubiera estado haciendo chantaje a Revian no habría preguntado su nombre. Era evidente, y de esto me sentía seguro. Entonces, ¿por qué preguntó el nombre de Revian?
—¿Y cuál fue su deducción, inspector?
—Deduje que deseaba conocer el nombre del amigo de la persona que le interesaba. Suttler no tenía interés en Revian hasta que usted intervino, señor. Suttler anotó el número del auto no porque fuera de Revian, sino porque Mr. Mantland, su esposa y Althea Melberey iban en él.
—¿Sacó en seguida esa conclusión?
—Oh, no. Era una posibilidad entre miles de posibilidades. Usted se destacaba en forma algo incómoda en el asunto. ¿Qué hacía en compañía de Suttler? —dijo Macdonald enfrentando serenamente la mirada firme de su interlocutor—. Oyó que Suttler preguntaba el nombre de Revian. Usted deseaba desacreditar a Revian. ¿No se preguntó: «Qué sabrá este hombre»?
—Sí…, para vergüenza imperecedera mía. A Suttler no podía tocársele ni con pinzas.
—En este punto —dijo Macdonald— me anticipo, porque la idea no se me ocurrió hasta un tiempo después. Cuando usted fue al «Gevani» con Suttler, ¿no descubrió que sus conjeturas eran erróneas y que las informaciones que vendía Suttler no tenían ninguna relación con Revian?
—Sí.
El corto monosílabo fue pronunciado con tono amargo, y Garlandt prosiguió:
—El temor y el odio son malos consejeros. Por primera y única vez en mi vida me comporté como un tonto y entablé negociaciones con ese vil chantajista. Era necesario tenerle ocupado. Ya que se las arreglaba para descubrir secretos, que descubriera alguno de valor para mí. Con el tiempo se habría visto tan comprometido que le hubiera obligado a guardar silencio sobre los asuntos que importaba ocultar.
—Volviendo al orden exacto de los acontecimientos —dijo Macdonald—, Suttler preguntó el nombre de Revian. El auto de Revian mató a Suttler. Usted siguió a este último. Tales son los hechos primordiales. Ahora bien, en poder de Suttler fueron hallados datos sobre determinados episodios de la vida de Revian. Es un detalle sin importancia. El viejo asunto de la muerte de Welman en 1917 era muy conocido. Carecía de valor para un chantajista. Consideremos lo siguiente: Suttler sufrió una muerte repentina. No podía adivinar que moriría y no tenía motivos para suponer que sus papeles serían revisados. Desde su punto de vista no corría peligro alguno. Sin embargo, no dejó ningún documento de valor relacionado con chantajes. Como hipótesis razonable deduje que le habían matado por chantajista. Pero ¿dónde estaban los datos, las cartas o copias de cartas, las fotografías comprometedoras, en fin, todo el surtido de mercancías de chantajista? Simplemente no existían.
Garlandt asintió con la cabeza.
—Bien observado. Aunque, naturalmente, podía haberme vendido los datos a mí.
—Podía, pero si era así, ¿por qué le habían de matar? Pensé mucho en usted, señor. Obtuve ciertas informaciones. Supe a quién respaldaba en el mundo de los negocios, como asimismo a quién atacaba…, pero eso no probaba nada. Las pruebas aparecieron cuando averigüé el pasado de Suttler. Un sacristán y escribiente es persona humilde, pero tiene magníficas oportunidades de saber cosas muy valiosas. Inscribe los registros matrimoniales. Cuando supe que Suttler había sido anteriormente el sacristán Bagster, mis conjeturas eran exactas, salvo un error en los nombres. Estaba enterado del próximo casamiento de Revian con Althea Melberey. Fui a examinar los registros de Bagster, creyendo que encontraría en ellos el nombre de Revian. Me había equivocado. El nombre que hallé no era el de Revian.
Garlandt le interrumpió, y su voz profunda estaba enronquecida por la fuerza del sentimiento controlado, esa fuerza emocional, intolerable, apremiante, que enfadaba casi a Macdonald, porque no podía percibirla sin conmoverse.
—El nombre no era el de Revian —repitió Garlandt—. ¿Puede usted, que tiene imaginación, figurarse lo que serían mis pensamientos aquella noche cuando comprendí la verdad? Hasta llegué a exclamar en voz alta: «¡Que las tinieblas y la sombra de la noche la oscurezcan, que una nube la cubra, que la claridad del día le infunda pavor!». No me asombra que viniera usted aquí en busca de un asesino, usted lee el pensamiento.
Macdonald se levantó del sillón y se acercó al fuego. Se quedó mirando un cuadro colgado sobre la chimenea, el retrato de un rabino judío pintado por Rubens, de tonalidades sobrias, ricas, magníficas. Pero Macdonald apenas veía el cuadro que tenía delante de los ojos. Había buscado refugio en el movimiento físico para escapar al hechizo de esa voz tensa. De todo corazón deseaba que la lógica y el buen sentido fueran los factores dominantes de la entrevista, pero se sentía impotente contra el poder melancólico del judío.
—Se equivoca, señor. No adivino el pensamiento ni confío en quienes se jactan de ese don. Trato de explicarle el proceso deductivo mediante el cual llegué a coordinar los hechos, pero lo hago mal porque no cuento las cosas en orden. Le he contado que examiné los registros de Bagster porque a eso me condujo el hilo de mis pensamientos, pero intervinieron otros factores.
De pie, junto al fragante fuego de maderas de cedro, Macdonald sonrió.
—Los elementos que se oponen constituyen la esencia del drama, señor. En este caso, el elemento nos fue dado por Giles Granby, un tabernero, aunque no por ello mala persona. Me había entrevistado con Mr. Revian, que se mostraba temeroso de las consecuencias; con usted, que ocultaba algo; con Mr. Raymond, que procedía arbitrariamente. Era un alivio vérselas con un expúgil cuyos modales son bastante directos.
—En síntesis, un realista.
La voz de Garlandt era irónica, y Macdonald se permitió una sonrisa.
—Completamente, pero un realista que engordó demasiado. Granby tenía algo en común con usted. Conocía ciertos detalles que no quería revelar. Dijo sinceramente que prefería ir a la horca antes que decir lo que sabía. Me pareció una extraña paradoja que una persona como usted y un individuo como Granby actuaran impulsados por un interés análogo.
En los ojos de Garlandt brilló un destello de resentimiento.
—Puede darse el lujo de filosofar, inspector. Para usted no somos otra cosa que simples peones de ajedrez.
—Por lo menos admitirá que la única forma de llegar a la verdad es prescindir de lo personal y considerar los factores humanos como símbolos de una ecuación. Analicemos los símbolos que tenía en esta coyuntura: Revian, que deseaba casarse con Althea Melberey. Usted, que deseaba el descrédito de Revian y el triunfo de Mantland. Mantland, recientemente casado con una bellísima joven. Granby, casado con una mujer de cuarenta años a quien adora sin reservas. Aunque Granby sea expúgil y tabernero y su mujer una montaña de carne, ridícula en opinión de la mayoría, los sentimientos de estos dos seres se asemejan a los de los afortunados, los encumbrados, los que no tienen un aspecto risible.
Garlandt asintió.
—Es muy cierto, inspector. Los que valoramos las humanidades individuales más que a la humanidad, tenemos cierta tendencia a considerar que los ridículos y los obesos ofenden el espíritu.
—Todo el problema comenzó a ordenarse —prosiguió Macdonald reclinado contra la repisa de la chimenea y buscando con los ojos las tranquilas sombras del agradable aposento—. Primero, Suttler, un simple chantajista; luego, Jones, un ladrón que a pesar de haber oído que a Suttler le llamaban Bagster no había tenido la inteligencia de usar el dato en beneficio propio. Luego Revian, impulsado por el amor y la ambición y por la desconfianza que le inspira la raza a que usted pertenece. Luego usted, que trató con Suttler… y consiguió que le dijese la verdad. Después Mantland, que había desafiado la suerte al casarse. Finalmente Granby, hombre apasionado, a quien sus allegados calificaban de «bobo» a causa de su mujer. Bobo. Chiflado. Palabras baratas para describir el amor; pero tal es su significado.
—Y esos símbolos, ¿se ordenaron en su mente?
—Sí, señor…, cada símbolo tenía determinado valor, más o menos. Nada bueno podía encontrarle a Suttler, y Jones era un objetivo de lástima. Revian era un personaje con mucho a su favor, pero cuando le interrogué por vez primera descubrí una cosa. Revian sabía que su auto había sido abandonado en Beaumont Street después del crimen. Le pregunté cómo lo sabía. Contestó que la policía se lo había dicho. No era cierto. Sabía que el auto había sido dejado en Beaumont Street por una de las razones siguientes: porque él lo había dejado allí, o porque otra persona se lo había dicho. Había cenado con Mantland en el Savoy. De nuevo, los signos menos o más entraron en juego. Mantland, al igual que Revian, ocupaba una alta posición en el mundo. Tenía mucho que perder…, y en su posición no se podía proceder contra él sin basarse en algo más concreto que la sospecha.
—¿Y halló por fin ese «algo»?
—Sí, señor. Existía un factor condenatorio que encontré cuando revisaba los registros redactados por Bagster. En junio de 1914 Gilbert Mantland, que contaba entonces veinte años, contrajo matrimonio, en la iglesia «St. Mary the Less», con Dolly Biggs, hija de un vendedor de tabaco de Paddington. Bagster anotó ese matrimonio en los registros. No le cansaré refiriéndole la historia de esa desastrosa boda. Estalló la guerra. Los mal combinados cónyuges marcharon cada cual por su lado. Mantland perdió de vista a su esposa, y ella no deseaba otra cosa que separarse de él. Mantland se hallaba empeñado en la tarea de construirse un porvenir. Su nombre destacó en los diarios, y entonces Joseph Suttler jugó su carta de triunfo. Escribió a Mantland diciéndole que su mujer, Dolly Biggs, había muerto. Suttler envió determinados detalles (que en realidad se referían al fallecimiento de otra mujer) y esperó. Tenía mucha paciencia.
—¿No cree usted, inspector, que Suttler recibió su merecido? ¿No hacía un servicio al público el hombre que le mató?
Macdonald no contestó inmediatamente. Cuando lo hizo, su respuesta era evasiva.
—La objeción mayor que opongo a la pena capital es la de crear el oficio de verdugo —dijo pausadamente—. La objeción mayor que opongo al asesinato es la de crear el asesino. Sea quien sea, la persona que comete un crimen lo comete, al fin y al cabo, en beneficio propio.
Después de un momento de silencio siguió diciendo:
—Suttler hizo chantaje a Mantland. Era una situación espantosa para un hombre de la posición de Mantland, y éste decidió poner fin a esa situación. Lo hubiera logrado sin que le descubrieran de no haber mediado la suerte en contra de él. El auto que substrajo pertenecía a Revian.
—Pero con toda seguridad no lo sabía, ¿verdad?
El grito salió del corazón de Garlandt, y Macdonald se apresuró a contestar:
—No. No lo sabía. Hasta hace muy poco tiempo Revian vivía en su casa de Belgravia. Mantland creía que seguía viviendo allí. Revian había conducido un Daimler hasta una semana antes de la muerte de Suttler. Mantland había viajado una vez en el nuevo Ford después de la recepción de lady Marsham, pero había subido de noche, sin mirarlo. Cuando esa tarde Mantland caminó hacia Regent’s Park tenía el propósito de apoderarse de cualquier auto que le proporcionara el grado de aceleración necesaria. No tenía la menor idea de que había tomado el auto de Revian. Había intentado previamente adueñarse de un Buick, a unos cien metros de allí, y casi le atraparon. Con una zancadilla había hecho caer al dueño del Buick (cosa fácil porque el tipo estaba tan ebrio que ni veía ni oía), para correr después, volviendo la esquina de Park Road. Se sentía en una situación desesperada; temía que le persiguieran. Si le detenían y le entregaban a la policía se vería en muchas dificultades. Cuando divisó el auto de Revian no lo pensó dos veces.
Macdonald hizo una pausa y Garlandt observó:
—El destino le jugó una mala pasada.
—Si vamos a mezclar en todo esto al destino, señor, no tenemos por qué esperar que otorgue preferencias al que se propone cometer un crimen. Mantland me dijo algo en ese sentido…, que el destino le había obligado a elegir ese auto en la forma en que un prestidigitador maneja un naipe. Mi explicación es más prosaica. Mantland estaba tan agitado por su propósito dominante que sus facultades normales de observación y razonamiento se hallaban inhibidas. En primer lugar no trató de averiguar de quién era el auto. Su fracaso con el Buick le volvió imprudente y subió al primer auto que encontró. Puede decirse que un imprudente desafió al destino. Pero prosigamos la historia…
—Fue el colmo de la mala suerte —interrumpió Garlandt—; si no hubiera sido por eso…
Se calló, enjugándose la frente, y Macdonald siguió hablando con lentitud:
—Si no hubiera sido por eso… —repitió—. ¡Cuántos asesinos han tropezado con un imponderable! En el caso de Mantland había más de un rastro que lo ligaba al pasado. Estaba la ficha de la policía sobre la condena de Bagster, y ningún detective que se respete hubiera dejado de examinar los registros redactados por él. Luego estaba, y está, la primera mujer de Mantland. Es Dolly Granby del «Cerdo Moteado».
Garlandt gimió, y Macdonald siguió diciendo:
—Lo más amargo del mundo es ver la farsa vulgar mezclarse a la tragedia. Que Mantland fuera un bígamo sin saberlo, es trágico, pero lo terrible es que su compañera de delito sea una figura ridícula, la gorda Dolly Granby. Le dije que simpatizaba con Mantland. Es verdad. Era una situación intolerable, sobre todo para Mrs. Mantland.
—Siento gran afecto por Gilbert Mantland —dijo Garlandt en voz baja—. Le respeto de todo corazón.
—Lo creo —dijo Macdonald—, y también estoy seguro de que Mantland adora a su mujer, Diana…, pero existen otros afectos que merecen respeto. Granby también quiere a su mujer. Cuando supo por qué Suttler le hacía chantaje, él también sufría. Después de la muerte de Suttler, Granby cavilaba y bebía hasta ponerse en un estado de furia concentrada. Su ambición puede parecer ridícula. Más de uno encontrará ridículos a Granby y a su mujer, pero lo que Granby quería era que su mujer fuese respetable. Su bigamia lo desesperaba, trató de matar a Mantland para que la respetabilidad de su mujer no fuera jamás impugnada. Si le tiene lástima a Mantland, señor, debe también, lógicamente, tenerle lástima a Granby. Estaban en la misma situación.
Garlandt no contestó, y después de una pausa Macdonald siguió hablando:
—En la referente a la coordinación de las pruebas, deseo retroceder hasta determinado punto. Dije que me intrigaba no haber hallado entre los efectos pertenecientes a Suttler ningún dato que le sirviera de torniquete para el chantaje. Los datos estaban en lugar muy seguro y Suttler no necesitaba correr el riesgo de tener en su poder una copia. Esos datos se encontraban en los registros de «St. Mary the Less» y en los archivos de Somerset House. Pero Suttler, ex-Bagster, era la única persona viviente, exceptuando a los dos principales protagonistas, que estaba en condiciones de revelar la existencia de esos archivos. El que bendijo el matrimonio había muerto y también la mujer que sirvió de testigo de la boda clandestina. Sólo quedaba el sacristán.
—Admite usted que matar a ese individuo era la forma más cuerda de salir de una situación intolerable ¿verdad? —arguyó Garlandt.
—No…, como tampoco lo admite usted, señor —replicó Macdonald—. Matar es crear un asesino. Existe un antiquísimo mandamiento: No matarás. Tal mandamiento está por encima de cualquier interés humano. Si así no lo creyera, mi trabajo se me haría intolerable.
—Es una suerte pensar con esa sencillez —dijo Garlandt lentamente—. Ha llegado a la verdad. Suttler era, sin duda, un parásito que se cebaba en el amor y en el temor humanos, y fue asesinado con rapidez y limpieza, una muerte mejor de la que se merecía. Mantland, honesto y generoso, que trabajaba en el mejoramiento de las instituciones humanas, está muriéndose y su labor queda frustrada. Si hubiera vivido, le habrían ahorcado. Y se atreve usted a estar contento. ¿Le extraña que sienta amargura?
—¿Quiere decir que si yo hubiera dejado las cosas como estaban, obteniendo un veredicto de muerte accidental, habría sido mejor para todos? Olvida usted lo siguiente. Suttler abrió una vieja herida, no sólo en lo concerniente a Mantland, sino también en lo relativo a Granby. Si hubiera dejado las cosas como estaban, Mantland hubiera muerto de igual modo, y Granby no hubiera dejado de ir a la horca. La violencia no fue culpa mía. El germen está en esos viejos registros, en esa anotación cuidadosa redactada por la letra de Bagster. Mantland creyó en la información sobre la muerte de su primera esposa porque quiso creerla. Dolly Biggs corrió el riesgo de volver a casarse porque estaba segura de que Mantland nunca volvería a cruzarse en su camino. Suttler exploraba las debilidades humanas del uno y de la otra. Sabía que sus bien cuidados registros estaban intactos.
—Y la muerte puso punto final, ¿verdad? —dijo sonriendo Garlandt—. Me ha explicado muy bien su caso. Se lo agradezco, inspector…, y le respeto por su honestidad.
Cuando Garlandt dijo: «Y la muerte puso punto final», Macdonald tuvo la sensación de que el caso de la muerte de Suttler había terminado. Había terminado, por cierto, en varios libros: en el informe de Macdonald, en los archivos de Scotland Yard, en el diario confidencial de sir John Soane… y en la cuenta de ganancias y pérdidas de Mr. Barley Snipe. No obstante, como Macdonald poseía una mente ordenada que no toleraba los cabos sueltos, deseaba seguir ocupándose de ciertos detalles, aun cuando hubiera dado fin a su investigación (todo listo, como decía Reeves, con un mínimo de griterío). Entre esos detalles se contaba una visita en la enfermería a Mr. Barley Snipe, a quien Macdonald dijo unas cuantas verdades.
—Su conocimiento de la ley es tan enciclopédico que no necesito reforzarlo —dijo observando con desagrado la figura marchita y el rostro pastoso del vendado exhombre leyes—. Sabe que no puedo probar nada en contra de usted, ni utilizar sus antecedentes para entablarle juicio, porque ha sido suficientemente listo como para permanecer dentro de la letra de la ley. En esta última ocasión tuvo la suerte de escapar con la cabeza rota. Usted sabe, y yo sé que su propósito era el chantaje, pero no existen pruebas en contra de usted.
Mr. Snipe resopló.
—Le aseguro que sus suposiciones son equivocadas —dijo con voz gangosa.
—Oh, no; no me equivoco —replicó Macdonald—. Usted saldrá de aquí en libertad, sin ninguna denuncia en contra, pero le prometo lo siguiente: me ocuparé de hacer vigilar todas sus futuras transacciones. Si alguna vez espera hacer chantaje, o maltratar, o explotar la desgracia, tomaré las necesarias medidas para que le pongan donde merece estar. Ha ganado mucho con su sucio negocio. Pero se acabó. Le espera la cárcel si trata de ser listo otra vez. No lo olvide. Yo no le olvidaré.
Mr. Snipe gangueó débilmente y una lágrima se deslizó por su mejilla fláccida. Aún sufría de conmoción.
—Ustedes los policías persiguen a un pobre hombre…
—Como usted ha perseguido a otros —replicó Macdonald—. En adelante será usted el que pasará hambre y no las víctimas a quienes desangra.
Cuando regresaba de Scotland Yard de otra entrevista (con Granby) Macdonald oyó una voz conocida que lo llamaba: era sir John Soane.
El anciano estaba asomado a la ventanilla de su automóvil, y cuando Macdonald se acercó le dijo:
—Somos dos personas muy atareadas, inspector, pero tenemos que comer. Como no está ocupándose de ningún caso que me concierne, ¿quiere almorzar conmigo? Bien. Suba.
Hasta que sirvieron el café, sir John se abstuvo de hacer referencia alguna al caso de Suttler. Dijo entonces:
—Bueno, Macdonald, usted echó por tierra toda nuestra política. No estoy en espíritu de broma… vuelvo del entierro de Mantland… Pero hay algo irónico en el resultado de la sinceridad y rectitud de usted. Nos dejó en descubierto porque se negó a aceptar las pruebas demasiado evidentes.
—Yo no he echado por tierra su política, señor —dijo Macdonald, los ojos fijos en la mesa—. Era una siembra de hierbas, y no eran buenas hierbas, la que Mr. Mantland hizo un buen día cuando se casó con Dolly Biggs en una poco elegante iglesia de Bloombsbury. Mantland vio que la cizaña se multiplicaba y trató de segarla a su modo. La muerte, por último, le segó a él.
Soane guardaba silencio y Macdonald prosiguió pensativamente:
—Casi siempre el móvil es lo más significativo cuando un hombre como Mantland comete un crimen. En este caso, el móvil estribaba tanto en el temor al ridículo como en cualquier otra cosa. Mantland estaba en condiciones de soportar una acusación de bigamia, y de proseguir su camino, ignorando al mundo, porque amaba a su mujer, pero no se sentía capaz de afrontar la risa que hubiera causado su situación de marido de la gorda Dolly Granby. El ridículo hiere, y Mantland tenía dignidad, como la tiene su mujer. Tenía que impedir que fuera víctima de la risa de todo el mundo.
—Móvil, asesinato. Némesis…, la eterna risa —dijo sir John suavemente.
—No, señor —dijo Macdonald bruscamente, y luego calló.
No era asunto suyo discutir sobre ética con Soane. Volvió al principal tema de la conversación diciendo:
—Mantland confesó todo antes de morir. Sólo me resta admitir en qué parte me extravié. Me equivoqué al sospechar de Revian por considerarle capaz de comportarse con audacia.
—Sin embargo, tenía toda la razón —dijo Soane—. Prueba de ello es el ataque de Revian contra Snipe; se enfureció y atacó ciegamente.
—Revian se portó en forma muy decente aunque errada —replicó Macdonald—. Snipe le ofreció en venta las pruebas de la culpabilidad de Mantland, que había entresacado de los registros. Revian le atemorizó para sonsacarle los datos, y luego se le fue encima furioso… porque sentía sincero afecto por Mantland.
—Como lo sentía Mantland por él —dijo Soane—. Aspiraban al mismo puesto, Macdonald, pero se tenían mutuo afecto. Un par de hombres decentes… —añadió, y su voz era muy triste.
—Todos, cada uno de nosotros, somos una mezcla —dijo Macdonald—. ¿Recuerda a Wells?… Dice, palabra más, palabra menos: «Si a una persona se la enfurece o se la atemoriza, o se provocan sus celos, o se la emborracha lo suficiente, los ojos enrojecidos del hombre de las cavernas volverán a lanzar miradas feroces…». Consideremos a Garlandt, un espécimen tan civilizado como puede darse después de siglos de cultura. El temor por su raza, la ira ante sus sufrimientos convirtieron a Garlandt en algo semejante a Barley Snipe. Consideremos a Revian: el temor al dominio judío le hizo creer que Garlandt era un asesino. Consideremos a Mantland: el temor del ridículo y la furia contra un chantajista le impulsaron a cometer un crimen premeditado. Consideremos a Granby, un tipo decente en todo, menos en los modales; los celos y la ira le llevaron a arrojar a un hombre al Támesis en plena marea.
Sir John Soane sonrió.
—En su corazón hay un rinconcito de simpatía para Granby… a pesar de que le vio cometer un crimen.
—Me inspira lástima… como me la inspiraba Mantland. Era mi obligación encontrar al hombre que había asesinada a Suttler. Es inútil preguntarse por qué. Tenía que hacerlo; pero de haber podido probar que ni Mantland ni Granby habían participado en el asesinato de Suttler, hubiera dado al olvido los datos hallados en el registro.
Soane sonrió.
—Le creo. Cuando me rogó que interpusiera mi influencia para que le otorgaran más tiempo a fin de continuar su investigación, ¿no es cierto que sabía ya el contenido de esos registros, pero no quería presentarlo como prueba a menos que estuvieran relacionados con el asunto?
—Muy cierto, señor. No podía ni decírselo a usted sin hacerle cómplice… de mi ocultación de pruebas. No había necesidad de decírselo a Garlandt porque él ya lo sabía.
—Ah… ¿Y por eso trató de establecer una coartada para Mantland diciendo que hablaba por teléfono con él a la hora en que se cometió el crimen?
—Sí —replicó Macdonald—. La cosa ocurrió así: Según declaró Garlandt, éste llamó a casa de Mantland. El sirviente de Mantland contestó la llamada; por consiguiente existió la comunicación jurada por un telefonista. El sirviente conectó con el teléfono personal de Mantland y dejó el receptor descolgado unos minutos; Mantland había dicho que trabajaría en su gabinete y que no quería ser molestado, pero también había ordenado al sirviente que pasara a su teléfono cualquier llamada importante. El sirviente no habló con Mantland ni escuchó para verificar si contestaba. Le habían enseñado a no hacerlo. Conectó, y después de un rato prudencial colgó el receptor y desconectó. Era muy sencillo. Podría haber servido de defensa si le hubieran hecho un juicio a Mantland.
—¿Y usted esperó, confiado en que surgirían nuevas pruebas?
—Sé por experiencia que siempre surgen nuevas pruebas, señor. Mantland poseía la fuerza de voluntad de permanecer tranquilo; no así Revian, como tampoco Granby. Tuve la seguridad de que Granby haría algo en contra de Mantland, cuando las averiguaciones practicadas establecieron el origen de Mrs. Granby.
De nuevo, el anciano suspiró.
—La noche que empezó todo esto…, aquella noche en la recepción de lady Marsham, alguien me dijo confidencialmente: «¿No hubo alguna historia?». Garlandt en el balcón oyó estas palabras: «¿No hubo alguna historia?»… ¿Existe en este mundo algún hombre apto, de vitalidad y contextura normales, a quien no pueda aplicarse esta pregunta a quien no le caiga la suya?
—No sé, señor. Sólo sé que si un hombre persigue una alta posición, sea rey, par o plebeyo, debe de aceptar que su historia se haga pública. El hecho de que un hombre tema enfrentarse con su pasado es lo que acarrea todos los líos.
Soane no contestó en seguida. Su mente quedó sumida en sus propios pensamientos.
—«¿No hubo alguna historia?»… —repitió con suavidad—. Garlandt se convirtió en espía, y el diablo le atrapó en el juego. Es un hombre amargamente decepcionado. El punto débil de Revian era su desconfianza de los judíos…, trató de juzgar a una raza antiquísima. Revian ha echado el cerrojo. No irá más lejos porque todos preguntarán: «¿No hubo alguna historia?»… Suttler ha muerto, Mantland hamuerto. Granby está en la cárcel. ¿Lo que ustedes llaman una redada, Macdonald?
—No. Lo que yo llamo volver la página —dijo éste—. Comenzaré una nueva investigación en una hoja nueva, pero sé que la vieja crónica quedará. Lo hecho, hecho está. Sé que jamás podré borrarlo.
—Cada cual a su crónica personal —sonrió Soane, y Macdonald movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí, señor… hasta que la muerte ponga punto final a nuestra crónica.