16

Cuando Macdonald se enteró del lamentable incidente que había tenido Revian cerca de Euston Road se dijo para sí: «Parece que todos tratan de ayudar a Jones. Esto añadirá un noventa por ciento en su favor».

Macdonald no fue a ver a Revian. El inspector en jefe creía conocer con seguridad la naturaleza del «asunto personal» que Revian se negaba a revelar. En cuanto a ponerle en libertad bajo fianza, las autoridades, menos altaneras ahora, consultaron la opinión de Macdonald.

—Otórguensela sin vacilar —dijo éste—. A la larga, el resultado será el mismo.

—¿Significa el cadalso, Jock? —preguntó uno de los colegas de Macdonald, pero no consiguió que el escocés revelara su pensamiento.

—Significa lo que digo —replicó éste—. Revian pierde su sangre fría, y el propietario del «Cerdo Moteado» bebe hasta la idiotez, lo cual no es muy habitual en un tabernero. Desde el más humilde hasta el más encumbrado todos somos humanos. Váyase. Estoy ocupado.

—Es hora de que nos sirva el pastel, Jock. El coronel se está poniendo serio.

—Se pondrá más serio antes que terminemos con este asunto. No puedo servir el pastel hasta que esté cocinado, muchacho. De todos modos, será difícil de digerir.

Macdonald consiguió salir de Scotland Yard para proseguir sus investigaciones sin ser interrogado por el subcomisario. El inspector en jefe advertía lo irónico de la situación. Le acusaban de tener una idea fija, y le decían que su tendencia a hilar demasiado delgado le impedía descubrir el verdadero sentido de las pruebas evidentes. Había pedido que le concedieran más tiempo para completar su investigación, y ahora se presentaban inopinadamente nuevas pruebas. No era posible argüir que el ataque de Barry Revian contra Snipe constituía un episodio al margen del caso en cuestión. Ruffon había repetido la palabra «chantajista» pronunciada por Revian, y ningún hombre de sus características acepta una cita en un hotelucho como el de Ruffon si no tiene algo que ocultar. Macdonald sentía lástima por el coronel Wragley: tan firme había sido la fe que éste tenía en Revian.

«Podría enviar a Wragley un ejemplar de “Lealtades”, de Galsworthy —reflexionaba Macdonald—, pero no comprendería la broma».

La verdad era que el subcomisario no deseaba discutir con Macdonald; mejor era dejar que el inspector en jefe siguiera adelante y comprobara las teorías, fuesen cuales fuesen, que había desarrollado en su porfiada cabeza. La cosa era ya bastante desagradable de por sí para encima tener que hablar de ella.

Macdonald pasó la primera parte del día investigando la vida y las recientes actividades de Mr. Barley Snipe. El individuo se hallaba en la enfermería en estado comatoso, pero su restablecimiento se daba por seguro. Durante esta pausa producida en la investigación, Macdonald se ocupó de reunir informaciones que sirvieran para tratar cualquier actividad futura que pudiera planear Mr. Snipe. Macdonald no tenía reparos en recolectar honestamente basuras con vistas al bienestar común. Fuera cual fuese el desenlace del caso, había puesto fin a las actividades de los infectos chantajistas: Suttler y Snipe.

A la noche siguiente del imprudente ataque de Barry Revian, Macdonald pudo proseguir la tarea que cumplía tan pacientemente: la investigación relativa a Giles Granby. Reeves seguía vigilando «El Cerdo Moteado». Había comunicado a Macdonald la decadencia del comportamiento de Granby desde la primera vez que le había visto. Granby bebía copiosamente y se hallaba ahora en ese estado de excitación malhumorada que vuelve peligrosos a los hombres de ese tipo. Reeves y Braid, detectives colegas, vigilaban hábilmente al furioso tabernero.

—Está maduro para matar a alguien. No tardará en desatarse —dijo Reeves—. Lo único que podemos hacer es vigilarle y tratar de estar cerca para impedir que haga una barbaridad, cuando pierda del todo los estribos. Parece un toro embravecido, y alguien va a pasar un mal rato cuando el tipo agache la cabeza y se disponga a atacar.

Macdonald aguardaba discretamente cerca del «Cerdo Moteado». Era un juego de paciencia. No había posibilidad de aguijonear el cerebro saturado de bebida de Granby. Había que dejarlo activarse por sí solo, pero Macdonald estaba seguro de que no esperaría mucho. Una mirada al rostro sudoroso y a los ojos enrojecidos del expúgil demostraba que estaba llegando al final del estado de excitación huraña. Pronto se desencadenaría al igual que un toro, como había dicho Reeves.

A las nueve y media, Granby se retiró de la taberna y salió de la casa por la puerta trasera. Caminaba con perfecto equilibrio, aunque había bebido lo bastante como para adormecer a una docena de hombres. Se encaminó hacia el este, en dirección a Albany Street, y Macdonald le siguió a una prudente distancia, mientras Reeves iba detrás. Braid, en un automóvil pequeño, se mantenía al alcance del trío.

Granby llegó a Albany Street. Allí, con ansiedad de Macdonald, entró en un bar y se fortificó con otro whisky doble. No habló con nadie después de hacer su pedido, y de un solo trago ingirió la bebida con el rostro endurecido y ceñudo y los fuertes puños impacientes, tanto que los demás consumidores se apartaban de él. Granby tenía un aspecto tan poco seguro como el de un perro rabioso.

Saliendo de allí, continuó su marcha, andando con rapidez y firmeza asombrosas. Cruzando por Euston Road y bajando por Great Portland Street, atravesó Oxford Street por la parada de autobús situada frente a Peter Robinson, con tal imprudencia que arrancó una maldición a uno de los conductores.

Bajó por Regent Street, con la cabeza gacha, tenaz, sin mirar ni a la derecha ni a izquierda, y cruzó Picadilly Circus tan ciegamente que casi terminó con la carrera de Macdonald y con la propia. El inspector en jefe no quería perderle de vista y Granby se lanzó a través del tránsito como si no deseara nada mejor que morir debajo de las ruedas de un autobús. Macdonald tuvo que saltar al estribo de un taxi para salvarse de ser aplastado, y luego se adelantó tranquilamente frente a un Rolls Royce que había acelerado al cambiar las luces del tránsito. «Lo bueno, tratándose de un Rolls Royce, es que se puede contar con sus frenos», pensó Macdonald mientras el largo vehículo, en el espacio que abarca su propia longitud, se detenía en seco entre los violentos improperios del chófer. Bajando por el Haymarket, y luego a lo largo del lado sur de Trafalgar Square, Granby seguía su camino. Reeves se había perdido de vista, y en cuanto a Braid en su auto, probablemente luchaba todavía por cruzar Picadilly Circus; pero Macdonald avanzaba murmurando: «Esto sí que es diversión», mientras se lanzaba entre los vehículos del Strand en el cruce de Whitehall. Un Dios aparte parecía velar por Granby, porque llegó sin tropiezos a Whitehall, después de haber corrido los más absurdos riesgos en el torbellino de la circulación. En cuanto a adivinar dónde dirigía sus pasos, Macdonald se había dado por vencido. Su lema parecía ser «hacia el sur», porque iba por Whitehall a paso acelerado. Llegado a Parliament Square, Granby tomó por Bridge Street, cruzó la ancha calzada y aminoró el ritmo de su marcha al cruzar el Puente de Westminster.

Se detuvo un rato, reclinado sobre el parapeto y mirando fijamente las luces del Puente de Lambeth. La noche era clara; la luna en cuarto creciente se hallaba baja en el oeste, y el bloque del Parlamento se delineaba negro sobre un ciclo estrellado. El río en plena crecida se arremolinaba debajo, rompiendo contra los muelles y las terrazas terraplenadas. La gran esfera amarilla del «Big Ben» miraba hacia abajo como una luna de imitación sobre el río salpicado por lentejuelas de luces, y el aire se conmovió al sonar en el reloj las notas que daban la media hora. A pesar de serle familiar, era un panorama que siempre causaba a Macdonald el mismo deleite, y mientras estaba detenido allí, su mente advirtió el contraste que había entre la serena belleza del río y el asunto que se traía entre manos.

Lentamente Granby volvió la espalda al río y fue por el lado más próximo a Lambeth, bajó los escalones hacia la terraza situada entre el Hospital de Santo Tomás y el río. Allí, bajo las esferas de luz de los faroles, se hallaban acurrucados en los bancos unos cuantos míseros vagabundos que pronto serían echados por el agente de servicio. De vez en cuando pasaba una lenta pareja de enamorados, ensimismada en sus asuntos, y desde el río llegaba el rítmico latido del motor de una lancha: la policía fluvial que patrullaba la zona de Lambeth. Granby se inclinó sobre el parapeto y miró las aguas oscuras en tal forma que Macdonald deseó poder avisar a la lancha de la policía. ¿Acabaría la caza con el suicidio del tabernero ebrio? En uno de los destellos de lucidez que iluminaban su mente en momentos de tensión, Macdonald encaró esa probabilidad y todo su significado. En nombre de la humanidad y del buen sentido, ¿no era acaso la mejor solución? Se preguntó si no sería mejor no intervenir…, si no sería mejor que se hundiera ese bruto borracho. Pero sabía que no procedería así; no renegaría de toda la filosofía que justificaba su trabajo.

Sin embargo, Granby no intentó trepar sobre el parapeto. Le volvió finalmente la espalda y encendió un cigarrillo con manos trémulas. Macdonald, con una vieja gorra mugrienta encasquetada hasta los ojos, estaba acurrucado en un banco próximo. Un agente se acercó y en pocas palabras le indicó que circulara. Cuando se levantó, dando unos pasos vacilantes, Macdonald vio a otra figura más pequeña cerca de él. No era fácil perder al detective Reeves; ese tenaz sabueso de la ley conseguía siempre, de alguna manera, seguir detrás sin perder la pista.

Cuando el «Big Ben» dio las menos cuarto, Granby siguió andando en dirección al Puente de Lambeth. De pronto, Macdonald vio a otro hombre que fumaba de pie, tranquilamente, debajo de un farol. Macdonald se mantuvo rezagado, agachando los hombros e inclinando la cabeza, pero con todos los músculos tensos y el pulso acelerado por la expectativa. Entonces había ocurrido lo que sabía que había de ocurrir. Con el oído alerta para captar cualquier palabra, permaneció entre las sombras aguzando su vigilancia.

Granby habló con voz completamente tranquila.

—Así que ha venido usted. No hay más que una solución. Lo siento, pero es así.

Con una celeridad y destreza que Macdonald jamás le hubiese atribuido considerando su estado, el expúgil se agachó, rodeó con los brazos las rodillas del hombre y lo izó por encima del parapeto con el gesto de un carbonero que arroja una bolsa de carbón.

La sensación siguiente de Macdonald fue el frío del agua cuando, al zambullirse, se vio atrapado en el espantoso remolino de la marea cambiante del Támesis. Sabía que se había quitado la chaqueta, que había oído la estridencia de un silbato de la policía, pero la impresión dominante era el monstruoso poder del río prisionero entre los muelles, cuando la fuerza del agua desde Costwalds a Westminster se vuelve contra la marea que lo hizo subir. Más que agua era un gigantesco poder que le azotaba, le hundía y le proyectaba hacia un lado, mientras él luchaba por mantener la cabeza en la superficie, buscando al hombre que, hundiéndose de cabeza, le había precedido.

Macdonald había visto muchas veces el Támesis, en plena crecida, pasar arremolinado bajo sus ventanas; había visto la violencia de su corriente empujar a lanchones poderosos y bien cargados como si fueran corchos, pero hasta entonces ignoraba su fuerza. Sabía que más de un vigoroso nadador se había dado por vencido, y con terquedad escocesa maldecía al río mientras trataba de conservar erguida la cabeza. «No me vencerás, río londinense, no me vencerás».

Pasado el primer momento, después de medir sus fuerzas con la corriente, Macdonald tuvo la certeza de que no se ahogaría; su mente volvió a aclararse y advirtió que sólo habían transcurrido pocos segundos entre su zambullida y la del otro hombre. Estaba cerca, sin duda, debatiéndose entre las aguas turbulentas. Vio algo que se movía en la superficie, lo asió y lo soltó lanzando una imprecación: era un perro muerto. Luego tendió de nuevo el brazo y pescó una chaqueta de hombre; la pescó y se aferró a ella. Oyó que el otro, boqueando, gritaba:

—¡Maldición! ¡Suélteme!

Macdonald no obedeció, e inmediatamente los brazos del otro le rodearon con el abrazo de un oso y ambos se hundieron. El inspector era un nadador entrenado. Contuvo la respiración y esperó; sentía que el otro perdería fuerzas primero y consiguió soltarse de sus brazos antes que la falta de aire le atontara. Salieron nuevamente a flote y en el momento en que sus cabezas emergían sobre la superficie Macdonald dirigió un puñetazo al hombre que trataba de salvar, un puñetazo tal que lo privó de todo movimiento, y el salvador pudo asirle de la cabeza con todas las reglas del arte.

Mientras esto ocurría, la corriente principal los había arrastrado, haciéndoles girar en los remolinos e impulsándoles hacia el puente de Westminster.

Forcejeando con el cuerpo inerte, Macdonald alcanzó a comprender que se precipitaban hacia los remolinos formados alrededor de los pilares del puente; en este instante el rayo de luz de un reflector le deslumbró y oyó el motor de la lancha de la policía que se hallaba aguas arriba. No desperdició energías gritando. Sabía que la policía fluvial acabaría por verle, y empeñó todo su vigor en salvarse de la vorágine. Como corchos en una caldera hirviente, los dos hombres eran lanzados hacia uno y otro lados; una cuerda arrojada con habilidad cayó al alcance de la mano libre del escocés, y éste se aferró a ella, mientras la lancha se acercaba, hasta que le tomaron la carga y la izaron por la borda. Macdonald sintió que manos vigorosas le asían por debajo de los brazos y le levantaban en vilo, librándole de la atracción de las aguas, y se halló acostado en medio de confusas tinieblas, con el pecho jadeante, viendo estrellas que cruzaban ante sus ojos, helado, olvidado de todo menos de la realidad de poder respirar y de la certeza de que el río londinense no le había vencido. Le acercaron a los labios un frasco, y tosió atragantado cuando el fuerte licor le quemó la garganta.

—Otro trago —instó una voz—. Se acordará siempre de lo que puede la marea por este lado. He visto hundirse a hombres más fuertes que usted.

—No serían escoceses —dijo Macdonald entrecortada y tontamente, y oyó risas amistosas junto a él, mientras la lancha atracaba contra el malecón de Westminster.

—Bueno; se lo concedo…, si es que trata de convertir el asunto de una cuestión regional, a pesar de estar medio ahogado.

—No estoy medio ahogado —refunfuñó Macdonald—. Estoy muerto de frío… ¿Por qué no sacan los perros muertos del río?

En el primer momento se sentía agresivo y discutidor y no en el estado de espíritu de un hombre que ha triunfado frente a la marea, pero cuando le ayudaron a subir al embarcadero otro pensamiento le cruzó la mente. Miró el pálido rostro del hombre del río y oyó que el oficial encargado de la lancha decía:

—Tranquilícese. Está vivo.

—¿Sí? Pobre diablo —dijo Macdonald—. ¿Para qué lo habré hecho?

—No se preocupe. Ya lo sabrá usted cuando esté seco y abrigado.

Macdonald se sentía mareado todavía y expresaba en voz alta ideas que en circunstancias normales no hubiera revelado.

—Es como si me dijera que llegaré a saber el eterno porqué de muchas cosas misteriosas —replicó.

Le pusieron una chaqueta y la voz de Reeves dijo:

—Tengo al viejo Granby, jefe. Ahora está bastante tranquilo.

La policía fluvial hacía una tarea que conocía bien; hacer que un semiahogado expulsara el agua de los pulmones.

Macdonald los dejó hacer, era su trabajo; él había cumplido con el suyo.

—Iré a cambiarme de ropa, Reeves. Esa agua es tan fría como la limosna.

Uno de los policías que estaba ocupado palmeando el cuerpo inconsciente del hombre que acababan de salvar se echó a reír. Tenía algo bueno que contar: un inspector en jefe escocés que se entregaba a su característica manía regional de filosofar cuando apenas hacía un minuto que le habían sacado de una tumba acuática.

—Es un tipo fuerte este Macdonald —dijo uno de los expertos en respiración artificial, y su compañero rió.

—No cabe duda de que es un excelente nadador. Suerte que es soltero. Con su manía de filosofar acabaría con la paciencia de cualquier mujer. Uno, dos, uno, dos…, hay que seguir insistiendo, compañero, uno, dos, uno, dos…

En el muelle de Westminster, enfrente mismo de New Scotland Yard, representantes de la policía sudaban y jadeaban, tratando de hacer revivir al hombre que había asesinado a Joseph Suttler, en una época Samuel Bagster, exsacristán y escribiente de «St. Mary the Less».