La ley inglesa es mundialmente famosa por su imparcialidad. En Oriente, donde el soborno y la corrupción son inherentes a la mayoría de los litigantes, se reconoce que es imposible comprar a un juez británico, y de la misma reputación de integridad gozan los jurisconsultos de Inglaterra. Si un profesional hiere los principios de las dos grandes profesiones —leyes y medicina—, se le priva de ejercerlas. Pero como la naturaleza humana está constituida por una mezcla de maldad y bondad, siempre existen algunos profesionales, excluidos de la práctica, que husmean como perros parias en las inmediaciones de la manada legal, buscando los desperdicios desdeñados por ella. De esa calaña era Barley Snipe, exabogado borrado de los registros por carecer de ética profesional. Snipe se ganaba la vida explotando la desgracia ajena. Rondaba por los hospitales en busca de pacientes dados de alta, tratando de alentar a los heridos o enfermos a que presentaran dudosas demandas por daños y perjuicios; y mediante ese mezquino chantaje Snipe cobraba porcentajes a los colegas que habían conseguido permanecer dentro de la ley. Explotaba juicios por calumnia, investigaba suicidios. Dondequiera hubiese un indicio de ganancias sucias se podía ver a Barley Snipe olfateando y escarbando para desenterrar miserias secretas.
Snipe había asistido al juicio indagatorio de Joseph Suttler al enterarse de que había muerto atropellado por el auto de Barry Revian. Éste era rico. La reacción de Mr. Snipe ante el hecho fue:
«¿Habrá en esto algo para mí?».
La mañana del juicio, Snipe rondaba por los alrededores de la Harringston Building Society. Entró en la oficina y averiguó datos sobre préstamos. Finalmente, dirigiéndose a Belling, jefe de los empleados, comentó:
—Muy desagradable el asunto del accidente ocurrido al gerente que ustedes tenían. Me interesan las estadísticas de accidentes. Fue un caso poco común.
—Muy raro —aceptó Belling—. A mi entender el hombre que robó el auto perdió la cabeza. Ningún ladrón desea chocar. Sería una insensatez.
—Veo que usted tiene agudeza, sesos, para darse cuenta —dijo Mr. Snipe—. Es agradable conocer a una persona que sabe usar la cabeza.
—En realidad el caso es tan claro que la deducción no es difícil, ¿no le parece? —replicó Belling modestamente.
—Siempre que se cuente con la capacidad de dilucidar las cosas —dijo Snipe—. Me gusta conversar con un joven despierto como usted, y ese accidente me ha interesado mucho; ahora no tengo tiempo. Pero si quiere cenar conmigo esta noche me dará un gran placer. Acostumbro ir al «Gevani». Si acepta y se encuentra conmigo allí esta tarde a las siete y media, le prometo que la comida será buena.
—Con el mayor gusto —dijo Belling, y Mr. Snipe sonrió.
—Perfectamente. Aquí tiene mi tarjeta. Le esperaré. Buenos días.
—Esto sí que es curioso —dijo Belling; y White, que había escuchado la conversación con envidioso interés, observó:
—No vaya, Fred. Le apuesto lo que quiera a que ese tipo no anda detrás de nada bueno. Nunca confié en viejos que se presentan llenos de generosidad.
Belling rió; y su risa denotaba una satisfacción descarada.
—¡Uh, que viene el lobo! ¿Qué teme? ¿Tratante de blancas? Nada de eso. ¿Ha ido alguna vez al «Gevani»? Una comida que es un poema. Si el viejo curioso en tan idiota como para pagarme una cena en el «Gevani»… allá él. Le aseguro que malgasta su dinero si cree que sacará algo de este servidor. No conseguirá nada de mí.
Belling fue al «Gevani» con pocas esperanzas de que la invitación continuara en pie. Era mucho esperar una cena de sopetón basada en la conversación de la mañana, pero Snipe estaba allí y Belling se encontró sentado ante una mesa bien situada mientras olía el apetitoso aroma de la buena comida y se le hacía la boca agua.
Belling se había propuesto ser muy cauto y no comprometerse, pero no era un adversario de la talla de Snipe. Éste preparó al empleado con una hábil mezcla de bebidas que surtieron el efecto deseado. Sin llegar a emborracharse del todo, Belling se tornó locuaz y confidencial, y Mr. Barley Snipe escuchó muchas cosas interesantes que coordinó, para utilidad futura, en su vasta memoria.
Naturalmente, la oficina había comprendido cuál era la posición de Jones en el asunto. Belling, en su calidad de empleado superior, había tenido que contestar las preguntas de los contables, y era suficientemente listo para entender lo que esas preguntas significaban y a quién comprometían. Articulando con cierta dificultad las palabras, contó a Mr. Snipe su teoría personal sobre el caso, empezando con la compra del viejo automóvil efectuada por Jones, su pasión por el automovilismo y la probabilidad de sus actos sucesivos. La expresión melancólica de Macdonald se hubiera visto plenamente justificada, de haber oído al compañero de trabajo de Jones «puede decirse que en tren de enviarlo al cadalso» con sólo la décima parte de las pruebas que estaban en manos del fiscal.
Snipe escuchó el relato con paciencia ejemplar: Jones parecía muy poca cosa, y era probable que él, Snipe, hubiera malgastado un par de billetes de una libra pagando una cena que hasta ese momento sólo prometía resultados muy triviales; pero Snipe tenía paciencia. Interrogó a Belling sobre los acontecimientos ocurridos en la oficina durante las últimas semanas; sobre los visitantes de Suttler y asociados comerciales; sobre sus costumbres al llegar a la oficina y al marcharse de ella, y sacó finalmente la conclusión de que quizá su tiempo y dinero no habían sido tan completamente despilfarrados.
—Por supuesto —charlaba Belling, entre hipos, mientras bebía el fuerte «chartreuse» verde que le abrasaba la desacostumbrada garganta—, todo se reduce a adivinar. Tal vez me equivoque por completo; pero analizando el pro y el contra, si uno tiene sesos, bueno, dos y dos son cuatro. En cierto modo, Jones me inspira lástima, pero lo que yo digo es que en cuanto uno empieza a robar está perdido. En realidad, no vale la pena, porque infaliblemente el juego se descubre; además, el viejo Suttler no era tonto. Cuando oí que le decía a Jones que le llevara las cuentas de caja: «Fred, me dije, alguien ha andado en malos pasos, y los va a pagar y gracias a Dios que no se trata de ti». Parece fácil al ver todo el dinero que entra cada día, pero indefectiblemente lo pescan a uno; ¿de qué sirve entonces?
—Así es —aprobó Snipe, que tenía su experiencia personal en la materia—. Así es. Bueno, he pasado una noche muy agradable, Mr. Belling. No le retendré más tiempo. No dudo que un joven sensato como usted estará de acuerdo con el viejo refrán que dice: «Al que madruga Dios le ayuda». Hay que acostarse temprano.
—Naturalmente —dijo Belling—. Aunque a veces no me disgusta un paseíto por el centro antes de acostarme. Hasta pronto, y gracias por la cena.
Snipe regresó a su casa muy pensativo. Anotó sus gastos en una página de su libro personal de cuentas, esperando que la transacción arrojaría un margen de ganancia antes de cerrar la página.
«Carnada para la pesca —se dijo con una risita, mientras se acostaba—. Carnada para la pesca».
A la mañana siguiente Mr. Snipe se vistió con esmero poniéndose su acostumbrada ropa de ave negra. Lucía un cuello blando y blanco y una corbata del mismo color que le daban la apariencia de un pastor anticuado o un ministro evangélico. Completaban su traje un buen sombrero negro que destacaba su cabeza canosa de aspecto respetable, un paraguas bien enrollado y una pequeña cartera de cuero Así equipado se dirigió de Pimlico a Bloombsbury, entró en la vieja iglesia de «St. Mary the Less» y se arrodilló un rato en el último banco. Mr. Snipe poseía un fino sentido del detalle. Luego se levantó y se acercó a hablar con el sacristán que barría los escalones del presbiterio. En voz apropiadamente baja Mr. Snipe dijo que quería revisar el registro de la parroquia porque buscaba el certificado matrimonial de un joven llamado James Brown que había muerto durante la guerra y cuyo hijo había sido bautizado en esa iglesia. Mr. Snipe se mostró muy cortés aunque su tono era autoritario, y pidió disculpas al sacristán por molestarle e interrumpirle en su trabajo.
—No es molestia, señor —se apresuró a decir éste al advertir la mano blanca y bien cuidada que Mr. Snipe deslizaba sugestivamente en el bolsillo—. Vienen aquí muchas personas a tomar datos, aunque la mayoría busca los registros antiguos. Sígame, señor. Le diré cuál es la tarifa.
Mr. Snipe le siguió gravemente a la espaciosa sacristía, diciendo mientras caminaban:
—Tal vez es usted demasiado joven para recordar a mi viejo amigo al reverendo Septimus Venables. Un verdadero caballero de la vieja escuela.
—Le recuerdo muy bien, señor, aunque yo era sólo un chicuelo cuando él pasó a mejor vida. Me bautizó a mí y a todos mis hermanos. Era un buen hombre Mr. Venables.
—Ya lo creo —afirmó Mr. Snipe—. ¡Dios mío! Hace muchos años que no vengo a esta sacristía. La última vez debe de haber sido durante la guerra. Me parece recordar a su predecesor…, un hombre muy competente. Recuerdo que era escribiente y sacristán al mismo tiempo. Bagster… ¿se llamaba así, verdad?
—Bagster, señor. Samuel Bagster. ¿No sabe entonces lo que le pasó?
—No. ¿Qué?
—Resultó un bandido de la peor especie —dijo el sacristán cruzando los brazos y disponiéndose a una charla sostenida—. Era un pillo. Robaba a diestra y siniestra. Sacó dineros de las bolsas de colecta y de las alcancías de ofrendas; robó los alquileres de los bancos, todo lo que pudo. La cosa salió a relucir en el juicio. Siempre digo que Bagster acabó con el pobre viejo rector. Mr. Venables que usted acaba de nombrar. Le partió el corazón. Tenía a Bagster en gran concepto. Fue algo horrible, señor. Mordió la mano que le daba de comer.
—¡Qué cosa, qué cosa, qué cosa! —gimió Mr. Snipe en horrorizado «diminuendo»—. Lo que me cuenta me aflige enormemente. Pasé un tiempo en el extranjero durante la guerra y después. No sabía nada de este terrible asunto. ¿Cuándo ocurrió?
—En 1917, señor. Naturalmente, se hizo lo posible para que no apareciera en los diarios; además, debido a la importancia de las noticias de guerra, no le dieron mucho espacio. Fue una de esas cosas tremendas que suelen pasar. Bagster estuvo preso, por supuesto, aunque el rector si hubiera podido lo habría hecho perdonar, pero teníamos a un síndico llamado Foot, hombre sumamente estricto. «No, rector, no es posible, dijo, ese hombre ha traicionado la confianza depositada en él y debe ser castigado; si lo deja impune, premia usted el crimen». Recuerdo a mi padre cuando nos contaba lo ocurrido.
—Un caso muy triste —suspiró Mr. Snipe—. Tengo muy presente al hombre. Creo que era casado.
—Nunca lo supimos —repuso el sacristán—, pero tratándose de un pillo como ése todo puede ser. Recuerdo que, según el rector, Bagster no tenía disculpa. Nadie dependía de él, sólo tenía que pensar en sí mismo, y el rector movió cielo y tierra para que no tuviera que alistarse en el ejército, con su corazón débil y demás. ¡Corazón débil! ¡Me parece que su corazón era negro!
—Por cierto, por cierto; debe de ser así —asintió Mr. Snipe con tristeza—, pero no hay que olvidar el precepto: «No juzguéis y no seréis juzgado». Un caso lamentable. Es curioso cómo lo traiciona a uno la memoria. Recuerdo bien a Bagster. Yo tenía la impresión de que era casado. Sin embargo… lo distraigo a usted de su trabajo y yo también debo proceder a mi investigación. «Tempus fugit, tempus fugit», como dicen los clásicos.
—Bien, ¿de qué año son los registros que busca? —inquirió el sacristán, y Mr. Snipe se frotó las manos.
—La dificultad reside en que ignoro la fecha exacta —dijo—. Propongo, si es posible, revisar los volúmenes que abarcan los años 1912-1918.
—Perfectamente, señor, se los facilitaré encantado, pero la tarea va a ser larga. ¿Quiere que busque yo?
—No, no, muchas gracias. Tengo, por desgracia, tiempo de sobra, y se trata de una afectuosa tarea en memoria del pobre Brown.
—Le prevengo, señor, que le tocará revisar los registros anotados por Bagster, y justo es reconocer que tenía una letra magnífica. Parece un grabado. Hoy nadie tiene una letra igual. Bueno, aquí están, señor. Si puedo ayudarlo en algo, llámeme.
Mr. Snipe pasó una mañana atareado examinando los cuidados volúmenes que Bagster, en su calidad de escribiente, había llenado con su admirable letra. A la una y media comió rápidamente en el «Gevani» (comida que anotó bajo el epígrafe de «gastos»), dedicó la tarde a un caso de otra índole, pero a las ocho y media de la noche (bajo un aspecto muy distinto al del individuo que con tanta diligencia había revisado los registros de «St. Mary the Less») entró en el salón-bar de la «Tyburn Tavern», situada en las cercanías de Marylebone High Street, y esperó la oportunidad de encauzar la conversación que allí se desarrollaba hacia el accidente acaecido en la vecindad. Le sorprendieron las proporciones de la discusión desatada por el asunto. El nombre de Barry Revian fue mencionado casi en seguida, y un ardiente socialista opinó que esa muerte llevaría a Revian a la horca. La intensidad de los rumores hizo que Mr. Snipe regresara muy contento a su casa. «El caso tiene sustancia. Indudablemente, tiene sustancia», se repetía mientras redactaba el borrador de una carta que le daba mucho trabajo. Era casi medianoche cuando fue a la oficina de correos del barrio con una carta dirigida a «Barry Revian, Esq. D. S. O., M. C. Privada y personal».
Cuando Revian leyó la misiva de Snipe, su primer impulso fue arrojarla al fuego, el segundo entregarla a la policía. Después de media hora de reflexión desechó ambas alternativas y continuó meditando intensamente. Los días transcurridos desde la muerte de Suttler habían sido de mucha preocupación para Revian. Por más que procuraba apartar de su mente el sórdido asunto, éste volvía sin cesar a atormentarle, poniendo en sus horas del día y de la noche un fondo de repugnancia. Sabía que sus amigos y enemigos discutían acaloradamente los posibles resultados. No dudaba de que la habilidad de Garlandt sabría presentar el asunto bajo el aspecto peor para su reputación, y detrás del cúmulo de sus inquietos pensamientos estaba la certeza de que no podía probar lo que hacía en el momento de la muerte de Suttler. El asunto había adquirido proporciones de pesadilla y no veía la forma de verse libre de la imputación que sin lugar a dudas le hacían. Trataba de refugiarse en el análisis de los acontecimientos efectuado por Macdonald, pero el recuerdo de ese rostro fino y alargado le proporcionaba escaso consuelo. A juicio de Revian, no existía una mente más clara y firme que la de Macdonald. Revian no había conservado la menor impresión del sentido humano que se ocultaba en el alma del inspector en jefe. Pensaba en él solamente como en un sabueso de la ley, imperturbablemente decidido a probar la culpabilidad del reo en caso de homicidio. Añadía peso a su malestar el hecho de que Revian estuviera enterado (por Mantland) del desastroso intento de ayuda de Charles Raymond.
En su carta, Mr. Snipe indicaba que tenía en su poder cierta información personal que proporcionaba la solución completa del asunto. Admitía que su deber de ciudadano escrupuloso era entregar tales datos a la policía, pero que por consideración a Mr. Revian deseaba presentarle esos datos primeramente a él. Si Mr. Revian ponía en manos de la policía el contenido de la carta, era probable que después lo lamentara mucho porque otras personas, cuyo honor sufriría, estaban comprometidas en el asunto. «Sería para mí muy lamentable que Miss Althea Melberey se viera afligida ante la forzosa revelación de ciertos datos», terminaba diciendo Mr. Snipe, que no en balde leía las notas sociales de los diarios.
«¡Pillo inmundo!», gruñó Revian para sí. Estaba casi seguro de que esa carta constituía un chantaje, y finalmente la mención del nombre de Althea lo decidió a investigar personalmente los datos que podía proporcionar ese individuo.
En el transcurso del día, después de recibir el documento altamente literario de Mr. Snipe, el ánimo de Revian siguió de mal en peor. Había llegado a sus manos una misiva anónima, muy difamatoria, en la que se le acusaba grosera y crudamente de haber asesinado a Suttler. Revian fue a ver a Snipe en un estado de espíritu poco menos que sanguinario. Deseaba desahogar su ira contra alguien y Snipe parecía proporcionarle una oportunidad magnífica.
A pesar de su enojo, Revian no perdía el dominio de sí. No empleaba la fanfarronería, ni gritaba. Cuando se encontró con Snipe en un saloncito privado de un hotel cerca de Euston Road, los modales de Revian eran suaves, casi dulces. Su sonrisa ocultaba tan bien la ira y la repugnancia que ni el mismo Snipe alcanzaba a advertirlas. Tranquilamente, pero con demasiada despreocupación, Revian dijo que desearía enterarse de las informaciones que Mr. Snipe podía ofrecer.
El establecimiento donde este último había reservado un saloncito para la entrevista no tenía muy buena reputación. Muchas cosas sórdidas y bajas ocurrían detrás de los pesados cortinajes de esas ventanas, y el propietario no se forjaba ilusiones sobre las transacciones de sus clientes. Como no conocía a Barley Snipe, Ruffon el hotelero tenía curiosidad de saber qué lo llevaba allí. La aparición de un hombre como Barry Revian estimuló aún más la curiosidad de Ruffon.
Cuando se cerró la puerta detrás de los dos hombres, el hotelero se puso a rondar, escuchando. Aunque aguzaba el oído no captaba ni una palabra de lo que se decía dentro, y su nariz se contraía de impaciencia al no oír más que un murmullo de voces discretas.
Sólo media hora después de la iniciación del diálogo Ruffon oyó las primeras palabras que pudo entender de la conversación.
—¡Ni loco aceptaría tal cosa, chantajista inmundo!
Esta vez la nariz de Ruffon se contrajo nerviosamente. Parecía un altercado, y de los serios. No deseaba líos en su casa. El murmullo de la respuesta de Snipe apenas se oyó; pero Revian gritó imprudentemente:
—¡Le romperé los huesos, canalla! ¡Usted lo ha buscado y lo va a pagar!
Ruffon conocía el tono de voz de un hombre enloquecido por la ira: había tenido anteriormente más de una ocasión de oírlo, y esta vez nada bueno prometía. Corrió a su oficina a buscar las llaves, porque, naturalmente, habían echado la llave a la puerta. Si no intervenía se cometería un crimen, y un crimen no le haría ningún bien al hotel de Ruffon. Volvió y se encontró al recadero, un muchacho con el rostro lleno de granos, parado con la boca abierta junto a la puerta del cuarto de donde procedía una serie de ruidos deplorables: una voz chillona que pedía socorro, luego la caída de una silla, el golpe de algo pesado contra el suelo… y silencio. Ruffon gritó al asombrado recadero:
—¡Vaya a llamar a la policía, idiota! No es posible que esto suceda en mi casa.
Abriendo la puerta, Ruffon lanzó una mirada furtiva y temerosa dentro del cuarto. Vio lo que había esperado ver. El hombre canoso que decía llamarse Wood yacía de espaldas en el suelo, y la sangre le manaba de una herida en la cabeza. De pie, junto al fuego, estaba Barry Revian con el rostro pálido y brillante de sudor. Rompía en pedazos unos pliegos de papel y los tiraba al fuego en el momento en que Ruffon abría la puerta. Antes de hablar, Revian dio con el pie un golpe a un carbón, acercándolo a los fragmentos, luego se volvió hacia Ruffon y habló con voz curiosamente tranquila:
—Fui yo —dijo con calma—. Me enfurecí y lo derribé y se dio con la cabeza en el guardafuego. Será mejor que llame usted al médico.
—¡Qué médico ni médico! Llamaré a la policía. No es posible que esto ocurra en mi casa. ¡No hay duda de que es usted el autor!
—¿La policía? —Revian rió con una risa seca y corta que denotaba la extrema tensión de sus nervios—. Muy bien. Llame a la policía. Yo estoy ocupado.
Tomó los restantes papeles que se hallaban en una carpeta de cuero abierta y comenzó a romperlos; sus fuertes dedos desgarraban con una especie de furor las cuartillas plegadas.
—¡Deténgase, no haga eso! Está destruyendo pruebas…
—Quíteme de encima esas manos inmundas, ¿quiere? —espetó Revian—. Le juro que si me toca…
—¡Vamos, vamos! —exclamó el sargento Sefton apareciendo en la puerta del cuarto, y Revian le habló ásperamente con la cabeza echada hacia atrás y en arrogante actitud:
—Será mejor que vende la cabeza de ese hombre. Le derribé de un golpe y está sangrando como un cerdo. ¡Haga lo que se le dice!
La mente lenta del sargento obedeció la voz autoritaria, y se inclinó sobre el herido.
—Y usted traiga algunas vendas… de hilo, trapos, cualquier cosa —dijo a Ruffon, y sus ojos se dirigieron luego a Revian—. No haga eso. Está destruyendo pruebas.
Revian tiró los papeles en las llamas y los apretó.
—Es asunto mío —replicó brevemente—. Será mejor que usted atienda el suyo. El miserable ha perdido mucha sangre. Apresúrese, hombre. ¿Teme acaso que me escape? ¡No soy tan tonto como usted cree!
Minutos después el sargento Sefton, de pie y con su agenda en la mano, decía:
—Su nombre y dirección, por favor.
—Barri Revian, South Bank House, Regent’s Park.
—¿Y el nombre del otro?
—Sabe Dios. Lo ignoro. Dijo, creo, que se llamaba Wood. Nada sé de él sino que me citó aquí para discutir una cuestión personal. Me insultó, perdí los estribos y lo golpeé. Como usted ve, se dio con la cabeza en el guardafuego.
—¿De qué asunto se trataba? —preguntó Sefton, y Revian replicó sin inmutarse:
—Se sale de la cuestión, sargento. Dije que era un asunto personal y todavía no me ha detenido.
—Le ruego que me acompañe. Es un caso de ataque.
—Un maldito caso de ataque —dijo Revian—. Bueno. Busque un taxi. Me iré encantado de aquí. De todas las malolientes cuevas de iniquidad que he visto en mi vida, ésta es la más repelente —añadió, mirando a su alrededor con ojos que ahora carecían de expresión—. Le daré un consejo, sargento. Si alguna vez desea destruir su carrera, no elija una sucia fonda cerca de Euston Road para el último acto. No es digno, por no decir decente.
Después que el sargento se marchó con Revian, el joven de los granos miró a su señor.
—Chiflado, ¿verdad?
—Parece, pero esta vez se ha metido en un lío monumental.
—Dígame, ese viejo no está muerto, ¿verdad?
—Éste no. El otro sí que lo estaba. ¡Qué diablos! ¿Por qué eligió mi casa? ¿No he tenido acaso bastantes preocupaciones para que ese tipo venga ahora a echar a perder mi alfombra? Vaya a buscar un balde, cabeza de alcornoque, y limpie eso. Estoy harto, harto.
Harto también lo estaba, por cierto, Barry Revian. A veces una sola palabra define el sentir de un hombre que se halla en dificultades. Barry Revian estaba sencillamente «harto».