—¿De modo, inspector, que el subcomisario tuvo amabilidad de sugerir la conveniencia de que me consultara usted?
El que hablaba era sir John Soane; se hallaba de pie, de espaldas al fuego y sonreía a Macdonald; los viejos ojos bondadosos y penetrantes observaban al visitante con la cortesía afable que el inspector de Scotland Yard conocía muy bien. Esta vez era Macdonald quien estaba en observación, y enderezó los hombros, con el mentón bien alto, mientras devolvía la sonrisa al viejo parlamentario.
—Su problema me preocupa mucho —siguió diciendo Soane—. Me parece que contiene varias posibilidades muy desagradables. Sentémonos y discutamos la cuestión.
Arrimó una silla, indicando otra a Macdonald y añadió:
—Lo único bueno a mi juicio es que la investigación esté a su cargo, y que sea usted… quien es. Conozco sus antecedentes y sé que puedo confiar en usted.
Macdonald se reclinó hacia atrás en la silla y repuso:
—Creo que puede confiar en cualquier hombre del Departamento de Investigaciones, señor; hará cuanto esté en sus manos a fin de llegar a la verdad. El problema, como sin duda alguna advierte usted, reside ahora en que si no logramos establecer la verdad, determinadas personas sufrirán durante el resto de su vida. No va a ser fácil probar la verdad… muy lejos de ello.
—Lo comprendo. Si me comunica sus puntos de vista, me agradará mucho, basándome en mi experiencia de viejo, decirle si puedo agregar algo a su total.
—Ya conoce los datos más importantes, señor. De ellos puede inferir que existen cuatro sospechosos principales, personas de tipos tan diferentes que parece casi ridículo agruparles bajo un común denominador.
Soane asintió con la cabeza, y dijo:
—No obstante, agrupémosles así. Ninguna ventaja de fortuna, nacimiento o privilegio elimina por completo al hombre primitivo. Si los datos señalan a cualquiera de ellos como probable asesino, tiene razón en descartar todo factor que no sea el de las pruebas materiales. Por orden, sus sospechosos son Owen Jones, Barry Revian, Mark Garlandt y Giles Granby. Dígame lo que piensa de ellos.
—En lo tocante a Jones, las pruebas parecen suficientes para llevarle a la horca —contestó Macdonald—. Si fuera el único sospechoso y los cargos contra él fueran oídos por un jurado, creo que ese jurado, sin duda alguna, le declararía culpable. El principal de dichos cargos es que robó a sus patronos; sumas ínfimas, por cierto, pero el hecho queda en pie: el hombre robó. Fue descubierto por el gerente, Suttler, y éste hizo firmar a Jones una confesión en la que se comprometía a pagar a Suttler diez chelines semanales deducidos de su sueldo durante un tiempo no especificado. Suttler no había comunicado al dueño de la empresa los robos de Jones, y éste estaba seguro de que la intención de Suttler era guardar el secreto para continuar su chantaje todo el tiempo que juzgara conveniente. Indudablemente, Jones tenía un móvil para el crimen. Estaba como una rata en una trampa, y su instinto era morder. Deseaba matar a Suttler; lo admite. Siguió evidentemente a Suttler en esa intención y tal vez la hubiera puesto en práctica si hubiese encontrado una forma segura. Como testigo de su propia defensa se condena a sí mismo a cada palabra que pronuncia.
—Y a pesar de todo eso ¿no le cree usted culpable?
—No. No lo creo. No creo que tuviera la sangre fría y la inteligencia necesarias para matar. Por otra parte me preocupa el hecho de que un veredicto contra Jones sería considerado como la forma más satisfactoria de salir de una situación difícil.
—Desearía que fuera más explícito sobre este punto, inspector… confidencialmente, por supuesto.
—No temo asumir la responsabilidad de mis opiniones, señor —dijo sonriendo Macdonald—. Son conocidas por mis superiores y suficientemente impopulares. Acaba usted de decir que convenía olvidar los accidentes de nacimiento, privilegio y fortuna… lo que podríamos llamar prestigio. Tal vez tenga razón, pero así como la justicia se inclinaría a presentar contra Jones una acusación basada en pruebas circunstanciales, no estaría muy dispuesta a presentar una acusación similar contra Mr. Revian o Mr. Garlandt. Comprendo la dificultad en que se halla envuelto. Es considerable… Pero queda en pie la enorme injusticia que se cometería con ese pobre empleado.
Sir John cavilaba cejijunto.
—Lo que le preocupa es la ética del asunto, inspector, y con razón. Pero invierta la situación y considere lo siguiente: ¿Sería justo acusar a un hombre como Revian, que ha merecido bien de su patria y que puede perder todo el resultado de su trabajo, a fin de otorgar a un ladrón el beneficio de la duda?
—La vida de Jones corre peligro. La de Revian no —replicó Macdonald—. Con las pruebas existentes ningún juez dictaría una sentencia de pena capital contra Revian. Repito que tendría razón. Faltan pruebas. Pero una vez ahorcado el hombre, y es posible que ahorquen a Jones, el veredicto no puede modificarse —dijo mientras una sonrisa le iluminaba la cara delgada—. Es el caso del pobre con su única oveja…, pero en este caso la oveja es su vida. Como nunca poseyó el menor prestigio, no puede perderlo ahora.
—Usted es un verdadero escocés —sonrió Soane—, pero no nos perdamos en disquisiciones filosóficas. Me ha explicado cuáles son las razones que podrían alegarse contra Jones. Exceptuando su opinión personal, ¿tiene pruebas a favor de ese infeliz?
—Ninguna —repuso Macdonald rápidamente—. Hemos comprobado que se hallaba en el distrito con tiempo de sobra para robar el auto. Conduce bien. Le vieron en Nottingham Street cuando ya había sido cometido el crimen, y fue arrestado después de introducirse en la oficina de Suttler violentando la ventana de un retrete a fin de recuperar el papel con la confesión de sus estafas. Como caso es perfecto… circunstancialmente.
—Bien. ¿Y cuál es la situación de Revian?
—Conoce usted los hechos, señor. No tiene coartada, a pesar de que su sirviente trató de fabricarle una. Dio asueto a la servidumbre, dejó el auto sin cerrarlo con llave. Existe una relación entre él y Suttler, como lo establecen los papeles hallados en posesión de este último. Si Suttler le hacía chantaje por algo que nosotros ignoramos, es evidente que Mr. Revian pudo haber tomado el auto para matarle. Se trata de una idea sutil que involucraría su propia defensa. ¿Habría elegido un hombre como él su propio auto para semejante propósito? Yo digo que sí —dijo Macdonald inclinándose hacia delante—. No tuve dificultad en captar la mentalidad de Jones. En lo concerniente a la de Mr. Revian, la considero diametralmente opuesta. Mi juicio puede ser equivocado, pero, a mi entender, posee los factores mentales esenciales para arriesgarse en semejante aventura.
—¿Y acude a mí para obtener referencias de él? Inspector, mi posición es terrible… porque estoy de acuerdo con usted. Revian me gusta. Respeto su habilidad, su inteligencia, su capacidad de trabajo, su justicia, el entusiasmo que pone en una tarea formidable. Conozco sus antecedentes, desde la guerra, y estoy de acuerdo en que posee las cualidades de audacia para aventurarse así. Pero lo que usted dice de Jones, lo digo yo de Revian. No creo que hizo eso.
—¿Por qué no, señor?
Sir John Soane sonrió ante la brusquedad de la pregunta, pero su rostro no demostró resentimiento alguno.
—Comparado conmigo, es usted joven, inspector. La vejez constituye el periodo en que uno se ha liberado de la lucha personal y tiene tiempo de observar a sus semejantes. He observado a Barry Revian. Le conozco. Admito que por momentos tenga cierta audacia, pero me niego a creer que sea un asesino. No puedo darle otro razonamiento. No puedo creerlo.
—Claro que no —replicó Macdonald igualmente—, y todos los miembros de cualquier jurado estarían de acuerdo con usted. Ésa es mi dificultad. El caso está ya prejuzgado.
—Aceptamos entonces por un rato su fallo —sonrió Soane—. Jones sería la víctima propiciatoria de un crimen que usted no puede probar que no cometió. ¡Curiosa admisión, por cierto, para alguien de su profesión! Revian corre el riesgo de la picota, pero no de la horca. Su reputación será hecha jirones, pero le permitirían seguir con vida. El próximo es… Mark Garlandt.
—Y la suerte que correría él es la más difícil de adivinar —replicó Macdonald—. Garlandt será juzgado, al menos por el tribunal de la opinión pública, no como hombre, sino como judío.
Sir John Soane inclinó la cabeza con preocupado asentimiento.
—Ha llegado usted a lo substancial del asunto, inspector. Este caso es sólo un aspecto de la enfermedad que amenaza envenenar a todo el cuerpo político. Hasta ahora en nuestro país, hemos sido afortunados al no sufrir esa obsesión destructora de la paz, pero no ignoro que el veneno trabaja aquí como en otras partes. La desconfianza hacia el judío se propaga como una enfermedad.
—Es deplorable —dijo Macdonald gravemente—. En el caso que nos ocupa tanto Revian como Garlandt resultarían sospechosos. Si se acusara a cualquiera de los dos, se desataría una gama total de pasiones prosemitas y antisemitas. La campaña de Mr. Garlandt contra Mr. Revian será puesta de manifiesto exagerando desproporcionadamente su naturaleza. Habrá miles de personas, y, para colmo, de personas cultas, a las que nada costará creer que Garlandt fraguó todo el asunto para desacreditar a Revian. ¡Cuánto más fácil es colgar a Jones y dejar dormir las cosas incómodas! —concluyó Macdonald mientras su cara tomaba una expresión melancólica.
Soane asintió con la cabeza.
—Usted, Macdonald, llega a una conclusión… demasiado clara para mi tranquilidad de conciencia.
—Y para la mía —dijo simplemente el inspector—, puesto que estoy obligado a admitir que no tengo pruebas a favor de Jones. Pero prosigamos con el lugar correspondiente a Garland en la cuestión. Creo posible probar que él no condujo el auto homicida. Después de mi anterior visita ha ampliado su declaración, probando que telefoneó desde su biblioteca a Mr. Mantland a una hora que lo descarta como supuesto asesino.
—¿Eso ha sido establecido? —preguntó Soane.
—Sí. Creo que el dato sirve. Mr. Garlandt llamó la atención de la telefonista dando su nombre y quejándose del servicio telefónico. La telefonista recuerda el incidente y está dispuesta a jurar qué hora era. Mr. Garlandt se halla en condiciones de probar que se encontraba en su biblioteca cuando se produjo la muerte de Suttler; Mr. Mantland lo corrobora.
—¿No le parece un factor sumamente importante para la aclaración del asunto? —preguntó Soane.
—Mire un poco más lejos, señor. Dirán: «Nadie supuso jamás que Garlandt se arriesgara a cometer personalmente el crimen. Fue el instigador y la cabeza, y mandó a otro realizar el trabajo». El hecho de que Garlandt haya ayudado tanto a los refugiados de la Europa central será empleado en contra de él. Si deseaba que le hicieran ese trabajo con el objeto de destruir a un enemigo de su raza en beneficio de su política prosemita, creo que no tendría dificultad en conseguir a alguien que le sirviera de instrumento.
—Dígame… ¿Qué opinión tiene usted de él, inspector?
—Me hizo mucha impresión su personalidad, señor. Lo considero un hombre de bien. Pero… posee un poder que me perturba. No soy sensible a los argumentos emocionales. Desconfío de ellos; pero ese hombre adivinaba mis pensamientos. Posee una fuerza que no podría definir.
—Sí. Es una personalidad extraordinaria. Siempre lo he estimado mucho, pero —prosiguió sir John Soane levantando las manos con exasperación— si no hubiera atacado a Revian, si no hubiera tratado de ser demasiado listo usando como instrumento a un individuo de la calaña de Suttler…
—¿No es ésa, acaso, la dificultad del problema judío? —preguntó Macdonald—. ¿No tratan siempre, con la habilidad que los caracteriza, de ser más listos que los gentiles? ¿Acaso no han atraído ellos mismos sobre su cabeza, por ser demasiado listos, las penurias que sufren?
—Tiene usted una inquietante claridad mental —replicó sir John Soane sonriendo; y Macdonald se encogió de hombros.
—Mi trabajo, aunque me priva de participar en política, no me impide pensar. Pero nos apartamos del punto principal. No existen pruebas en contra de Mr. Garlandt. No se le puede ahorcar basándose en sospechas, pero nadie en nuestro país, y en otros, dejará de discutir su posición en el asunto. Se armará un lío infernal… a menos que el Departamento descubra la verdad —dijo con voz tranquila, que mantenía un tono de concisa declaración; y prosiguió sin interrumpirse—: Llegamos ahora al último sospechoso de este cuarteto mal combinado: el tabernero Granby. No me cabe la menor duda de que Suttler le hacía chantaje, como no me cabe duda de que fue a la estación de Baker Street con intenciones de dejar un cadáver en el subterráneo y eludir las consecuencias presentando una coartada. Sólo que… si hubiese matado a Suttler el miércoles por la tarde no habría acudido a encontrarse con él la tarde del jueves. No lo hizo por sutileza, a fin de tener un argumento en su favor; no es hombre de sutilezas. Su cerebro es inferior al de una cobaya. Puede probarse que Granby no mató personalmente a Suttler, pero existe la posibilidad de que lo haya mandado matar. En todo caso considero necesario aclarar la vinculación de Granby con Suttler —prosiguió Macdonald inclinándose hacia delante—. Le agradecería si me ayudara en esto, señor. Ha tenido mucha paciencia al querer escuchar mi punto de vista personal.
—Estaba deseando oírlo —replicó Soane.
—Gracias… pero mi punto de vista no pone mantequilla a los berros. No es parte de mis obligaciones determinar si se va a presentar alguna acusación. Reúno pruebas y, de acuerdo con ellas, mis superiores aconsejan al fiscal. Por el momento, las probabilidades indican que Jones será acusado.
—¿Me cree capaz de impedir que eso ocurra, por respeto a su opinión personal? Se equivoca usted, inspector.
—No pretendo que lo impida, pero sí que use su influencia para retrasarlo. Puede hacerlo. Es cuestión de tiempo. Si me dan tiempo, es posible que llegue al fondo del embrollo. Nunca he contribuido, por lo menos conscientemente, al ahorcamiento de un hombre a mi juicio inocente. Creo que en el presente caso, Jones constituye nada más que una cifra. La verdad involucra algo mucho más profundo que los desfalcos de un empleado neurótico.
Sir Jones Soane sonrió. Cuando discutió el caso con el subcomisario, este funcionario comentó que Macdonald era un maldito escocés obstinado y quisquilloso, y que estaba volviéndose muy incómodo. Sir John comprendía el punto de vista del subcomisario… como comprendía el de Macdonald.
—Vamos, vamos —reconvino—. El veredicto del encargado de la indagación no ahorcará al hombre. Aunque se dictara un veredicto en contra durante la indagación judicial, pasaría mucho tiempo antes de que lo juzgaran.
—Sí…, pero ¿me permitirán emplear ese tiempo de forma oficial? No soy dueño absoluto de mis actos. Si las autoridades se declaran satisfechas con las pruebas obtenidas, me ordenarán que me ocupe de otra cosa. No exigirán más pruebas.
—¿Es usted completamente justo, Macdonald? Olvide su posición y la mía y contésteme esta simple pregunta. ¿Cree que a los responsables de la indagación judicial se les puede acusar de engaño? ¿No está un poco obcecado en su teoría de que a alguien le conviene aprovecharse de la víctima propiciatoria? ¿Es usted justo?
—Trato de serlo —replicó Macdonald, respondiendo con una rápida sonrisa a la del anciano—. No sugiero que haya engaño, señor, ni conveniencia política, ni nada por el estilo. A mis superiores les satisface la culpabilidad de Jones, basada en las pruebas obtenidas. Dicen que ahondar en la controversia a favor o en contra de los judíos sólo serviría para provocar innecesarias perturbaciones. Yo no estoy convencido de su culpabilidad, y creo preferible afrontar esa contingencia para evitar que cuelguen a un inocente.
—Admito que tiene razón, Macdonald —dijo Soane—, pero me pongo en el otro punto de vista. Las murmuraciones en torno de este caso se están propagando en forma alarmante. Es menester afrontar la situación. No es posible detener las cosas por más tiempo. Ya el público toma posiciones.
—Lo sé —replicó Macdonald con brusquedad.
—Y sin embargo ¿quiere que se aplace indefinidamente el juicio?
—Sí, señor. Creo que todavía estamos lejos de la verdad.
Sir John Soane cambió, súbitamente, su ángulo de ataque.
—Dígame; respecto a ese Jones…, ¿han arreglado las cosas para que tenga un representante legal competente?
—Sí, señor. Si es necesario Mr. Garlandt pagará su defensa.
Una sonrisa ambigua se dibujó en los labios del anciano.
—¡Diantre! ¿No ha intervenido usted en esto, Macdonald?
—Sí, señor. Desde el principio le dije la verdad a Mr. Garlandt. Y le hablé de Jones.
—Así que usted también tiene la audacia de aventurarse. ¿Cuánto tiempo se lo echarán en cara?
Macdonald se encogió de hombros y repuso muy lentamente:
—Le he dicho cuáles son mis puntos de vista, señor. Prefiero que me exoneren a retractarme.
—Garlandt —dijo el anciano con aire meditativo—. ¿Dinero ensangrentado, Macdonald?
—No lo sé. Sería justicia… en cierto modo.
—¡Válgame Dios! Hay personas testarudas en Escocia. ¿Es exacta esa coartada telefónica?
—Dentro de lo que puede serlo una coartada de esa clase. La telefonista reconoció la voz de Garlandt. Habló por la línea privada de Garlandt. El sirviente de Mr. Mantland contestó la llamada y pasó la comunicación a Mr. Mantland que estaba en su gabinete de estudio. Dos líneas fueron conectadas, de esto no hay duda, y la voz de Garlandt es inconfundible.
Sir John Soane tamborileaba sobre el escritorio con los dedos. Por último dijo:
—Volviendo a su petición de que use mi influencia para que tenga más tiempo…, haré lo que pueda. Le doy mi palabra.
—Gracias, señor. Comprendo la ansiedad y tensión que esto significará para usted. No le he hecho una petición así sin pensarla bien.
—Yo tampoco la acepto sin pensarla bien, Macdonald. Algunas de esas personas son amigas mías… Revian y Garlandt son amigos míos. Al ceder a la conciencia de usted dejo que los de mi clase se cocinen en su propia salsa. Es una situación difícil.
—Lo sé —dijo Macdonald inclinándose hacia delante—. Usted conoce a Revian, señor. Y conoce a Garlandt. ¿Por qué no va a visitar a Jones? Se encuentra en un estado lastimoso. No tardará mucho en confesar que cometió el crimen… impulsado por el histerismo. El punto fuerte de la ley inglesa estriba en que considera inocente a un hombre hasta que se pruebe su culpabilidad. Que siga siendo así por mucho tiempo.
Al advertir el cansancio del rostro de Soane, Macdonald se levantó.
—Disculpe, señor. Veo que está fatigado…
—Rendido, Macdonald. Ojalá pudiera prestarme un poco de su vigor físico. Adiós. Que descubra pronto la verdad.
Cuando sir John Soane emprendió la tarea de cumplir la promesa hecha a Macdonald, terminó la conversación que sostenía en Scotland Yard con un estallido de exasperación:
—Ojalá no me hubiera mandado nunca a ese inspector en jefe, Wragley. Su maldita imparcialidad me ha vencido.
—¿Llama usted a eso imparcialidad? Al hombre se le ha metido alguna locura en la cabeza.
—Oh, no, se lo aseguro. Lo que le pasa es que desde la cuna se ha nutrido de ética. Tienen en Scotland Yard a una conciencia puritana. Siempre han sido un estorbo estos puritanos. Lo peor, en el caso presente, es que tiene razón. Hay que permitirle que se empeñe a fondo; nos vemos obligados a dispersar al viento nuestra política.
—Si Macdonald desea emular la paciencia del Señor, espero que no tarde siglos —dijo con ira Wragley—. Es un excelente empleado, pero esta vez…, ¡válgame Dios!
—Estoy completamente de acuerdo —repuso Soane con vehemencia.