13

Macdonald encomendó al detective sargento Reeves la tarea de vigilar a Giles Granby en su taberna cerca de Camden Town. Reeves era un detective competente y ponía gran sagacidad y sutileza en el trabajo, condiciones que le aseguraban el éxito. A veces Reeves adoptaba un aire de hombre muy listo, y hablaba correctamente y con precisión, pero en otras ocasiones imitaba a la perfección la jerga del obrero londinense, porque de ese ambiente procedía. Deseaba, con especial ansiedad, ser útil en la investigación que le habían confiado referente a Giles Granby, porque ni él ni Jenkins habían podido corroborar el relato de Owen Jones sobre sus andanzas por la vecindad de Baker Street. Lejos de ayudar a Jones, Reeves y Jenkins habían conseguido con sus pertinaces averiguaciones probar que Jones había caminado bordeando el Outer Circle en dirección a la casa de Revian, después de salir de Baker Street a las seis y veinte.

—Es como echarle la cuerda al cuello —dijo Reeves con disgusto—. ¿Por qué, pobre incauto, tuvo que caminar hacia ese lado? Si hubiera tomado la dirección contraria, hacia Albany Gate, se habría ahorrado muchas preocupaciones. Parece que las buscase. Hasta apostaría que algún transeúnte entrometido jurará que le vio robar el auto. Pregunté si sabía conducir. Dicen que es un buen conductor. ¡No hay esperanza!

—No hay esperanza —repitió Macdonald—. Si le acusan, pediré a Garlandt que le encuentre un abogado. Con seguridad aceptará o me he equivocado mucho al juzgarlo.

Reeves entró en la taberna el «Cerdo Moteado» bajo el aspecto de un perfecto mecánico de automóviles. El estado de sus manos y ropas denotaban estrecho contacto con las máquinas de combustión interna, pero conseguía parecer lo bastante decente como para personificar a un obrero independiente, trabajador y bien remunerado. Bebió su jarro de cerveza, observando las buenas relaciones que parecían existir entre Granby y sus parroquianos. Reeves no tomó parte en la discusión sobre el campeonato de peso pesado, desarrollada bajo el erudito auspicio de «Cara Chata». Por el momento incumbía al detective observar sin ser observado. Al parecer, Granby estaba completamente contento y tranquilo. Reeves poseía un caudal de experiencia que le permitía diagnosticar nerviosidad en cualquier persona a quien estuviera vigilando. En el caso de Granby no veía ninguna ojeada dirigida a la puerta, ningún examen de los recién llegados, ni el sobresalto típico de quienes sienten aprensión por el futuro.

Confiado en sí mismo, satisfecho y contento de agrandarse en la admiración de su auditorio, Granby, con fácil aplomo, peroraba sobre las tácticas pugilísticas.

«Si hiciste un trabajo sucio, estás muy seguro de que nada se te puede probar en contra; no pareces tan tonto como todo eso —reflexionó Reeves—. Contento y feliz. Éste es tu estado de ánimo con razón, tal vez».

Después de apurar su vaso, Reeves salió a dar una vuelta. Al poco rato regresó al salón-bar del «Cerdo Moteado» para obtener un nuevo punto de vista del establecimiento. Tuvo la evidencia de que el negocio era una empresa familiar. El salón-bar estaba presidido por Mrs. Granby, una rubia cuyas dimensiones casi fascinaron a Reeves. Nunca había visto una figura de mujer más maciza. Pero a pesar de lo ridículo de su superabundante adiposidad, Reeves admitió que era «buena moza» y pensó que en otras épocas debía de haber sido una hermosísima muchacha. La piel tirante sobre el volumen de su ancho rostro conservaba sus hermosos rasgos, a pesar de que Reeves calculaba que la mujer tendría más de cuarenta años. Sus ojos azules eran claros y brillantes; las pestañas, oscuras y onduladas. A Reeves le traía el recuerdo de una linda muñeca de cera, porque tenía la misma expresión de vacua estática en el rostro. Ni se sonreía con bobería, ni intentaba atraer con miradas de coqueta. Casi estatuaria, luciendo su vestido de raso negro y sus perlas, recibía, allí sentada, los importes de las consumiciones, impávida y tonta como una muñeca. Contando con los dedos, daba las vueltas cuidadosamente, con el manifiesto afán de cumplir un trabajo correcto.

—Dos chelines con ocho…, aquí tiene siete chelines, cuatro peniques, gracias, Mr. Smith. Su esposa ¿sigue mejor?

—Está bien, pero sus piernas le dan trabajo —suspiró Mr. Smith con pesimismo, y Reeves aprovechó la oportunidad para intervenir en la conversación.

—Malo, muy malo, si me perdona que lo diga —observó, apoyándose sobre el mostrador—. Acabo de visitar a una de mis tías. Es un horror cómo tiene las piernas. Casi no puede andar, lo que es muy penoso para una mujer que quiere tener su casa ordenada.

—Así es —aceptó Mr. Smith—. Mi mujer siempre ha sido activa, empeñada en revolver la casa para la limpieza. Yo no me desespero tanto por andar de aquí para allá.

—Yo tampoco —dijo Reeves jovialmente—. A algunos les encanta andar. Tontería, digo yo. Gastando los zapatos inútilmente. La gasolina resulta más barata.

—Siempre que se tenga auto —dijo Mr. Smith con tristeza—. Esperaba poder comprar uno espléndido que he visto, pero la enfermedad de mi mujer desbarató mi proyecto.

—Mala suerte —repuso Reeves—. Hablando de autos, hay en el diario de la tarde una curiosa noticia sobre un viejo que ha sido atropellado por un ladrón de automóviles. En los alrededores de Marylebone. Lo embistió y quedó muerto en el acto. Otra ronda de lo mismo, señora, por favor.

—¿Qué dice de un ladrón de autos? —inquirió Mr. Smith, y Reeves desplegó un diario vespertino.

—Aquí está la información —expresó—. Alguien sustrajo uno de esos Ford V 8 de gran tamaño, cerca de Regent’s Park. No había andado una milla cuando derribó a un viejo y lo deshizo. Ahora bien, le diré lo que seguramente pasó. El tipo que robó el auto se aturulló y apretó el acelerador, creyendo apoyar el pie en el freno. Erró el pedal. A muchos principiantes les pasa. El susto que habrá recibido debe de haber sido mayúsculo.

—Me parece indignante —dijo Mr. Smith—. Actualmente nadie está seguro en la calle, ésa es la verdad. ¿Atraparon al hombre que robó el auto?

—No. Y no lo pescarán —comentó Reeves alegremente—. La policía está bastante harta de los ladrones de automóviles. ¿Qué podría hacer en un caso como éste? Dice el diario que el auto fue abandonado cerca del lugar del suceso. El ladrón, sencillamente, lo abandonó y emprendió la fuga sin que nadie lo viera. ¿Cómo puede la policía descubrir una pista en un caso semejante?

Detrás del mostrador, la maciza señora se movió, saliendo de su inmovilidad de muñeca. Reeves oyó crujir el corsé de la mujer cuando ésta, inclinándose hacia delante, preguntó:

—¿Y qué ha decidido el jurado? ¿Accidente?

—Juicio aplazado —citó Reeves—. Casi no había nadie a quien tomar declaración. La única persona que vio el accidente fue un chiquillo. El dueño del auto telefoneó a la policía denunciando el robo —dijo Reeves inclinándose sobre el periódico y señalando los titulares con un dedo manchado de aceite—. Ve, juicio aplazado. Con esto salva la cara la policía. No pueden admitir en seguida que andan a tientas. Malo para su prestigio. ¿Comprende?

—¿Quiere decir que no llegarán a descubrir al culpable? —preguntó la voz ronca de la exuberante rubia.

—Usted lo ha dicho —afirmó Reeves; pero Mr. Smith no estaba de acuerdo.

—Espere, amigo. No tome en serio a esos periódicos de la tarde. Espere a leer los del domingo. Son los que dan bien las noticias. No hay como los periódicos del domingo para descubrir las cosas.

—Quizá —dijo Reeves—. Pensándolo bien, es curioso. La mayoría de esos ladrones de autos son expertos conductores. Tienen que serlo. Cierto es que a veces algunos muchachos trasnochadores roban un auto para pasear. También ellos chocan en forma alarmante; pero éste es un caso distinto.

Mientras hablaba, Reeves advirtió que Mr. Granby había acudido del otro mostrador y escuchaba la conversación que se desarrollaba en el salón. El corazón de detective de Reeves se regocijó. Los peces subían a la superficie.

—Le diré por qué —prosiguió confidencialmente, hablando con fruición—. Los autos son mi especialidad, por eso lo sé. Si un muchacho travieso hubiera robado ese auto, lo habría estrellado en la esquina. Ese Ford dobló la esquina a velocidad de carrera, y le aseguro que no es fácil hacer virar un auto grande en una esquina, cuando corre a cien kilómetros por hora. No es nada fácil. Como hay Dios, que si hubiera sido un muchacho el que conducía, hubiera embestido un escaparate.

—Me parece que se enreda usted, compañero —dijo Mr. Smith—. Primeramente, arguye que el conductor era un principiante sin experiencia. Luego deduce que no era un principiante, sino un perito en la materia. No pueden ser las dos cosas.

Reeves se rascó la cabeza.

—Es cierto. Curioso… no tiene sentido. Yo diría que fue así: el tipo era un buen conductor, pero estaba acostumbrado a otra marca de auto, con el acelerador y el freno a la inversa. Eso ha de ser. El tipo tenía uno de esos Morris modelo 1932… ¿Era 1932? Los viejos tienen el acelerador al otro lado. ¿Son los Morris los que digo, verdad? ¿Alguien tiene alguno aquí?

Se oyó la risa de otro hombre que, de pie, escuchaba la conversación.

—Ha dado en el blanco, joven —dijo—. Mi viejo amigo aquí presente no acepta esas confianzas. Nada de familiaridades. Si le da un puñetazo, se enterará usted.

Con cara de alarma, Reeves miró a Mr. Granby. La expresión del tabernero distaba mucho de ser amable.

—Lo siento, créame —replicó con insolencia el hombre del Departamento de Investigaciones Criminales—. Si su viejo amigo tiene un Morris 1932…

—Nada de viejo amigo, ¿oye? —gruñó Granby—. Si viene a mi taberna hable con educación. ¿Me entiende? No me gusta su charla.

—¡Caramba! ¡Que me parta un rayo! ¿No puede uno conversar mientras toma su cerveza después de un día de trabajo en el garaje? ¿Estamos o no estamos en un país libre? Pido disculpas si he metido las de andar con el Morris 1932. No tenía la intención de ofender. Esos Morris son muy buenos autos.

Mr. Granby avanzó hacia Reeves.

—Deje en paz a los Morris —gruñó—. Me refiero a su cara. No me gusta. ¿Comprende? Podría hacerse mucho para mejorarle la cara.

—Calma, Granby —imploró la voluminosa señora.

Pero «Cara Chata» prosiguió:

—Llévese su cara donde la aprecien más que aquí. Nunca vi una que me gustara menos. ¿Entiende? Ha bebido bastante por hoy. Se está poniendo atrevido. No permito insolencias ni desplantes en mi casa. Si quiere más cerveza, vaya a tomarla a otra parte… ¿Comprende?

—No. ¡Al diablo si comprendo! —replicó Reeves introduciendo los pulgares en las bocamangas de su chaleco; luego se enderezó como un gallito de riña ante la corpulencia de «Cara Chata» y añadió—: Si cree que estoy borracho se equivoca de medio a medio. Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera…

—Me debe un chelín con dos peniques —dijo dirigiéndose a Reeves Mrs. Granby, con voz casi llorosa—. No se acalore tanto, joven. Vaya, como un buen muchacho, y refrésquese un poco al aire libre.

Mr. Smith pasó su brazo por debajo del de Reeves.

—Venga conmigo, gallito. No queremos líos. Venga a charlar conmigo acerca de las piernas de su tía. Será mucho más agradable que esto.

En medio de la carcajada general suscitada por argumento tan bien intencionado, Reeves dejó que Mr. Smith lo condujese hacia la puerta y se permitió una humorada final dirigida al furioso tabernero.

—Ciertas personas son muy quisquillosas cuando se trata de autos viejos —aventuró—. Demasiado quisquillosos por lo visto.

Una vez en la calle, Mr. Smith rió nerviosamente.

—Es una audacia provocar de esa manera a Granby. Menos mal que le saqué a tiempo, compañero. No le conoce. Yo sí. Pierde algunas veces los estribos y no ha olvidado cómo se pega, se lo aseguro. Mejor es ser prudente y no tener que lamentarse después. Le daré un consejo. No insulte nunca a un púgil. No vale la pena.

—Bueno, pero ¿qué diablos dije para que se enfadara tanto? Estaba conversando amablemente, ¿no es así? No soy tan ignorante. He estado en muchas tabernas en mi vida. Nunca he visto cosa igual. ¿Qué le picó?

—Quién sabe, quién sabe —dijo vagamente Mr. Smith—. Usted no es mal parecido, si me permite decírselo. Quizá el amigo creyó que usted se dirigía a la señora con demasiada confianza, si me comprende. Está muy enamorado de su mujer. Nunca he conocido a un hombre de esa edad tan embobado.

—¡Diablos!…

Reeves se permitió unas cuantas interjecciones, más propias de la taberna del «Cerdo Moteado» que del ambiente de New Scotland Yard. Poseía gran facilidad para la invectiva cuando ésta le resultaba útil, y Mr. Smith le tomó nuevamente del brazo reconviniéndole:

—Vamos, vamos…

Sacudiéndose, Reeves se soltó, y tomó una actitud belicosa.

—Dígame —inquirió con ferocidad—, ¿cuánto pesa esa mujer? Eso es lo que quiero saber. ¿Cuánto pesa?

Mr. Smith lanzó una risotada incontenible e impúdica.

—¡Qué sé yo! —exclamó jadeante—. ¿Cómo podría saberlo? Yo tenía una tía que pesaba ciento cuarenta kilos…

—¿Ciento cuarenta, dice? —espetó Reeves—. Es más probable que sean doscientos. Y yo que sólo pretendía ser amable con la pobre infeliz. Me parece que voy a volver a preguntárselo al marido. Únicamente eso. Cuánto pesa, le diré.

—Vamos, no diga tonterías —instó Mr. Smith—. Si hace eso Granby le achatará la cara en tal forma que su novia nunca volverá a mirarle. Y estaría en su derecho, además. No se debe insultar a una mujer. Es una falta de clase.

Reeves se echó a reír, y su hilaridad era auténtica. Ni en sus más disparatadas ideas le hubiera ocurrido jamás que la amabilidad demostrada a Mrs. Granby podía ser mal interpretada. Se apoyó contra la pared sacudiéndose de risa.

—Así me gusta —dijo riendo también Mr. Smith—. Una buena carcajada nunca hizo daño a nadie, siempre que no ría cuando Granby se siente quisquilloso. Ahora váyase a su casa y olvide lo ocurrido…, y la próxima vez ensaye ante otro auditorio. Me gusta mucho el «King’s Head». Primera calle a la derecha.

—Muchas gracias —dijo cortésmente Reeves—. He pasado un rato muy agradable charlando con usted; es la pura verdad. Encantado de conocerle. Si entro en el «King’s Head» mañana por la tarde, me agradaría que me acompañara a tomar alguna cosa.

—Con mucho gusto. Estaré allí… Y ahora, buenas noches. Aquí nos separamos —dijo jovialmente Mr. Smith.

—¡Hasta la vista! Encantado de conocerle —volvió a decir Reeves.

Miró el reloj y advirtió que faltaban treinta minutos para la hora de cerrar. Siguió andando y viró en ángulo recto hacia el camino principal con la intención de volver al «Cerdo Moteado».

Reeves se puso a reflexionar seriamente. Estaba convencido de que con su actitud en el salón-bar había conseguido grabar su identidad en la mente de Granby. También estaba seguro de que el tabernero no relacionaba en absoluto al belicoso mecánico con la policía, y eso precisamente era lo que Reeves deseaba.

El asunto del auto intrigaba sobremanera al detective. La hipótesis que había aventurado en el impulso momentáneo había nacido de su disfraz de mecánico más que de su mente de detective. Pero ahora advertía cuán lógica resultaba dicha hipótesis. Si Giles Granby conducía habitualmente un viejo Morris, sus reacciones tenían que ser iguales a las ideadas por Reeves. «¿Y dónde diablos nos lleva esto? —se preguntó intrigadísimo—. Fue mi conversación sobre el auto lo que le hizo sacar las uñas. Volveré a probar suerte».

En pocos minutos Reeves regresó al «Cerdo Moteado». En lugar de entrar en la taberna se dirigió a las caballerizas que corrían a lo largo de un lado de la taberna y se puso a examinar las divisiones cerradas con llave que allí encontró y que hacían las veces de garaje. Mientras se hallaba empeñado en esta tarea, un camarero de la taberna salió por detrás de la casa. Reeves no trató de esconderse, antes bien, permaneció de frente a la luz que irradiaba la puerta abierta. El camarero le miró detenidamente y volvió a entrar, y Reeves, muy satisfecho, continuó su revisión.

Oyó la advertencia: «Hora de cerrar, señores», y las voces de los hombres que salían de la taberna. Se oyeron portazos en la parte delantera… y luego la puerta trasera volvió a abrirse. «Magnífico. Acércate», se dijo Reeves ahogando la risa. Mientras el detective se inclinaba para examinar la cerradura de una de las puertas del garaje, la corpulencia del tabernero expúgil proyectó una sombra a través de la callejuela.

—¿Qué hace ahí? —preguntó con voz amenazadora.

Reeves, sobre la punta de los pies y ágil como un felino, se volvió de un salto y se mantuvo a la expectativa, preparado; era un pequeño «cockney» duro como el roble, campeón de «jiu-jitsu» de Scotland Yard, en actitud de esperar la arremetida de un hombre que lo doblaba en peso y cuya fuerza era tres veces mayor que la suya.

—¿De nuevo el viejo amigo? —replicó jovialmente—. Pienso en otro viejo camarada suyo llamado Suttler, ¿verdad? Curioso asunto ése. («¡Sin testigos, por suerte!», pensó el Reeves verdadero).

Granby hizo una pausa y se quedó mirando al hombrecillo. En la penumbra, con las manazas en las caderas y las piernas separadas, el tabernero parecía enorme. Reeves, de espaldas contra la pared del garaje, observaba si tenía sitio para saltar de lado y evitar el puñetazo capaz de desbaratar su ciencia.

—Nunca oí ese nombre —dijo Granby, y escupió desdeñosamente al suelo—. Nunca oí ese nombre y no quiero oír el nombre de él ni de ningún otro de los inmundos amigos de usted. ¿Qué hace vagabundeando en la puerta trasera de mi casa? En cuanto le puse los ojos encima supe que nada bueno le traía. Me parece que le entregaré. Vagabundeando con premeditación y alevosía. Ése es su juego… Y por cierto que entiende mucho de robos de autos.

—¡Ajá! —exclamó Reeves jovialmente—. Piense dos veces antes de llamar a la policía. A mí me da igual. Le gusta la policía, ¿verdad?

Granby respiraba con dificultad y se restregaba con las manos de arriba abajo, sus enormes muslos. Reeves adivinaba la intriga que agitaba la mente poco ágil del tabernero que, al mismo tiempo, hervía por pegarle a ese desconcertante hombrecillo.

—Suttler. Jugó sucio en toda la línea —dijo Reeves plácidamente—. Un sinvergüenza, eso es lo que era. Me parece que todavía no hemos terminado con él. Dicen que los muertos hablan. Ojalá fuera cierto.

—¿Qué quiere insinuar? —gruñó Granby.

—¡Ah! Empezamos a entendernos. No hay como hostigar a uno para que se le aviven las ideas.

—¿De eso se trata, eh? —dijo Granby resoplando—. Está tramando alguna felonía. Busca entonces un disgusto, como su amigo.

—No era amigo mío —protestó Reeves—. Cuando me provocan, quiero saber por qué.

—Oiga, amigo —dijo el tabernero acercándose un poquito más—. Aclaremos bien el punto. Si trata de hostigarme, está sentenciado. Aunque tenga que ir a la horca por culpa suya, ¿me entiende?

—Sí. Pero ¿de qué le servirá? Lo que cuenta son las pruebas. Si la policía me encuentra con los sesos desparramados frente a su puerta, no habrá adelantado usted mucho. ¿Comprende? Y su señora tampoco; dicho sin ánimo de ofensa.

Reeves tanteaba el terreno. Sabía que su actitud era incorrecta, por no llamarla algo peor, pero su ágil inteligencia luchaba con el problema, encarándolo en una forma que Macdonald comprendería muy bien. Reeves procuraba encontrar el talón de Aquiles (aunque él ni hubiera empleado tal metáfora). A su modo, reflexionaba: «Este sujeto, conocido en los alrededores, que goza de buena reputación en su negocio, está sudando tinta por culpa de un chantajista. ¿Cuál es su punto débil? Se pone “bobo” cuando se trata de su mujer. Probemos entonces por ese lado».

—Deje a mi señora fuera de la cuestión.

Granby dio otro paso hacia delante y Reeves se deslizó algo más lejos, bordeando la pared.

—No deseo molestar a su señora —declaró—, pero ¿qué pasará con el otro tipo? ¿Cree que se callará la boca?

En la experiencia de Reeves siempre había «otro tipo». Era una carta segura.

—¡Ah! Entonces es eso —exclamó Granby—. Usted es el chófer de ese hombre. Descubrió una o dos cosas. Bueno; será mejor para todos que lo mande donde debe estar. No es bueno que sepa demasiado.

Por el tono de la voz del otro, Reeves supo que había llegado el momento culminante de la tarde. A Granby se le había subido la sangre a la cabeza. El expúgil no tenía facilidad de palabra y estaba furioso. Se abalanzó con la fuerza de un toro en trance de embestir, y Reeves calculó al segundo el momento psicológico de saltar a un lado. El puño de Granby dio en la pared en el lugar donde hubiera debido estar la cabeza de Reeves, y en ese preciso instante el contrincante más pequeño puso en práctica uno de los golpes clásicos del «jiu-jitsu». La ciencia que descubrió la forma de utilizar en contra de ella el peso y la fuerza de un hombre actuó sobre la corpulencia de Granby con la inexorable ley de la palanca. Reeves le forzó el brazo hacia atrás, la espalda crujió, el tabernero rugió de dolor, resbaló en el empedrado y se desplomó como Sansón.

Reeves vio la luz que surgía de la puerta trasera y oyó el aullido lanzado por la monumental Mrs. Granby, mientras él recobraba el equilibrio. Era inútil quedarse allí. Había conseguido todos los datos que podía obtener esa noche. Ágil como una liebre, escapó corriendo a campo traviesa.

A unos doscientos metros del «Cerdo Moteado» y mientras seguía corriendo velozmente, Reeves chocó con un agente de policía que salió de una calle lateral. El encontronazo fue violentísimo, y Revees rió con risa entrecortada mientras daba sus señas al colega desconocido.

—Estoy cumpliendo una misión especial —explicó—. Pensé que era el momento de salir corriendo, y así lo hice con la mayor rapidez posible. Acérquese un momento a la puerta trasera del «Cerdo Moteado» y vea cómo andan las cosas por allá. Creo que han tenido algún lío con un ladrón de autos. Pregúnteles. Ese Granby anda un poco excitado, me parece.

—¿Granby? Generalmente está bien; es una buena persona —replicó el agente de servicio. Y Reeves volvió a reír.

—Usted lo ha dicho. Está bien. Alguien acaba de dejarle sin sentido. Cayó como herido por un rayo.

—Le aseguro que si usted dejó sin sentido a Granby, está perdiendo el tiempo. Debería dedicarse al «ring».

—Como todos los viejos púgiles, se ha ablandado. Demasiado gordo; no usa bien los pies, ni, por otra parte, la cabeza. Tengo que presentar mi informe. Será mejor que no me detenga. Averigüe si el hombre desea formular alguna denuncia.

Cuando estuvo instalado en un autobús 74, Reeves volvió a reír. «Pobre tipo, se dijo para sus adentros, ya van dos veces últimamente que cae al suelo. Una por culpa del jefe y otra por culpa mía. Seguramente ha de estar dolorido».