12

Mientras Macdonald experimentaba las particularidades inherentes a la condición de taquillero del subterráneo, Gilbert Mantland esperaba disfrutar del rarísimo placer de una noche tranquila en su casa. Era un avezado jugador de «bridge», y encontraba que los siempre variados problemas de dicho juego procuraban descanso, porque le apartaban de la mente los problemas relacionados con su trabajo administrativo. Después de una agradable cena en la que Gilbert Mantland, su mujer y Althea Melberey habían formado un cuarteto en compañía de Gilbert Vance, joven abogado, los cuatro se sentaron ante la mesa de «bridge», aparentemente en el más feliz de los estados de ánimo. Mantland, compañero de juego de Althea, preparaba una declaración que prometía un «slam», cuando el sirviente entró, y le anunció a Mantland que Mr. Charles Raymond le llamaba por teléfono y deseaba comunicarle algo urgente.

—Dile que no moleste. Dile que estás ocupado en algo más importante. Dile que estás afónico. Cualquier cosa…, pero no desbarates nuestro juego —rogó Thea Melberey—. Opino que habría que aniquilar a las personas que se entremeten cuando uno está jugando al «bridge».

—De acuerdo —suspiró Mantland, dejando, con un refunfuño, sus naipes sobre la mesa—. Les pido disculpas. Es fastidioso, pero es necesario que hable con él. Raymond no me enviaría ese mensaje si no tuviera que decirme algo importante. Me apresuraré en lo posible.

Althea tomó otra baraja y comenzó a construir castillos con ella.

—La vida es perversa —dijo—. No hay nada más agradable que la tranquilidad en compañía de amigos, y la paz y la quietud para pensar; y cuanto mayor éxito tiene un hombre, menos consigue estas cosas agradables.

—No se puede tener todo, Miss Melberey —replicó Vance—. El hombre consciente de su propia capacidad no puede ser feliz si no la utiliza. La paz y la tranquilidad son buenas únicamente cuando sirven para equilibrar la actividad.

Diana Mantland miró sonriente a su hermana.

—Si de veras piensas eso de la vida, Thea, será mejor que hagas las maletas y vayas a vivir a Glen Arrach. Allí puedes hacerte ermitaña; pero si deseas estar en contacto con tus semejantes debes disponerte a sacrificar algo para conseguirlo.

Los labios de Althea se entreabrieron en una sonrisa triste. Sabía lo que cruzaba por la mente de su hermana y por la propia. Si su intención era casarse con Barry Revian tenía que aceptar sus condiciones de vida. A semejanza de Mantland, rara vez podía Revian contar con una tranquilidad ininterrumpida.

—No la veo feliz viviendo como una ermitaña, Miss Melberey —dijo Vanee riendo—. Antes de mucho tiempo estaría deseando discutir con alguien.

—¿Soy tan discutidora? —preguntó ella; y Diana interrumpió:

—Todos lo somos. Somos una masa de contradicciones, y nuestras principales controversias son interiores; descubrimos lo que es esencial para nosotros y discutimos para sofocar el resto. Y bien, Gilbert ¿arreglaste ya el asunto?

Mantland hizo una mueca.

—Así es; para mal de mis pecados. Tengo que hablar con Raymond, de modo que llamé a Tony Brand. Llegará dentro de cinco minutos a ocupar mi puesto. Dejo a la buena voluntad de nuestros adversarios la decisión de continuar la misma partida, Thea.

—¡Qué fastidio! —exclamó Althea, mientras mezclaba los naipes sobre la mesa—. Es la primera vez en muchos meses que tenía unas cartas dignas de su nombre. Ahora estaré de malas toda la noche. Las cartas no perdonan… Lo siento, Gilbert. Pésima suerte la tuya.

Después de disculparse de nuevo, Mantland salió al vestíbulo y se puso el sobretodo protestando furiosamente. Al decirle que no podía comunicarle por teléfono las noticias, Raymond había propuesto ir a visitar a Mantland, pero éste había contestado que iría él a verle. Sabía de lo que se trataba, y le repugnaba la idea de discutir el asunto mientras Thea Melberey estaba en el cuarto contiguo. Mantland se había comprometido a hacer lo posible en favor de Revian y sentía inquietud por el aspecto que presentaban las cosas.

Cuando llegó a casa de Raymond y después que Bent, visiblemente preocupado, le hizo pasar, Mantland preguntó:

—Y bien, ¿qué sucede?

—Me temo que un lío infernal —dijo Raymond—. He jugado mal mis cartas. Convinimos en guardar silencio sobre los hechos que le conté esta mañana hasta saber por dónde saltaría la liebre. Cuando llegué, Bent me anunció que la policía había llamado por teléfono al poco rato de salir yo de casa esta mañana, y que un inspector me visitaría alrededor de las seis de la tarde. Me intrigaba lo que quería saber y por qué se había fijado en mí. Un inspector en jefe llamado Macdonald vino a verme. ¿Le conoce?

—Sí. Está encargado de la investigación. Uno de los hombres más capacitados de Scotland Yard. Interrogó a Revian ayer. ¿Qué quería?

Raymond expuso rápidamente los hechos con claridad y sin omitir ningún detalle, y Mantland torció el gesto.

—¡Dios mío!, ¿hasta dónde llegará el asunto? —observó—. Es absurdo, naturalmente, imaginar que Bent esté comprometido en esto.

—Así es —interrumpió Raymond—, pero lo peor es que nuestra actitud causaba pésima impresión. Me lo he reprochado amargamente. Actué con mala política. Debí haber adoptado otro tono desde el principio. Por lo general, cuando un policía se pone altanero, un tono de autoridad le hace cambiar de actitud.

—Es posible, pero Macdonald no es un policía vulgar, sino un hombre sumamente capaz que carece de respeto humano. No existe en el mundo un tipo más obstinado y seguro de sí mismo que el escocés educado de clase media. No se le puede engañar. Pero dilucidemos en qué están las cosas.

Mantland se inclinó hacia delante en la silla, con una expresión ceñuda e intensa en el rostro.

—Poniéndonos en el lugar de ese detective (sin olvidar que es hombre educado y especialista en su tarea), imaginemos qué datos puede haber conseguido. Primeramente, que Suttler fue embestido por el auto de Revian y que Suttler tenía en el bolsillo cierta información relativa a Revian, lo cual sugiere la hipótesis de que hacía chantaje a Revian. En segundo lugar, que Revian no tiene coartada y que circulan rumores sobre aquel viejo incidente en que un auto de Revian mató a Welman.

En el rostro de Raymond se pintaba la consternación.

—¡Santo Dios! ¿Scotland Yard sabe todo eso?

—Todo eso…, y tal vez más. El hecho de que Suttler preguntara quién era Revian en la acera de Strafford House fue probablemente advertido por el agente de servicio…

—No puede ser. El agente no estaba junto a mí.

—Bueno, por algún chófer, entonces. No sabemos exactamente cómo obtuvo Macdonald los datos…

—Lo adivino —dijo Raymond con violencia—. Garlandt se los dio. ¿No se lo dije?

Mantland suspiró.

—Muy bien. Piense por el momento lo que quiera, pero no opino como usted. Macdonald tiene esos datos. También sabe que usted trató de no decir lo que sabía y comprende, sin duda, que Bent, siguiendo las instrucciones de usted, eludía sus preguntas. La cuestión es…, ¿qué deducción sacará de eso?

Raymond, irritado, se encogió de hombros.

—Puedo decirle, en parte, lo que dedujo, y es que sé mucho más sobre el asunto de lo que realmente sé. Si me hubiera dado la oportunidad, lo habría convencido de lo contrario, pero se marchó de pronto; el prototipo de un suboficial escocés consecuente cuando está convencido de que sabe lo que hay que saber.

—Nada ganará disminuyendo la capacidad de ese hombre, Raymond —dijo Mantland hablando tranquilo, pero con mordacidad—. Si revisa sus antecedentes encontrará que tiene un «record» formidable. Es muy conveniente para Revian que Macdonald se ocupe de su caso. Usted cree, y yo también, que Revian es inocente, y Macdonald no descansará hasta que descubra la verdad. He hablado con Soane. Dice que Macdonald es conocido por su escrupuloso cuidado antes de establecer pruebas acusadoras contra alguien.

—Tal vez. No temo una acusación, sino el escándalo que producirían las declaraciones, y, ¡qué diablos!, he empeorado las cosas en lugar de mejorarlas al irritar a ese hombre.

—No se preocupe por eso. No es persona que se deje llevar por animosidades personales, pero ¿cómo interpretará los hechos con relación a Revian? Probablemente, sabe que son ustedes amigos.

Raymond rió.

—No lo dudo. Escuche, ¿es verdad que Bill Pearson está en buenas relaciones con Scotland Yard?

—Totalmente cierto. Es amigo de Macdonald.

—¡Qué gracioso! —gruñó Raymond—. Usted será el próximo interrogado, entonces. Pearson me vio entrar en su casa esta mañana. Probablemente, se lo contará a su amigo el policía.

—Encantado —replicó Mantland secamente—. Deseo tener ocasión de conversar con Macdonald para conocer su opinión.

—Pensé en la conveniencia de otra charla con él para tratar de cambiarle ciertas ideas —dijo acaloradamente Raymond; pero Mantland disintió con un movimiento de cabeza.

—No se lo aconsejo. Fue en parte culpa mía que cometiera usted el error inicial de tratar de ocultar informaciones. Cuando dije: «sea reservado», no imaginaba que tuviera usted que vérselas tan pronto con un hombre de la talla de Macdonald. Será mejor que yo tome la responsabilidad de esa resolución —dijo Mantland mirando fijamente el fuego con expresión concentrada—. El otro punto que me preocupa es la sospecha que usted tiene de Garlandt —prosiguió—. Estoy seguro de que se equivoca. Garlandt es una personalidad demasiado importante para actuar como un criminal. No puedo creerlo. Iré a verle esta noche, si está en casa, y le plantearé francamente el punto.

—¡Santo Dios! —exclamó Raymond, consternado—. No haga eso. Si Garlandt se enoja empezará lo bueno.

—Lo bueno ya ha empezado —replicó Mantland—. Cuando hoy por la mañana considerábamos mejor no remover las cosas, no teníamos buen criterio. Las cosas ya están removidas. Demasiado removidas. En mi opinión, la única forma de actuar es poner las cartas sobre el tapete y esperar el desarrollo de la partida. Es más digno por un lado, y mejor política. No hay peor papel de tonto que el de ocultar pruebas que el otro conoce.

Al ver la expresión de la cara de Raymond, Mantland agregó apresuradamente:

—Disculpe. No quise hacérselo sentir. Se hallaba usted en una situación dificilísima. No podemos correr el albur de un paso en falso en este asunto. Como usted dice, lo que cuenta es el daño moral. ¿Puedo utilizar su teléfono?

Raymond asintió con un movimiento de cabeza.

—Naturalmente; pero créame, Mantland, ni usted ni yo nos hallamos capacitados para tratar con un oriental como Garlandt…

Mantland interrumpió con brusquedad:

—Puede creerme cuando le digo que, en el fondo, Mark Garlandt es un hombre honorable. Tal vez ataque políticamente a un adversario, pero no iría más allá de la carta de Zinovieff, por ejemplo, o del embuste sobre el gobierno que se apropió de la Caja de Ahorros en la época del lío del Gold Standard —dijo Mantland con voz que denotaba cansancio y disgusto—. La política es un juego bastante sucio. No solamente los judíos y los comunistas pegan golpes bajos. Todos estamos en eso, Raymond. Todos los que tenemos intereses creados. Actualmente se yergue usted contra la ley, luchando por Revian. Garlandt, erróneamente o no, lucha por sus parientes y amigos a quienes ha tocado una suerte atroz…, pero no es un criminal. Apostaría mi último penique a que estoy en lo cierto.

Mientras Mantland hacía una breve llamada telefónica a Garlandt, Charles Raymond permaneció sentado; en su rostro apuesto y franco se dibujaba un gesto de disgusto. Al colgar, Mantland dijo:

—Voy a verle ahora mismo.

Raymond emitió un silbido de aflicción.

—Bueno; estoy verdaderamente desconcertado, pero creo que comete usted un error.

—Tal vez, pero cuando acudió a mí esta mañana ¿fue porque confiaba en mi criterio, o porque quería reforzar sus propias opiniones?

—Lo primero. Le pedía consejo.

—Y tiene que atenerse a las consecuencias —dijo secamente Mantland—. Si quería la opinión de un asesor incapaz de actuar, no eligió bien su candidato.

Mantland se perdió en sus pensamientos mientras un taxi le conducía hacia Westminster, a casa de Garlandt. No sabía cómo interpretar la parte que correspondía al financiero en los acontecimientos que Raymond había relatado, pero, a semejanza de Macdonald, estaba seguro de que la única forma de obtener la verdad de labios de Garlandt era adoptar frente a él una actitud de absoluta franqueza. En diplomacia y sutileza, el judío tenía el triunfo asegurado antes de empezar el debate, y Mantland lo sabía. Sir John no se había equivocado al considerar a Mantland como hábil evaluador de la naturaleza humana.

En la vasta y silenciosa biblioteca de Queen Anne House, Mantland encontró a Garlandt sentado ante una mesa, con un libro abierto delante. Una lámpara proyectaba un suave círculo de luz alrededor del financiero. El resto del enorme cuarto, con sus anaqueles y colecciones de libros, se hallaba en sombras; sólo el brillo de los herrajes dorados reflejaba un ocasional destello de luz.

Mantland se excusó por su visita inopinada, y añadió:

—Estoy muy preocupado, y deseaba ansiosamente conversar con usted.

—También yo estoy preocupado, Mantland, y a nadie ayudaría con mayor placer que a usted. Siéntese. Me alegra mucho tener la oportunidad de esta entrevista.

En frases concisas, Mantland sintetizó los hechos. Con igual brevedad explicó la interpretación que Raymond les daba, terminando con estas palabras:

—Éstos son mis puntos de vista. Vengo a verle porque siempre le he respetado y considerado un hombre de bien. Sin embargo, como estas cuestiones trascenderán probablemente al público para ser discutidas, le ruego, si no tiene inconveniente, que me dé una explicación. Noto que hay una explicación.

—Y no se equivoca —dijo Garlandt lentamente—. Le agradezco que me haya hecho el honor de pedirme esa explicación. En primer lugar, existen otros hechos que agregar a los enumerados por usted. También yo recibí esta mañana la visita del inspector en jefe Macdonald. Le hallé muy de mi agrado. Le daré algunos datos que él, con mucha cortesía, puso en mi conocimiento.

Expresándose con la misma concisión desapasionada que Mantland había empleado, Garlandt dio cuenta de las pruebas reunidas por Macdonald, referentes a la velada de lady Marsham.

—El inspector en jefe pensó, como usted, que se imponía una explicación —dijo para concluir—. No pude relatarle los hechos verdaderos. Créame, si es cuestión de elegir entre la horca o relatar los hechos como yo los conozco, preferiré la horca —una sonrisa cubrió su rostro moreno, claramente iluminado por los rayos de la lámpara que colgaba sobre su cabeza.

—Después de hablar tan rotundamente —prosiguió— no le sorprenderá que sea igualmente reticente con usted; sin embargo, tratándose de usted, puedo permitirme ser un poco más explícito en mi relato.

Reclinándose hacia atrás en la silla, con las manos cruzadas sobre una rodilla, Garlandt fijó la mirada en las sombras que tenía delante y prosiguió:

—Es verdad que estuve un rato en ese balcón. El motivo que me indujo a salir en nada se relaciona con este relato. Admito que mi acción está reñida con su código. No pido disculpas por ello. Mientras estaba allí vi por primera vez a ese hombre, Suttler…, un villano como no hay dos. Cuando bajé y salí a la calle le oí preguntar quién era Revian. Le seguí intencionadamente. Vi que miraba el automóvil y anotaba en su libreta lo que según supuse acertadamente era el número de la matrícula. Lo seguí. Luego le hablé, cuando me interpeló acusándome de que lo seguía. Caminamos juntos y fui con él al restaurante «Gevani», donde continuamos la conversación. Ulteriormente hice averiguaciones sobre él, que me permitieron conocer su pasado.

En este punto los ojos de Garlandt se fijaron en Mantland.

—Mr. Revian tiene menos motivos de aprensión que yo en este asunto. Es muy fácil probar que estuve en contacto con Suttler. No me engaño sobre mi situación. Una mala arma que se me volvió en contra. Debido a la muerte de Suttler puedo estar expuesto al peligro, aunque no maté ni nada sabía de su muerte.

—Entonces…

Mantland calló al ver el ademán del otro.

—Un momento. Desearía que comprenda lo siguiente. No sé quién mató a ese hombre. No he tenido parte en ello. Los móviles que se me atribuirían (usted los ha expuesto convincentemente) son absolutamente falsos. Admito que utilicé voluntariamente, para servir mis propósitos, un arma poco noble. Hice mal. Es probable que sufra a causa de esa falta; sin embargo, escúcheme bien: no permitiría que un inocente pagara mi error.

Durante un instante Mantland guardó silencio. Cuando habló no había la menor emoción en su voz. Podía creerse que estaban discutiendo una idea abstracta.

—Entonces, puesto que usted y Revian son inocentes de la muerte de ese hombre, nos resta a usted y a mí dilucidar qué posibilidades hay de limitar las consecuencias injustamente perjudiciales para ustedes dos, resultantes de un acontecimiento imprevisto para ambos y contra el cual no estaban en condiciones de precaverse.

—Tiene razón; ¿qué posibilidades hay?

Garlandt levantó los hombros con un movimiento que denotaba la aceptación del fatalista ante los acontecimientos que están fuera de su dominio.

—Habrá una indagación —dijo—. Es probable que las pruebas presentadas en el interrogatorio preliminar sean puramente de forma. Más adelante llamarán a otros testigos, inclusive a mí. Todos los hechos que acabamos de considerar serán publicados. Falta ver si el fiscal preferirá iniciar un juicio contra quienes estuvieron en contacto con el muerto. En todo caso, la ley es inexorable. Las pruebas serán publicadas.

Sonrió, no sin amargura, y añadió:

—Pruebas circunstanciales como las presentadas por nosotros apenas servirían para iniciar un juicio a hombres de nuestra posición. No es nuestra vida, sino nuestra reputación la que se verá procesada. En este caso el pasado de cada cual será examinado con minuciosidad. Nada tengo que ocultar. Puede alegar usted en contra, y con razón, que he trabajado a mi modo para combatir las influencias que tratan de dañar y desacreditar a mi raza.

—Le dije que había venido aquí como amigo —interrumpió Mantland—, respetándole como a hombre de honor. Comprendo mejor que nadie a qué extremos puede conducir la pasión política aun a los hombres de honor. Créame, estoy consternado de pensar en las interpretaciones que darán a su conducta en el terreno político.

—¿Acaso la vida misma de mi nación tiene que verse reducida a la esfera del oportunismo político? —la voz extraordinaria de Garlandt encerraba una pasión llena de ardorosa vehemencia—. Soy judío. Soborno a la prensa, escucho detrás de las cortinas. Pero ¿qué armas se han usado contra el judaísmo en Europa? Y también aquí, en Inglaterra: viles historias de asesinatos rituales, de brujerías, de conspiraciones contra el gobierno, de propaganda extrema comunista…, cualquier palo es bueno para pegarle al judío. ¡Acosarle, darle latigazos, hacerle mostrar los dientes! Y yo, yo trabajé por los míos, y si me veo en el trance de justificar públicamente mi conducta, no tendré vergüenza.

—¡Ya lo sé, ya lo sé! —exclamó—. Lo terrible de todo esto es que suscitará la controversia que he tratado de apaciguar. Dice usted que justificará su conducta. Los amigos de Revian ¿no utilizarán esa justificación para acusarle a usted? Lo veo clarísimo. El caso servirá para despertar amargas pasiones. Revian también sufrirá. Cuando se arroja barro, atacados y atacantes quedan mancillados por igual.

Garlandt inclinó su pesada cabeza y fijó los ojos en el suelo.

—¿Es posible que la causa de tal alboroto sea la muerte de un despreciable parásito que lejos de significar una pérdida para la comunidad su supresión ha sido un bien para todos?

Su voz apenas se oía, pero había recuperado la calma. Levantó los ojos, miró a Mantland y prosiguió.

—La situación es irónica. En cierto modo es una falta de dignidad preocuparse por semejante causa. Yo, en mi opinión, ¿tengo que invocar mi inocencia por culpa de la muerte de un ser semejante? —dijo con repugnancia—. Se lo aseguro, todo el asunto me parece odioso y en el límite de una farsa barata. El inspector en jefe me pidió que detallara lo que hice anoche. Le dije la verdad, estuve aquí, solo.

Sus labios se abrieron en una sonrisa y tuvo un gesto de irritación, raro en persona tan tranquila. Añadió:

—Siempre he preferido la dignidad del aislamiento. Ahora estoy obligado a actuar como cualquier sospechoso de homicidio; es decir, tengo que tratar de establecer una coartada. Es una indignidad que me ofende.

—Pero, considerando las posibles consecuencias, sería un falso heroísmo negarse a establecer una coartada —dijo Mantland, cuya voz tenía la brusca severidad del sentido común; y Garlandt inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Tiene razón, por supuesto. No me agrada incomodarle para que hable en mi favor, pero me parece que puede ayudarme en algo. ¿Recuerda que le llamé por teléfono anoche?

—Sí, lo recuerdo. Me pidió que viniera a verle si estaba libre…

—Exactamente. No estaba usted libre. Iba a cenar al Savoy. Utilicé el teléfono de este cuarto. Es mi línea privada, separada de las otras líneas de la casa y no la uso con frecuencia. Ayer, poco antes de las siete, hablé con usted. Fue la única llamada efectuada por esta línea durante todo el día y tuve dificultad en conseguir la comunicación con su casa. Marqué el número de la oficina, formulé mi queja y pedí que me comunicaran con usted. Así lo hicieron. Creo que la telefonista podría dar la hora exacta de mi queja. Dijo que a esa hora la línea se hallaba muy ocupada.

Mantland miraba serenamente a Garlandt.

—¿Está seguro de la hora?… ¿De la hora en que me llamó?

—Poco más o menos. Creo que la telefonista puede tal vez aclararlo sin dejar lugar a dudas. Le dije que era yo quien hablaba con el objeto de que tomara en serio mi reclamación.

Mantland lanzó un suspiro de alivio.

—Entonces si la telefonista puede dejar establecida la hora, y admito que yo no podría jurar qué hora era, su coartada es completa. Estaba usted aquí, en este cuarto, hablando por teléfono…

—Con usted. Me he disculpado cuando le pedí que corroborara mi declaración. No acostumbro solicitar ayuda —dijo Garlandt, cuyo rostro fue iluminado por una fugaz sonrisa—. El inspector en jefe nos reduce a la baja categoría de peones de ajedrez en el tablero legal. Constituye una nueva experiencia para mí que mis palabras exijan corroboración. Le agradeceré que me ayude.

—Sería más eficaz aún si la telefonista ofreciera esa prueba concreta —observó Mantland juiciosamente—. A ella por lo menos no la acusarán de parcialidad. Lo malo de este caso es que la policía, encarnada por Macdonald, encuentra razones para sospechar de las pruebas que le presentan. Acabo de decirle que he hablado con un amigo de Revian. Desgraciadamente se comportó en tal forma cuando le preguntaron datos, que despertó sospechas precisamente donde hubiera querido evitarlas.

Mantland miró a Garlandt de frente.

—Debe comprender lo siguiente: así como estoy ansioso de que no sufra usted injustamente a causa de una imputación surgida de este desgraciado asunto, estoy ansioso de que Revian no sufra por la misma razón. Aunque no esté de acuerdo con él en todo, considero injusto que su carrera se perjudique por acontecimientos en los que se ha visto comprometido sin culpa alguna.

—Admiro su imparcialidad, Mantland. Siempre la he admirado. En este mundo agitado, la imparcialidad es, de todas las virtudes, la más difícil de mantener. Antes que se marche desearía decirle que no he sugerido en forma alguna a la policía, ni a nadie, que Mr. Revian estuviera comprometido en el asunto. He evitado escrupulosamente cualquier insinuación de esta clase. Si la oigo mencionar, la negaré públicamente. Existen ciertos niveles de los cuales ni siquiera un judío descendería.

Mantland se sonrojó.

—Me avergüenza usted.

—No. No tiene por qué avergonzarse. Le agradezco que haya confiado en mí. Le agradeceré más aún si puede recordar y corroborar la hora de la llamada telefónica, aunque el hecho parezca trivial.

—Trataré de acordarme. Y haré averiguaciones para establecer ese punto… Tal vez los sirvientes recuerden la hora. Conectaron su llamada con mi cuarto.

—Sí, así fue. Su sirviente me dijo que le pasaba la comunicación a usted —terminó Garlandt poniéndose de pie y tendiéndole la mano—. Gracias. Me alegra haber tenido esta conversación.

Después que Mantland se marchó, Garlandt permaneció sentado, cavilando. Por último habló quedamente consigo mismo: «El sabe… Y si no lo sabe lo descubrirá. No hay poder sobre la tierra que lo detenga. Mi palabra no es suficiente».

Permaneció sentado, cabizbajo, mientras los pensamientos ahondaban las amargas líneas de su rostro, apenas iluminado por la luz dorada que brillaba suavemente en el cuarto silencioso.