Macdonald tocó el timbre del apartamento de Charles Raymond, y abrió la puerta un sirviente cuya voz reconoció, por ser la misma que le había contestado por teléfono esa mañana. Cuando le preguntó por Raymond, el hombre respondió que su señor estaba en casa, y condujo al inspector en jefe a través de un pequeño vestíbulo que daba a un cuarto agradable con paredes cubiertas de libros. Macdonald, que siempre percibía con rapidez los ambientes, advirtió en seguida una disimulada hostilidad o agresividad en el tono brusco de la voz de Raymond que le pedía una explicación breve del objeto de su visita. Mr. Raymond tenía un compromiso para comer fuera. Macdonald le expresó cortésmente cuánto lamentaba incomodarle, y le sugirió luego que ganaría tiempo si le permitía interrogar en primer término al sirviente, dejando las preguntas que haría al dueño de casa para algún momento menos inoportuno. Macdonald hizo tal propuesta movido por la consideración de que Mr. Raymond no era la única persona ocupada de la ciudad, y sin ninguna otra idea. El tono y el aire de superioridad de Raymond resultaban irritantes para un hombre que tampoco tenía tiempo que perder.
La reacción de Raymond ante la sugestión del detective puso a éste doblemente sobre aviso.
—Es posible que ganara tiempo, pero prefiero que me interrogue directamente…, y no por intermedio del sirviente.
«¿Lo prefiere, eh? —pensó Macdonald—. Ahora verá entonces».
En voz alta repitió su fórmula sobre el asunto que investigaba, extrajo la fotografía de Suttler junto con todos los detalles del caso y preguntó a Raymond si recordaba a ese hombre.
—Recuerdo que un hombre que estaba en la calle me preguntó quién era alguien —repuso Raymond—. Me parece que averiguó cuál de unos caballeros era Mr. Revian. Eso es todo. Nunca había visto a ese señor, y nunca volví a verlo.
—¿Tuvo ocasión de observar lo que hizo ese hombre después de hablar con usted, señor?
—Puedo decirle lo que hice yo, si esto le ayuda. Busqué mi auto. Naturalmente, no presté mucha atención a los demás.
—Gracias, señor. Si tiene la amabilidad de firmar una breve declaración, en la que diga que un hombre parecido al de esta foto le preguntó quién era Mr. Revian, y que usted nada sabe de él ni de sus pasos ulteriores, no tendré que volver a molestarle.
Macdonald sacó un block y comenzó a escribir la declaración. Al hacerlo preguntó:
—¿Puedo agregar, para que la declaración sea concluyente, que nunca oyó hablar del hombre del cual hablamos?
Macdonald levantó los ojos y sin pestañear miró de frente al otro. Tuvo la seguridad de que la mirada indiferente que se encontraba con la suya tenía la expresión de un buen jugador de póker. Su impasibilidad era un poco exagerada.
—Vea; me parece mejor romper esa declaración.
Raymond hablaba tranquila y cortésmente, pero con el tono de quien se dirige a un subalterno.
—Me hizo una pregunta y se la contesté. Añadí que nunca había visto al hombre y que no le volví a ver después. Era absolutamente desconocido para mí. Eso debería bastarle. Me parece que a ustedes los policías les gusta demasiado conseguir declaraciones firmadas. Si la cuestión se ventila en otra parte…, bueno, ambos sabemos cómo debemos proceder.
Macdonald, con un chasquido, cerró el block.
—Muy bien, señor. No seguiré molestándole. En cumplimiento de mi deber tengo que hablar con su sirviente.
Charles Raymond dejó traslucir cierta confusión. Era evidente que no había esperado la condescendencia de Macdonald.
—Puesto que es así —observó fríamente—, ¿tendrá la amabilidad de decirme en qué motivos ha basado las averiguaciones que viene a hacer aquí?
—En datos recibidos. Estoy investigando un asesinato. Es mi deber conseguir información, pero no necesariamente impartirla.
—¿Quiere decir, entonces, que considera seguro el asesinato de ese hombre? —preguntó Raymond suavemente.
—Actuamos sobre esa premisa —repuso Macdonald—. Corresponderá al jurado formular sentencia sobre las causas de la muerte, y la persona o personas responsables. Le agradezco la ayuda que me ha prestado al responder a mi interrogatorio. ¿Permite que vea al sirviente en su cuarto?
—Véale, mejor, aquí —replicó Raymond—. ¿No opone, supongo, ninguna objeción a mi presencia? Hay casos en que personas ignorantes de la ley hacen declaraciones que las comprometen injustamente. Estoy autorizado a actuar como representante legal.
—No opongo la menor objeción —repuso Macdonald.
Durante la controversia algo pedante de las frases precedentes, Macdonald sentía que hubiera sido más educado haberle dicho a Mr. Charles Raymond que no procediera como un tonto. Podría haber agregado: «Sé que es usted amigo de Revian. Evidentemente está enterado del accidente del auto. Si lo que intenta es ayudarle, lo hace en forma harto estúpida».
Pero Macdonald, ese día ya había infringido demasiado las reglas. Mr. Charles Raymond no tenía el poder de Garlandt, ni la indefensa vulnerabilidad de Jones. En opinión de Macdonald, se trataba de un asno pomposo, que hablaba con el acento que, por lo general, se atribuía a la universidad donde él se había educado. «Otro de esos linajudos del Magdalen», dijo para sí el exestudiante de segunda clase de la Universidad de Oxford.
En alta voz añadió cortésmente:
—Su presencia puede ser útil tanto al Departamento como al testigo, señor.
—¿Sí, eh? —dijo Raymond secamente mientras tocaba el timbre.
Regresó a su sitio y encendió un cigarrillo; luego, reflexionando tardíamente, tendió la caja hacia Macdonald, quien, haciendo un gesto negativo con la cabeza, le dio las gracias con brevedad. Durante el silencio que se produjo, Raymond miraba desde su asiento al inspector en jefe, observándolo pensativamente, mientras Macdonald permanecía sentado muy tranquilo, con los ojos fijos, sin ver, en la pared de enfrente. La tranquilidad era natural en él puesto que por índole tendía a la parquedad de gestos, pero su silencio e inmovilidad de ese instante no eran simplemente negativos. Con su mente aguda y avezada, Macdonald intentaba analizar al otro y tenía conciencia de todos sus movimientos: advertía la forma en que inhalaba el humo del cigarrillo, el leve movimiento irritado de uno de sus bien calzados pies, y la mirada escrutadora que le dirigía.
El silencio y la tranquilidad del inspector exasperaban a Raymond, y Macdonald lo sabía.
La puerta se abrió, y aquél dijo:
—Entre, Bent. El inspector en jefe desea hacerle unas preguntas.
Bent era un hombre grueso y bajo, de cuarenta años poco más o menos, e hizo frente a Macdonald con un leve aire belicoso. Éste le presentó varias fotografías.
—¿Quiere mirar bien estas fotos y decirme si reconoce a alguien entre ellas? Puede pedírsele que repita bajo juramento cualquier declaración que formule, de modo que tenga cuidado antes de decidirse.
Bent tomó las fotografías y las estudió.
—No soy buen fisonomista —dijo—. Si es cuestión de jurar, no juraría a propósito de ninguna.
—En otras palabras, ¿no está seguro de la identidad de ninguna de estas caras? ¿No le recuerdan absolutamente nada?
—No diría tanto. Esta…, bueno, podría ser Mr. Revian. Esta…, bueno, la he visto, pero no podría decir cómo se llama. Esta… se parece a un mozo de comedor que conocí.
—Muy bien. Tenga las fotos un rato más. ¿Llevó usted a su señor a la recepción de lady Marsham el 25 de abril, y lo esperó fuera?
—Sí.
—¿Estacionó el auto, un Hillman Mix, B. I. U. 1666, a la vuelta de la esquina en Cumberland Close, mientras esperaba?
—Sí.
—¿Y anduvo de un lado al otro para entrar en calor, unas veces frente a la casa, otras por un lado?
—Sí.
Macdonald tanteaba el terreno. Bent era un testigo bastante transparente; costaba poco seguir la orientación de su cerebro. El inspector trataba de insinuar en la mente del hombre la probabilidad de que su interrogador sabía todo lo acontecido durante esa espera junto a Strafford House. Bent le parecía un hombre cauteloso, que no arriesgaba una declaración errónea, susceptible de ser utilizada en contra de él.
—En cierto momento de su espera ¿vio a un hombre con traje de etiqueta en el balcón que al parecer había salido a respirar aire fresco?
Era un tiro al azar, basado en la declaración de Garlandt, pero que dio en el blanco. Inquieto, el hombre vaciló.
—¿Le vio o no le vio? —dijo Macdonald—. Si es que no, dígalo.
No en vano el inspector en jefe había tratado a los hombres durante muchos años, y poseía el poder de dominarles. Bent era un sirviente acostumbrado a recibir órdenes y también un individuo cauteloso. Observando a Macdonald, se sometió a la autoridad que sentía en él.
—Vi a un caballero en el balcón durante uno o dos minutos, pero no me fijé bien en él.
—Tal vez estaba usted más interesado en las personas de la calle. Debe de ser muy aburrido esperar. He hablado con otro chófer que también esperó frente a Strafford House esa noche. Me detalló su manera de pasar el tiempo.
—¿Por qué no le hace a él todas estas preguntas, entonces? —dijo Bent con brusquedad.
—Se las hice —replicó Macdonald secamente—, pero deseamos obtener una segunda declaración en apoyo de la primera.
Raymond se movió con irritación y miró su reloj. Macdonald sonrió para sus adentros. Por lo menos el señor, ya que no el sirviente, comprendía el método empleado.
—Vuelva a mirar la fotografía número uno —prosiguió Macdonald—. Ese hombre se hallaba entre los espectadores en la acera de Strafford House. ¿Le recuerda ahora?
Raymond intervino.
—¿No le parece una minuciosidad innecesaria, inspector? Ya le dije que ese hombre estaba allí.
—Le he explicado que tratamos de corroborar todas las declaraciones, señor —replicó Macdonald plácidamente, y se volvió de nuevo hacia Bent—. ¿Recuerda haber visto a este hombre?
—Vi a un tipo que se le parecía un poco.
—¿Un poco nada más? Se trata de un individuo de aspecto curioso…, anticuado, bien vestido y pulcro. ¿Le oyó hablar con alguien?
—Tal vez habló. No recuerdo.
—Cuando su amo salió a la calle ¿tenía usted el auto estacionado a la vuelta de la esquina?
—Sí.
—¿Fue usted a buscarlo?
—Sí.
—¿Vio a este hombre o a alguien que se le pareciera, alejarse de la entrada y dirigirse hacia Oxford Street?
Bent sudaba. Macdonald comprendía perfectamente su agitación. Raymond había aleccionado al sirviente para que proporcionara el mínimo de información, para que dijese que no recordaba los acontecimientos de esa noche. No obstante, Bent respetaba la autoridad de la policía. No iba a pronunciar un «no» categórico a una pregunta si sabía que ese «no» era mentira, y con seguridad se probaría que lo era.
—Vi a un viejo con sombrero hongo que se alejó en esa dirección.
—¿Advirtió que alguien le siguiera?
—No podría decirlo.
En este punto, Macdonald se permitió una pausa. No estaba seguro aún de la causa que provocaba el recelo de los dos hombres. En su fuero interno estaba convencido de que ambos ocultaban algo, pero sus convicciones no constituían pruebas. Raymond rompió el silencio, hablando brevemente con la voz de quien se impacienta ante la ineptitud ajena.
—¿No ha terminado todavía su interrogatorio, inspector? No tengo demasiado tiempo que perder.
—Y yo, que cumplo mi deber, tampoco tengo absolutamente ningún tiempo que perder, señor —replicó Macdonald con voz tan suave como la de Raymond. Luego, volviéndose hacia Bent añadió—: Debo hacerle otra pregunta y no creo que le sea difícil contestarla. ¿Qué hizo usted entre las seis y las siete y media de anoche?
Bent se sonrojó violentamente y Macdonald prosiguió:
—Estoy investigando un caso de homicidio… o probable homicidio. El hombre cuyo retrato tiene en la mano fue muerto anoche. Mi propósito al hacer preguntas es eliminar de la lista de sospechosos a todos los que han estado en contacto con él.
—No está obligado a contestar esa última pregunta, Bent —interrumpió Raymond. Y dirigiéndose a Macdonald dijo—: Me parece que está extralimitando su autoridad. Es ridículo sospechar de Bent en este asunto si no hay más razones que las aducidas hasta ahora.
Macdonald hizo como si no hubiese oído a Raymond y se dirigió otra vez a Bent.
—Si sospecha que usted ha cometido un crimen, o tuviera intención de acusarle de ese crimen, sería mi deber advertirle que todo lo que diga podría anotarse y emplearse en contra de usted. No tengo prueba alguna al respecto, pero le advertí que podrían pedirle que repitiera su declaración bajo juramento. Como hace notar su amo, es usted libre de no contestarme. Más adelante, si recibe una citación, tendrá que responder bajo pena de rebeldía contra el tribunal.
Por primera vez, Bent se expresó en forma perfectamente natural, como hombre y no como sirviente. A pesar del aprecio que tenía a su señor, Macdonald le había inspirado temor de la ley.
—Si cree que despaché al hombre, debe de estar loco —dijo bruscamente—. No le conocía. Nunca le había visto antes de esa noche.
—Entonces ¿por qué esa mala voluntad para contestar mis preguntas? No tiene más que decir toda la verdad, en lugar de actuar con tanta prudencia. Una vez más: ¿está o no dispuesto a declarar lo que hizo anoche entre las seis y las siete y media? Ahí tiene una silla. Mejor será que se siente.
Bent se sentó. Había llegado al punto de olvidar la presencia de su señor. Ahora se concentraba en Macdonald.
—Oiga, no puede tenderme un lazo porque yo no lo hice. Sólo llegué allí después. Estuve en los Voluntarios hasta cerca de las siete. Luego marché hacia High Street; iba a visitar a un amigo, y vi cuando introducían el cuerpo en la ambulancia. Para entonces, hacía rato que estaba muerto. Yo me encontraba en los Voluntarios cando le despacharon. Pregúntele a Jack Cripps. Él me conoce. En cuanto al pobre viejo que despacharon, no le conozco ni por el forro. Sólo le vi esa vez en la acera de Strafford House.
—Es todo cuanto quiero saber —dijo Macdonald—. Me ocuparé de que Cripps corrobore su declaración. ¿Puede darme su dirección?
—190, Bolton Mews. Había otras personas allí. Él le dirá.
—Muy bien. Ahora puede retirarse —dijo Macdonald.
Al cerrarse la puerta detrás de Bent, quien antes de salir lanzó una lastimera mirada a su señor, Raymond habló:
—Óigame, inspector…
Macdonald miró su reloj.
—Cumplo una tarea, señor, y tengo obligaciones en otra parte. Si quiere formular alguna queja en contra de mí, sabe sin duda dónde debe dirigirse. Si desea hacer cualquier otra declaración no tiene más que pedir hora para presentarse.
—Si imagina…
—No imagino nada, señor. Estoy reuniendo pruebas y esas pruebas serán examinadas en otra oportunidad. Siento no poder perder más tiempo por el momento. Buenas tardes.
Dos motivos habían originado la pronta retirada de Macdonald de la casa de Charles Raymond. Primero, estaba ansioso por estar presente, si era posible, en el andén de la estación Baker Street cuando apareciera por allí el autor de la carta escrita al difunto Joseph Suttler. La misiva hallada esa mañana entre la correspondencia de Suttler podía ser un hilo que sirviera para obtener pruebas importantes concernientes a las actividades del muerto. En segundo lugar, Macdonald consideraba buena política dejar que Raymond «hirviera un rato en su propia salsa», después de una entrevista evidentemente perturbadora para él. Macdonald no deseaba formular más preguntas a Mr. Raymond hasta que hubiera tenido tiempo de dilucidar las implicaciones involucradas en el interrogatorio que había hecho a Bent.
Mientras se dirigía en auto de Mount Street a Baker Street, el inspector en jefe daba forma a su interpretación de la actitud de Raymond.
Era amigo de Revian. (Pearson había insistido sobre este punto). Bent, que había visto colocar el cuerpo de Suttler en la ambulancia, no podía ser el chófer que había difundido el rumor de que el auto de Revian era el que había matado a Suttler. Además, probablemente, Bent había contado a su señor todo lo que había observado durante la recepción de lady Marsham, inclusive el hecho de que la víctima del accidente era quien había preguntado por el nombre de Revian, y también que Garlandt, al salir de Strafford House, había seguido a Suttler, y que Garlandt había estado en el balcón en cierto momento de la noche.
Con mucha sagacidad, Macdonald había adivinado la situación existente entre Garlandt y Suttler y había dado con la verdad, aunque no podía probarla. Suponía que Garlandt había divisado a Suttler desde el balcón, que había oído la pregunta de éste sobre la identidad de Revian, y que había seguido a Suttler con la intención de averiguar la razón por la cual se interesaba por Revian.
El interés de Raymond en el asunto se debía a su deseo de evitar que Revian se viera comprometido en la investigación policiaca, y había ordenado a su sirviente que guardara reserva. Poco le faltó a Macdonald para reír ante el juego de ideas que condujeron al desenlace durante el cual Bent había admitido su presencia junto a la ambulancia. El hecho de que un chófer pudiera tan fácilmente cometer el crimen en cuestión, había impulsado a Macdonald, en forma directa, a hacer quedar a Charles Raymond como un verdadero tonto, o peor que tonto. También habían cristalizado en la mente de Macdonald mayores sospechas de Barry Revian y sus amigos. «Y puesto que Mr. Charles Raymond, a juzgar por sus antecedentes, está lejos de ser un tonto, probablemente se da cuenta de ello y clama al cielo en este momento», reflexionaba el inspector en jefe, quien era tan humano como cualquiera en sus simpatías y antipatías.
Llegado a Baker Street, previo arreglo con las autoridades correspondientes, Macdonald tomó por el momento la apariencia de un portero, y se ocupó de la salida y entrada de trenes, prestando especial atención a las puertas y a los pasajeros seniles. Pronto advirtió a la única persona que esperaba, sin la intención, aparentemente, de gozar del privilegio de viajar en dirección al oeste hacia la enorme variedad de distritos servidos por el subterráneo. Era un hombre de aspecto rudo, gordo y grandote, con una chaqueta gruesa, y su humor no parecía mejorar con la espera. Aguardó casi una hora antes de tomar un tren que se dirigía a Hammersmith, mientras Macdonald le seguía; «Cara Chata», como le apodó el inspector en jefe, descendió del vagón en Paddington, donde cambió por la línea de Bakerloo y regresó a Oxford Circus. Allí cambió otra vez y volvió a torcer su dirección hacia Queen’s Park, descendiendo dos minutos después en la estación Regent’s Park. Por el andén casi desierto le siguió Macdonald. Hubo un momento como de juego entre el gato y el ratón en el pasaje que conducía a los ascensores, y luego «Cara Chata» le hizo frente. En un pasaje subterráneo desierto, dio media vuelta, aproximó su rostro agresivo hasta colocarlo a una pulgada de la cara del hombre de Scotland Yard, e inquirió en tono de pocos amigos:
—¡Bueno! ¿Qué hay? Retírese o le irá mal. Me tiene harto. ¡Váyase! ¿Me oye?
—Le oigo…, pero no pienso irme —replicó Macdonald, con los pies prontos a desplazarse y los puños listos para defenderse.
Cosa curiosa, en lugar de fastidio sentía vitalidad. Esa tarde, más temprano, había deseado usar sus puños y era evidente que se le iba a presentar la oportunidad, como efectivamente se produjo.
De haberse hallado desprevenido o menos entrenado, el ataque de «Cara Chata» le hubiera, ciertamente, dejado fuera de combate. En cambio, después de desviar y devolver dos pesados puñetazos, «Cara Chata» descuidó la defensa de su cuerpo, que no estaba en condiciones de lucha. Con el pesado quejido de un hombre sin resuello, se desplomó dolorosamente sobre el suelo, incapaz de expresar con palabras sus sentimientos. En ese instante un taquillero y un ascensorista llegaron corriendo y fueron recibidos con un lacónico «Scotland Yard» y la presentación de un carnet de la Policía. Macdonald se dirigió al jadeante gordinflón caído en el suelo.
—Lo que le ha ocurrido es culpa exclusiva suya. Recibió su merecido. Se encuentra usted en el infortunado caso de haber atacado a un oficial de policía en cumplimiento de servicio. ¿Me sigue usted tranquilamente o tendré que esposarle? Hay un agente ahí fuera.
Cuando recobró el aliento, «Cara Chata» encontró un montón de cosas que decir. Resultaron impertinentes, puesto que se referían a la naturaleza de los progenitores de Macdonald.
—Basta de insolencias —espetó éste—. Se ha metido usted en un lío bastante grande, y no necesita agregar una acusación de desacato. No sea idiota. Si le seguí, fue porque quería hablar con usted, de preferencia en su casa.
«Cara Chata» se irguió.
—¿Para qué? Usted…, la policía no puede achacarme nada.
—No dije eso. Si hubiera tenido usted el criterio suficiente para hablar antes de atacarme, se habría evitado todos estos inconvenientes. Ahora tendrá que venir a hablar conmigo a Scotland Yard.
Un agente, llamado por el taquillero, llegó y se detuvo junto a Macdonald. «Cara Chata» se puso de pie con dificultad y decidió someterse a la fuerza de las circunstancias. Minutos después los tres hombres, instalados en un taxi, se dirigían a Scotland Yard; una vez que se encontraron allí empezó el interrogatorio.
—Deme su nombre y dirección —comenzó diciendo Macdonald—. Es inútil que se niegue. Obtendré su identidad antes de esta misma noche. Si prefiere, puede pasarla en una celda. Pero si se aviene a contestar las preguntas, podrá seguramente regresar a su casa.
«Cara Chata» se rascó la cabeza.
—Escuche —dijo—. No tuve la intención de hacerle daño. No sabía que era de la policía. Usted me siguió ¿comprende? Me disgusta que me espíen y que me sigan. Sólo quise derribarle para huir. Creo que no le lastimé.
Macdonald rió. No pudo evitarlo.
—No, por cierto; no me lastimó. Si no se mantiene en mejor forma, sus días de púgil han terminado.
—Sí… —dijo, y una sonrisa triste se dibujó en su ancho rostro—. Su derecha es maravillosa. Me pegó de lleno. Bueno, sin rencor por ambos lados, espero. Me llamo Giles Granby. Poseo una buena taberna por el lado de Camden Town, «El Cerdo Moteado». Todo en orden. Nunca se han quejado desde que me dieron el permiso. Por nada hubiera deseado verme en este lío. Nunca he tenido nada con la policía. Es una tontería. Lo cierto es que me enfadé. Perdí los estribos.
—Así es —dijo Macdonald jovialmente—. ¿Querría ahora decirme por qué le hacía chantaje Joseph Suttler?
El rostro de Granby se sonrojó hasta ponerse color púrpura y sus ojos azules demostraron sobresalto.
—Nunca le he oído nombrar —replicó.
—¿No? ¿Y esta carta? Seguramente usted ha oído hablar de impresiones digitales, aunque nunca le hayan tomado las suyas. Ha estampado de muchas maneras su firma en este papel.
Granby permanecía sentado con la mirada fija; su cara se asemejaba a una imagen del desaliento.
—El asqueroso… —observó tristemente—. Quiere decir que me traicionó. Bueno, tendré que consultar con mi abogado.
—No deje de consultarle. Y dígale que anoche mataron a Joseph Suttler…, probablemente fue asesinado.
—¡Cielos!… Bueno, hay que dar gracias a Dios por ello.
Granby extrajo un pañuelo del bolsillo, se enjugó la cara y se sonó prolongada y ruidosamente.
—No porque tuviera razón alguna para desearle daño, pero me desagradaba, y ésa es la verdad. Me engañó por completo, con sus modales relamidos. Se trataba de un perro. Me vendió un cachorro, de raza, según dijo. Resultó un verdadero mestizo. Le había entregado una parte del precio en depósito, y no tenía inconveniente en llegar a un acuerdo razonable con él…, pero no en pagarle lo que pedía. El perro murió aplastado por un auto. Era un animal muy tonto.
—Le diré que para un cuento inventado en el momento no está tan mal —comentó Macdonald jovialmente—. Pero temo que no sirva. No convencería al tribunal ¿verdad? Piense otra vez. El hombre murió asesinado. A usted le hacía chantaje.
Nuevamente Macdonald empleó la política del silencio prolongado. Granby, sentado, retorcía el pañuelo con sus fuertes manos; su rostro expresaba perplejidad. Luego dijo lentamente:
—No digo que la situación no sea delicada, muy delicada. Ese Suttler era un… asqueroso. La clase de tipo que se hace despachar —y enfrentándose a Macdonald con mayor esperanza, añadió—: Oiga, señor. No soy tan tonto como parezco. Usted es decente. Me derribó del primer golpe y no se ha vanagloriado de ello. No me va a juzgar sucio haciéndome pasar por el asesino de Suttler sin darme la oportunidad de defenderme. ¿Cuándo le mataron…, y cómo?
—Le mataron ayer a eso de las siete de la noche.
—¡Albricias! Excelente para mí. Estuve en la taberna de seis y media a diez. Bob, mi camarero, me acompañó durante ese tiempo, y una cantidad de parroquianos pueden jurar que me encontraba allí. ¿Comprende? Yo no le disparé el tiro. ¡Dios! Ahora que lo pienso, si hubiera sabido que estaba muerto, ¿habría perdido el tiempo esperándole en ese maldito andén? No lo creo. Hubiera estado despachando bebidas gratis a todos, y celebrando la cosa. Era un tipo asqueroso.
—Estoy seguro de que lo era —replicó Macdonald, y en su voz había sinceridad—. Con todo, un asesinato es un asesinato. Además, hay esto: si no averiguo la verdad, me parece que un pobre empleado ladronzuelo, miserable y muerto de hambre, irá a la horca por culpa de este asunto. Tengo que descubrir todo lo que haya por descubrir referente a Suttler. Aquí es donde puede ayudarme usted. Si nada tiene que ver con el caso, le doy mi palabra de que su lío con él no se ventilará en el juicio.
—Gracias, señor. Lo creo. Comprendo su situación, pero entre usted y yo, hablando confidencialmente, no puedo decir nada. Es categórico. No puedo. Prefiero que me ahorquen. Se lo digo francamente.
—Bueno, no tengo derecho a obligarle —replicó Macdonald—, pero le advierto lo siguiente: si se niega usted a hablar, tendrá que comparecer ante el tribunal. Sabe cómo le interrogarán. Si no lo sabe, asista algún día a algún juicio y escuche a un abogado de primera durante un interrogatorio. No es una experiencia cómoda… y su historia aparecerá en todos los diarios de Inglaterra.
El hombre movió la cabeza.
—Lo siento, pero ya se lo he dicho, y es así. No hablaré.
—Como quiera. Puede irse ahora a su casa…, pero tendrá que comparecer más adelante ante el tribunal y contestar a las preguntas que le formulen sobre sus tratos con Suttler.
Granby quedó boquiabierto.
—Pero ¿y el puñetazo que le di durante la pelea del subterráneo?
—No me pegó. No dejé que lo hiciera. Sin rencor por ambos lados.
Una sonrisa iluminó la cara del expúgil.
—¡Dios! Usted es un caballero. ¿Me permite estrechar su mano?
Macdonald le estrechó la mano. Había algo patético en la alegría de Mr. Giles Granby mientras se apresuraba a salir de allí, para ser seguido hasta «El Cerdo Moteado» por un agente del Departamento de Investigaciones Criminales.
«Nos será más útil en su casa que encerrado en una celda», reflexionó Macdonald, permitiéndose el colosal bostezo que había estado rechazando desde hacía rato.