Dos fuertes impresiones luchaban en la mente de Macdonald cuando éste abandonó la casa de Mark Garlandt. Por un lado comprendía que su informe oficial de la entrevista acentuaría la sospecha de que Garlandt se hallaba en alguna forma vinculado a la muerte de Suttler. Hasta la habilidad con que el judío había hecho frente a sus preguntas ayudaba a reforzar esa suposición. La descripción hecha por Garlandt de su entrevista con Suttler era casi una obra de arte, muy natural y circunstanciada, y coincidía por completo con el informe del sargento Tree. La subsiguiente explicación de su presencia en Marylebone Place había sido también admirable y astuta por lo completa. Su admisión de la campaña contra Revian y la reticencia final mediante la cual había aceptado que callaba algo, todo estaba a la altura de un alegato hecho por un abogado defensor. Macdonald no podía describir en su informe la impresión que tenía de la integridad de Garlandt. Poseía suficiente lógica como para comprender que semejante explicación iría en contra de sus propios fines. En esencia, el judío le había hecho una escena emocional. La personalidad de Garlandt era tan poderosa que había conseguido ejercer influencia sobre un escocés tozudo, al punto que éste se sentía incómodo al recordar esa influencia. Cuando Macdonald salió de la casa de Westminster se sintió poseído por una sensación similar al agotamiento. Se quitó el sombrero y caminó con la cabeza al aire frío, analizando su conducta durante la entrevista. En su fuero interno se daba la razón, se decía que una declaración plena del caso había sido esencial en el trato con ese vigoroso cerebro Contra esto luchaba una impresión contraria: le habían inducido a hablar; su mente había sido puesta al descubierto por la potencia de la personalidad del otro. Al evocar Ta entrevista, Macdonald sabía que se había hecho acreedor a una grave reprimenda oficial si el comisario no aprobaba su actuación. Con obstinación y pugnacidad nativas encaró esa posibilidad y sacó finalmente para sí la siguiente conclusión: «Si hubiese sabido que significaba mi renuncia y que por ello se exonerarían, no hubiera procedido de otro modo… ¡Caramba! Necesito un poco de cerveza después de todo esto».
De la casa de uno de los hombres más ricos de Londres, Macdonald dirigió sus pasos —después de la cerveza y una sólida comida— hacia un establecimiento muy distinto, donde se encuentran muchos de los más desamparados: la cárcel. Owen Jones, el empleado que sería acusado de «violación de domicilio», tenía que ser entrevistado como lo habían sido Revian y Garlandt.
No sin cierta irónica amargura, Macdonald comprendía que una acusación probada contra el mísero Jones tendría una popularidad mucho mayor entre las autoridades que si se probaba contra hombres de la posición de Revian o Garlandt.
Desde el punto de vista de la carrera de Macdonald resultaba mucho más conveniente lo primero, y precisamente por eso encaró su próxima entrevista con Jones decidido a ayudarle en todo lo posible. El desgraciado corría el riesgo de servir de víctima propiciatoria.
Una vez más Macdonald decidió seguir su inclinación, y…, ¡al diablo las consecuencias!
En presencia del rostro delgado y pálido y las flacas extremidades del cautivo, el inspector en jefe puso otra vez las cartas sobre la mesa.
—Será mejor que comprenda exactamente cómo están las cosas, Jones. En lo que le concierne, la perspectiva no es muy buena. Después de hacerle firmar ese documento en el que admitía el robo, Suttler murió atropellado por un poderoso automóvil.
—Lo sé. Le vi después de muerto, tirado allí en la calle. ¡Dios mío! He soñado con ello toda la noche. También soñé que lo había hecho yo.
En la débil voz había un sollozo de hombre, y Macdonald replicó brevemente:
—No quiero oír la explicación de sus sueños. Quiero saber exactamente qué hizo ayer cuando salió de la oficina. Diga la verdad, hombre…, es su única esperanza.
Jones tragó saliva.
—No le maté, señor, le aseguro que no. Deseaba hacerlo…, pero no sabía cómo.
—No sea tan infeliz —espetó Macdonald—. Comprenda que lo que está diciendo puede usarse como prueba en contra de usted. No interesa lo que quiso hacer, sino lo que hizo. ¿A qué hora salió de la oficina?
—A las seis. Como siempre. Tomé un billete para Baker Street. Sabía que él siempre regresaba a su casa por el mismo camino.
—¿Cómo lo sabía?
—Le había seguido otras veces porque había adivinado que estaba enterado… de aquello. Pensé que podría descubrir algo sobre él. Sabía que era mala persona. A pesar de sus modales relamidos me causaba siempre esa impresión…
—¿A qué hora llegó usted a Baker Street?
—Alrededor de las seis y veinte. En el subterráneo. Anduve un poco pensando. No sé por dónde. Era temprano para que él llegara. Salía a las seis y media. Caminé un rato hacia el parque y luego hacia Allsop Place y crucé Marylebone Road. No sé los nombres de todas las calles, pero esperé, por ahí, en Nottingham Street y vigilé desde la esquina. Creo que vi el auto que lo hizo. Un Ford V 8, ¿verdad? Una maravilla.
—¿Dónde lo vio?
—En la calle por la cual iba el viejo inmundo, lindando con el asilo. El auto estaba junto a la acera y el chófer leía un diario.
—¿Puede describirme a ese chófer?
—Era un tipo moreno, de bigotes, con uniforme azul marino. No me fijé especialmente en él. Vi cuando el auto doblaba la esquina como una bala; volaba casi. Luego un chico lanzó un grito y el agente corrió. Cuando llegué a la esquina y vi lo que había ocurrido tuve una especie de náusea. Anduve por ahí…, me sentía tan raro que al principio no veía nada. Luego otros empezaron a correr y fui a mirar… para cerciorarme.
El hombre gesticulaba con su cara pálida y se retorcía los dedos, entrelazándolos hasta hacer sonar los flojos nudillos.
—Allí estaba, muerto, aplastado… Pensé que era una respuesta a mis ruegos… El muerto… Una oportunidad. He recordado lo que me enseñaron en la iglesia cuando niño. Uno no puede escapar. Usted me atrapó. Cree que yo lo hice. ¡Oh, prosiga su tarea! Estoy harto —dijo con temblor en la voz.
—Oiga, hombre, no sea tan imbécil. No creo que usted lo hizo. Aunque no dudo que lo hubiera hecho, de haberse visto ante una oportunidad de salir impune.
La voz áspera de Macdonald no carecía de bondad, y Jones lo miró con ojos enfermizos y desgraciados.
—Es cierto. Ya se lo dije. No tengo agallas.
—Si tiene suficientes agallas para recordar exactamente lo que hizo, puede verse libre de la acusación de homicidio y empezar de nuevo, después de cumplir una condena corta —dijo Macdonald—. Casado, ¿verdad? De usted depende salir de este lío. Serénese. Dice que vio correr al sargento. ¿Se encontraba detrás de él…, más allá de la esquina?
—Sí. Había estado tratando de eludirle. Yo tenía miedo, y me lanzó una mirada fea cuando le vi por primera vez.
—¿Cuándo le vio por primera vez?
—Un rato antes. En Marylebone Road. Si él no hubiera estado allí, yo hubiera esperado más cerca de la esquina. Entré en una casa de apartamentos con la puerta abierta. Esperé un poco allí para dar tiempo a que el agente se alejara.
Macdonald estaba a punto de blasfemar de exasperación. ¿No habría nunca una prueba en este caso endemoniado?
La declaración entrecortada del hombre permitía suponer su culpabilidad. Cualquier fiscal estaría en condiciones de demostrarla fácilmente.
Al llegar a Baker Street a las seis y veinte, Jones tenía tiempo de tomar un autobús (y hasta de ir a pie) para dirigirse a la casa de Revian, robar el auto y estacionarlo unos minutos en Nottingham Street. Apeándose, podía haber atraído la atención del sargento Tree en Marylebone Street, para luego regresar al auto, cometer el crimen, estacionar el vehículo en Beaumont Street y volver de prisa a ver si su plan había tenido éxito. Aunque Jones afirmaba que estaba en Nottingham Street eludiendo al agente de policía, no había modo de probar que había estado allí, refugiado en un portal.
Si al menos hubiera atraído la atención de Tree durante los minutos que precedieron al crimen, Jones quedaría fuera del asunto. Recordando la fuerza del móvil que podía atribuírsele y su comportamiento ulterior al violar la oficina de Suttler para recobrar el documento que había firmado, Macdonald comprendió demasiado bien la gravedad de la acusación que podía presentarse en contra de Owen Jones.
Además, el hombre era tan evidentemente inseguro, un ser tan débil, emotivo y desgraciado, que cualquier jurado le creería culpable.
—¿No puede recordar con mayor claridad lo que hizo ayer por la tarde? —insistió Macdonald—. Dice que viajó en subterráneo y llegó a las seis y veinte a Baker Street.
—Así es. Me fijé en la hora.
—¿Por qué puerta salió de la estación de Baker Street?
—La de la esquina de Marylebone Road.
—¿Y luego?
—Ya se lo dije. Caminé hasta Regent’s Park para respirar un poco de aire puro. Entré por el portón que está junto al lago; queda cerca del subterráneo.
—¿Clarence Gate?
—Sí. Estuve bordeando la verja del parque durante diez minutos. Oí que un reloj daba las seis y media. Un reloj de iglesia o algo así. Un carillón.
—Es el reloj de la Sociedad Constructora Abbey Road… ¿Y después?
—Regresé por donde había ido, me dirigí a Clarence Gate y tomé por Allsop Place. Por ahí se llega al Museo Tussaud. Crucé Marylebone Road y anduve dando vueltas. Allí fue donde vi que el agente me miraba. Luego atravesé el cementerio. Conduce a High Street.
—Sí. Pasando por el extremo de Beaumont Street —dijo Macdonald. Pero la cara de Jones no reflejó el menor destello de temor o de interés al oír ese nombre.
—No conozco los nombres de todas las calles de ese barrio. Viré a la derecha… Encaminándome por esa calle contigua al asilo donde vi el auto. Luego volví la esquina. Vi de nuevo al agente, pero él no se fijó en mí. Estaba a buena distancia en esa misma calle. Me deslicé en la entrada de una casa. Había nombres en un tablero, de inquilinos o algo así. Sudaba a mares. No sabía qué hacer. Luego salí de la casa pensando que tenía el tiempo justo de ver pasar por la esquina al viejo sinvergüenza. Y era así. En ese momento ocurrió todo.
—¿No recuerda haber encontrado a alguien? ¿No puede describir a alguien que haya visto mientras caminaba…, en el cementerio, por ejemplo?
Jones hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No. No prestaba atención a nadie, sólo a ese agente. Tenía a la policía en el cerebro.
—¿No comprende que si proporciona un solo testigo capaz de probar que hizo usted el camino cuyo itinerario acaba de señalarme se vería libre de toda acusación de homicidio? Piense otra vez.
Macdonald extrajo su cigarrera, haciendo caso omiso del reglamento, y la ofreció a su interlocutor. Con mano insegura y trémula Jones tomó un cigarrillo.
—Gracias, señor. ¡Dios mío! Es usted muy bueno.
Cuando Macdonald le encendió el cigarrillo, el hombre se tragó el humo y prosiguió:
—Usted comprende; me sentía tan mal que algo en mi interior enloqueció. Me sentía enfermo y bañado en sudor frío. Sabía lo que deseaba hacer, pero sabía también que no me atrevería. No veía a nadie; no veía más que lo que estaba pensando.
«Al parecer, no hay esperanza —pensó Macdonald—. La única oportunidad de salvarle era que algún transeúnte se hubiera fijado en ese hombre aturdido y pálido».
—Trate de recordar todo lo que pueda de esa caminata suya. Tal vez surja algún detalle —instó Macdonald; y luego añadió—: ¿Tiene usted carnet de conducir?
Jones asintió con la cabeza.
—Sí. Me encanta conducir. De esto nació todo. Substraje ese dinero porque compré un auto. No debí hacerlo nunca.
—Según insinuó usted hace un momento, sabía que Suttler era una mala persona aun antes de que le obligara a firmar ese papel. ¿Qué quiso decir?
Jones se encogió de hombros apáticamente.
—No lo sé. Era una impresión porque sí. ¡Ah! Hubo algo raro. Ayer por la tarde. ¿Fue ayer? Parece que han pasado años. Un hombre entró en la oficina. Se llamaba Scoresby. Confundió a Suttler con otra persona. Creyó reconocerle. Dijo que era un sacristán o algo así. Sacristán; sí, era eso. ¿Cavan tumbas, no? ¿Cuál fue el nombre que dijo…? Bagster. Algo así. Sacristán en «St. Mary the Less». Se me quedó grabado. No porque esto establezca una diferencia. Apostaría que el viejo Suttler era un pícaro. Lo sentía, no sé por qué.
—¿Recuerda al chófer que vio en el auto…, el Ford V 8? ¿Podría reconocerle?
—Podría. No, no podría. Leía un diario. Apenas le vi la cara. Era moreno, como cualquiera con gorra de chófer.
Cuando Macdonald regresó a Scotland Yard hizo llamar al inspector Jenkins y al detective Reeves. Dio a ambos fotografías de Jones y un resumen de su relato.
—Si salen ahora, es más o menos la hora justa. Eran las seis y veinte cuando Jones llegó a Baker Street, y cerca de las seis y cuarenta cuando se encontraba en Marylebone Road. Pregunten a los vendedores ambulantes. Hay floristas en las paradas de autobús de Baker Street. Seguramente había también algún guardián en el parque junto a la entrada de peatones de Clarence Gate. Investiguen a todos. Usted, Reeves, vaya desde la estación Baker Street hasta más allá de Clarence Gate. Usted, Jenkins, desde la estación, pasando por el cementerio. Si le parece, pregunte a los asilados, a los conductores de taxi estacionados allí, y hasta a los niños del coro y a los asistentes a la escuela nocturna. El tipo debía de tener un aspecto desesperado. De todos modos, hagan lo posible.
—El asunto se presenta mal para él, jefe —dijo Jenkins.
Y Macdonald exclamó exasperado:
—¿Mal? Puede decirse que ya está ahorcado. Nadie le creerá. Tiene, además, la desgracia de parecer mentiroso.
—Pero ¿usted le cree? —preguntó Jenkins.
—Sabe Dios lo que creo —replicó Macdonald—. Cualquiera de los tres pudo haber cometido el crimen: Revian, Garlandt o Jones. Todos tienen un móvil y ninguno una coartada. Pero el que pagará probablemente en la horca será Jones. ¡Pobre diablo ladronzuelo! ¡Como si hubiera tenido el valor de conducir ese auto sin titubear! Lo habría deshecho en la esquina después de un choque de mil demonios.
Pocas veces Macdonald empleaba un lenguaje tan exaltado, y Jenkins arqueó las cejas.
—Pero, jefe, esa clase de tipo de galense histérico «puede» a veces actuar bajo un impulso, aunque después se desmorone.
—Ya lo sé —dijo Macdonald calmado—. Cualquier médico diría que es así… y que los tipos de esa clase se vienen abajo después, como este muchacho. Si no encontramos a alguien que pruebe la veracidad de su deshilvanada narración, le acusarán de homicidio y le condenarán; y Garlandt y Revian podrán continuar en sus destacadas carreras sin ninguna ventaja o desventaja para ambos.
Jenkins sonrió.
—¿Demasiado ricos para su gusto, los dos?
—Quizá. No; eso no es lo principal, sino la ventaja que tienen en el caso presente. Por lo que sabemos hasta ahora, existen el móvil y la oportunidad contra los tres: Revian, Garlandt y Jones. En mi opinión, ninguno de los dos primeros será acusado sobre la base de pruebas circunstanciales. Tienen demasiadas influencias. Si se les acusa, poseen los medios para nombrar a un abogado que los salve. De los tres, Jones sería el acusado. Nada de abogados brillantes para él. Parece culpable. Y más aún cuando habla. De pie ante el tribunal sollozará y explicará cuánto odiaba a Suttler. Si ustedes y yo no podemos probar su inocencia, le ahorcarán.
—El simple buen sentido, ¿no nos indica que Jones es el más sospechoso de los tres? —preguntó Jenkins cuerdamente.
—Por supuesto que sí…, pero si él tuvo agallas para cometer el crimen, yo soy capaz de comerme el sombrero. Sólo un hombre resuelto, de sangre fría, ha podido, primero, robar el auto, para luego esperar pacientemente la llegada de Suttler y, por último, dominar el vehículo y hacerlo virar en la esquina sobre dos ruedas sin dejar de acelerar. Revian podría haberlo hecho. Garlandt también…, pero no este infeliz, atormentado por el desequilibrio de sus nervios. Pero ¿de qué vale este argumento contra la acusación?
—De nada —dijo Jenkins—. Está bien. Haré todo lo que pueda.
—Como lo hace siempre —dijo Macdonald sobriamente.
Instantes después entró en la oficina un empleado del departamento dactiloscópico.
—Hemos identificado a la víctima, señor. Sus impresiones digitales están archivadas. En 1918 Suttler fue acusado de fraude y robo, y sentenciado a dos años. Lo liberaron en 1919, por buena conducta, con remisión de sentencia.
Macdonald tomó el papel que el hombre le tendía. Las impresiones digitales demostraban que Joseph Suttler era la misma persona que el individuo llamado Samuel Bagster, nacido en 1873, escribiente y sacristán de la iglesia «St. Mary the Less», Bloombsbury, desde 1913 hasta 1918. La acusación de robo contra él procedía de los capellanes de la parroquia, con pruebas de que Bagster había estado robando parte de los fondos de la Iglesia por lo menos durante tres años. Habían encontrado en su poder monedas marcadas, substraídas de las bolsas de la colecta y de las alcancías de la limosna, y se le acusaba también de haber falsificado cuentas por pagos de tributos y de apropiarse de alquileres anuales de los bancos de la Iglesia: «Un villano y estafador particularmente despreciable», había dicho el juez refiriéndose a él. Al completar su condena, ganándose la excelente opinión de las autoridades carcelarias por su buena conducta y expresiones de sincero remordimiento, Bagster obtuvo un empleo en una casa exportadora cuyo propietario se interesaba en la Sociedad de Ayuda a los Presos Liberados. Estuvo allí siete años, siendo considerado «digno de confianza, muy trabajador y escrupuloso». De la casa exportadora, Bagster consiguió otro puesto en una oficina de ventas de propiedades. Su hoja de servicios era tan buena que la policía dejó de interesarse por él. En algún momento, entre los años 1927 y 1938, Samuel Bagster, expresidiario, se convirtió en Joseph Suttler y fue empleado por el dueño de la Harringstone Building Society, que había advertido sus buenas condiciones, y, según lo decía el mismo Mr. Flock, nunca había tenido que arrepentirse de ese nombramiento. Suttler había sido un buen gerente, capaz, astuto, trabajador y favorecido por el éxito.
«Hay algo de verdad en el viejo refrán que dice: pon un ladrón a pescar a otro ladrón —reflexionó Macdonald—. Jones, indudablemente, es un ladrón y la única persona que al parecer ha presentido que Suttler era un colega en esa ocupación inmemorial».
Macdonald miró la hora. Su próxima tarea era entrevistar a Charles Raymond y al chófer de éste. Macdonald se permitió una risita. Coleccionaba sospechosos con gran rapidez. Recordaba el cambio de voz del hombre a quien había hablado por teléfono esa mañana, al mencionarle la recepción de lady Marsham. ¿Quién mejor que un chófer para cometer ese sencillo crimen, y llevar a Ford por una esquina difícil sin causar un desastre? Macdonald era buen conductor. Conocía la fuerza, serenidad y sangre fría que se necesitaban para hacer virar un poderoso automóvil en una esquina cerrada, a la velocidad a que debía de haber ido ese Ford. Había girado con el mínimo de frenos: lo demostraba la carencia de huellas en el asfalto.
«Puede ser uno, pueden ser todos —reflexionó Macdonald—. Si Suttler-Bagster se solazaba en el chantaje a diestro y siniestro, a lo mejor nos topamos con un pequeño ejército que dedicaba sus energías a despacharlo… ¡Válgame Dios! ¿Por qué no tendrán coartadas algunos de ellos?».
Al considerar de nuevo las escasas pruebas que poseía relativas al «robo» del automóvil de Revian, Macdonald volvió a analizar lo relatado por Mr. William Brown sobre el intento de substraerle un Buick de su propiedad, la misma tarde —y casi a la misma hora— en que alguien había llevado a Park Close el auto de Revian. Si la narración de Mr. Brown era cierta, podía ser interpretada de muchas maneras. Si Revian era culpable, podía haber realizado una «finta» con el auto de Mr. Brown, para insinuar en las mentes policiacas la idea de que un ladrón de automóviles rondaba por la vecindad. Las declaraciones de Mr. Brown eran sumamente vagas. No había visto la cara del chófer depredador. No podía describirle. Según el inspector de la División D que se ocupaba del asunto, Mr. Brown podía haber inventado un cuento para ocultar el hecho de alguna borrachera después de una fiesta, deseando dar una explicación respetable de que lo hubieran hallado inconsciente en la acera de su casa. Por otra parte, aceptando objetivamente el cuento, Macdonald poseía suficiente imaginación como para adivinar la influencia que tal incidente podía haber ejercido sobre un asesino potencial: Revian o cualquier otro. Atrapado casi al iniciar una empresa desesperada, el «ladrón» seguramente se había precipitado en busca de cualquier otro auto libre que hubiera en las proximidades: y el de Revian se hallaba muy a mano.
Con la facultad de discernir las cosas que a menudo lo ayudaban en sus investigaciones, Macdonald imaginó al ladrón acercándose al Buick de Mr. Brown con la cara lo más tapada posible y la gorra de chófer bien calada sobre los ojos. Imaginó a Revian diciéndose para sus adentros: «¡Me he salvado de eso! Ahora, a mi auto… ¡y a él!». Imaginó a Jones diciéndole: «¡Dios mío, no dejes que me atrapen! ¡Si al menos hubiera otro auto por aquí cerca antes que alguien encuentre a ese tipo tendido en la acera!…».
Macdonald rechazó esta pieza del rompecabezas como algo inútil por el momento. Podía significar algo… o nada. Más adelante la colocaría en su sitio junto con el resto.