—Siéntese, inspector. ¿En qué puedo servirle?
Por encima de la mesa, los ojos de Macdonald se encontraron con los de Mark Garlandt, en el gabinete de este último, y comprendió que tenía ante sí una ardua tarea. De un vistazo captó la quietud y dignidad del hombre rígidamente sentado en la dureza de la silla; observó los hombros pesados y fuertes, el cuello corto y la recia mandíbula, el rostro sanguíneo, la agresiva nariz aguileña sobre los labios apretados, los ojos negros, melancólicos, inescrutables. Lo que sobre todo impresionaba era la inmovilidad del financiero. Una de sus manos, firmemente modeladas, descansaba sobre la otra; tenía la cabeza un poco caída sobre el pecho y la espalda erguida, actitud que comunicaba a Garlandt cierta semejanza con la imagen de un Buda, fija, inmutable, impasible.
Macdonald habló sin rodeos.
—Estoy investigando la muerte de un hombre llamado Joseph Suttler, y he venido a preguntarle si puede darme algún dato sobre esa persona.
—El nombre no me dice nada.
Garlandt hablaba lentamente; su voz era baja, musical y profunda, pero de acento ligeramente gutural. Macdonald sacó del bolsillo unas fotografías y se las alcanzó.
—Éste es el hombre, señor.
Garlandt estudió la primera fotografía; sus manos seguían juntas e inmóviles.
—Sí. Me parece haber visto esa cara. No me es extraña. Un sirviente… un «valet»; tal vez un camarero de un restaurante… —y sus ojos volvieron a encontrarse con los de Macdonald—. Soy un hombre ocupado, inspector, como lo es usted. Ahorraremos los dos si me ayuda a recordar explicándome por qué recurre a mí en busca de datos. Sin duda, tiene algún motivo.
—Sí, señor. La noche del veinticinco, después de la recepción de lady Marsham, un agente de policía apostado en James Street, cerca de Oxford Street, vio a ese hombre en compañía de usted.
—Ah…, gracias. Eso me permite situarle. Las circunstancias son las que usted dice, pero temo no poseer ninguna información al respecto que pueda ayudarle. Asistí a la recepción de lady Marsham. En cierto momento de la velada abrí una ventana para respirar aire fresco. Al mirar hacia abajo advertí a un grupo de curiosos, y entre ellos, ese hombre. Después, cuando salí de allí, caminé un rato, como lo hago frecuentemente por la noche. Me encaminé hacia el norte, sin fijarme especialmente en la dirección que tomaba. A cierta altura de una calle situada al norte de Oxford me di cuenta de que ese hombre caminaba pocos pasos delante de mí. Seguí andando, y minutos después el individuo me interpeló. Se imaginaba que yo le seguía y me preguntó el porqué con cierta agresividad en la voz. Me interesó, inspector. Se me ocurrió que tal vez ocultaba algún propósito al vigilar Strafford House y a los invitados que salían de allí. Un hombre ocupado en sus propios asuntos, que está dentro de la ley, no sospecha con tanta precipitación de un desconocido por el hecho de que camine detrás de él, sobre todo de alguien como yo, que no tengo, creo, un aspecto poco recomendable. Se me ocurrió que el individuo era un vulgar ratero en busca de una buena ocasión. Entablé conversación con él. Se me cruzó la idea de entregarle a un agente que había del otro lado de la calle, pero no tenía en qué basarme para hacer tal cosa. Seguimos caminando juntos, y pronto mis sospechas se esfumaron. El individuo era un tipo original y muy particular su conversación. Me habló de las curiosidades de Londres, de su afición por observar a la alta sociedad, y de las personalidades que había visto en su juventud…, nombres olvidados hace mucho. Jersey Lily, Princess Pless, Mary Anderson, la condesa de Warwick. No le haré perder tiempo con más detalles sobre una conversación inútil, pero puedo decirle lo siguiente: ese mirón gordito era, a su manera, un conocedor. Había contemplado, desde la calle, a todas las bellezas de los últimos cincuenta años. Un original. Lamento saber que ha muerto. Sus humildes reminiscencias tenían un sabor especial.
—¿No volvió a verle, señor?
—No. No me doy caminatas por esos barrios. En general, frecuento las calles de por aquí: Queen Anne’s Gate, Broadway, Great Smith Street, Millbank o el Embankment. Duermo mal, y a menudo paseo después de medianoche, cuando las calles se vacían de la muchedumbre diurna. La noche nos da otra compañía: la de los infortunados. Podría contarle algunos extraños relatos que me han hecho junto al río londinense. A menudo hablo con hombres de mi misma clase. Soy judío. Sabe usted bien lo que ocurre con algunos de estos infelices refugiados. Hombres que han conseguido llegar al país de la libertad…, Inglaterra. Bien pueden clamar con las palabras de su propio canto: «Junto a las aguas de Babilonia nos sentamos a llorar…». Quizá le toque a usted prender a algunos de ellos, enviarles de regreso al infierno de donde escaparon tan difícilmente, despojados… Perdone, inspector. Le hago perder el tiempo.
Macdonald experimentaba asombro ante el poder emocional de esa voz profunda. Garlandt se mantenía en la misma postura; no se había movido. Únicamente se movían sus ojos. Había en su mirada firme tanta apasionada tristeza, tanta piedad y tanta ira, que durante un momento Macdonald olvidó la razón de su presencia allí. Con un esfuerzo enderezó su mente hacia la tarea que había emprendido.
—No, señor —replicó lentamente—. Mi tiempo está a su disposición y no me lo hace perder. Me ha recordado lo que ya sabemos en la policía: su caridad infatigable por los necesitados. Créame (aunque no es parte de mi deber expresar opiniones personales), siento por esos refugiados una lástima que no está lejos de ser vergüenza. Represento la ley y la sirvo, pero eso no me impide sentir piedad por los que han sufrido las brutalidades que usted sabe… y que yo sé.
Hubo un silencio muy tenso. Luego asomó en los labios de Garlandt una sonrisa, muy suave, muy triste.
—Le respeto por lo que acaba de decirme. Está obligado, como bien dice, a cumplir con su deber, y por el cumplimiento justo de ese deber le respeto. ¿Tiene más preguntas que hacerme?
Bajó los ojos hasta detener la mirada en los retratos que tenía delante, y luego volvió a levantar la vista, mirando de nuevo a Macdonald con ojos firmes y sin expresión.
—Sí, señor. Acaba de decir usted que desde aquella vez no había vuelto a andar por el barrio donde encontró a Suttler. Éste vivía en Marylebone Place. Anoche salía yo de su casa, situada en esa calle, cuando me crucé con usted.
—Acepto la rectificación, inspector —dijo Garlandt, cuya voz grave era indulgente y cortés, pero su tono era irónico—. La declaración concerniente a mis caminatas se refería a los paseos al azar que hago a medianoche o de madrugada. No me he expresado con bastante precisión. Crucé Marylebone Place anoche, rumbo a Paradise Place. Fui a ver a un pobre hombre que en otro tiempo fue profesor de sociología en Viena. No deseo hacer público su nombre. Dudo que considerara usted satisfactorios sus documentos de residencia en este país, pero tomando en cuenta las palabras que acaba de pronunciar, estoy pronto a decirle, en confianza cómo se llama. Véale si quiere. Confío en usted porque conozco a simple vista a un hombre de buenos sentimientos.
—Gracias, señor.
Al encontrar los ojos de Garlandt, Macdonald advirtió en ellos un cambio de expresión. La melancolía había desaparecido, y la luz que brillaba en ellos era la de un hombre acostumbrado a mandar.
—Y ahora, inspector, creo que es hora de dar una explicación de su visita. No tengo inconveniente en ayudar a la ley, como lo requieren mis deberes cívicos, pero estoy en situación de exigir una amplia explicación del verdadero motivo de sus preguntas. Dice usted que mataron a ese Suttler. Infiero que quiere decir que lo asesinaron. ¿Cómo y cuándo?
Desde el primer momento en que le había visto, Macdonald había tenido conciencia de la fuerte personalidad de Mark Garlandt. Conocía también su fama y su posición. En la mente del inspector en jefe se debatían dos sentimientos; el del detective, cuyo instinto le decía que ese hombre contestaba con gran habilidad, admitiendo sólo lo que le convenía admitir y afrontando con dócil confianza todo lo que estaba en su contra. Por otro lado, luchaba por imponerse la humana simpatía que despertaba en él la personalidad de Garlandt. Cosa singular, pero Macdonald le tenía simpatía. Sentía que el judío era un hombre probo, humano y sincero, pero adivinaba en él un fanatismo que le hacía doblemente peligroso.
—Tengo la convicción de que Suttler fue asesinado, pero no tengo pruebas —replicó Macdonald—. Fue muerto en Marylebone Place anoche, intencionadamente atropellado por un potente auto, acelerado a gran velocidad, que le derribó y le mató. En ese momento no había ningún otro vehículo en la calle y no existe, en mi opinión, ninguna probabilidad de accidente. Aquél siguió adelante sin detenerse.
—¿Hubo testigos del accidente?
—Solamente uno. Un recadero; pero el auto fue identificado después cuando lo abandonaron, con visibles marcas del impacto. Pertenecía a Barry Revian, quien había denunciado, poco antes, su robo.
Al terminar esta frase Macdonald permaneció sentado con una inmovilidad semejante a la de Garlandt. El inspector en jefe experimentaba la extraña sensación de estar empeñado en una pelea con un adversario. De ese ser inmóvil, parecido a un Buda, emanaba un poder que provocaba en Macdonald la carne de gallina. Era una reacción física frente al peligro, semejante a la que se siente cuando, de las glándulas, la adrenalina se derrama en la corriente sanguínea en respuesta a una emergencia vital. Era como si esa reacción proviniera del mismo Garlandt. Macdonald tenía la impresión de que su interlocutor desarrollaba un esfuerzo tan enorme para dominarse y mantener su actitud y expresión, que su respuesta vital irrumpía hacia fuera y estimulaba al hombre que lo observaba. Tratando de analizar esa extraña telepatía, la mente de Macdonald registró: «Garlandt no sabía que era el auto de Revian. Está simplemente estupefacto».
—¿Y qué conexión existe, inspector, entre el auto de Mr. Revian y yo?
Era evidentemente un desafío abierto. Macdonald lo comprendió así y se alegró. La pregunta era un desafío. En forma extraña Macdonald intuyó que el único modo de tratar con Garlandt era poner las cartas sobre la mesa y decir toda la verdad. Adivinaba que este sentimiento era la respuesta que correspondía a la personalidad de Garlandt. Por algo había alcanzado la posición que ocupaba.
—No existe conexión entre usted y el auto de Mr. Revian, señor, pero hay un asunto que se relaciona con ambos. Las autoridades del Departamento tienen conocimiento de que usted respalda, en parte, la política de determinados diarios, especialmente el «Daily Post» y el «Red Billet». Esas publicaciones han atacado duramente a Mr. Revian en estos últimos tiempos.
Macdonald hizo una pausa, y los ojos de Garlandt se iluminaron con una melancólica sonrisa que no desplazó sus apretados labios.
—Me interesa usted, inspector. Y acrecienta además mi admiración por la inteligencia de la policía. Comienzo a comprenderle. En verdad se dice en las escrituras: «Nada oculto dejará de ser descubierto». Le ruego quiera completar su exposición.
Macdonald siguió hablando tranquila, oficialmente. En su fuero interno se decía: «Esto, sin duda, será el fin de mi carrera. Estoy extralimitando mi autoridad».
—Al tiempo que se lanzaban en ciertos sectores de la prensa esos ataques contra Mr. Revian, se iniciaba otra campaña más sutil de habladurías sociales —prosiguió en voz alta—. No sé cómo ni quién ha propagado una especialmente sobre cierto accidente fatal ocurrido al auto de Mr. Revian, hace años. La situación es la siguiente: Mr. Revian se halla abocado a sufrir otro ataque, de naturaleza muy insidiosa, en el que se relatarán los dos accidentes automovilísticos con perniciosas consecuencias para él. El asunto se complica aún más por las referencias a Mr. Revian halladas en los bolsillos del muerto.
—Le felicito, inspector —dijo Garlandt, que hablaba grave e irónicamente con deliberada lentitud—. Dudo que en la policía metropolitana haya otro hombre, a cualquier grado que pertenezca, que se hubiera atrevido a decirme lo que usted acaba de decirme, sabiendo lo que ello implica.
—Sin duda, he extralimitado mi autoridad, y he faltado a la discreción —dijo Macdonald bruscamente—. Que lo haya hecho constituye un tributo a su persona. Deseaba decirle la verdad, completa y sin ambages.
—Le estoy agradecido. Hace mucho tiempo un cínico preguntó: «¿Qué es la verdad?». Algunos son capaces de reconocerla, otros no. Honraré su franqueza retribuyéndosela, pero antes, inspector, le diré que no maté a ese hombre. Nada sé de su muerte, ni cómo se produjo, ni tampoco quién le mató. Eso es lo cierto, y se lo digo a usted como a persona amante de la verdad.
Hubo un momento de silencio, y cuando Macdonald se disponía a responder, Garlandt levantó la mano, con gesto autoritario y digno, actitud que obligó al otro a callar.
—Un momento, inspector. Acaba de decir usted que su opinión carecía de valor en una investigación oficial. Sé que es cierto. Lo que usted requiere de mí no es que le convenza, como hombre, de que no miento. Me ha esbozado la acusación que pueden hacer contra mí. A eso debo contestar. Sin embargo, le hablaré a usted primero personalmente. Está escrito en nuestra ley: «No matarás». Y he obedecido a esa ley.
Macdonald guardaba silencio. Conociendo la mentalidad de Garlandt, el inspector en jefe sabía que su narración había sido interpretada hasta en sus últimas deducciones.
Garlandt volvió a entrelazar las manos, y con sus cavilosos ojos fijos en Macdonald, prosiguió:
—Si se presenta la oportunidad contestaré a esa acusación como es debido, pero si desea escuchar una respuesta personal para usted, le agradeceré la atención que me preste. No me interprete mal. No hablo porque sí, no malgasto su tiempo ni el mío. Usted es un oficial de policía altamente situado, y con determinada autoridad. Desearía plantearle los fundamentos de un asunto personal que ha mencionado, porque me ha hablado honesta y francamente, y deseo contestarle del mismo modo. ¿Puede dedicar un momento a escuchar una declaración personal?
—Es un honor para mí —contestó Macdonald; y su voz era tan sincera como su pensamiento—. Conviene que vuelva a advertirle que estoy cumpliendo un deber. Diga lo que diga, debe tener presente ese hecho. No puede desligarme de la tarea que cumplo.
—No deseo que lo haga. Aunque a veces, ocasionalmente, tenga algún resentimiento por el proceder de sus superiores, en general la policía inglesa merece su reputación de imparcialidad. Acaba de mencionar una campaña de prensa contra Mr. Revian, y tiene razón cuando dice que soy el principal instigador. Conoce usted la situación reinante en la Europa central. Sabe el trato que reciben las minorías: los socialdemócratas, ciertos eclesiásticos, y sobre todo los judíos. Yo también soy judío. Tengo bastante influencia. ¿Me respetaría si no hiciera nada? ¿He de quedarme sentado sin realizar el menor esfuerzo para luchar contra el desarrollo de una tiranía similar en este país? ¿Le agradaría ver a los judíos y socialistas tratados aquí como en otras partes? Le digo que eso se aproxima. Está implícito en las simpatías de determinados sectores de nuestras clases dirigentes. Lo veo, lo oigo…, y para saberlo cuento con medios que usted no puede imaginar. Y saberlo me envenena la vida. ¿Es posible que no haga nada? Póngase en mi lugar. Si viera que se está en vísperas de conferir autoridad a la persona que acarrearía persecución de su raza, ¿110 emplearía usted todos los medios honorables posibles para frustrarlo? Contésteme.
—Dentro de lo permitido por la ley, sí. Por primera vez durante esa tensa entrevista un destello de humorismo brilló en los ojos de Macdonald, y su acento escocés se tornó más pronunciado y añadió:
—Pero no dejaría de recordar que tanto yo como el común de los mortales podemos equivocarnos en la estimación de nuestros semejantes.
La boca inflexible de Garlandt se suavizó.
—¿Lo que se llama una chifladura, inspector? ¿Soy víctima de una idea fija?; ¿veo lo que temo porque ese temor me obsesiona? Está equivocado. En este caso sé lo que digo. Apartándome de toda cuestión política (y conozco muy bien la política de Mr. Revian), estuve una vez sentado junto a él en el Guildhall. Le oí decir: «¿Es judío, verdad?». Basta.
La voz de Garlandt volvió a cambiar, perdió su apasionamiento y se tornó fríamente precisa:
—Dice usted que protestaría contra un abuso, dentro de lo permitido por la ley. Es lo que he hecho. Le daré un fichero con todo lo publicado, autorizado por mí, referente a Mr. Revian. Es, en cada caso, un análisis de sus palabras y su política, con comentarios justos. Si el comentario no hubiese sido justo, él hubiera podido refutarlo. Eso en cuanto a mi asunto personal con él. Pero a usted le diré lo siguiente: Hay gangrena en el cuerpo político de Inglaterra. Recuérdelo. Defiéndase contra ella.
Una sonrisa volvió a iluminar un instante los ojos de Garlandt.
—Tal vez le extrañe que corra el riesgo de confesarle a usted, oficial de policía, que siento enemistad por ese hombre. Comprendo el desarrollo de su argumento según los hechos que me adelanta. Ninguno de los dos somos tontos, pero como no hice lo que su argumento implica, no necesito ser reticente. Hablo como habló usted, con sinceridad.
—Debo agradecer su franqueza, señor, aunque me resulte embarazoso —repuso Macdonald fríamente.
Garlandt rió entre dientes con una nota seca, jovial; demostraba estar auténticamente divertido.
—Me agrada usted mucho, inspector. Desearía que en su oficio hubiera más hombres como usted.
—Continuando con una pregunta de práctica, señor, puesto que hemos aclarado cualquier desavenencia, ¿accede a declarar qué hizo entre las seis y las siete de ayer a la tarde?
Esta vez Garlandt rió fuerte: un sonido que pocos habían oído en sus labios.
—Debería disculpar mi ligereza —dijo—, pero la situación no deja de ser humorística. Yo, observante de la ley que rige para mi raza, tengo que probar que no me hallaba en situación de cometer un asesinato. ¿Pude haber conducido el auto de Mr. Barry Revian con intenciones homicidas? En cuanto a la posibilidad que tengo de probar lo contrario, me resta admitir que no puedo hacerlo. Entre las seis y las ocho de la tarde de ayer estuve solo en mi biblioteca. Ni visitante, ni sirviente alguno se acercó a mí. Cuando ordeno que no me molesten en mi casa, no me molestan. No puedo ofrecerle otra prueba que mi palabra. Estuve solo. No salí de la biblioteca y nadie entró cuando me encontraba en ella.
—Gracias por su declaración, señor. Lamento mucho que no sea posible corroborarla.
De nuevo Macdonald pensó que la única forma de tratar con Garlandt era decirle la verdad sin temer las consecuencias y prosiguió:
—Hice a Mr. Revian la misma pregunta y me contestó algo muy semejante. Estuvo solo y no puede probar mediante algún testigo imparcial que no abandonó su casa durante las horas que acabo de mencionar.
—Por una vez, entonces, Mr. Revian y yo somos compañeros de infortunio contestó Garlandt. Macdonald se inclinó.
—Usted, señor, acaba de hacerme el honor de explicarme personalmente su actitud. Le pido indulgencia mientras le comunico mis dificultades. Un hombre ha sido muerto…, asesinado, en mi opinión. En su poder se han hallado papeles relacionados con el dueño del auto utilizado como instrumento homicida. La primera explicación que surge de la mente es que el dueño del auto mató a un chantajista. Ulteriores hipótesis sugieren una conspiración para desacreditar al dueño del automóvil. Lógicamente, yo llevo las posibilidades un poco más lejos. Aquí hay una conspiración aparentemente dirigida contra Mr. Revian que al mismo tiempo puede ser interpretada como plan calculado para desacreditar a sus adversarios políticos. Es como un arma de dos filos, o un argumento susceptible de dos interpretaciones. —Sigo su argumentación.
Macdonald comprendió que Garlandt veía la orientación del argumento mucho antes de que la palabra fuera pronunciada.
—Insinúa usted, inspector, que Mr. Revian utilizará esta oportunidad contra sus enemigos políticos.
—No lo ha hecho, señor. Rehusó admitir la posibilidad de semejante conspiración, pero creo que otros serán menos escrupulosos. Según lo veo yo, tanto usted como Mr. Revian se hallan en peligro de un ataque insidioso cuyos asertos no pueden ser probados ni refutados. Dice usted que ha luchado por mantener en el poder a quienes coinciden con su manera de pensar. ¿Hasta qué punto será inútil su trabajo si estas dos interpretaciones de lo ocurrido se difunden y emplean como argumento ofensivo en una batalla política?
Los ojos de Garlandt se encontraron con los de Macdonald, como si antes de que éste hablara leyera lo que quería significar.
—Tiene razón, inspector. Un judío está juzgado de antemano… también en Inglaterra.
—Entonces, señor, présteme la ayuda que necesito para aclarar esta confusión.
—No lo entiendo, inspector. Si no me cree, dígalo. Dígalo con franqueza.
—Tengo la certeza de que no ha dicho una sola mentira en toda esta entrevista. Me parece, además, que aborrece el hecho de mentir. Me pide que hable francamente. Creo que ha dicho la verdad…, pero no toda la verdad.
Garlandt sonrió, y sus ojos eran dulces y amargos a la vez.
—Hemos sido muy francos, usted y yo —dijo—. Y puesto que corrió el albur de hablarme sin ambages, yo haré lo mismo. Tiene razón…, pero no puedo hablar. No puedo decirle lo que desea saber. Preferiría afrontar un juicio por un asesinato del cual nada sé.
Súbitamente empujó su silla hacia atrás y, sentado, se irguió con la actitud de quien termina una entrevista.
—He contestado todas sus preguntas relacionadas con este caso. Tal vez nos hemos extralimitado ambos en cuanto a discreción, pero nos hemos comprendido. Nada más tengo que decirle, salvo que le deseo suerte. Proceda como mejor le parezca en el desarrollo de la investigación.
Macdonald no discutió. Sabía que era inútil. Poniéndose de pie, agradeció protocolariamente a Garlandt su paciencia y cortesía. Luego, como si le arrancaran las palabras, agregó:
—Creo todo lo que ha dicho, señor, pero dudo que sus afirmaciones fueran creídas por el público en general.
—Estoy absolutamente seguro de que tiene razón —replicó Garlandt—, pero si me veo en el trance de afrontar esa contingencia, no agregaré una sola palabra más.