Por orden de Macdonald fueron colocadas fotografías del difunto Joseph Suttler en las comisarías más cercanas a su domicilio y donde había desarrollado sus actividades comerciales. En todos los puestos de vigilancia fueron examinadas dichas fotografías, y dos agentes enviaron inmediatamente informes al respecto. El del sargento Tree decía lo siguiente:
«Me hallaba de servicio en Marylebone High Street, Mandeville Place, entre James Street y Oxford Street, la noche del martes 25 del corriente. Poco antes de medianoche vi que la víctima tomaba por James Street. A poca distancia detrás de él marchaba otro hombre con sobretodo y sombrero negros. Di la vuelta a la manzana delimitada por James Street, High Street y Wigmore Street, y al tomar nuevamente por James Street observé que la víctima entraba en un callejón sin salida situado entre los edificios de Mr. Barridge. El hombre del sobretodo negro se acercó a la esquina, y después de cambiar unas palabras con la víctima se alejó en su compañía hacia Wigmore Street, conversando en voz baja. Tomé nota del asunto porque pensé que el paseo de los dos hombres podía tal vez encerrar alguna intención clandestina. Como no volví a verles, no di curso a la denuncia. El hombre del sobretodo parecía de buena posición. Lo reconocería si volviera a verle».
El segundo informe procedía del sargento Blair, destacado para vigilar la entrada de Strafford House la noche de la recepción de lady Marsham. Declaraba haber visto a la víctima entre los curiosos de la calle y que el hombre se había dirigido a él, diciéndole que era un deleite ver alguna vez a la alta sociedad. En respuesta a una o dos preguntas de la víctima sobre los invitados, el sargento Blair le había indicado a sir John Soane y a dos ministros del gabinete.
Cuando el inspector en jefe Macdonald llegó a Scotland Yard a la mañana siguiente de su conversación con Barry Revian y le entregaron estos informes, mandó un mensaje para que ambos policías se presentaran en Scotland Yard sin pérdida de tiempo. Un miembro del Departamento de Investigaciones había quedado de guardia en la oficina de la Harringston Building Society, con instrucciones de llevar a Scotland Yard todas las cartas que llegaran por correo. A Macdonald le pareció sumamente interesante una de las misivas contenida en la correspondencia de Mr. Suttler. Estaba escrita con una letra redonda, infantil, en papel barato; el sobre decía «Personal», y su texto era el siguiente:
«Muy señor mío: Habiendo pensado en lo que me dijo, acepto sus condiciones, porque son definitivas y no serían seguidas de nuevas exigencias. Llevaré lo necesario en billetes de una libra como usted dice, y me encontraré con usted el viernes por la noche a las 10, en el comienzo del andén de la estación de Baker Street, donde se detienen los trenes urbanos que se dirigen al oeste. Esto nos facilitará una conversación privada, porque los trenes están vacíos a esa hora. Considerando la situación, es importante que no me vean. Le advierto que ésta será la última vez. No puedo pagarle más. Nada más».
Macdonald mostró la carta al inspector Jenkins, quien se rascó pensativamente una de sus enormes orejas.
—Así que el difunto era uno de ésos… El cementerio no es el peor sitio para los chantajistas. ¡Qué imbéciles son estos pobres diablos, jefe! Piense cuántas dificultades se ahorrarían si viniesen a vernos inmediatamente. Ahora, en cambio, algún desgraciado ha metido el cuello en el lazo y nos corresponde a usted y a mí dar el tirón para ajustárselo.
—Precisamente —dijo Macdonald—. La estructura de la ley protege, en lo posible, a la víctima de un chantaje. Tiene el remedio. ¿Por qué no lo usa?
—Primero, porque no se atreve a informarnos de las causas del chantaje; segundo, porque pierde la serenidad y sale a matar —repuso Jenkins.
—Y tercero, porque es quizá tan conocido que la protección involucrada en la supresión del nombre, a él no le significaría protección alguna —añadió Macdonald—. El que sabe que lo reconocerían inevitablemente no desea comparecer ante un tribunal.
—¿Cree entonces que Revian puede haberlo hecho? —preguntó Jenkins; y sus cejas tupidas se levantaron en ángulo agudo.
—Sólo sé que le hubiera sido fácil hacerlo.
—¿Sabiendo que el difunto podía tener documentos que se referían a él?
—Aun sabiendo eso. Revian ha sido atacado en la prensa. La explicación obvia es la que yo adelanté: una emboscada, con Revian en el papel de víctima. Cambiemos los papeles. Supongamos que Revian no ha ignorado nunca quién lo atacaba, y que ese hombre, Suttler, estuviera a las órdenes del atacante.
Esta sugestión hizo reflexionar a Jenkins. Conocía a Macdonald desde bacía mucho tiempo y había observado sus elucubraciones mentales a través de muchos casos.
—¡Hum! ¿Cree usted —dijo— que Revian ha planeado una emboscada que parece dirigida contra él, y ha colocado de antemano pruebas en tal forma que actúan como un «boomerang» contra el otro?
—Es una posibilidad. En lo que a él se refiere, me hubiera sentido más contento si ayer no les hubiese dado asueto a sus sirvientes.
—Conviene tenerlo en cuenta.
—Tampoco debemos descartar el hecho de la posición y la personalidad de Revian. No es posible acusarle sin pruebas fehacientes, inobjetables, para proceder. ¿Y de dónde las sacaremos? Si es culpable, podemos estar seguros de que tomó medidas para no ser reconocido. Necesitaríamos bastantes testigos de confianza que juraran que lo reconocieron mientras conducía el auto. No es probable que los consigamos. Si conducía el auto, se habrá cuidado de hacerse irreconocible.
—Sí. Comprendo —dijo Jenkins con suma gravedad—. Pertenezco a la policía desde hace treinta y dos años, jefe. He visto a personalidades eminentes mezcladas en líos que han ocasionado el descubrimiento de mucha suciedad escondida, pero nunca he visto a un hombre de la posición y de la reputación de Revian mezclado en un asesinato. Va contra todo lo establecido. Ha sido un hombre excelente, un buen patrono, un hombre de negocios hábil y honorable, ¡qué diablos!
—El jurado recordaría todo eso —dijo Macdonald con lentitud—. Estoy de acuerdo con usted…, pero no voy a decir para empezar: «No lo hizo él… por sus antecedentes». Admito que es improbable, pero no imposible.
Jenkins rió. Era un oficial de policía grueso, cordial, competente, poseedor de una capacidad genial para obtener pruebas debido a que su aparente ingenuidad era muy atrayente, y a que su risa generosa sonaba agradablemente en los oídos.
—Un caso de burlador burlado —observó, volviendo a reflexionar sobre la teoría de Macdonald—. Me parece demasiado, jefe, pero ¡cómo va a rabiar el otro si no tiene una coartada y el viento sopla en su dirección! —esta idea divirtió tanto a Jenkins que lanzó una carcajada—. Siempre he dicho que usted debería haber sido abogado, jefe. La forma en que lleva el caso hasta el juicio y luego les deja el niño en brazos, es digna de verse —su rostro grande y rubicundo volvió a recuperar su seriedad—. No soy hombre que haga apuestas, pero en esa conjetura le apuesto que está equivocado. Con todo, ¡es una maravilla!
Macdonald quedó muy pensativo después que Jenkins se hubo marchado. Encarando el caso como problema y sólo como problema, había que considerar muchas soluciones. La primera (la de un plan contra Revian) tenía sus puntos débiles, si la intención había sido comprometer a Revian en un asesinato. Empero, la conspiración podría tener éxito si la intención era dirigir contra él el reflector de una publicidad desagradable e inhumana, de comentarios que la víctima no podría refutar con pruebas. Macdonald tenía el sentido de la justicia. Si Revian era inocente, existía la posibilidad de que se convirtiera en blanco de las sospechas. La única manera de rehabilitarle sería capturar al asesino, y Macdonald comprendía plenamente cuán difícil podía resultar esa tarea.
Cuando el sargento Tree de la División D entró en la oficina de Macdonald, éste le preguntó:
—¿Está seguro de su identificación del muerto?
—Completamente seguro, señor. Le vi esa tarde cuando anotaba mi informe. Le había visto antes, varias veces, cuando hacía la ronda en Marylebone High Street, y en Paddington Street.
—¿Le había notado algo sospechoso antes?
—No, señor. Parecía un hombre respetable, tranquilo, sin nada que lo destacara. Conocía su cara. Eso es todo.
—¿Le vio alguna vez con otra persona?
—No, señor. No que yo recuerde. Esa tarde, las circunstancias me parecieron un poco raras. El otro hombre, el caballero del sombrero negro, causaba la impresión de que seguía a ese Suttler. Dieron la vuelta entera a la manzana. Pensé, por cierto, que podía tratarse de un carterista. Si el caballero me hubiera llamado para hacerme una denuncia de esa clase, no me habría sorprendido. Era un elegante, sin lugar a dudas. Un hombre de aspecto adinerado. Pero se marcharon juntos, muy amistosamente.
—Ya veo —dijo Macdonald empujando hacia el sargento una colección de fotografías: retratos de distintos hombres, tanto conocidos como desconocidos—. Examine estas fotos y dígame si reconoce a alguno.
Lenta y cuidadosamente el sargento hizo lo que le pedían, y por fin eligió dos de entre la colección.
—Éste es el muerto, señor. Éste es el caballero moreno que hablaba con él.
El retrato de Suttler era de perfil, diferente de todos los que habían sido repartidos en la policía. El «caballero moreno» era Garlandt, cuya fotografía Macdonald había obtenido de la Publicidad de Prensa.
—Me ocuparé de proporcionarle pronto la oportunidad de ver a este hombre —dijo Macdonald—. Cuidado con equivocarse. Tiene que jurar que es él. ¿Sabe quién es?
—No, señor. Ni idea. Un judío diría yo, pero no conozco su nombre.
El sargento Blair, interrogado a su vez, describió la presencia de Suttler en la acera de Strafford House.
—Parecía un hombrecito alegre y charlatán, señor.
Macdonald había alentado a Blair a que hablara a su modo, tratando de despertar la pesada memoria del hombre; haciéndole recordar los detalles de aquella noche en forma sencilla.
—¿Cuánto tiempo esperó Suttler? ¿Hasta que se fueron todos los invitados?
—No, señor. Algunos se quedaron hasta después de la una. Suttler debió irse mucho antes. Déjeme pensar. Yo hacía circular el tránsito para que los autos pudieran llegar hasta la puerta, sin obstáculos. Suttler estaba allí cuando lord y lady Crownland tomaron el auto. Después de ellos salieron Mr. Mantland y su grupo. Le conozco, señor, porque estuve de guardia en la fiesta de su boda. Eran bastantes los que iban con él. No recuerdo haber visto a Suttler después de eso. Le diré quién podría ayudar, señor, si desea estar seguro. El chófer de sir Reginald Bigges estuvo un rato largo en la acera. Es un hombre listo. Quizá él lo recuerde.
—Muy bien, Blair. Si usted se acuerda de algo más, hágamelo saber.
—Un poco aquí y un poco allá —musitó Macdonald—. Si les preguntara a todos los chóferes que esperaban fuera de esa casa, tal vez sacara algo en limpio.
Requerido por teléfono, sir Reginald Bigges accedió gustoso a enviar a su chófer hasta Scotland Yard para que prestase ayuda, puesto que se trataba de un caso referente a ladrones de autos.
—Y le deseo buena suerte, inspector —dijo al terminar—. Demasiados ladrones de ésos andan sueltos. Verá usted que mi chófer, Sanders, es un hombre muy sensato y de toda confianza.
Mientras esperaba a Sanders, Macdonald reflexionaba. Había enviado a buscar copias de las notas sociales de los diarios, y sabía que Barry Revian había asistido a la recepción de lady Marsham, como también lo había hecho Mark Garlandt. Obtuvo también de los diarios otras fotografías que podían ser útiles.
James Sanders, dentro de la inmaculada pulcritud de su librea de chófer, era un hombre cuya edad frisaría en los cuarenta y cinco años, delgado y de aspecto sagaz. Algo en su porte hizo que Macdonald le preguntara:
—¿Estuvo usted en el ejército…, como la mayoría de nosotros?
—Sí, señor. Regimiento 88º. Sargento Mayor.
—Lo hubiera adivinado a una legua de distancia, sargento mayor. Siéntese. ¿Recuerda la noche del veinticinco, cuando esperaba a su señor a la puerta de la casa de lady Marsham?
—Sí, señor.
—¿Se fijó usted en alguno de los que estaban entre el grupo de curiosos?
—Especialmente no, señor. Conocía al agente de guardia. A menudo he hablado con él.
—Blair. Fue él quien me dijo que usted podría ayudarnos. Blair notó la presencia de un hombre canoso con sombrero hongo que andaba por ahí. Éste es su retrato.
—Ah, sí, recuerdo haberle visto. Parecía algo mejor que la mayoría del grupo. Bien vestido, además… Sí, ahora le recuerdo —añadió Sanders, cuya memoria se aclaraba—. Este individuo preguntaba los nombres de los concurrentes. Preguntó cómo se llamaba Mr. Revian cuando éste subió a su auto con Mr. Mantland.
—¿Le preguntó a usted el nombre de Mr. Revian?
—No. A mí no. Se lo preguntó a un caballero que estaba en la acera. No sé bien quién es, a pesar de que su cara me pareció conocida. Este señor —agregó señalando la fotografía— se marchó inmediatamente después.
—Desearía que pudiera individualizar al hombre a quien le preguntaron las señas de Mr. Revian.
—Déjeme pensar un minuto, señor. Ignoro su nombre, pero conozco su cara. Su chófer lo estaba esperando. Tenía el auto estacionado a la vuelta de la esquina, uno de esos Hillman Minxes. Pero el hombre me hizo recordar al mayor que teníamos allá en Flandes. Murió. Lo mataron los alemanes…, pero me trajo recuerdos. El Hillman tenía la característica B. Y. U. igual a la nuestra. Recuerdo que me llamó la atención el número, por la repetición o algo por el estilo.
El hombre se esforzaba mucho por recordar, atendiendo las preguntas con la seriedad de un viejo soldado a quien su oficial le confía una tarea. Macdonald le sonrió, ofreciéndole su cigarrera.
—No se apresure, sargento mayor. La memoria es cosa curiosa. No se la puede forzar.
—Gracias, señor… Pero qué era… Si recordara ese número sería igual que si le dijese el nombre. Era algo con seis…
—Seis, dieciséis, sesenta y seis… —murmuró Macdonald.
—¡Ahí está, señor, lo encontró! Era una fecha: «En mil seis sesenta y seis, Londres ardió como un haz de leña». Eso es, señor. 1666. B. Y. U. 1666. ¡Lo encontró!
—¡Buen trabajo, sargento mayor! Magnífico. Se lo agradezco mucho.
A Sanders se le iluminó la cara.
—Es rara la forma en que las cosas vuelven a la memoria. Con frecuencia miro los números de las matrículas. Hay que hacer algo para matar el tiempo cuando uno espera por ahí.
—Siga haciéndolo. Quizá me sea útil otra vez. Buena suerte y muchas gracias. Le diré a sir Reginald cuánto nos ha ayudado usted.
Exigió muy poco tiempo saber, por intermedio de la sección correspondiente, el nombre del dueño de la matrícula número B. Y. U. 1666 y su dirección en Mount Street. Macdonald consideraba que el chófer le sería de más utilidad que Mr. Raymond en persona, puesto que aquél había esperado fuera de la casa mientras Suttler se hallaba en la calle, pero efectuó su primera llamada por teléfono preguntando por Mr. Raymond. Contestó una voz de hombre, que decía que su señor habla salido y no regresaría antes de las seis de la tarde.
—¿Puede decirme si ha llevado consigo a su chófer?
—¿Chófer? No lo tiene. En general conduce él mismo. Yo me ocupo de eso cuando no quiere hacerlo él. ¿Quién habla?
—Policía de la capital.
—¡Dios! —en el otro extremo la voz vibraba con profunda consternación—. ¿Ha habido un choque?
—No. Nada de eso. Se trata de una información referente a un auto robado. ¿Condujo usted a Mr. Raymond a casa de lady Marsham la noche del veinticinco?
Hubo un silencio. Un silencio muy prolongado, mientras Macdonald se mantenía muy alerta.
—Sí, pero el auto no fue robado ni entonces ni después.
—No. No se trata del auto de Mr. Raymond. Diga a su señor cuando vuelva que un inspector irá a visitarle un poco después de las seis de la tarde. Gracias.
«¿Qué significa todo esto? —se preguntó Macdonald—. ¿Por qué al oír la pregunta relativa a la recepción de lady Marsham la voz del hombre se había alterado, tornándose áspera y reticente? El muerto parece haber estado en comunión con un buen número de personas. Me pregunto cuántas tendrían un motivo para despacharle, confiando en un veredicto de muerte por accidente. ¡Caramba! No tengo muchas esperanzas de poder atribuírselo a nadie, accidente o no accidente».
Macdonald ya había puesto en marcha numerosas averiguaciones. Primero había encargado a un experto en Fleet Street que descubriese quién respaldaba la política de ataque contra Revian desarrollada por el «Daily Post». También había ordenado efectuar investigaciones prudentes sobre las actividades de Mark Garlandt, pero opinaba que necesitaba información de primera mano sobre Revian y sus allegados de la alta sociedad. Para esto recurrió, como lo había hecho en varias otras ocasiones, a su amigo Bill Pearson. El honorable Bill Pearson vivía, desde el punto de vista social, en un mundo muy remoto del de Macdonald. El inspector en jefe le había conocido como testigo intratable en un caso de asesinato; Pearson se había comportado como adversario agresivo y opositor de la ley. De comienzos tan poco prometedores había surgido una amistad verdadera entre dos hombres muy distintos. Hacía siete años que Macdonald conocía «al honorable Bill», como se le llamaba en general, y durante esos años Pearson había madurado, adquiriendo cierta sabiduría, sin perder su aire de alegre irresponsabilidad. Requerido por Macdonald, fue a verlo.
—¿Más candidatos para la horca? —preguntó al inspector a guisa de saludo—. Cuando recibí su mensaje leí con cuidado el diario, pero no hallé un solo cadáver, exceptuando la cosecha habitual de muertos respetables.
—Debe de haber dejado pasar inadvertido al que me ocupa, pero su muerte parece a tal punto un accidente que no resulta espectacular, así que le habrán dedicado apenas dos líneas, anónimas a lo mejor —replicó Macdonald—. Deseo datos sobre algunas personas de su ambiente, Bill, sin prejuicios, confidenciales, sin testigos y, por lo tanto, datos inexistentes para la ley.
—¿Qué pasa?
—Puede decirse con justicia que estamos en presencia de un delito automovilístico.
—¿Qué me dice?… ¡Y en su sección! ¡Caramba! ¿Acaso está ocupándose del pequeño lío de Revian?
—¿Qué quiere decir?
—Su auto fue robado y utilizado para despachar a algún pobre viejo del asilo. El que lo hizo es un canalla; pero para Revian la suerte no puede ser peor.
—¿Quién le habló del accidente?
—Oh, estas cosas se filtran. Es lo mismo que la propagación de gases. Mi sirviente lo supo por una amiga cuyo novio es chófer o algo así. Alguien vio el auto de Revian arrastrado por los agentes de tránsito y alguien también oyó contar la historia conmovedora del viejo del asilo.
—Las noticias vuelan, ¿verdad? —observó, secamente, Macdonald—. ¿Acaso el mundo elegante acostumbra otorgar tanta atención a los accidentes acontecidos en el área metropolitana?
Los ojos azules de Pearson se entornaron y su rostro adquirió una expresión pensativa.
—El hecho de que fuera el auto de Revian desató las lenguas. Se ha difundido una historia sobre cierto lío que tuvo hace años.
Los ojos de los dos hombres se encontraron: los de Macdonald, grises, pensativos, serios; los de Pearson, muy azules, brillantes, inquisidores.
—¿Quién ha estado propagando esa vieja historia, Bill? ¿Puede seguirle la pista hasta descubrir quién inició el chisme?
—¡Por Dios! ¿Se da cuenta de lo que me pide? Usted sabe cómo empiezan los chismes. Alguien se acerca y pregunta: «¿Qué es esto que andan diciendo de Fulano? Me dijeron…», y todo lo demás. ¿Llegar al origen… pasando por los bares y hosterías y clubs nocturnos? En el colegio nos enseñaron un cuento sobre… Hércules. Trabajos de…
—Ver establos de Augías. Limpieza de… —replicó Macdonald—. No está mal como analogía. Dicho en pocas palabras, alguien lanzó una vieja historia al río de la chismografía y ésta navegó hasta alcanzar el mar del rumor.
—Algo así. Expresado en forma muy clásica.
—Bueno, si podemos seguir la pista de ese chisme hasta su fuente original, sería menos difícil descubrir quién difundió tan rápidamente en el West End la noticia del accidente de ayer. Deseo saberlo, Bill. Me huele mal.
—Fétidamente, en mi opinión. Pero no es fácil localizar el origen del olor. Revian estaba anoche en el Savoy con Mantland y los Melberey. No tuvo el menor reparo en decir que le habían robado el auto. Es un espléndido vehículo. Es curioso cómo los chóferes miran con ojo crítico los autos ajenos. Interés profesional y todo lo demás. Alguno de esos chóferes vio el automóvil de Revian en manos de la policía y ató cabos. ¿No había un conductor de taxi en el asunto? Supongo que la noticia dio la vuelta por los bares y llegó hasta las casas llevada por los chóferes y sirvientes. El mío me la contó esta mañana. Averiguaré exactamente cómo la supo, si es eso lo que usted quiere.
—Gracias. Además, ¿investigaría un poco en el terreno del otro asunto?
—Bueno. Aunque es inútil. Se lo digo desde ahora. Le tengo simpatía a Revian. Es un tipo decentísimo. ¿Me entiende?
—Sí. Dígame algo más sobre él. Yo sólo sé de él lo más notorio.
—Como yo. Es un excelente jugador de póker, pero no juega con quienes no están en condiciones de perder dinero. Buen jinete en las cacerías, es piloto de avión, juega al polo. Perdió a su mujer hace alrededor de cinco años. Según parece, se dispone a probar suerte otra vez. Althea Melberey. Los vi anoche. Es asunto hecho.
—¿Quién es ella?
—¡Por Dios! ¡Qué ignorancia! Las dos Melberey, Diana y Althea, fueron las bellezas mundiales cuando salieron a sociedad. Son guapísimas. Divinas. Y además buenas muchachas. Diana se casó con Mantland. Buen partido, pero un poco viejo para ella. Es curioso que Thea se enamorara de Revian. Más o menos lo mismo que la otra pareja. Es bastante mayor que ella, pero un tipo excelente.
—¿Conoce usted a Mantland?
—No le diré que le conozco precisamente. Demasiado inteligente para mí. Pedante. En fin, debe de tener algo, porque si no, Diana no se hubiera casado con él. ¿De qué se ríe?
—No me río. ¿Conoce a un hombre llamado Charles Raymond?
—Le he visto por ahí. Funcionario público. Tiene sesos. Dinero. Es soltero. Espléndido jinete. Muy buena persona.
—¿Amigo de Revian?
—Sí, y de Mantland. Le vi entrar en casa de Mantland esta mañana muy temprano. Yo había paseado a caballo. De ahí el madrugón. Oiga, es contagioso el método policiaco. Si se ha propagado un rumor concerniente a Revian, Mantland y Raymond deben de estar tramando algo. Solidaridad y todo lo demás. Es menester hacer todo lo posible por las clases oprimidas, es decir, nosotros.
—Claro. Dígame, Mr. Mark Garlandt ¿no pertenece a su grupo?
—¿Garlandt? ¿Es judío, verdad? ¿Prestamista? Bueno, financiero entonces. La City y demás. La clase de tipo que compromete mis jugadas cuando obtengo un dato para la bolsa. Perro. Estropeó un buen negocio que yo había estado planeando. Perdí un montón de dinero.
—Bien merecido. Mil gracias por las informaciones. Haga lo posible por averiguar la procedencia de esos rumores.
—Muy bien. Me encanta saber que mi cerebro es cotizado por una persona como usted. No debo ser tan burro como me creen. ¡Hasta pronto!
En el umbral de la puerta Pearson se volvió.
—Oiga. Si alguien le está jugando sucio a Revian usted irá hasta el fondo del asunto, ¿verdad? Aparte de su carrera, es un tipo excelente. No lo olvide.
—No lo olvidaré. Haré lo que pueda por llegar al fondo del asunto.
Pearson no parecía satisfecho.
—Es usted absolutamente imparcial. ¡Qué diablos! El buen sentido nos aconseja considerar descontadas algunas cosas.
«Quizá sea buen sentido, pero no buen sistema de investigación», se dijo Macdonald para sus adentros, al cerrarse la puerta detrás del honorable Bill.