El día en que Joseph Suttler halló la muerte y Barry Revian cenó con los Melberey en el Savoy Hotel era un miércoles 25 de abril. A la mañana siguiente, Althea Melberey, que pasaba una temporada en casa de su hermana Diana Mantland, entró después del desayuno en el gabinete de estudio de Gilbert Mantland.
—Hola, Thea. ¿Te divertiste anoche en el Savoy?
Mantland hizo la pregunta con una semisonrisa que suavizaba los contornos de su rostro austero y simétrico. Sentía afecto por la hermana de su mujer, y pensó que pocas veces la había visto tan bella como esa mañana. Althea era alta y delgada y poseía la fina esbeltez de una flor primaveral. La dignidad de su porte, la frescura y pulcritud de su persona añadían encanto a sus facciones delicadas, a sus ojos azul claro y a su pelo castaño. Bastante moderna en el vestir y en el modo de peinarse, manifestaba, empero, cierta altivez y dignidad que tenían el encanto de una escuela anterior y más formal. Así pensaba Gilbert Mantland, a quien las muchachas modernas le gustaban muy poco. «Es tan saludable como el agua fresca de un manantial», se dijo.
—Sí. Me divertí —contestó ella lentamente—. No en la forma que esperaba, tal vez, pero pasé una noche interesante. Gilbert, acabo de recibir una llamada telefónica de Barry Revian. Quiero hablarte de él.
—Habla sin reservas. Acaso te facilite un poco las cosas si te digo que Revian es de lo mejor. Fundamentalmente sincero, decente, generoso… e inteligente. Lo conozco bien y me gusta todo lo que sé de él.
Una sonrisa dibujó un transitorio hoyuelo en el firme contorno de las mejillas de Althea, al tiempo que contestaba:
—Una recomendación muy completa, Gilbert. Sé lo que esperas que te diga…, lo que había esperado poder decirte…
—… y lo que yo esperaba oírte decir —repuso Mantland gravemente—. Me he dado cuenta de cuáles son los sentimientos de Revian hacia ti, Thea, y no es hombre variable.
—No tengo la menor timidez en confesarte mis sentimientos respecto a él. Le quiero mucho. Pero dejemos la cosa ahí. Anoche me contó cómo le afligía el asunto de su auto. Me acaba de telefonear…; le pedí anoche que me hablara… y me dice que las cosas son mucho más serias de lo que había supuesto. El hombre que mataron con el auto de Barry tenía en su poder una cantidad de papeles relacionados con Revian…; la clase de papeles que podían estar en manos de un chantajista, según creí entender. Lo peor del caso es que Barry no puede probar qué hacía cuando su automóvil mató al hombre. Un empleado de Scotland Yard estuvo en su casa anoche, tratando de establecer los hechos, y parece que la cosa tiene muy mala pinta.
—¡Por Dios! —exclamó Mantland con azorado desconcierto—. Es increíble…, pero, querida, por feo que parezca aparentemente, nadie creerá semejante cosa de Barry. Se está preocupando, y te aflige a ti, innecesariamente. Es absurdo.
—Ya sé que es absurdo —exclamó ella—. Para ti y para mí, para cualquiera que le conozca es una insensatez; pero es cierto que últimamente le han atacado en la prensa. Las mismas personas que han insinuado que es un hipócrita y un buscador de puestos aprovecharán para sacarle el mayor partido posible a esa historia.
—En tal caso un juicio por calumnia los hará callar —dijo Mantland expresándose con enérgica decisión. Su voz se dulcificó al añadir—: ¡Pobre Thea! Siento mucho verte afligida por esto. Creí que iba a poder desearte felicidad sin pensar en ningún contratiempo. Está mal que te molesten, pero creo, sinceramente, que exageras las cosas. No puede existir razón alguna para que Barry tema que se produzcan dificultades.
—Pero lo teme, Gilbert. Sé que es así. Cuando habló conmigo hace un rato trató de parecer contento, pero por su voz sé que está preocupado. Es, en parte, por aquella vieja historia del primer robo de su auto.
—No estoy enterado, Thea —dijo Mantland moviendo la cabeza—. ¿Qué ocurrió?
—Ocurrió hace años…, en 1917. Alguien utilizó…, o robó… su automóvil, y un hombre con quien Barry se había peleado poco antes fue muerto, atropellado en la misma forma que éste de ahora. Aquella vez Barry pudo probar que no había conducido el auto. Pero no puede probarlo en lo de ayer. ¡Es desesperante!
Mantland emitió un silbido de consternación. Althea, al advertir la expresión de su rostro, lanzó un hondo suspiro, y Mantland se apresuró a decir:
—No te aflijas tanto, Thea. Siéntate y hablemos de ello con calma. Es lástima que haya pasado una cosa así; es una de esas casualidades desesperantes que suelen producirse a veces; pero estoy perfectamente seguro de que, a la larga, no perjudicará a Barry. Nunca había oído esa historia. No es probable que muchos la conozcan…
—La conocía ese hombre que mataron —replicó ella—. Tenía en el bolsillo un papel que se refería al asunto…; la policía lo encontró. Óyeme, Gilbert, ¿no podrías hacer algo? ¡Eres tan hábil para descubrir las cosas! Tú descubriste quién escribía esas odiosas cartas anónimas a Margot Raines cuando la policía no podía hallar nada.
—Querida, puedes estar segura de que haré lo que esté a mi alcance, por ti, tanto como por Barry…
—¡Eres tan bueno! —dijo ella impulsivamente—. La persona más simpática que conozco después de Barry. Es doblemente generoso de tu parte el empeño que pones en ayudarle porque sé que, en cierto sentido, sois rivales. Estoy enterada de lo que se dice —añadió mirándole con cierta timidez.
—Eres una niña muy cuerda, ¿verdad? —dijo él riendo con un poco de tristeza—, que sabe escuchar sin contar nada a nadie. Tengo confianza en ti y te diré lo siguiente, seguro de que no lo repetirás sin discreción. No existe ahora ninguna rivalidad entre Barry y yo. Sé lo que piensas. A propósito de ese nombramiento he hecho saber a las autoridades correspondientes que no podría aceptarlo aunque me lo ofrecieran. En parte, por razones de salud…; mi corazón me ha advertido que no me tome libertades con él; y también por un sentimiento que comparto con Diana de querer disfrutar de la vida juntos, viajando sin prisa. De todos modos, no estoy incluido en esta carrera…, y pondré toda mi influencia en la balanza para que nombren a Barry. Es el hombre para el puesto. No. No hablemos más de mí. Te lo he dicho en confianza sólo para que no imagines que somos rivales; no lo somos en ningún sentido. Ahora bien, ¿qué quieres que haga, Thea?
Tímidamente, pero con una expresión en el rostro que despertó una sonrisa en los ojos algo cansados de Gilbert Mantland, Althea tendió la mano y la posó durante unos minutos sobre la de su cuñado.
—Lo siguiente —le dijo—. Barry desea saber quién está detrás de ese ataque periodístico dirigido contra él, pero no seguirá tratando de averiguarlo por sí mismo. No adopta esta actitud por derrotismo, sino porque piensa que es mejor, y más digno, no hacerlo mientras dure la investigación policiaca. Además, sería más fácil para alguien desinteresado, como tú, preguntar…, amenazar a los directores…; más fácil que si Barry lo hiciera personalmente.
—Me parece muy justo —admitió Mantland—, pero ¿qué relación puede haber entre una campaña de prensa y esto otro?
—No lo sé, pero estoy segura de que Barry cree que existe una relación —hablaba lentamente con los ojos fijos en sus dedos entrelazados—. Cuando alguien quiere perjudicar a otro, Gilbert, es capaz de llegar a cualquier extremo para conseguirlo. Por lo menos, si tú lograras descubrir quién está detrás de ese otro asunto, la policía podría buscar la posible relación.
—Tienes muy buen sentido, Thea —dijo Mantland sonriendo—. Oye, iré a ver a Barry. Averiguaré qué le preocupa y veré lo que puedo hacer. Te prometo una cosa… Me ocuparé de que se aclare este asunto, aunque el hacerlo me lleve toda la vida. No soy melodramático y no hablo como un héroe de novela, pero si se ha lanzado un ataque contra Barry, llegaré al fondo del asunto. Los directores de diario son bastante duros de pelar, pero a veces tienen que bajar el tono.
—Sé que le ayudarás —repuso ella—. Por lo mismo que erais rivales, aunque hayáis dejado de serlo, sé que procurarás que el juego sea limpio. Tengo gran confianza en ti, Gilbert. Cuando prometes hacer algo, lo haces.
—Trato de hacerlo —corrigió él—. Bien, Thea. Haré todo lo que esté de mi parte. Hablaré con Revian en seguida.
Con una sonrisa y un movimiento de cabeza que Althea aceptó como una indicación de que lo dejara solo, Mantland descolgó el teléfono y llamó a casa de Revian.
—Habla Gilbert Mantland. ¿Puedo pasar por ahí a charlar un rato, digamos dentro de media hora?… Gracias… No. Prefiero ir a verle yo… Alrededor de las diez y media… Bien.
Acababa de colgar el teléfono cuando sonó su timbre. Mantland contestó en seguida con voz que denotaba cuán inoportuna le parecía la interrupción.
—¿Es Mr. Mantland?… Soy Charles Raymond. ¿Podría dedicarme unos minutos?
—A decir verdad, estoy ocupado. ¿Es algo urgente?
La voz de Mantland no era alentadora.
—Le diré, estoy ansioso por consultarle sobre algo que concierne a Revian más que a mí. ¿Está enterado, verdad, de que le robaron el auto anoche?
—Ya comprendo —dijo Mantland—. ¿Puede venir ahora?
—Desde luego. Dentro de unos minutos estaré ahí. Gracias.
Charles Raymond era un funcionario que desempeñaba un importante puesto en el Home Office, y vivía en Mount Street, cerca de la casa de Mantland, en Berkeley Square. Cuando Raymond entró en el gabinete de Mantland, éste abría su correspondencia, dejando traslucir en su rostro la inexpresiva seriedad del abogado entregado a su tarea.
—Siento interrumpirle en su trabajo, pero estoy un poco preocupado —dijo Raymond.
Era éste un hombre de cuarenta años, que representaba mucha menos edad; apuesto, de facciones regulares, con una expresión de sencillo buen humor detrás de la cual se ocultaba (Mantland lo sabía) un cerebro sumamente sagaz y dotado.
—No se disculpe. No soy el único hombre de la tierra que está ocupado —dijo Mantland—, pero desearía saber lo siguiente: Si le preocupan los asuntos de Revian, ¿por qué acude a mí?
—Tiene razón —asintió Raymond sonriendo ambiguamente—. A decir verdad, creo que alguien puede estar tramando algo sucio. Será, sin duda, asunto de la policía, pero conociendo su amistad por Revian pensé que me gustaría discutir la cosa con usted primero. Si después me aconseja que no hable, soy tan capaz de callarme como cualquiera.
—No entiendo bien, pero prosiga —dijo Mantland—. Consideraré confidenciales sus palabras, naturalmente.
—¿Sabe usted que robaron el auto de Revian y que un hombre murió atropellado por ese auto?
—Sí. Los sirvientes se enteraron.
—Lo sé. Mi sirviente es amigo de su chófer. Bien, mi «valet» se hallaba por casualidad en Marylebone High Street anoche. No presenció el accidente, pero vio a la víctima cuando la subían a la ambulancia. ¿Recuerda la recepción de lady Marsham la semana pasada?
—Sí.
—Usted se marchó en el auto de Revian. Yo estaba de pie en los escalones de la casa cuando se alejaban. Un hombre me habló…, un hombre de edad que se hallaba en la calle entre el grupo de mirones. Era grueso, canoso, y llevaba sombrero hongo. Me preguntó quién era Revian y se lo dije. Ahora bien, Bent trabaja de chófer a mi servicio cuando le necesito. Tenía mi auto estacionado un poco más lejos, en esa calle, y me andaba buscando desde hacía rato. Vio varias caras raras. Hay un balconcito en la esquina de Strafford House que da sobre Cumberland Close. Bent dice que un hombre estuvo allí, en la sombra del marco de la puerta, durante un buen rato. Entró unos diez minutos antes que usted y Revian salieran. Bent caminaba de un lado a otro para entrar en calor, y miró detenidamente al hombre del balcón. Después, cuando éste partió, un minuto antes que yo, Bent lo reconoció. Le vio alejarse detrás del hombre canoso. Bent dice que el hombre del balcón era Mark Garlandt. El hombre canoso era el que mataron con el auto de Revian anoche.
—Comprendo.
La voz de Mantland, ásperamente tranquila, dejaba adivinar que comprendía todas las derivaciones que había detrás de ese conciso relato, y sus ojos cruzaron con los de Raymond una mirada de fría inteligencia.
—Antes de continuar desearía repetir mi primera pregunta, para que no haya ninguna desavenencia entre nosotros. ¿Por qué recurre a mí antes que, por ejemplo, al mismo Revian?
—Yo apoyaría a Revian en todo momento. Es correcto, fundamentalmente correcto. Si hubiera ido a decirle a él lo que le he dicho a usted, inmediatamente habría comunicado los hechos a la policía. Si existe alguna celada en todo esto, tal vez no fuera conveniente, desde el punto de vista de Revian, llevar en seguida estos datos a la policía. Vine a discutir con usted el asunto, sabiendo que es amigo de Revian. En nuestro caso no estamos obligados a declarar nada hasta que nos lo pregunten. Revian sí lo está.
Mantland asintió con la cabeza.
—Comprendo su punto de vista. Viene a traer un alegato a favor de Revian, como si dijéramos…
—Exactamente. Estoy absolutamente convencido, y sé que lo está usted también, de que Revian es un hombre derecho y respetuoso de la ley, que no se mancharía las manos con ningún trabajo de zapa.
—Comparto su opinión al respecto —dijo Mantland—. Pero el asunto es: ¿habrá habido trabajo de zapa?
—Me inclino a creerlo. Tengo ciertas facilidades para conseguir información que no están al alcance de todo el mundo. ¿Conoce a Welby Stainton?
—He oído hablar de él.
El hombre que Raymond nombraba era director de una revista financiera, de considerable reputación en Fleet Street y en la City.
—Le pedí que averiguase si alguien apoyaba financieramente al «Daily Post», exceptuando a los conocidos. No necesito decirle que Stainton se halla en una posición privilegiada para obtener esa clase de información. Supo que Garlandt se había interesado por ese diario… subrepticiamente. Stainton estaba tan intrigado con el dato, que siguió averiguando y descubrió el apoyo que Garlandt proporcionaba al «Weekly Gazette», al «Red Billet» y al «Popular News». ¿No le parece interesante?
—Ya lo creo. Son los diarios que han atacado a Revian.
—Eso es. Ahora consideremos los hechos. Por instigación de Garlandt…, en mi opinión…, los periodistas se han lanzado detrás de Revian siguiéndole a las ceremonias más dispares, y alguien con mentalidad bastante poderosa ha analizado sus discursos y actos, llegando a conclusiones tendentes a desacreditarle. Me parece probable que Garlandt haya utilizado otras fuentes de información en su campaña. Lanzando una flecha al azar puede haber empleado como agente privado de investigaciones a ese hombre que ha muerto, para que siguiera la pista a Revian.
—Si así fuese, el hombre no hubiera necesitado preguntar quién era Revian.
—A menos que actuara siguiendo instrucciones.
—No comprendo.
—Admito que puedo estar inventando un cuento absurdo, pero mi opinión es la siguiente. Planear la intriga de antemano, estableciendo que cierto individuo hacía averiguaciones sobre Revian. Conseguir testimonios independientes…, es decir, yo. Garlandt se halla en situación de probar que la víctima me preguntó quién era Revian. Todo reside en lograr establecer que el hombre muerto por el automóvil de Revian había demostrado interés por él. Ahí está la relación.
—Hasta aquí lo sigo —dijo Mantland—, salvo en un punto. ¿Cómo puede Garlandt establecer el hecho de que el muerto hacía preguntas sobre Revian, sin mostrar su juego?
—Por la sencilla razón de que Garlandt se hallaba junto a mí en los escalones de Strafford House cuando me hicieron la pregunta.
Mantland permanecía muy quieto en su silla, con el rostro pálido e inmóvil, fijo en una expresión pensativa.
—Ha establecido usted una serie de posibilidades, relacionando hipotéticamente causas y efectos —dijo por fin—. La historia es interesante, muy interesante, pero hay lo siguiente. Es menester seguir su argumento hasta su conclusión lógica, como lo ha hecho usted. ¿Cuál es el resultado? La respuesta es: asesinato, siendo Garlandt el asesino o el instigador del crimen con el objeto de desacreditar a Revian. No lo creo.
Raymond miró francamente a los ojos de su interlocutor.
—¿Por qué no?
—Conozco al hombre. La mente de Garlandt no es criminal. Posee la misma ética fundamental que usted o yo. Atacar a un hombre políticamente mediante el análisis de sus palabras es un curso de acción legítimo. Algo muy distinto del crimen.
—¡Quién sabe! —dijo Raymond con voz tranquila y meditativa—. Admiro a los judíos. Les reconozco plena inteligencia y tenacidad, reconozco la caridad con que tratan a sus pobres, la forma en que sostienen sus prácticas religiosas, pero no les concedo que su ética sea similar a la nuestra. Recuerde que han sufrido. Sufrido el infierno…, y lo sienten como raza. Ojo por ojo y diente por diente: los pecados de los padres que recaigan sobre todas las generaciones. Fue un judío quien habló de la conveniencia de que un hombre muriera por el pueblo. Tienen el sentido de la conveniencia hasta en la médula de los huesos. No creo que un hombre como Garlandt sintiera el menor escrúpulo en cumplir sus propósitos, no en provecho propio, sino en beneficio de su raza.
—Y yo estoy totalmente en desacuerdo con usted. Conozco a muchos judíos y los estimo.
—Precisamente. Precisamente —y la sonrisa ambigua de Raymond volvió a dibujarse fugazmente en su rostro franco—. Se sabe eso de usted. Cuán infinitamente más deseable para Garlandt que usted y no Revian adquiera autoridad…
—¡Cielos! —exclamó Mantland, cuya calma desapareció en un arrebato de violenta emoción. Golpeó enérgicamente con el puño sobre la mesa y añadió indignado—: ¡Es una infamia hablar así!
—Lo siento —dijo Raymond—. No tenía la intención de ofenderle al decir eso, pero la ilación de pensamiento es bastante justa, Mantland. Es una de las razones de mi presencia aquí. En parte, depende de usted conseguir que Revian no sea atacado con ese arma.
El rostro de Mantland se había sonrojado y sus ojos mostraban preocupación. La sangre volvió a retirarse de sus mejillas y su palidez uniforme se acentuó aún más.
—En eso se equivoca y podría probárselo —dijo con hastío—, pero no viene al caso en el momento. Volvamos a los hechos del caso que discutimos.
—Muy bien. Le ruego que reflexione sobre este detalle. ¿Qué hacía Garlandt en aquel balcón? Puedo asegurarle que Bent es persona de confianza. Ha visto varias veces a Garlandt cuando salía del Home Office después de una indagación que realizábamos. Bent vio la cara de Garlandt en el momento en que éste separaba los cortinajes para volver a entrar. Está dispuesto a jurarlo.
Mantland guardaba silencio. Recordaba la recepción en Strafford House y a sir John Soane sentado, conversando junto a la ventana, en el saloncito situado sobre Cumberland Close. Mantland se sentía realmente perturbado. No creía que Garlandt fuera capaz de cometer un crimen, pero admitía como cosa posible que el judío hubiera aprovechado la oportunidad de escuchar una conversación.
—No sé —dijo por fin—. Probablemente, esa salida al balcón no significa nada. Hacía mucho calor en los salones. Garlandt puede haber deseado un poco de aire fresco. Dejemos esto por ahora. ¿Qué va usted a hacer?
—Estoy indeciso —dijo Raymond—. No desprecio la fuerza de Garlandt ni la de hombres como él. Cualquiera que le atacara removería, con toda seguridad, el avispero. Deseo evitar cualquier acción irreflexiva. Preferiría no remover las cosas. Desearía saber lo siguiente: ¿Puede Revian probar lo que hacía en el momento en que mataron al hombre? Si es así, toda preocupación quedaría descartada y no sería necesario tomar acción alguna.
—Precisamente. Por lo que sé, Revian no puede ofrecer ninguna prueba de sus andanzas en ese momento. Cenó fuera de su casa. Sin duda, empleó en vestirse ese lapso, y le conozco lo bastante para saber que no es hombre capaz de tener un «valet» dando vueltas a su alrededor. Probablemente estaba solo.
—¡Diantre! —dijo Raymond, breve pero enfáticamente.
—Así es, pero las imprecaciones no nos ayudarán. Ahora bien, supongamos que va usted a casa de Revian y le cuenta lo que me ha dicho a mí. Pienso como usted que iría a la policía a comunicarle la información. ¿Cómo la tomarían?
—Con toda evidencia, sospecharían que hay gato encerrado, lo cual le agrada a la policía. Un hombre muere debajo de un auto robado. El dueño del auto sólo puede dar su palabra de que se estaba vistiendo en su cuarto en el momento del accidente, y dice (como creo que es el caso) que nunca había visto al muerto. No obstante, está comprobado que el muerto se interesaba por el dueño del auto. Es demasiado pedirle a la casualidad que esos hechos no estén relacionados entre sí.
—Con pruebas tan inconsistentes, la policía nunca emprendería una acción contra un hombre en la posición de Revian.
—Es verdad. No creo que lo harían, pero el tribunal publicaría las pruebas… y el «Daily Post» dejaría que sus lectores sacaran sus propias conclusiones. No sirve, señor. Según veo las cosas, se trata de una emboscada.
—Espero que se equivoque. Excluye la posibilidad de un accidente. Sin embargo, creo como usted en la conveniencia de que los amigos de Revian (y yo me cuento entre ellos) estemos alerta. De todos modos, me disponía a visitarle esta mañana. ¿Deja usted la siguiente jugada en mis manos?
—Con el mayor gusto. Pensé en usted en seguida, como la persona indicada para encargarse del asunto.
—Deseo que comprenda que debe confiar en mí sin restricciones. Si decido ver personalmente a Garlandt y pedirle una explicación, es menester que usted me dé libertad para hacerlo.
—Entendido. Confío plenamente en usted. Sé que no le fallará a Revian.
—Le doy mi palabra. Debo apresurarme porque me está esperando. Entretanto, le pido que guarde reserva hasta que vuelva a hablar conmigo.
—Así lo haré. Estoy contento de que tome las cosas en sus manos. Sinceramente, creo que el asunto se presenta feo.
—Temo, desgraciadamente, que tiene usted razón —replicó Mantland con su modo frío y preciso.