—Concertemos una tregua de cinco minutos —dijo Revian al sentarse con su vaso, después que trajeron el café para Macdonald—. ¿Cómo ocurrió su incorporación a la fuerza de policía?
Macdonald, reclinado en un largo sillón, estudiaba, considerándolo una estampa original, un dibujo de Durero colocado sobre la chimenea. Sonrió ante lo brusco de la pregunta.
—Pasé un año en Oxford y cuatro en el ejército. Después tuve que ganarme la vida y elegí esta forma de hacerlo. No me ha pesado.
—Usted es escocés. ¿Ideas políticas?
—Ninguna oficialmente.
—No puede ser. Actualmente la política interviene en todo. Hoy en día ningún hombre inteligente puede dejar de tener preferencias de derecha o izquierda. No se lo pregunto porque sí.
—Llámeme liberal, entonces —replicó Macdonald.
—Ya no existen.
—Exactamente…; entonces mis ideas políticas tampoco existen. Lo cual es como debe ser.
—Bueno —rió haciendo una mueca, Revian—. No insistamos y volvamos al asunto en cuestión. Dice usted que leyó los diarios. ¿Quién, según su opinión, está detrás de ese ataque contra mí?
—No me corresponde a mí decirlo. No estoy al tanto de la política periodística.
Colocando la taza en el plato, Macdonald se enderezó.
—Pero, limitándose al presente caso, ¿tiene usted idea del sector de donde proviene ese ataque?
—La tengo… pero sin pruebas. Proviene de los judíos. Puede usted no creerlo, pero hay en este país judíos con suficiente dinero como para subvencionar a más de un diario, y hacerlo disimuladamente.
Mientras Revian hablaba, algo acudió de pronto a la mente de Macdonald. Recordó al hombre moreno de Marylebone Place, y lo que es más, recordó su nombre.
—¿Puede explicarse con mayor claridad? Sabiendo que su confidencia será respetada, ¿por qué no me nombra alguno que en su opinión esté enemistado con usted?
—Conozco una cantidad de personajes secundarios… Levinskis y Morrises y Nathans, dueños de talleres que han estado socavando el trabajo británico, pero ninguno de ellos puede influir, ni por asomo, en un periódico. Lo malo es que son solidarios. Ya lo averiguaré con el tiempo. Es cuestión de paciencia.
Con el ceño fruncido ahora, Revian encendió un cigarrillo y prosiguió:
—Lo que me desconcierta es la parte que desempeña Suttler en todo esto. ¿Por qué diablos había estado reuniendo datos sobre mí? Es ridículo.
—Cuando le pregunté, hace un momento, si le habían hecho chantaje, tenía presente que este Suttler, en mi opinión, empleaba un sistema de persuasión chantajista, a juzgar por las pruebas halladas —dijo Macdonald—. Puede haberlo practicado en pequeña escala. Probablemente, en este caso lo hacía por alguien menos modesto. Estos datos —dijo indicando la hoja a máquina relativa al accidente automovilístico de 1917, que había hallado en la caja fuerte de Suttler— son exactos, ¿verdad?
—Perfectamente exactos, en lo concerniente a los hechos principales. No es verdad que Welmer supiera nada deshonroso sobre mí, pero él y yo habíamos tenido un altercado violentísimo. Hizo trampas con los naipes y lo descubrí. Halló la muerte varias horas después que él y yo nos dimos de puñetazos. Se probó, sin la menor duda, que yo no podía haber conducido ese auto. Acampábamos en ese momento a poco más o menos diez millas de Stamford, y se sabía que yo estaba en el campamento a la hora en que mataron a Welmer.
—¿Sospechó usted de alguien que pudiera haberse apoderado de su auto?
—Sí… Me pareció que era un muchacho de la Real Fuerza Aérea de entonces. Tenía licencia y supuse que tomó mi auto para dar un paseo, después de haber bebido una copa de más. Fue un accidente, pero el asunto se puso feo para mí.
—¿Mencionó usted sus sospechas?
—No. No lo hice. No tenía pruebas. Me basaba en conjeturas y no quería meter a Tony Baring en un lío. Murió seis meses después sobre las líneas alemanas.
Revian tamborileaba con los puños sobre la mesa mientras su rostro ceñudo y atento se inclinaba hacia delante.
—Supongamos que ese individuo, Suttler, estuviera encargado de exhumar cualquier cosa deshonrosa que pudiera averiguar sobre mí, y que sacó a luz este cuento. ¿Cómo podría utilizarlo? En cuanto a mí se refiere, el caso se arregló en aquel momento. Yo quedé fuera del asunto. Si volvieran a publicarlo, hoy no me podría hacer ningún daño.
—No. Quizá no —insistió Macdonald—, pero la publicación de lo que acaba de ocurrir, unido a lo otro, agravaría las cosas. Si alguien desea atacarle, podría sacar conclusiones nocivas para usted que ninguna acción legal por calumnia borraría.
Revian asintió con tristeza y Macdonald siguió hablando:
—Puede parecer una conspiración descabellada, pero no imposible. Admitamos en principio que alguien empleó a este individuo, Suttler, y le proporcionó esos papeles. Luego se apoderaron del auto de usted y mataron al hombre, sabiendo que sus pertenencias serían revisadas…
—¿Y con la esperanza de que me colgaran por este asunto?
—Quizá no iban tan lejos. Con la esperanza de que las sospechas cayeran sobre usted y que esas sospechas fueran difíciles de refutar por completo.
Revian estaba inclinado hacia delante en su silla, con los codos sobre las rodillas y los puños cerrados sosteniéndole el mentón.
—Sí. Comprendo, pero… ¡por Dios, hombre!…, piense en la inevitable deducción lógica. Usted supone que alguien me odia tanto como para haber cometido un crimen a sangre fría con tal de desacreditarme. No lo creo. «No quiero» creerlo. ¿Por qué diablos, si alguien me odia hasta ese punto, por qué no me ha asesinado a «mí», y asunto terminado?
Macdonald observaba a Revian con ese análisis impersonal que su entrenamiento había hecho posible. Siempre, en el fondo de la mente de un inspector, la sospecha debe permanecer alerta. Macdonald no podía darse el lujo de descartar la contingencia, por remota que fuera, de la culpabilidad de Revian, y si era culpable, desarrollaba su defensa con una sutileza y habilidad asombrosas.
—La persona que mató a Suttler descontaba que saldría impune —dijo Macdonald—. El método es muy simple. Suttler siempre volvía a su casa a pie por el mismo camino. Era un hombre muy metódico y su presencia en un punto determinado podía calcularse con precisión de minutos. Todas las tardes cruzaba esa calle tranquila, en la que la visibilidad es buena y los transeúntes muy escasos. Era fácil atropellarlo. Sería mucho menos fácil calcular la posición de usted de antemano, matarlo, y poder escapar.
—¿No cree en la posibilidad de que esté viendo erróneamente el asunto? —preguntó Revian—. En mi opinión es más fácil aceptar la coincidencia de que el muerto se haya interesado en mis asuntos y suponer que fue víctima accidental de un ladrón de automóviles, que aceptar esta idea absurda de que fue asesinado para comprometerme.
Macdonald hizo una pausa. Había estado esperando ese argumento y no le agradaba.
—Naturalmente que esa posibilidad existe, señor —replicó con lentitud—. Para plantear el caso lisa y llanamente, como lo hará el jurado, se presentan cuatro posibilidades y es mejor afrontarlas. La que acaba de enunciar es la más obvia. Accidente, pura y simplemente: una acusación de asesinato contra un desconocido, ladrón de automóviles. La segunda es la idea que formulé, de un ataque indirecto contra usted. En tercer término existe la posibilidad de que Suttler haya sido asesinado por un empleado de su oficina a quien el muerto acusaba de robo. Finalmente, queda la posibilidad de que usted sea el causante. No me disculpo por adelantar esa suposición, porque la van a sugerir inevitablemente y tendrá que probarse lo contrario.
Revian escuchaba la voz tranquila sin interrumpirla. Su rostro se sonrojó al oír las últimas frases del inspector, pero su voz denotaba perfecta entereza cuando, repitiendo pensativamente las palabras de Macdonald, dijo:
—Tendrá que probarse lo contrario. No creo que ningún tribunal de justicia tomaría en serio esa acusación contra un hombre de mis antecedentes, pero por mi propia reputación, y para no dar a mis enemigos un motivo que les permita atacarme, es menester considerar ese punto.
Irguió la cabeza, apretó la mandíbula y su mirada se encontró con la del inspector.
—Plantee el caso como haría el fiscal —dijo—. Deseo oír la acusación.
—Como quiera —replicó Macdonald—. Puede alegarse que usted, víctima del chantaje que le hizo el difunto y conociendo sus costumbres, acudió con su auto a determinada calle, cruzada diariamente por el mismo a una hora conocida, y que entonces le atropello, conduciendo a una velocidad que aseguraba los resultados fatales de la colisión mediante la cual se libró usted del chantajista. Podría, además, alegarse que había cambiado usted recientemente su automóvil por uno de la marca que ofrece el máximo de aceleración en contados minutos.
—¡Uf! —exclamó Revian, riendo—. No pierden ustedes tiempo en obtener datos. Analicemos. ¿Cuánto se tardaría en llegar hasta Northumberland Street desde aquí?
—De tres a cinco minutos, según las condiciones y señales de tránsito.
—Tres minutos para cumplir la tarea, o menos, si Suttler era puntual en su itinerario —dijo Revian, que hablaba ahora con precipitada alegría—, dos minutos para virar hacia Beaumont Street, diez minutos para volver hasta aquí pasando por la Iglesia de Marylebone y Allsop Place…, en total, veinte minutos. Digamos media hora para más seguridad. Tiempo de sobra. Vine a esta casa a las seis y hablé con James cuando entré. Fui a mi escritorio y eché un vistazo a la correspondencia, luego subí a mi dormitorio y no bajé hasta las siete menos diez. Ya le dije que los otros sirvientes habían salido. Nadie me vio durante cincuenta minutos. Pude haberme deslizado fuera de la casa por la puerta ventana y llegar a Park Close por el portón lateral. Bastante poco alentador, pero ésa es la verdad. No tengo defensa por ese lado. Ni un poco de defensa.
—Lamento mucho saberlo, señor —dijo Macdonald lentamente.
—Muy amable…, pero es así. Sin embargo, no temo que me ahorquen por eso.
—Acaba de mencionar usted Beamont Street, señor. ¿Le importaría decirme cómo sabe que el Ford fue abandonado en esa calle?
Por los ojos azules de Revian cruzó un súbito fulgor y su mentón se irguió con la arrogancia que tanto le favorecía.
—Hablé por teléfono con la policía después de la cena, mientras estaba en el Savoy —replicó—. Durante la conversación con el superintendente me comunicó que mi auto había sido abandonado en Beaumont Street. ¿De qué otro modo podría haberlo sabido?
—Ese punto, exactamente, es el que deseaba aclarar, señor —replicó Macdonald.
Sus ojos, con absoluta placidez, encontraron la mirada fija de Revian; su voz y su actitud sólo demostraban la cortesía formal que ocultaba todos sus pensamientos. Y prosiguió:
—Ojalá fuera posible corroborar el hecho de su presencia en esta casa con igual claridad. Si encaramos el caso como un posible ataque contra su integridad, sería infinitamente más satisfactorio poder probar por algún medio dónde se encontraba usted.
—Le digo que no se puede. Está mi palabra y nada más —dijo Revian.
Repentinamente, no obstante su dominio, se vio presa de una ira incontenible, y dejó caer los puños sobre los brazos del sillón con violencia, exclamando:
—¡Maldición! ¡Qué molesto es este asunto! Ya le dije que no temo el veredicto del jurado. Además, no temo ni siquiera que me atribuyan semejante cosa. Lo peor es que no podré refutar con pruebas las sospechas que nunca serán pronunciadas abiertamente. Quedarán colgadas alrededor de mi cuello como un sambenito para el resto de mis días.
—Si yo puedo evitarlo, no será así —dijo Macdonald, y Revian rió. Se levantó y se sirvió otro whisky.
—Me agrada cómo lo dice, inspector…, y me agrada su persona. Pero no me forjo ilusiones. Usted desea sacar a la luz los hechos sin ningún miramiento.
—Efectivamente —dijo Macdonald—. Mi punto de vista es el siguiente: Si a Suttler lo mató un ladrón de automóviles, por puro accidente, es probable que nunca conozcamos los hechos. En Londres circulan diariamente docenas de autos conducidos por personas desprovistas de la correspondiente autorización. Los garajes de la policía están llenos de automóviles robados, o tomados en préstamo, y muy pocas veces en tales casos es posible probar algo. El auto queda abandonado, lo encuentra la policía y es reclamado por su dueño. En la mayoría de estos casos no puede hacerse acusación alguna. No hay pruebas. Pero no creo que éste sea un accidente.
—¿Por qué no?
—No tiene las características del accidente. Piense en las circunstancias: una calle desierta, un solo peatón a la vista: un viejo que avanzaba con prudencia. Ningún ladrón de autos corre el riesgo que implica semejante accidente. Significaría el fracaso de sus propios planes. En este caso el peatón trató de eludir el vehículo y el auto viró hacia él intencionadamente, después que lo habían acelerado a propósito. Ni siquiera fueron usados los frenos. Estoy seguro de que no se trata de un accidente.
—Y entonces, ¿qué?
Macdonald miró el reloj.
—Es tarde y usted está cansado. Tal vez prefiera continuar esta conversación por la mañana, pero será mejor que describiera cada uno de sus actos durante esos cincuenta minutos que median entre las seis y las siete menos diez. Acaso surja algún detalle que establezca lo que queremos.
—¡Se lo diré ahora mismo! Es bastante fácil. Abrí yo mismo la puerta con mi llave y entré, pero toqué el timbre para avisar a James que me encontraba en casa. Éste llegó al vestíbulo en el momento en que yo me quitaba el sobretodo y le dije que me preparara el baño. Vine aquí y eché un vistazo a mi correspondencia, encendí un cigarrillo y subí. No puedo decirle la hora exacta… alrededor de cinco o siete minutos después de haber llegado.
—¿Conectó la radio para oír las noticias de las seis?
—No.
—¿Oyó algo que pueda recordar…, ruido de tránsito inusitado, el pregón de un vendedor callejero…, cualquier cosa?
—Nada, o si oí algo mi cerebro no lo registró. Subí, me desnudé, me afeité, me bañé, me volví a vestir, todo con la mayor tranquilidad. A las siete menos diez bajé, le dije a James que me tuviera preparado un poco de café para mi regreso y salí a buscar el auto.
—Su sirviente ¿cerró los grifos del baño y bajó sin volver a verlo a usted?
—Exactamente. Dejó todo preparado y bajó por las escaleras de servicio…, por lo menos supongo que lo hizo así.
Revian se puso de pie, tocó el timbre y añadió:
—Mejor será que se lo pregunte usted mismo. No le he dicho nada de todo esto. Sólo sabe que robaron el auto.
Hubo un momento de silencio hasta que la puerta se abrió y apareció el sirviente. Era un hombre cincuentón, delgado, pulcro y de movimientos reposados. No mostraba señales de sueño, a pesar de lo tardío de la hora.
—Entre, James. El inspector desea hacerle algunas preguntas.
—Muy bien, señor.
—¿A qué hora entró su amo?
El hombre miró a Macdonald con actitud agresiva, pero sólo en la medida que puede permitirse un sirviente bien preparado. Luego se volvió hacia Revian.
—¿Señor?
—Conteste las preguntas que se le hacen —ordenó Revian con brusquedad.
El hombre se volvió hacia Macdonald y lo traspasó con la mirada.
—Mi amo entró a las seis menos dos minutos.
—Refiérame lo que le dijo y lo que usted hizo, exactamente, y lo que le vio hacer a él.
—El señor dijo: «Me daré un baño ahora». Le tomé el sobretodo y lo colgué en la percha. Luego entró en su gabinete. Es decir, aquí. Yo volví a las dependencias de servicio. La radio estaba funcionando. Oí la señal de la hora al pasar por el vestíbulo nuestro. Fui al baño y lo preparé. Había sacado, previamente, la ropa de etiqueta del señor. Cuando el baño estuvo preparado, Bajé de nuevo y escuché la radio hasta que oí la campanilla del gabinete, alrededor de las siete menos cuarto o las siete menos diez.
—Durante ese lapso, entre seis y siete menos diez, ¿oyó a alguien moverse en la casa?
El hombre permaneció muy quieto; su rostro carecía ahora de toda expresión. Guardó un silencio tan prolongado que Revian intervino irritado:
—Despierte, James. Oyó algo o no lo oyó. No tarde toda la noche en decidirse.
—Discúlpeme, señor. Trataba de recordar —y volviéndose hacia Macdonald prosiguió—: Oí moverse al señor en el piso alto y oí el agua del baño al salir por el desagüe.
—¿Quiere decir que el cuarto del señor Revian está situado sobre el vestíbulo de servicio?
Revian fue quien contestó:
—No. No lo está. Está situado al otro lado de la casa…, lo mismo que el baño.
—¿Y la radio funcionaba? —inquirió Macdonald.
—Como se lo dije —repuso con frialdad el hombre.
—¿No oyó nada más?
—Nada.
—¿Ha hablado esta noche con alguien que le haya mencionado el robo del auto de Mr. Revian?
El hombre se sonrojó. La mirada que dirigió a Macdonald indicaba algo más que una anticipada expresión de afrenta personal. Ahora estaba enojado de veras.
—Con nadie —replicó.
—¿Estuvo alguien con usted en el vestíbulo de servicio entre las seis y las siete menos diez?
El hombre volvió a mirarle con indignación.
—Nadie.
—Es todo lo que deseaba preguntarle, gracias —replicó Macdonald. Ante un movimiento de cabeza de Revian, James salió del cuarto.
—¡Qué diablos! —exclamó Revian, cuya voz denotaba un cansancio absoluto—. Por supuesto que usted tiene toda la razón. La cosa se ha difundido…, y James trata de hacer por mí lo que puede. Es un buen hombre. Naturalmente que no me oyó. Desde el vestíbulo de los sirvientes no se oye ningún ruido proveniente de mi cuarto. Ya le dije que de ese modo no se puede probar nada.
—Es una lástima —dijo Macdonald.
Revian se encogió de hombros:
—Gracias. Se ha molestado usted mucho y sólo ha comprobado lo que le dije al principio. En lo que me concierne, no puede probar nada a favor ni en contra —dijo paseando nerviosamente por el cuarto—. Volviendo a sus cuatro posibilidades… Mencionó usted a un empleado que tal vez estuviera comprometido. ¿Puede decirme algo más sobre ese asunto o es contrario a las reglas?
—No. No hay razón para que no se lo diga —repuso Macdonald—. Uno de los empleados, subalterno de Suttler, sustrajo dinero de la caja. Suttler lo descubrió y le hizo firmar una especie de confesión, en la que se comprometía a devolver diez chelines semanales por tiempo indeterminado. Un documento abominable que ponía al empleado a merced del gerente durante el tiempo que éste considerara oportuno. Además, todo indica que el único conocedor de los desfalcos era Suttler. Ahí tiene, sin lugar a dudas, un móvil del asesinato.
De nuevo Revian se encogió de hombros.
—Así que Suttler era esa clase de persona. Recibió su merecido. Pero no está bien de parte de ningún hombre esperar que cuelguen a otro para evitarse molestias. Creo estar dentro de los límites de la decencia al expresarle mi esperanza de que llegará usted al fondo del problema.
—Así lo supongo yo también —repuso Macdonald gravemente—. Una sola pregunta más: ¿Ha conocido usted alguna vez a un hombre llamado Garlandt? Es financiero, creo, y hombre de mucha fortuna.
—¿Garlandt? Le he conocido, naturalmente. Está en todas partes. Uno de esos judíos cultos, con instinto artístico. Filántropo y muy instruido, según creo. No he tenido trato con él más que en sociedad. No me gusta…, por un sentimiento absolutamente irrazonable…, pero no tengo por qué suponer que se interese por mí. ¿Por qué me lo pregunta?
—No se lo puedo decir. Uno hace disparos en la oscuridad. Muchas gracias por su paciencia y cortesía al contestar todas mis preguntas. Siento haberlo tenido despierto hasta tan tarde.
—En cuanto a eso, inspector, estamos en el mismo caso. Le reitero mi esperanza de que llegue al fondo del asunto. Cualquier ayuda que pueda prestarle se la prestaré. Buenos noches… ¡y buena suerte!
A pesar de la hora, Macdonald volvió a Scotland Yard antes de ir a acostarse. Entró en su sección, donde parte del personal se hallaba de servicio nocturno, y halló allí al detective Reeves.
—¿Fue usted quién contestó a Mr. Revian cuando llamó desde el Savoy Hotel, después de la cena?
—Sí, señor.
—¿Qué le dijo?
—Me preguntó si había ocurrido algún accidente con su automóvil, y sobre todo si un peatón había sido muerto por él. Le contesté que habían matado a un peatón, que el asunto se investigaba y que su auto estaba ahora en manos de la policía.
—¿Nada más?
—No. Nada más.
—Bien —dijo Macdonald—. Buenas noches.