5

—¡Hola, Revian! ¿Cómo estás?

Al oír la voz alegre de Basil Oakwood el rostro de Revian se iluminó, perdiendo la desacostumbrada expresión ceñuda que lo afeaba. Los dos hombres se encontraban en el vestíbulo del Savoy Hotel, donde ambos iban a cenar, y Oakwood había reparado en la cara sombría de Revian mientras éste cruzaba el vestíbulo hacia él.

—¡Qué agradable volver a verte, querido! —exclamó Revian—. Supe que habías regresado a Inglaterra y pensaba telefonearte, pero la vida se complica tanto en esta época. Veo que estás muy bien…

—No puedo decir lo mismo de ti, Barry. Pareces melancólico. Se diría que te preocupa demasiado el mañana.

Revian rió, pero había poca alegría en su risa.

—El mañana no se presenta muy bien para ninguno de nosotros, ¿no te parece? «Lucha» es el único título adecuado al drama de lo que en estos días llamamos civilización. ¿Tienes diez minutos libres? Bien. Por una vez he llegado temprano, gracias a que vine en el subterráneo en lugar de tomar el auto. Vengo a comer con los Melberey, pero no han llegado todavía. En aquel rincón hay un par de sillas. Sentémonos.

—Gracias. Camarero… «Gin» y «bitter» para mí… Por fin has comprendido cuánto tiempo se pierde queriendo apresurarse en automóvil por las calles del centro.

—No es exactamente eso. Me lo robaron mientras estaba en casa vistiéndome. No tiene importancia. ¡Brindo por ti! ¿Qué impresión te ha causado tu vuelta a Londres?

—Mala. Londres está más caótico cada vez que vuelvo, pero me gusta ver a los amigos, de vez en cuando. Parece que actualmente estás en letras de molde, Revian. Atraes el fuego de los demócratas. Leo los productos inferiores de la prensa para obtener, desde todos los ángulos, puntos de vista de mis semejantes. El «Daily Post» no te quiere.

—¡Vive Dios! —gruñó Revian—. Me gustaría saber quién está detrás de ese artículo. Lo «sé» en términos generales, y uno de estos días lo probaré.

—¿Qué importa? —rió Oakwood—. Si trepas a la copa del árbol, estás pidiendo que te disparen un tiro. Yo no cambio por eso el cómodo anonimato.

La expresión de Revian se había vuelto nuevamente ceñuda, lo cual aumentaba edad a su rostro rectangular y apuesto, trazando surcos en su ancha frente y juntando las cejas rubias y serenas al punto que sus ojos azules parecían hoscos.

—No me importa la acostumbrada ofensa verbal recíproca de las luchas políticas —repuso Revian—. Como tú dices, uno se la busca. Lo que me saca de quicio es que últimamente me han elegido para darme un tratamiento especial. Si hablo en un mitin político, o en cualquier reunión de importancia, sé que debo responder de cada palabra que diga, cada cifra que cite, cada opinión que aventure. Pero no por eso he de verme con periodistas londinenses pisándome los talones cada vez que inauguro una feria o entrego premios o hablo a los «Boy Scouts». Ese último artículo del «Daily Post» es una tormenta en un vaso de agua a propósito de un discurso improvisado que pronuncié en una fiesta al aire libre. A lord Tabor correspondía inaugurarla, pero enfermó y me encargaron a mí que emitiera las consabidas tonterías. Alguien está persiguiéndome, anotando cada palabra fútil que pronuncio y utilizando contra mí ese descuido como si hubiera manifestado en alta voz una cuestión vital. ¡Es muy irritante!

Oakwood le dirigió una mirada aguda.

—Mira, estás cansadísimo —replicole—. Cuando los nervios se ponen en tensión se asemejan a cuerdas de violín estiradas…, prontas a romperse. Yo tomaría las cosas con mayor calma, Barry. Un hombre fatigado no razona bien.

—Lo admito, pero no es cansancio lo que tengo. Estoy irritable, lo sé, pero no sin causa. Da mucha rabia ver que cada palabra trivial que uno ha pronunciado se la utiliza como algo vital para probar que toda la vida de uno es una mentira.

—«Tergiversadas por pillos para atrapar a los tontos» —citó Oakwood; y Revian se encogió de hombros con nerviosidad.

—«Tergiversadas por judíos para atrapar a los tontos» —corrigió—. Oye Basil, ¿cuándo podemos vernos? Quedemos en algo. Ahí está Mrs. Melberey que acaba de entrar. Tengo que dejarte —Revian sacó una agenda del bolsillo—. No tengo una noche libre en muchas semanas. ¿Te parece bien almorzar conmigo el jueves? Espléndido. Nos encontraremos en el Junior Unionist, alrededor de la una. Tendré el placer de una buena charla contigo. Hasta el jueves, entonces.

Oakwood se alejó, apartando voluntariamente la mirada de Revian, que se había apresurado a cruzar el vestíbulo para recibir a su anfitrión. Oakwood había alcanzado a divisar a una mujer alta, canosa, acompañada por una bella y esbelta muchacha. También había advertido la expresión iluminada del rostro de Barry Revian cuando cruzaba el vestíbulo, al punto que parecía haber rejuvenecido diez años y recobrado la vitalidad y el encanto que Oakwood había echado de menos al verle. «Así que por eso estaba con los nervios de punta», pensaba Oakwood, formulando la reflexión con la actitud algo superior y cínica del hombre cuyo corazón no se preocupa por ninguna mujer.

Un momento después Oakwood fue recibido por su anfitrión, un célebre abogado llamado Neville Chance.

—Espero que no le importe el barullo. La comida sigue siendo de las mejores de Londres —observó éste—. Le vi hablar con Revian. Ha estado subiendo sostenidamente estos últimos años.

—Así lo he leído en los diarios. Al ver su aspecto, diría que ha pagado un duro precio por su ascenso. Se ha avejentado y parece perseguido por una obsesión. Es curioso cómo el problema judío puede llegar a entorpecer la inteligencia. Barry era un muchacho cuerdo.

—Y sigue siéndolo. No se equivoque sobre este punto. Es uno de nuestros hombres más capaces. En cuanto a lo que usted llama obsesión, no estoy muy seguro de que Revian no esté en lo cierto. He seguido atentamente su caso. Ha sido elegido como candidato para un ataque deliberado por alguien que tiene suficiente dinero para respaldarle. No son los de la «izquierda». Revian ha trabajado demasiado en favor de las reformas sociales para darles motivo en contra de él. Es curioso. Alguien se toma el trabajo de analizar cada palabra que pronuncia en público con la intención de desacreditarle. Además, el ataque es bastante sutil en sus métodos. No se ha publicado nada que no esté a cien millas de la posibilidad de plantear una cuestión legal. Se trata solamente de un análisis insidioso y de una interpretación tergiversada de cualquier palabra trivial que diga en público.

—Parece que Revian se ha hecho odioso para uno de esos magnates de la prensa y le están contestando a su modo. A propósito, ¿quiénes son los Melberey, esas personas con quienes va a comer?

—Mrs. Melberey es viuda. Cuando yo era niño, ella era una de las bellezas más famosas de la época… Anete Strand. Tiene dos hijas preciosas, y ambas dejan boquiabierto a cualquiera. La mayor se casó con Richard Mantland hará poco más o menos un año. La menor…, bueno, la acaba usted de ver.

Las cejas angulares de Oakwood se levantaron en un gesto de perplejidad.

—Sí, la vi —dijo lentamente—. ¿No se murmura entre los bien informados que Revian o Mantland…?

Se interrumpió, estudiando el rostro de su compañero, y Chance movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¿El nuevo cargo de presidente? Así se dice, y en la Bolsa se hacen apuestas en ese sentido. Da risa ver cómo les gusta a los agentes de bolsa apostar sobre las cosas más raras.

—Pero, entonces, ¿no le parece que el asunto será muy difícil… sea cual sea el lado de donde salte la liebre?

Chance rió.

—Veo que usted no es ciego y que saca rápidamente sus conclusiones.

—¡Vaya! Es bien visible —replicó Oakwood—. De todos modos, Revian es muy viejo para ella.

—No lo crea. Revian es ahora un personaje… y está en sus comienzos. Desde que enviudó, todas las mujeres de Londres lo quieren atrapar. Bueno, ¿qué le parece si comiéramos?

Entretanto, Barry Revian, sentado ante la mesa reservada para Mrs. Melberey, tenía inclinada su rubia cabeza hacia Althea Melberey y el rostro libre de las líneas de preocupación que Oakwood le había notado. Gilbert Mantland y su mujer, Diana, se habían reunido con ellos, y el grupo de seis se completó con Alan Desmond, capitán del ejército de la India, que se hallaba con licencia en Inglaterra. Durante la primera parte de la comida, la conversación se desarrolló alegremente, alejada de temas serios; las alternativas de la charla referente a amistades comunes, los compromisos de la próxima estación, las probabilidades para el «derby» de Ascot, los concursos a realizarse en la Exposición Equina. Althea fue quien, por irónica coincidencia, dijo algo que volvió a Barry Revian de aspecto ceñudo. La conversación había girado hacia la Exposición de Automóviles.

—Voy a comprar un auto nuevo. Uno al lado del cual mi viejo y estropeado Morris parezca un pariente pobre. ¿Cuál es el nuevo modelo mejor y más brillante que pueda ser adquirido por dos peniques y una sonrisa, Revian?

—Depende de para qué lo quiera —replicó éste—. ¿Aspecto, velocidad, duración? Personalmente, estoy por el automóvil a prueba de ladrones, si hay tal en el mercado. El hecho de haber perdido el mío hace poco me hace hablar con vehemencia.

—¿Robado? —inquirió Mantland.

—Así parece —replicó el otro—. Lo dejé en el callejón junto a mi casa, un poco después de las seis. A las siete ya no estaba allí. Es culpa mía, supongo. No lo cerré con llave, pero estos ladrones de autos tienen tanta pericia que una llave más o menos no los detiene.

—Pero ¿no habrá dejado puesta su llave de contacto? —preguntó, con coz escandalizada, Desmond.

—Querido amigo, el haberla dejado o no es un detalle secundario. La llave de contacto estaba en mi bolsillo, pero a ningún ladrón de autos experimentado le falta ese «vade mecum»: la llave de contacto universal.

—¿Qué marca de auto es? —inquirió Mantland.

—Ford V 8. ¿Por qué? ¿Usted no es el culpable, verdad?

Mantland rió.

—Desgraciadamente, no. Sólo pensaba… No importa. Supongo que la policía se lo habrá encontrado antes que llegue a su casa. Son muy competentes en eso.

Revian miró a su interlocutor con la misma expresión hosca de hacía un rato.

—Gracias por sus amables palabras, pero tiene usted la reputación de no hacer preguntas inútiles, Mantland. ¿Por qué quiere saber la marca de mi auto?

Ante el tono del otro Mantland arqueó las cejas en un gesto de reconvención humorística, pero contestó la pregunta pausadamente, como lo hacía siempre, con deliberada precisión y un poco de pedantería.

—Puesto que insiste, es porque mi chófer me contó un cuento a propósito de un Ford… que dicen que robaron esta noche…, que mató a un peatón cerca de Marvlebone High Street. El auto fue abandonado en Beaumont Street, muy cerca de allí según creo.

—¡Santo cielo! —exclamó Revian, cuyo rostro demostraba preocupación—. Espero que no sea mi auto…

—De todos modos no es usted responsable, Revian —interrumpió Mrs. Melberey—. Lástima que Gilbert haya contado una de sus anécdotas sombrías precisamente en el momento en que usted olvidaba su seriedad. No debe estar disgustado durante mi comida. Dígale a Thea que no compre un modelo de carreras. No se lo permitiré. No se puede confiar en ella.

Sólo al final de la comida Revian pudo acaparar a Mantland y hacerle nuevas preguntas referentes al Ford robado.

—¿Qué fue, en realidad, lo que le contaron? —inquirió.

—Discúlpeme, pero es un asunto algo deprimente —repuso Mantland—. El Ford atropello a un viejo cerca del Asilo, o del Instituto, o como se llame. Mataron al pobre hombre. El auto debe de haber sido conducido a una velocidad excesiva. Pero, con todo, no hay ninguna prueba de que haya sido el suyo.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gimió Revian—. Qué cosa horrible. Le apuesto lo que quiera que probarán que era el mío.

—Escúcheme, Revian. No hay necesidad de preocuparse así. Aunque ese auto fuera el suyo, no tiene usted la más remota responsabilidad. Además, dudo que lo fuera. Mencionó usted el callejón sin salida contiguo a su casa y usted vive en Belgravia…

—No —interrumpió Revian—. Cerré la casa grande después de Navidad. Era demasiado onerosa para mí. Ahora vivo cerca de Regent’s Park, en una casa que compré cuando acababa de casarme. Marylebone High Street se halla apenas a cinco minutos de distancia de mi casa. Oh, bueno, de nada sirve afligirse. Será mejor que hable a la policía.

Alrededor de media hora después, Revian estaba sentado junto a Althea Melberey. Habían bailado, al igual que Alan Desmond con Diana Mantland, mientras Mrs. Melberey y Gilbert Mantland conversaban.

Revian se volvió impetuosamente hacia su compañera.

—Thea, siento ser tan mal compañero. He estado algo acosado últimamente y este relato de Mantland me preocupa bastante. Me horripila la idea de que alguien haya sido muerto por mi auto.

—¿Es cierto, entonces?

—Sí, desgraciadamente es cierto. Cuando llegue a casa encontraré esperándome a un inspector de policía para averiguar los detalles.

Algo tan amargo se desprendía de su voz que la muchacha se sorprendió, al mismo tiempo que se sentía conmovida. Tendió, impulsivamente, la mano y le tocó el brazo.

—Pero Revian, no es culpa suya, no es usted responsable. Me desespera verlo tan inquieto.

—Es muy amable de su parte interesarse por mí, Thea. ¿Le parecería mal llamarme Barry? Pruebe, de todos modos. Me ayudaría a contrarrestar esta sensación desoladora. Porque, sabe…, pienso mucho en usted. ¿Lo sabe, verdad?

—Si piensa en mí, ¿por qué no pensar en voz alta conmigo? —replicó ella, al tiempo que sus ojos se encontraron serenamente con los de él—. ¿Por qué le preocupa un accidente con el que no ha tenido nada que ver?

—Si le interesa tanto como para escucharme, se lo diré, Thea. Tengo una horrible sensación de que el accidente puede no haber sido accidente. Alguien quiere hacerme daño. No puedo probar quién, pero me han estado persiguiendo, tratando de desacreditarme. Ese ataque del «Daily Post» no constituye un detalle aislado, sino parte de un plan que se desarrolla desde hace varias semanas.

Sus ojos se encontraron con los de ella, ansiosos por leer su expresión, y cuando siguió hablando en voz baja su tono era vehemente.

—Thea, no estoy viendo visiones. Sé que digo la verdad y no me sorprendería que este enojoso asunto de mi automóvil resulte parte integrante del mismo plan.

Desde el rincón donde estaban sentados veían deslizarse a los bailarines a través del salón. Los instrumentos de la orquesta y la voz del «crooner» prestaban un telón de fondo incongruente a la voz baja y apremiante de Barry Revian. Junto a él la muchacha se movió con inquietud y repuso en voz baja y de protesta:

—Pero no entiendo, Barry. ¿Cómo podrían emplear eso en contra de usted?

—Así. Durante la pasada guerra, hace años, un auto mío fue robado (o tomado en préstamo) y un hombre que yo conocía fue atropellado con él y muerto en una carretera principal. Conseguí probar, entonces, que yo no podía haber estado en ese sitio, conduciendo el auto, al ocurrir el accidente. Espere y verá. Mañana, ciertos diarios volverán a publicar esa historia. Lo harán de tal forma que yo no pueda tomar medida alguna. ¿No se imagina? «Desgraciada coincidencia. La historia se repite»… Pero parte del barro se queda pegado.

—Yo no lo creo, y ninguno de sus amigos lo creerá —protestó ella.

—No. Me imagino que no —repuso él con seriedad—, pero algunos de mis enemigos sacarán de ello un capital.

—No sabía que tenía usted enemigos.

—Mi querida amiga, nadie puede alcanzar una posición en este mundo, manteniendo sus principios, sin hacerse enemigos. He martillado contra demasiados abusos e intereses creados, para no tener enemigos. Hace sólo seis meses, dispersé una banda de comisionistas judíos y detuve sus métodos tramposos de explotación. Tocar a un judío significa tocarlos a todos.

Se interrumpió con una risa triste.

—¡Qué modo de agasajarla, Thea! ¡Y en el día de su cumpleaños! Ha sido gran bondad de su parte escucharme y permitir que me quitara de encima el peso de mis preocupaciones.

—Prefiero que me hable como lo ha estado haciendo y no que me haga cumplidos sociales, Barry. Me ha demostrado que confía usted en mí.

—Le demostraré hasta qué punto confío en usted… pero no esta noche, Thea. Mi mala estrella está activa hoy. Vamos a bailar. Olvidemos todo lo molesto y disfrutemos del momento, hasta que podamos encarar el futuro.

Cuando Revian regresó a su casa, pasada la medianoche, y entró en su gabinete, halló al inspector que lo esperaba. Revian había tenido que tratar con la policía metropolitana por robos en su domicilio y citaciones por estacionar el automóvil en calles prohibidas. En todos los casos sus miembros le habían parecido educados y competentes. El hombre que se puso de pie cuando Revian entró en el cuarto era un tipo algo distinto al común de los policías vestidos de civil. Alto, delgado, de buena figura y con buena ropa, Macdonald hubiera pasado inadvertido en cualquier reunión profesional. Podía parecer un abogado o un maestro, de no ser por su físico deportivo. De cabello oscuro, ojos grises, y perfectamente dueño de sí, se enfrentó a Revian con la tranquila actitud de quien no esconde preocupación personal alguna.

—Siento haberlo hecho esperar, inspector. Siéntese.

—Gracias, señor. Lamento tener que molestarle a estas horas, pero era mejor aclarar ciertos puntos cuanto antes.

—Muy justo. Ahí tiene cigarrillos y algo de beber, si lo desea. Ahora bien, conoce usted los hechos en lo que a mí se refiere. Dejé el auto a las seis en el callejón junto a la casa. Cuando volví a salir, un poco antes de las siete, el auto había desaparecido. Llamé por teléfono a la policía (como usted sabe) y salí a cumplir con mi compromiso para comer. Eso es todo cuanto puedo decirle. Me horrorizó enterarme de lo acontecido. ¿Quién era el pobre hombre?

—Se llama Joseph Suttler, de sesenta años; ocupaba el cargo de gerente de la Harringstone Building y se domiciliaba en Marylebone Place.

Mientras hablaba, Macdonald observaba el rostro de Revian, pero el discreto examen no terminaba ahí. El hombre del Departamento de Investigaciones Criminales tenía conciencia de todos los movimientos de los pies y manos del otro, del modo de respirar y de la tensión y relajamiento de sus músculos que la actitud de su cuerpo revelaba.

—Nunca le he oído nombrar —dijo Revian con tono de alivio—. No era un hombre pobre entonces, supongo. ¿Sabe usted si era casado o si tenía familia?

—Parece que no. Vivía solo, y no hemos podido encontrar a ningún pariente.

—Eso consuela un poco —dijo Revian—. Me horripila la idea de que alguien haya sido muerto por mi auto, aunque es obvio que no tengo responsabilidad en el hecho, pero hubiera sido peor si el pobre hombre hubiese dejado mujer e hijos. ¿Espera encontrar al culpable?

—Por el momento no tenemos nada en qué apoyarnos —replicó Macdonald—. Es probable que más tarde llegue alguna información.

—Espero que así sea —repuso Revian—. Siento no poder ayudarle en alguna forma. A las seis, cuando llegué, me bañé y me vestí, y los cuartos que ocupo están situados en el fondo de la casa. Mis sirvientes tampoco pueden ayudarle. James, el mozo de comedor, era el único que estaba en casa y se encontraba leyendo en el vestíbulo de servicio. Bueno ¿supongo que eso es todo por el momento? —dijo Revian estirando las piernas con un movimiento de cansancio.

—Temo que no, señor. El asunto se ha complicado con ciertos papeles que hallamos en posesión del difunto. Creo que sería más sencillo que los viera usted ahora.

Macdonald depositó en la mesa una agenda, una tira de papel, una hoja escrita a máquina y un recorte de diario.

—La agenda y esta tira de papel fueron encontradas en el bolsillo del difunto. El recorte fue enviado por correo a su casa. La hoja escrita a máquina estaba en la caja fuerte de su oficina.

En silencio, Revian echó un vistazo a cada objeto, por turno, mientras Macdonald lo observaba con una mirada escrutadora, impersonal y sin piedad. El inspector advirtió la contracción muscular de la mandíbula, la arruga que surcó profundamente la ancha frente, y el sudor que cubrió el rostro de Revian mientras leía la hoja escrita a máquina.

—¡Dios mío! —su exclamación era más un gemido de consternación que de azoramiento y repitió las palabras con desaliento—: ¡Dios mío! ¿Qué diablos quiere decir todo esto?

—¿Puede ayudarnos a interpretarlo en alguna forma, señor? Dice usted que nunca oyó nombrar a Joseph Suttler, pero puede haberle conocido sin saber su nombre. Éstas son fotografías de él, tomadas por el Departamento.

El rostro de Revian había perdido el color, pero su mandíbula se había endurecido y sus manos ya no temblaban. Tomó las fotografías que le alcanzaba Macdonald y miró sin inmutarse las imágenes horriblemente fijas.

—No conozco esa cara —dijo después de un instante—. Puedo jurar con toda conciencia que nunca he visto a este hombre y jamás he tenido trato con él.

—Gracias, señor —Macdonald tomó las fotografías de manos de Revian y las puso sobre la mesa—. Estamos tratando de encontrar alguna explicación a los hechos, y es importante que conteste con exactitud la siguiente pregunta: ¿Le han hecho a usted algún chantaje recientemente, o en alguna época anterior?

—Nunca —contestó Revian con una seguridad demostrativa de que había recuperado su aplomo—. No conozco circunstancia alguna de mi vida que pudiera emplearse para hacerme chantaje, y… no soy tan estúpido. Si alguien hubiera intentado hacerme un chantaje, por cualquier razón, lo hubiera denunciado inmediatamente a la policía.

Se enfrentaba ahora a Macdonald con cierta arrogancia que no era ofensiva, pero con la actitud de quien tiene autoridad.

—Es usted inspector en jefe del Departamento de Investigaciones Criminales —prosiguió—. No llegó a ocupar esa posición porque sí, y no ha venido aquí esta noche sin averiguar algo sobre la persona que iba a interrogar. Cuando le digo que nunca me han hecho chantaje puede creer en la sinceridad de mi declaración.

En respuesta, Macdonald inclinó la cabeza.

—No lo dudo, señor. Con absoluta lógica se refiere usted al hecho de que no fui enviado aquí sin datos sobre su situación. Además, he leído los diarios. ¿No es acaso verdad que últimamente usted ha sido blanco de ataques desde ciertos sectores?

—Si hubiera dicho «inciertos sectores» —replicó Revian riendo—, hubiera acertado más. Evidentemente lee usted los diarios y es inteligente. Podemos considerar establecido este punto, pero ¿qué relación tiene con todo esto una campaña de prensa?

Macdonald se acomodó un poco en su sillón. Sin que su vigilancia sufriera el menor relajamiento, su voz y su modo eran menos estudiadamente oficiales.

—Hablando, no en mi calidad de policía, sino como hombre de la calle, yo lo explicaría así, señor. Durante años, si mi memoria me es fiel, su política ha sido, por decirlo así, respetada y sus discursos muy poco criticados. En estos últimos meses se ha empleado otro tono, en diversos diarios, al mencionarle a usted. Puede decirse con razón: «un enemigo ha hecho esto». Luego ocurre el robo de su auto y aparentemente el asesinato premeditado de un hombre que ha estado reuniendo datos sobre la carrera de usted. Me parece que este último detalle puede considerarse como el ataque más sutil de todos, pero, y no dudo que lo advierte usted claramente, cualquier enemigo suyo podría sostener otra interpretación de los hechos.

—¡Acaso no lo sé! —contestó Revian en tono triste pero muy animoso.

Se puso de pie y se dirigió a una mesa donde había botellas y vasos.

—Me imagino que a pesar de la hora desea usted aclarar todo eso, ya que está aquí —dijo mirando a Macdonald con una sonrisa muy simpática—. Sé que me va a decir que no bebe cuando cumple un trabajo. Pero está fuera de horario. Por derecho, sus horas de trabajo han terminado hace mucho. ¿Quiere acompañarme? Necesito tomar algo después de tanta cosa.

—Si bebo «whisky» a esta hora —dijo Macdonald sonriendo a su vez—, me quedaré dormido aquí sentado, lo cual no nos ayudará a ninguno de los dos. Fumaré, con su permiso.

—Pediré que le traigan un poco de café, entonces —dijo Revian—. Por culpa mía no ha podido irse a la cama. Mi deber es hacer que se sienta cómodo.