El inspector en jefe Macdonald, del Departamento de Investigaciones Criminales, no respetaba a las personas por su riqueza o posición social. No porque Macdonald careciera del sentido del respeto, muy lejos de ello. Había conocido a muchos hombres, pobres y ricos, a los cuales, por razones obvias, había otorgado su consideración, estimándolos dotados de valor, integridad, poder de raciocinio, humanidad… Macdonald, como los chinos, tenía una categoría especial de «personas superiores», a quienes respetaba de todo corazón, pero no admitía a nadie en esa compañía únicamente por razones de prestigio o éxito, de posición o riqueza. «Un hombre es un hombre, a pesar de todo eso», era su aforismo. Debajo del barniz de los lujosos ropajes, o de la miseria de los harapos, de los buenos modales o de la rústica manera, había un ser humano, inclinado a la rectitud o al crimen, y ninguna circunstancia de nacimiento o privilegio, de pobreza o infortunio, alteraba a los ojos de Macdonald al hombre esencial.
Acababa de cenar cuando recibió la orden de investigar el asunto de la muerte de Mr. Joseph Suttler, y luego de oír la exposición de las escasas pruebas obtenidas, preguntó al superintendente:
—¿Tiene alguna teoría propia sobre el asunto?
—Sí —contestó aquél con presteza—. Yo diría que esas referencias a Revian fueron inteligentemente colocadas… para que las encontráramos nosotros. Es una idea muy astuta. Tomar un auto ajeno, cometer un crimen con él y dejar algo en el bolsillo de la víctima que denote que el dueño del auto es parte interesada.
—Astuta, sin duda —dijo reflexivamente Macdonald—. ¿Y qué hay del chico, único testigo del accidente? ¿Ha llegado el informe médico?
—Sí. El muchacho tiene una equimosis detrás de la oreja. Dice que es de una pelea. Sin embargo, nunca se está seguro. La conmoción presenta síntomas curiosos. No hubiera exigido mucho tiempo el deslizar algo en el bolsillo de Suttler.
—Así es —asintió Macdonald—. Con todo, jamás he oído que un recadero se haya caído de su bicicleta, cabeza abajo, con el resultado de una conmoción. La bicicleta no fue tocada por el auto, ¿verdad?
—Dice que no. Tampoco muestra señales de ello.
—Estos chicos tienen siete vidas, como los gatos. Siempre se caen, pero nunca parecen lastimarse. Sin embargo, su teoría es muy plausible…, suponiendo que el asesino tuviera muchísima suerte.
El escepticismo de Macdonald ante la genial ocurrencia del superintendente era grande, pero no tenía la menor intención de decírselo directamente.
El inspector en jefe trataba siempre de cultivar las buenas relaciones con sus colegas y de no irritarlos empleando lo que uno de los inspectores locales había apodado el «modo yardista».
—Analicémoslo bien —siguió diciendo Macdonald—. A juzgar por la fuerza con que fue derribada la víctima, el auto debió desarrollar una velocidad de sesenta y cinco kilómetros por hora cuando lo golpeó. Esos Ford V 8 tienen una aceleración fantástica. No sé si usted ha conducido alguno, pero yo sí. El conductor no pudo frenar repentinamente y saltar cuando iba a esa velocidad. En mi opinión, atropelló al hombre y siguió sin detenerse. Para poder introducir los papeles en el bolsillo del Suttler era necesario que existiera un cómplice apostado en el lugar cuando derribaron a Suttler. Nadie habría podido descender del auto, por ser su marcha demasiado veloz. Calculando el tiempo que pudo tardar en aminorar la velocidad…
—Sí, sí. Comprendo su punto de vista —dijo el superintendente—, pero suponiendo que alguien estuviera apostado esperando el accidente…
—Exactamente. Pueden haberlo hecho de esa forma. Bien combinado y con una suerte extraordinaria —Macdonald sonrió, con sus agradables ojos grises iluminados por una expresión de simpatía y sin ningún destello de superioridad—. El cómplice de la calle tiene que haber visto al chico, Jim Simpson. No podía prever que el muchacho caería de la bicicleta y perdería el conocimiento. Por consiguiente, el cómplice debe haber corrido el riesgo de que el chico denunciara que había visto a un peatón junto al cadáver…
—Sin duda…, pero es bastante natural. Este cómplice, si lo hubiesen visto, estaba en condiciones de dar una explicación aceptable… Auxilio prestado a un hombre herido y demás.
—Ciertamente. Sin embargo, el riesgo habría sido muy grande. En mi opinión, si los papeles fueron intencionalmente colocados en el bolsillo, alguien los puso allí antes del accidente. Pueden haber invocado alguna razón para conseguir que Suttler los guardara con el propósito de que los halláramos después. Creo que empezaré por ir a su casa a ver si puedo encontrar algún indicio revelador, por decirlo así. Mr. Revian está cenando en el Savoy. Lo veré cuando regrese, alrededor de la medianoche.
—Muy bien, jefe. No sé cuál es su impresión, pero el asunto me parece resbaladizo como un pez.
—Tiene razón, como un pez y un pez muy ingenioso, por cierto —asintió Macdonald.
Marylebone Place era una de las pocas calles próximas a High Street de las que no habían sido desalojadas las familias de posición modesta para dar cabida, en pisos de lujo o casas de estilo neogeorgiano, a habitantes más pudientes. Era una callejuela agradable con casas antiguas, algunas de las cuales daban sobre el viejo cementerio con sus macizos de flores y sus plátanos. Mr. Suttler vivía en casa de una gruesa y sencilla mujer que no desentonaba con el ambiente Victoriano que la rodeaba. Suttler ocupaba dos cuartos en el primer piso y Mrs. Barker estaba evidentemente orgullosa tanto del inquilino como de las habitaciones. Enterada del triste fin de su inquilino, derramó sobre Macdonald un torrente de lamentaciones entremezcladas de elogios.
—Nunca he oído nada más horrible. ¡Y él, que era un caballero tan prudente; que miraba siempre a ambos lados antes de bajar a la calzada! Puntual como el que más. Yo podía empezar a asar una costilla para él, porque sabía que llegaría a la hora exacta a comerla. «Mrs. Barker —me decía—, la puntualidad es la cortesía de los príncipes»; y ningún príncipe era más cortés que Mr. Suttler. Estuvo aquí cinco años y nunca me dio motivo de queja. Es una maldad, un verdadero asesinato, y no me importa que me oigan decirlo. Es un asesinato, así le dije a mi marido, y espero que el culpable lo pague con creces.
—Exactamente —repuso Macdonald—. Y mi tarea consiste en conseguir que se castigue a los culpables. Ahora bien, creo que puede usted ayudarme en una cosa. Tenemos que hallar a los parientes de Mr. Suttler para comunicarles su muerte y evitar que la sepan por casualidad al leer los periódicos.
—Es lo correcto —afirmó Mrs. Barker—. Recuerdo a la pobre Mrs. James, que leyó la noticia del fallecimiento de su madre en el diario de la tarde; fue conmovedor, pero no puedo ayudarle a encontrar a los parientes de Mr. Suttler, y nadie puede hacerlo, porque no los tenía. «Mrs. Barker —solía decirme—, nadie llorará por mí cuando muera. No tengo familia. Estoy solo en el mundo; no me queda un pariente, y todos mis amigos de infancia han muerto. Ni parientes ni amigos, nadie», me decía.
—Muy triste para él —interrumpió Macdonald, deteniendo con su voz firme y agradable la retórica de Mrs. Barker—, y entiendo que Mr. Suttler no era lo que podríamos llamar un anciano…
—Ciertamente que no. Tenía sesenta y dos años; la misma edad que yo —dijo Mrs. Barker.
—¿Ah, sí? Lo creía bastante mayor que usted —siguió diciendo Macdonald—. Ahora tendré que revisar los papeles de Mr. Suttler, señora. Es probable que haya dejado bienes, y siendo como era un hombre de negocios, seguramente habrá hecho testamento y dejado sus asuntos en orden.
—Puede estar seguro de que es así —replicó Mrs. Barker—. Muchas veces me ha dicho: «Heredará una pequeña suma, Mrs. Barker, y si ocurriera que a usted le tocara la hora antes que a mí, bueno, a Mary no le vendrá mal». Mary es mi hija casada y su esposo está sin trabajo desde hace más de dieciocho meses. Pero no encontrará ningún papel de negocios en sus habitaciones, señor. Siempre guardaba sus papeles en la caja fuerte de la oficina, según me decía con frecuencia. Era un caballero muy exigente y ordenado, ¡válgame Dios!, si hasta le preocupaba una mosca en la pared.
Otro inspector que había efectuado una visita preliminar a los cuartos de Mr. Suttler los había cerrado y sellado en la acostumbrada forma oficial —procedimiento que había ofendido a Mrs. Barker, quien lo consideraba dirigido contra su propia honestidad—. Macdonald se vio libre por fin de la locuaz mujer, y examinó las dos habitaciones que había alquilado Mr. Suttler. Eran cuartos limpios, cómodos, anticuados, bien amueblados según la moda del noventa, repletos de sólidos muebles del peor período de la época victoriana. En la sala había un juego de sillones tapizados con felpa, una alfombra de Bruselas espesa y muy vieja, una biblioteca con puertas de cristal que contenía colecciones completas de las obras de Dickens y Thackeray, algunos volúmenes de Wilkie Collins, Scott y Walter Besant. Salvo periódicos, no había publicaciones modernas de ninguna clase, como tampoco cartas ni documentos personales, ni cuentas, ni talonario de cheques, ni billetes de abono, ni libreta de caja de ahorros. Junto a la ventana había una mesa con carpeta de escribir que contenía hojas de papel blanco y sobres. Un frasco de tinta y finas plumas anticuadas demostraban que Mr. Suttler escribía ocasionalmente allí, pero ni una hoja de papel secante usado indicaba lo que había escrito. Lo único interesante que halló Macdonald después de revisar el dormitorio y la sala fue una comunicación llegada por correo. Procedía de una Agencia de Recortes de Prensa y contenía una serie de recortes de los distintos discursos y actividades de Barry Revian, Esq., inclusive unas notas sociales que indicaban las reuniones a las cuales había concurrido. Al ser interrogada al respecto, Mrs. Barker dijo que, ante su gran sorpresa, esa carta había llegado por el correo de las cuatro. Mr. Suttler recibía toda su correspondencia en la oficina, y era muy raro que le enviaran una carta a Marylebone Place. Al oír esto, Macdonald proporcionó a Mrs. Barker la ocasión de seguir expresando la opinión que le merecía su exinquilino, pero la mujer no experimentaba el menor resentimiento por las peculiaridades de Mr. Suttler. Acostumbrada ella misma a recibir muy pocas cartas, no le sorprendía que él no recibiera ninguna en su lugar de residencia. No lo consideraba persona mezquina ni sospechosa. Pagaba su alquiler y su pensión con regularidad y había sido generoso con ella en materia de obsequios ocasionales. Le había hablado también, sin reserva, de su juventud, transcurrida en el norte de Inglaterra, y discutía con mucha sensatez sobre cosas corrientes y habladurías locales. Mr. Suttler no recibía visitas, pero era aficionado al juego de flechas y frecuentaba por las noches el Tyburn Arms en High Street.
Macdonald se había interesado desde el primer momento en el caso de Mr. Suttler, pero cuando se retiró de la casa de Marylebone Place su interés había aumentado considerablemente. Estaba empeñado en hacer un estudio del carácter del difunto Joseph Suttler. Hombre de gustos anticuados aunque cultos, como lo testimoniaban esos volúmenes de clásicos Victorianos que habían sido profusamente leídos, amante de la comunidad, del buen vivir y de la buena ropa. (El guardarropa de Mr. Suttler estaba bien surtido de todo lo que puede necesitar un hombre de su edad). En su caso no parecía existir carencia de dinero, a pesar de que la calle en que vivía era modesta para un hombre de ciertos medios. La ausencia absoluta de documentos o información personal era notable e indicaba una naturaleza inusitadamente desconfiada, o la existencia de algo que ocultar. Macdonald se inclinaba a aceptar esta última interpretación.
Al salir de la casa para dirigirse hacia High Street, Macdonald se topó con un hombre alto y moreno con sombrero negro de ala bastante ancha. Su aspecto tenía algo llamativo y su rostro sanguíneo de ojos negros despertó un recuerdo en la memoria de Macdonald. Había visto anteriormente a ese hombre, pero no sabía dónde. Parecía estar fuera de lugar en esa calle modesta porque era, evidentemente, hombre de dinero y su porte indicaba personalidad. A esa hora de la noche, Marylebone Place no constituía el camino más corto hacia otras arterias. Durante todo el día, comunicaba con un sendero que atravesaba el viejo cementerio, pero al anochecer cerraban los portones de este último, y la callejuela angosta en la extremidad de Marylebone Place no desembocaba en ninguna calle principal. Un momento después de haberse cruzado con el hombre moreno, Macdonald se volvió para mirarlo. Aquél llegaba frente al número 51 —donde había vivido Mr. Suttler—, pero, al parecer, su impulso había coincidido con el de Macdonald porque también se detuvo y miró hacia atrás. Dirigió una mirada al inspector y luego continuó su camino, dejando a éste la impresión de que su curiosidad había actuado a destiempo. Un momento más, y el hombre habría llamado, tal vez, al timbre del número 51. Macdonald no ignoraba que esa impresión se basaba en pura conjetura y prosiguió su camino. Alguna vez recordaría dónde había visto anteriormente a ese individuo de ojos negros.
Media hora después, cerca de las diez y media, Macdonald penetraba en el edificio que albergaba a la Harringstone Building Society. Las llaves de Mr. Suttler se hallaban ahora en poder de Macdonald, y abrió la puerta de la calle del edificio, después de comunicar su intención al agente que hacía la ronda. La casa entera estaba alquilada para oficinas y nadie residía en ella. Las oficinas de Mr. Suttler se hallaban situadas en el primer piso, y Macdonald subió las escaleras guiado por su linterna eléctrica, tras de haber buscado infructuosamente un botón que diera luz a la escalera. Miró la marca de fábrica de la cerradura de la puerta correspondiente a la Building Society, buscó la llave entre la colección del llavero y abrió la puerta. La cerradura estaba bien engrasada y la llave giró silenciosamente. Acababa de empujar la puerta, abriéndola unas pulgadas, cuando quedó rígido, en la más absoluta inmovilidad. Había oído ruido en una de las oficinas interiores. Alguien había llegado allí antes que él.
Durante un minuto, Macdonald permaneció completamente quieto, escuchando. Al percibir el rumor había apagado la linterna, y en el primer momento quedó en tinieblas. Luego un débil reflejo de luz difusa apareció en un panel que tenía delante, y pudo discernir que se hallaba en un pequeño vestíbulo o pasillo que tenía otra puerta en el extremo opuesto, cuya parte superior era de cristal amarillento. El leve resplandor procedía de detrás de ese panel.
Comprendió que al abrir la puerta exterior no había alarmado a la persona que se hallaba en la oficina. El rumor de actividades delictuosas se oía ahora con perfecta claridad: el ruido de madera astillada indicaba que forzaban cajones o alacenas. Macdonald se adelantó, pisando con sigilo, posó la mano sobre el picaporte de la puerta de cristal y silenciosamente la entreabrió.
El cuadro que se presentó a sus ojos hubiera servido perfectamente para ilustrar un robo en una revista. El hombre que se hallaba atareado, forzando una puerta situada en el otro extremo de la oficina, llevaba puesta, sobre el rostro, una máscara burdamente confeccionada, con agujeros recortados para los ojos. Usaba guantes y una bufanda dispuesta de forma que le tapaba el mentón. Trabajaba a la luz de un farol de bicicleta colocado en una mesa, y sobre el farol, en equilibrio, un papel atenuaba el haz de luz. Hasta en esa penumbra Macdonald pudo darse cuenta de que se trataba de un ladrón muy poco competente. Estaba tratando de forzar la puerta introduciendo, a guisa de palanca, un escoplo contra el quicio, forma muy torpe de atacar una puerta sólida y que no tenía la menor probabilidad da éxito contra una fuerte cerradura embutida. Hasta el escoplo con que trabajaba era inadecuado; se torcía bajo la impaciente presión del ladrón improvisado, quien retirándolo se puso a examinarlo y murmuró una imprecación. La escena encerraba algo tan absurdo que la voz de Macdonald, cuando habló, era casi compasiva y su tono estaba totalmente exento de entonación oficial.
—La herramienta no es muy adecuada ¿verdad? —inquirió amablemente.
El ladrón se sobresaltó tanto al oír esa voz tranquila, que dejó escapar un débil chillido semejante al de un conejo asustado. Giró de un salto y se enfrentó con Macdonald, sosteniendo el escoplo en la mano a guisa de arma.
—Si estuviera en su lugar no haría eso —dijo Macdonald plácidamente—. Mucho mejor sería tirar ese escoplo y tomar las cosas con calma.
Mientras el inspector hablaba, su mano encontró junto a la puerta la llave de la luz, y la bombilla desnuda irradió sobre la escena una cruda y desilusionante iluminación. El ladrón hizo caso omiso del buen consejo. Se abalanzó sobre Macdonald, dirigiendo el escoplo contra el rostro del inspector, pero su esfuerzo resultó tan inútil como el intentado contra la puerta. Macdonald asió la muñeca derecha de su atacante y le hizo girar y agacharse con la misma facilidad con que hubiera dominado a un niño. El escoplo cayó inofensivamente al suelo, y el ladrón, cuando sus piernas se doblaron, se encontró instalado en una silla. Permaneció sentado, doblegado, con el pecho hundido y jadeante, la boca blanda, torcida y trémula, mientras las lágrimas le corrían por el mentón, cayendo por debajo de la absurda máscara.
—Soy oficial de policía y le detengo —dijo Macdonald.
Las palabras formales parecían casi ridículas, dirigidas a la figura desplomada en la silla oficinesca y Macdonald siguió hablando con voz que denotaba poco al funcionario, a pesar de la conocida fórmula de la frase inicial.
—Le advierto que cualquier declaración que haga puede ser anotada y utilizada como prueba en contra de usted…, pero sería aconsejable que explicara lo que se proponía al forzar la entrada de esta oficina.
El hombre que estaba en la silla, angustiado, tragó saliva y luego se quitó la máscara, poniendo en evidencia una cara delgada y enfermiza y unos ojos acalorados, hundidos, enrojecidos y llenos de lágrimas.
—Puedo explicarlo todo —tartamudeó ansiosamente—. Estoy empleado aquí. Olvidé algo en un cajón…, una carta que necesito hoy mismo. Vine a buscarla. No tenía la llave de esa puerta y opté por forzarla…, y explicar mañana. No estoy haciendo nada malo, créame. Usted me sobresaltó y me comporté como un tonto, como ocurre cuando no se tiene tiempo de pensar.
Macdonald levantó la máscara del suelo, y el otro rió entre dientes: una risita que parecía un sollozo.
—No deseaba ser reconocido —explicó débilmente—. Una tontería, pero es así. Una ocurrencia…
—Una ocurrencia —repitió Macdonald pensativo—. ¿Y la ocurrencia de forzar la oficina del gerente si buscaba un documento personal?
—Quedó olvidado ahí por error —tartamudeó el otro. Trató de mirar a Macdonald a los ojos, pero de pronto perdió lastimosamente el dominio de sí y los sollozos sacudieron sus delgados hombros.
—Me he metido en un lío —logró decir—. Lo he estropeado todo, pero no he hecho nada malo. Se lo juro. Sólo quería ese documento que el viejo sinvergüenza me hizo firmar… Podría haberlo arreglado todo, si me hubiesen dado tiempo… Todo empezó con la compra de ese auto…
La voz ronca se calló, y desde ese momento el hombre guardó un silencio obstinado, ahogando de cuando en cuando un sollozo.
Macdonald llamó al policía que se hallaba de guardia abajo y le ordenó que vigilara al ladrón improvisado, mientras él se dedicaba a inspeccionar el contenido del escritorio y de la caja fuerte de Mr. Suttler. Halló que el difunto había sido un hombre de negocios pulcro y metódico. El arreglo del escritorio no podía ser más perfecto y las cartas y documentos se encontraban cuidadosamente archivados y en orden. Uno de los cajones contenía todos los documentos relativos al alquiler de las oficinas, pólizas de seguros y un libro de contabilidad con detalles de los empleados, sus nombres, edades y referencias. En la caja fuerte, un cajón interior guardaba documentos rotulados: «Personal. Joseph Suttler». Con excepción de unos certificados de acciones y dos libretas de pases, Macdonald halló dos documentos más interesantes. Uno era la confesión firmada por Jones y el otro un texto escrito a máquina en un sobre lacrado.
Mientras leía el documento firmado por el empleado, Macdonald entreveía una posible solución del caso, desplegada con la nitidez de un rompecabezas resuelto. «Sólo quería el papel que el viejo sinvergüenza me hizo firmar… Todo empezó con la compra de ese auto…». El empleado había pronunciado, entre sollozos, palabras que equivalían a una confesión de culpabilidad. Había firmado el documento admitiendo sus depredaciones y comprometiéndose a devolver una suma de dinero que bien podía descalabrar a un pobre como él. Macdonald tenía el libro de contabilidad a su lado. El infortunado Jones sólo recibía un sueldo de dos libras semanales, y Macdonald advirtió inmediatamente las omisiones que Jones ya había notado en el documento: ni fecha, ni mención de la suma total. Constituía una forma de chantaje particularmente mezquina y sórdida. Si Jones conducía bien, el plan de robar un automóvil y matar a su perseguidor podía haberle parecido el medio más perfecto de salir de sus dificultades. Matar a Suttler y recobrar ese documento…, debió de haberle parecido fácil.
«Pobre tonto», fue el comentario que Macdonald se hizo para sus adentros al dejar a un lado la confesión. Esas palabras eran una reflexión sobre la absoluta ineptitud del ladrón improvisado. Era imposible imaginar a nadie menos competente para realizar ese propósito.
El sobre contenía algo muy distinto. Una única carilla escrita a máquina decía lo siguiente:
«En 1917 o 1918 se realizó una investigación sobre cierto individuo llamado Willment o Wellmer. Éste fue muerto por un automóvil que lo atropelló durante la madrugada mientras transitaba por Great North Road en las proximidades de Stamford. El conductor del auto que mató a W. no detuvo la marcha, pero el número del vehículo fue anotado por un chófer de taxi a quien dicho auto había pasado de largo un rato antes. El número correspondía al automóvil de B. R. Este pudo probar que no había estado, en ningún momento, cerca de Stamford la noche del accidente. Los amigos de W. afirmaron que éste conocía un incidente ignominioso del pasado de B. R.»
Macdonald se sentó a reflexionar sobre este relato. Asociándolo con las notas halladas en el bolsillo de Suttler y el recorte de diario dirigido a su domicilio, se advertía claramente que Mr. Suttler se había interesado en Barry Revian. Otro bonito rompecabezas.
Quitándose los guantes con que había tocado los papeles, Macdonald llamó a Jones a la oficina y le hizo tomar asiento —en idéntica forma había hecho que tomara asiento, unas horas antes, Mr. Suttler—. La confesión se hallaba de nuevo, sobre el escritorio.
Los ojos hundidos del rostro enfermizo de Jones se fijaron en el papel y los labios del joven temblaron. Cuando Macdonald habló, su voz no carecía de bondad.
—Puede elegir entre contestar las preguntas o no. Si prefiere esperar a tener un representante legal antes de hacer alguna declaración, está en su derecho.
Jones movió la cabeza.
—Me es igual. De todos modos, estoy perdido. Usted lo encontró.
Macdonald indicó el papel sobre el escritorio.
—¿Firmó esto… contra su voluntad, me imagino?
—Me vi obligado a firmar —asintió Jones—. Era eso o la policía. Tomé el dinero. Lo comprobará en el ajuste de cuentas, pero tenía la intención de devolverlo. Sólo saqué doce libras. El viejo sinvergüenza me hubiera hecho seguir pagando durante años…
—Dice que vino a recobrar ese documento —observó Macdonald—, pero ¿de qué le hubiera servido? Mr. Suttler se hubiera dado cuenta en seguida de su substracción.
—Pero ha muerto.
La forma en que el empleado pronunció la frase hizo comprender a Macdonald que el hombre se hallaba casi en el límite de su resistencia. Su mente no era capaz de razonar o discutir. Sólo estaba en condiciones de hacer una declaración relativa a los hechos que le habían llevado a ese estado de agotamiento.
—¿Cómo sabe que ha muerto? —preguntó Macdonald.
—Lo vi —dijo Jones con infinito cansancio—. Siempre regresaba a su casa por el mismo camino, con la regularidad de un reloj. Le seguí… y le vi. Es decir… ¡Oh, Dios mío! Estoy cansado. Ha muerto, le digo. Está en el infierno. ¡Dios!, ¡espero que esté en el infierno!
La voz monótona se elevó en un grito de histerismo y el cuerpo blando se doblegó y cayó rodando al suelo. La inconsciencia había intervenido para allanar, por el momento, los problemas de Jones. Estremecido por leves contracciones yacía de bruces en el sucio suelo.