La empresa Constructora Harringstone existía desde hacía más de treinta años antes del nombramiento de Mr. Joseph Suttler para gerente general. Aunque restringido, era un negocio próspero, pues había sido enteramente puesto en pie por la iniciativa e integridad comercial de su fundador, Matthew Flock. Mr. Flock tenía cuarenta años al fundar la sociedad en 1900, y la había agrandado y desarrollado tenazmente, aun durante los años aciagos de la primera gran guerra. En 1928, cuando Suttler obtuvo el puesto de jefe de personal, Mr. Flock comprendió que los años empezaban a pesarle. Había cumplido sesenta y ocho, trabajando sin cesar durante cincuenta y cuatro años y permitiéndose, sólo a veces, unos pocos días de vacaciones durante el año. Mr. Flock era un hombre formal, respetuoso de Dios, trabajador incansable, anticuado, que simpatizaba poco con cualquier sentimiento surgido a la conciencia mundial después de 1900. Cuando Joseph Suttler le presentó las excelentes referencias otorgadas por sus anteriores patronos, Mr. Flock consideró favorablemente sus costumbres industriosas y frugales. En él encontraba a un hombre de su misma especie; nada de esas tonterías de reciente extracción; algo déspota, astuto conocedor de la naturaleza humana, hombre reservado y sin embargo capaz de aplicar sus energías al negocio con una devoción que escasos jóvenes del presente podían desplegar. Mr. Flock observaba de cerca a su jefe de personal y se felicitaba a sí mismo. «Éste es el hombre que necesito», se decía. En 1935, cuando Mr. Flock tenía setenta y cinco años —un hombre estupendo para su edad, según la opinión general— nombró a Mr. Suttler gerente de su empresa y se retiró parcialmente de los negocios.
—Sé que no saldré perdiendo, Suttler —le había dicho el patrono; y el hombrecillo rollizo había asentido con la cabeza.
—Me ocuparé de que así sea, señor —había replicado éste… y había mantenido su palabra. El negocio seguía prosperando.
Las oficinas de la Harringstone estaban instaladas en un edificio sucio y anticuado, a un paso de Hammersmith Broadway. Constaban de tres cuartos: uno interior, que era la oficina del gerente; otro exterior, donde se recibía a los clientes y se cobraban los pagos en efectivo, y un tercero, más pequeño, en el fondo, destinado a la dactilógrafa.
Una semana después de la sorprendente entrevista de Mr. Suttler con Mr. Garlandt, aquél tocó el timbre de su oficina para llamar a uno de los empleados, un joven flaco con cara pastosa y amarillenta llamado Owen Jones.
—Desearía ver los libros de gastos menores, el libro de sellado y la caja menor, por favor —dijo Mr. Suttler.
El rostro enfermizo de Jones adquirió un tono más verdoso aún, su expresión se hizo más desgraciada y la boca de labios blandos se torció.
—Sí, señor —murmuró; y volvió a la oficina exterior con el corazón aterrorizado. Había llegado el momento. Estaba hundido. Terminado. El viejo ése lo había descubierto… Con tristeza vio desfilar ante su mente imágenes del tribunal, de la cárcel, de la ruina para él y el hambre para Dot… Hundido antes de haber tenido tiempo de arreglar la cosa. Porque, naturalmente, había pensado en dejar todo arreglado. Con manos trémulas se dirigió al cajón donde guardaba el libro de gastos menores, y mientras buscaba torpemente, se abrió la puerta exterior de la oficina y entró un hombre de alta estatura.
—Deseo ver al gerente, por favor.
Jones levantó los ojos. El recién llegado tenía aspecto de prosperidad y aire de sentirse satisfecho consigo mismo. Tal vez ocupara a Mr. Suttler hasta la hora de cerrar —una tregua, por lo menos—. Tiempo para pensar. Tiempo para trazar planes.
—Sí, señor. ¿De parte de quién? —dijo Jones.
—Scoresby, de parte de Mr. John Scoresby.
No había terminado de hablar, cuando se abrió la puerta del gerente y Mr. Suttler se asomó a la oficina exterior.
«Espiando, para ver si escapo», pensó Jones amargamente, cuando el recién llegado exclamó:
—¡Qué sorpresa! ¡Pero si es Mr. Bagster! ¡Quién iba a decirlo! No lo he visto desde… ¡Qué barbaridad! ¡Desde 1914, antes de la guerra! No me va a decir que se ha olvidado de mí, Mr. Bagster…
Temo que haya un error, Mr… Mr. Scoresby. Me llamo Suttler. Joseph Suttler, para servirle a usted.
—¡Bueno, que me parta un rayo! ¡Pensar que puedo equivocarme así! Siempre me he enorgullecido de ser fisonomista. Lo confundí con un hombre que conocí hace años. Trabajaba de sacristán en la iglesia cuando yo era uno de los chicos del coro.
—Es curioso, pero todos podemos equivocarnos —dijo con brusquedad Mr. Suttler—. Respeto mucho a la Iglesia, pero no estoy oficialmente vinculado a ella. ¿En qué puedo servirle, señor?
—Vengo por una propiedad que deseo comprar —dijo Mr. Scoresby—. Un buen negocio; creo que opinará usted como yo.
—¡Bien! ¡Excelente! Pase por aquí —dijo cordialmente Mr. Suttler. Mantuvo abierta la puerta de su oficina y Jones oyó que el nuevo cliente decía:
—Me pregunto si recordaría usted al Reverendo Venables, en «St. Mary the Less»; era…
—Me parece difícil. Nunca lo he oído mencionar —interrumpió Mr. Suttler. Y cerró la puerta.
Jones se sentó ante su escritorio y sacó uno de los libros mayores. Oyó exclamar a Belling, el jefe de personal:
—Es extraño. Otro caso de identidad equivocada. El caballero parecía estar muy seguro.
—Como el cuento que me contaron el otro día —agregó Bob Hands, el otro empleado.
Jones no oyó el cuento. Acurrucado sobre su libro, se devanaba los sesos pensando en la forma de salir del lío en que se había metido. Si fuera posible perder el libro de gastos menores… si a lo menos pudiera, de un salto, desaparecer, huir… ¿Huir dónde? Con dos chelines y nueve peniques y un abono semanal en el bolsillo por todo haber. Debiera existir algún modo de salir de este embrollo. La única persona enterada del asunto era ese viejo beatón y farsante. Belling nunca lo hubiera notado. Una ola de calor parecía envolver a Jones cuando pensaba en Mr. Suttler; el odio bullía en él y la cabeza le latía, sus ojos se nublaban con una niebla roja y pensamientos horrendos lo asaltaban. Si pudiera suprimir a Suttler… El impulso de violencia se desvaneció, dejando a Jones con las manos heladas y húmedas, una sensación de náusea y la cabeza hirviendo. Recordaba cuán sencillo le había parecido sacar dinero de la caja y falsificar las cuentas. Lo había estado haciendo desde tiempo atrás sin ser descubierto, desde el día en que Robson le había convencido de que comprase ese viejo automóvil por ocho libras. Los automóviles lo enloquecían; siempre había ansiado tener uno porque era, por naturaleza, un conductor excelente, y había puesto todos sus ahorros en esa compra. Luego su mujer había caído enferma, el alquiler se había atrasado, viéndose Jones acosado de deudas. Nadie quería comprar el viejo automóvil, sus excelencias habían desaparecido. Con desesperación, pero hábilmente, Jones se había servido de los pagos menores para impedir el desalojo de su diminuta casa… Lo había empezado a hacer hacía meses y nadie lo había notado… ¿O no era así? ¿Habría estado observándole Mr. Suttler, como el gato al ratón, dejando que la falta se agravara? De nuevo la horrenda ola de calor invadió su ser hasta que le pareció que se le hinchaban las manos y los pies. «¡Maldito sea!». En su cerebro acalorado las imprecaciones estallaban horriblemente, y sus manos temblaban mientras se inclinaba sobre las páginas confusas del enorme libro de caja.
La puerta de la oficina del gerente volvió a abrirse y se oyó la voz untuosa de Mr. Suttler.
—Muy bien, señor, muy bien. Tenga la seguridad de que me ocuparé del asunto sin tardanza. Le avisaré en cuanto reciba noticias de la otra parte. ¡Gracias a «usted», señor! Muchísimas gracias. Le prometo que me ocuparé personalmente.
Un momento después la misma voz dijo:
—¡Jones! Estoy listo para ver eso.
El empleado cruzó hacia la otra oficina, cerró la puerta automáticamente y se quedó mirando la cabeza calva y rosada de Mr. Suttler. El gerente levantó la cabeza y le miró, estudiándole. Sus fríos ojos azules se encontraron con los negros y opacos del empleado y tenían algo de la calidad hipnótica de la víbora que vigila a su víctima.
—Puede sentarse —dijo por fin Mr. Suttler. Sacó de su cajón una hoja de papel y añadió—: Desde hace un tiempo observo sus transacciones. He revisado los libros de gastos menores, el libro de sellado y los pagos menores. No ha hecho usted más que estafar a su patrono constante y sostenidamente.
Hubo una pausa. Jones humedeció sus labios resecos y trató de hablar, pero las palabras se le quedaban en la garganta. Era inútil negar la acusación, y lo sabía. Más inútil aún pedir piedad.
Mr. Suttler volvió a hablar.
—No soy un hombre duro. He estado considerando cuál es mi deber. Podría denunciar el asunto a la policía. Quizá éste sea mi deber…, pero no deseo hundir a nadie.
Jones no podía dar crédito a sus oídos; con ojos asombrados y los labios entreabiertos miraba a Mr. Suttler, fascinado pero sin poder creerlo.
—No obstante, debo tomar medidas para asegurar a la empresa contra la continuación de estas estafas —siguió diciendo Mr. Suttler—, y las sumas que usted ha robado tienen que ser devueltas. Le pido que lea esta declaración.
Jones tomó la hoja escrita a máquina y la leyó de cabo a rabo; corría el sudor por la cara y sus manos temblaban. Lentamente, el sentido de las palabras fue penetrado en la confusión de su cerebro. Era una especie de confesión en la cual se le hacía admitir que había robado a sus patronos, y se comprometía a devolver las sumas sustraídas mediante pagos semanales de diez chelines descontados de su sueldo. Mientras leía, intrigado por la magnanimidad de Mr. Suttler, la sorpresa empezó a tomar forma en la mente del empleado. Volvió a releer el documento. No mencionaba la suma de sus desfalcos y carecía de fecha. Si firmaba ese papel, significaba que se haría pasible de un descuento semanal de diez chelines sobre su sueldo durante todo el tiempo que Mr. Suttler quisiera. Jones miraba el papel y gradualmente cobraba lucidez. No era más que una especie de mezquino chantaje. Ahora comprendía. Si se negaba a firmar significaba la policía. La cárcel quizá. La pérdida de su puesto, sin duda alguna, sin esperanzas de conseguir otro. Si firmaba estaría en poder de Mr. Suttler durante años, pagando su deuda con la amenaza de la revelación pendiente siempre sobre su cabeza. Sin esperanzas de conseguir otro trabajo mientras Suttler viviera, teniendo entre sus manos esa confesión sin fecha.
—Le ofrezco una oportunidad… y es más de lo que harían muchos en mi situación —dijo Suttler—. Más de lo que merece, y espero que sabrá agradecerlo.
Jones no pronunciaba palabra. Trataba de sopesar el pro y el contra.
—¿Qué tiene que decir en su favor, eh? —espetó Suttler—. Se le ha demostrado confianza y ha robado usted como un vulgar ratero. Es deplorable y chocante que un muchacho como usted…
Jones no oyó el resto de la frase condenatoria. Seguía analizando las consecuencias. Por fin, con un esfuerzo recobró el uso de la palabra.
—No se menciona la suma total —dijo.
—¿Y qué? Sé cuánto es hasta el último penique —replicó Mr. Suttler—. Lo he revisado. ¿Cree que voy a equivocarme en un asunto de esta clase? Ahora bien: estoy dispuesto en todo lo posible a ahorrarle humillaciones. Le doy una nueva oportunidad de enmendarse. Tendré que cambiar su puesto en la oficina para que no exista la posibilidad de que semejante caso vuelva a suceder, pero tomaré las precauciones necesarias para que nadie se entere de su comportamiento…, si es que desea enmendarse. Le ofrezco una oportunidad. Vamos, Jones, ¿dónde está su agradecimiento?
El empleado no trató ya de protestar o discutir. Veía el asunto con demasiada claridad. Si rehusaba firmar esa confesión, lo entregaría inmediatamente a la policía. Si firmaba, ganaría tiempo. Tendría ocasión de pensar.
—Gracias, señor —logró decir—. Lo siento… Mi mujer estaba enferma. Fue una tentación… No volverá a ocurrir. Le estoy profundamente agradecido por la oportunidad que se me ofrece.
Sacó una pluma del bolsillo y estampó su nombre en el papel. Al fin y al cabo ¿qué diferencia establecía esa confesión? El viejo pícaro sentado ahí, pronunciando nuevas frases sobre la honradez, sabía muy bien lo que Jones había hecho. Podía probárselo a cualquiera, sin ningún documento. Mientras tanto él, Jones, no se iba a preocupar por el futuro… Lo importante era que le ofrecían una oportunidad…
—Diez chelines semanales. ¿Comprende, Jones? Yo mismo los deduciré.
—Sí, señor. Gracias, señor —murmuró Jones. Diez chelines por semana, veintiséis libras anuales; y él sólo había substraído, en total, doce libras.
—Y si llegara a suceder que tuviera usted la suerte de encontrar un nuevo puesto, Jones… —prosiguió Mr. Suttler.
—Sí, señor. Comprendo perfectamente —interrumpió el empleado.
—¡Ah! —dijo Mr. Suttler—, veo que es usted bastante listo, ¿verdad? Me parece que haría mejor en quedarse aquí, gracias a mi bondad, y enmendarse. Muy pocos jefes le hubieran brindado semejante oportunidad.
Cuando el empleado salió a tropezones de la oficina, Mr. Suttler se puso a canturrear una tonadilla. Adoraba la sensación de poder. Le habría desagradado tener que llamar a la policía; además no hubiera sido nada provechoso. A Jones sólo se le podía obligar a pagar mientras ganara un sueldo. Mr. Suttler había tenido experiencias similares. Jones recibiría su salario de la empresa, y la cuarta parte de ese salario iría al bolsillo de Mr. Suttler. No había testigos de la transacción; no existiría ninguna prueba de que Jones recibía menos de su sueldo habitual. Jones no gritaría. No tenía agallas.
A la hora de cerrar, los empleados y la dactilógrafa se retiraban de la oficina antes que el gerente. Mr. Suttler siempre cerraba con llave las oficinas después de realizar una última inspección. Nada se le escapaba, porque era muy minucioso. Volvió a mirar los libros de caja que estaban a cargo de Jones. ¡Un trabajo muy cuidado, una estafa magnífica! Si Jones trataba de incomodar, esos libros de cuentas podrían proporcionar pruebas en contra de él, en cualquier fecha futura, con sólo arreglarlos un poquito. ¡El tonto! Había buscado preocupaciones y las había encontrado.
Mr. Suttler cerró y echó la llave al local con el cuidado de siempre, y salió de la oficina justo a las seis y medía. Era un hombre muy puntual. Tomó el subterráneo hasta Baker Street, salió a Marylebone Road y cruzó a la acera sur. Siempre caminaba desde la estación de Baker Street hasta su casa, situada en Marylebone Place, a la vuelta de High Street. Esa noche la mente de Mr. Suttler estaba muy ocupada en varias transacciones en las que se hallaba comprometido. Se sentía contento consigo mismo, con la sensación reconfortante de haber ganado ventaja sobre sus congéneres en uno o dos buenos negocios. Manejaba los hilos y le complacía pensar que había aventajado en su propio juego a otros profesionales. Mientras andaba, reía para sus adentros. Su camino era una callejuela tranquila que corría junto al Asilo Marylebone. Por allí el tránsito era siempre escaso y a esa hora de la noche la calle estaba casi desierta. Mirando a su alrededor antes de bajar a la calzada, con la prudencia casi inconsciente del londinense que se apresta a cruzar una calle, Mr. Suttler observó que a la vista sólo había un automóvil que se dirigía muy lentamente en su dirección. Tenía tiempo de sobra para atravesar… Se adelantó.
A Mr. Suttler le quedó muy poco tiempo para pensar en cosas de este mundo. No volvió la cabeza hasta que el motor del automóvil estuvo a escasos metros de él; se dio cuenta de que el vehículo se había abalanzado hacia adelante con una aceleración increíblemente silenciosa. Suttler saltó a un lado con un gemido de terror y el automóvil se deslizó en la misma dirección, acelerado siempre. Derribó a Mr. Suttler con la misma facilidad con que hubiera cortado un hilo cruzado en el camino. El peso y la velocidad del Ford 30 V. 8 aplastaron contra el suelo al peatón con el poder de un silencioso carro del dios Vishnú. Hubo un topetazo y un desplazamiento cuando los neumáticos pasaron, rebotando, sobre el obstáculo, y luego el automóvil desapareció, volando por la calle y doblando la siguiente esquina a una velocidad que demostraba la gran pericia del conductor.
En el momento del impacto un grito agudo hendió el aire, no de labios de Mr. Suttler. Un recadero, que perdía el tiempo dando vueltas en su bicicleta, había visto el accidente y había gritado; su voz aguda denotaba el pánico y el horror; su máquina giró en círculo a través de la calle, golpeó el borde de la acera y despidió al ciclista, que seguía profiriendo agudos gritos.
El agente de policía Grass, de la sección D, había estado patrullando pausadamente la calle Nottingham y echó a correr al oír los alaridos del chico. Llegó a la esquina y vio a un peatón que yacía de bruces en la calzada y a un chico que pateaba para quitarse de encima una bicicleta bajo la cual yacía enredado, junto a la acera. En seguida el agente sacó la más obvia y errónea conclusión.
—Vamos ¿qué es eso? He estado observando cómo te hacías el loco con tus payasadas. Ya sabía lo que iba a suceder. Ayer te dije que tuvieras cuidado.
—¡No fui yo! —aulló Jim Simpson—. Yo no lo toqué. Fue ese auto; iba a ciento sesenta por hora, le pegó, pum…, ¡ooh!…
Jim Simpson se sorprendió al verse llorar. Le caían copiosas lágrimas por el rostro. Había presenciado un espectáculo horrible cuando el enorme Ford se dirigía intencionadamente hacia el garboso hombrecillo del sombrero hongo. Había sido intencionado, Jim lo sabía. Delante de sus ojos un conductor había acelerado hasta alcanzar una velocidad de carrera y había derribado a un peatón, con pleno conocimiento de lo que hacía. Más adelante, Jim Simpson se jactaría de lo que había visto. Por el momento se sentía descompuesto, asustado, sacudido. Sollozaba desconsoladamente.
El agente Grass se precipitó hacia la figura postrada, se inclinó sobre ella y la levantó un poco. Sus labios emitieron un silbido. El chico había dicho la verdad. Ninguna bicicleta podía haber hecho eso. «Parecía que le hubieran dado de martillazos…», les explicó después el agente Grass a sus colegas. Un matemático hubiera podido calcular la fuerza de peso y velocidad que suponía el impacto del peatón al chocar contra el pavimento. El resultado se hallaba a la vista del agente Grass. «El Depósito está a la vuelta de la esquina», pensó en un instante. «¡Qué tonto! Primero al hospital, naturalmente. Pérdida de tiempo, sin embargo. Nunca he visto un magullamiento semejante».
El agente Grass era eficiente. Silbó para llamar a su colega que hacía ronda allí cerca. Ambulancia…
—Vamos, hijo, no llores. ¿Qué auto era? ¿Viste la matrícula?
Jim Simpson no sabía ni la marca del automóvil ni la matrícula. Era un automóvil grande. Azul oscuro o negro. Se adelantaba como un avión…, casi sin ruido. Había llegado de atrás, lo había pasado como un relámpago… En ese momento Jim estaba haciendo práctica de guardar el equilibrio con la bicicleta detenida.
—¡Se le fue encima, le digo! Él saltó a un lado…, inútil. Viró hacia él, eso hizo. Le pegó de golpe…, cayó… ¡Oh…, Dios mío…!
Una multitud se agolpaba en la calle anteriormente vacía. Algunos paseantes se detenían a mirar el cuerpo con temerosa curiosidad. Entre ellos había un joven trigueño, de cara gorda y amarillenta que miraba como fascinado con la blanda boca entreabierta y temblorosa. El agente Grass habló con brusquedad:
—Circulen. Circulen. No obstruyan el paso. Sigan adelante…
Sus ojos se detuvieron en la cara enfermiza del joven, que miraba el cuerpo con tan extraña fijeza. Grass recordaba haber visto a ese hombre vagando por ahí cerca, un rato antes del accidente. Tenía un aspecto raro. En ese instante llegó la ambulancia, y la atención del agente se desvió. Cuando volvió a mirar hacia el mismo lado, el joven de aspecto enfermizo había desaparecido. La ambulancia se alejó; la multitud fue dispersándose y un taxi se detuvo junto al agente.
—¿Un hombre atropellado por un auto que no se detuvo? —inquirió el conductor—. Creo que encontrará el auto que lo hizo estacionado en la esquina de Beaumont Street. Uno de esos Ford 30 V. 8. Vaya a mirar los parachoques y la tapa del radiador. Tiene una mascota ese auto. Una especie de pájaro con un pico agudo. Vaya a verlo usted mismo… Suba. En tres minutos estamos allá.
Grass no vaciló. Tenía que dar el informe completo del accidente, pero si había posibilidad de hallar el automóvil con evidentes señales del accidente, tanto mejor. Subió al estribo del taxi y en dos minutos doblaron Beaumont Street. En la extremidad de esa arteria, donde la calle dobla en ángulo para unirse con High Street, un poderoso Ford azul oscuro se hallaba detenido junto a la acera en la parte ancha de la curva.
—Mírelo usted mismo —dijo el conductor del taxi—. Tenía razón, ¿verdad?
—Así parece —repuso Grass. La mascota puntiaguda todavía conservaba un trozo de tela azul marino; el largo pico metálico de la efigie en forma de pájaro se hallaba torcido y doblado. Otros trozos de tela se adherían al radiador y un fragmento se había quedado prendido en los tornillos que sujetaban el parachoques.
—Así parece, y no hay duda —dijo el agente Grass.
En la comisaría, el inspector había preparado un informe muy conciso para el superintendente cuando este oficial llegó allí después de un largo día de trabajo.
Un hombre de edad madura, llamado Joseph Suttler, domiciliado en Marylebone Place, número 51, había sido atropellado y muerto por un automóvil, a las siete y cinco p. m., en el extremo este de Northumberland Street. Informaciones recibidas habían llevado a inspeccionar un Ford grande de lujo, estacionado en Beaumont Street, y en ese automóvil habían sido halladas evidentes pruebas de que se trataba del vehículo que había atropellado a Joseph Suttler.
La matrícula del automóvil llevaba el número BXY, 90XX, y pertenecía a Barry Revian, domiciliado en South Bank House, Regent’s Park. A las siete y diez p. m. Mr. Revian había telefoneado a la policía para denunciar la desaparición de su automóvil del lugar donde lo había dejado, un callejón sin salida contiguo a Park Road. Este callejón —Park Close— bordeaba el lado norte del jardín de Revian, y éste habitualmente estacionaba allí su auto cuando no deseaba dejarlo en el garaje. Revian suponía que su automóvil había sido robado. Después de dejarlo en Park Close a las seis y cinco había ido a su casa a vestirse, y cuando había vuelto a salir, con la intención de utilizarlo para ir a cenar fuera, el automóvil no estaba.
—Es bastante claro —dijo el superintendente—. El auto fue robado, y el ladrón lo conducía. Probablemente no se dio cuenta de la rapidez con que se aceleran esos Ford. Perdió un poco la cabeza, apretó el acelerador demasiado fuerte y derribó al pobre hombre. Asunto grave. Robo y homicidio. Al advertir lo que había hecho, el ladrón aprovechó la primera oportunidad de estacionar el automóvil robado en un sitio tranquilo y se marchó a pie. ¿Nadie lo vio bajar del Ford, supongo? No. Claro que no.
—Hay una sola cosa curiosa —observó el inspector—. Los bolsillos del muerto fueron examinados para averiguar su identidad. Su libreta tenía dentro un papel…, y en la página que señalaba ese papel hay un número anotado. El número del automóvil de Mr. Revian. Algo muy raro, me parece.
La cara del superintendente era digna de estudio.
—Muy raro por cierto —repitió secamente—. Un hombre lleva en su libreta el número del auto que lo mata… ¿Qué significa esto?
«Esto» era un papel con anotaciones hechas con lápiz que estaba dentro de la libreta. Con toda evidencia copiado del «Who’s Who» o de algún libro similar de referencias, decía: «Revian. Barry. D. S. O., M. C.[1] Mayor (Rdo.) Regto. Midland. Nacido 1898. Hijo de Witham Revian. Esq.[2] de Stoke Enderton, Warwickshire. Ed. Reppingham. Servicio Activo 1915-1918. Casó con Annete, hija de sir James Follesque de Mullions Manor, Leicestershire, 1920 (m. 1928 sin descendencia). Clubs Grethams, Junior Unionist, Brays. The Manor, Stoke Enderton. South Bank House, Regent’s Park».
—Ése era el papel que hallamos en la libreta del muerto, señor —afirmó el inspector.
—Sí, ¿eh?
El superintendente demostraba intensa preocupación. Luego pareció ocurrírsele una idea.
—El agente Grass, ¿está aún de servicio?
—Está aquí. Le dije que esperara por si usted deseaba verlo.
—Muy bien. Dígale que venga.
Al entrar, Grass saludó y el superintendente inició el interrogatorio:
—¿Presenció usted este accidente?
—No, señor. No me hallaba a la vista. Estaba…
—Comprendo. ¿Podría asegurar exactamente cuánto tiempo transcurrió desde que atropellaron al hombre hasta que usted llegó junto a él?
—Sólo unos segundos, señor. El chico, Jim Simpson, gritó cuando vio lo que sucedía y yo corrí inmediatamente hasta la esquina.
—¿Cuántas personas había a la vista?
—Nadie, señor. Me fijé especialmente. El chico es el único testigo.
—Y cuando usted llegó, el chico estaba debajo de la bicicleta, junto a la acera.
—Sí, señor.
—Por lo que usted puede saber, es probable que el chico perdiera el conocimiento por el golpe, cuando cayó de la bicicleta, unos minutos antes de empezar a gritar.
—Yo diría que no, señor. El chico no se había hecho ningún daño. No se cayó de cabeza.
—¿Cómo lo sabe? —dijo con brusquedad el superintendente—. ¿Lo vio caer?
—No, señor, pero…
—¿Sabe usted lo que es una prueba fehaciente y lo que no lo es? —inquirió el superintendente—. Le estoy preguntando lo que vio. ¿Comprende?
—Sí, señor.
Grass parecía ofendido. Hasta ese momento había estado lleno de complacencia, esperando alabanzas por el buen trabajo desempeñado.
—A las siete y cinco p. m. estaba de servicio en Nottingham Street, frente al número 95, a veinticinco metros de Northumberland Street. Oí gritar a un chico y corrí hacia la esquina. A cinco metros de la esquina vi a un chico en el suelo que trataba de desenredarse de su bicicleta. Tres metros delante, en el lado oeste de la calle, un hombre yacía boca abajo…
—Hasta ahora vamos bien. Su primera noción de que había ocurrido un accidente, ¿fue cuando oyó gritar al chico?
—Sí, señor.
—Y en su opinión, que no consideramos como una prueba, ¿el chico no se había lastimado al caer?
—No, señor.
El superintendente se volvió hacia el inspector.
—Mande a buscar a ese chico y que el médico lo examine, sobre todo en la cabeza —dijo. Luego, dirigiéndose nuevamente hacia Grass, prosiguió—: Usted dice que no había nadie más a la vista. ¿A qué distancia se hallaba el cuerpo de la esquina de Paddington Street, donde dicen que dobló el auto?
—A unos ochenta y ocho metros, señor.
—Es bastante minucioso en sus cálculos de medidas, Grass. ¿Cuánto tardó en recorrer ochenta y ocho metros?
—No he calculado el tiempo, señor.
Grass seguía ofendido, pero con el objeto de demostrar que seguía el argumento del superintendente añadió:
—No seré un corredor muy veloz, señor, pero apostaría a que salvo quince metros en menos tiempo del que tarda un campeón en recorrer ochenta y ocho.
—De acuerdo. No lo discuto. Pero el punto que debemos aclarar es el siguiente. El chico, Jim Simpson, fue el único testigo del accidente. Si perdió el conocimiento durante un minuto más o menos, debido a su caída, y no empezó a gritar hasta que volvió en sí, pudo haber transcurrido más tiempo del que usted dice entre el atropello y su llegada. Hay otro punto que no está claro. ¿Alguno de los curiosos que se reunieron se ofreció a ayudar…, a prestar primeros auxilios? ¿Alguien tocó al muerto entre el momento en que lo vio usted por primera vez y el momento en que llegó la ambulancia?
—No, señor. Nadie más que yo y…
Grass vaciló. Lo habían reprendido por no comprender la diferencia entre prueba fehaciente y suposición, y no deseaba volver a ponerse en la misma situación.
—Y bien —inquirió el superintendente con severidad—. Termine su frase.
—Juraría que nadie tocó al muerto, señor, desde el momento que fue derribado hasta que lo moví, tomándolo del hombro. Yacía justamente donde había caído…, aplastado contra el pavimento. Un espectáculo horrible.
—Ya veo. ¿Está usted seguro de que nadie trató de acercársele?
—No tanto como para tocarlo, señor. Un tipo me llamó la atención. Había estado vagando por Marylebone Road unos minutos antes…, y su actitud me pareció sospechosa; miraba fijamente, como si fueran a saltársele los ojos, pero no hizo nada. No trató de acercarse ni nada por el estilo.
Después de esto Grass recibió permiso para retirarse, y el inspector miró a su superior.
—¿Cree usted que ese papel pudo haber sido colocado ahí después, señor?
—Sí… Creo que este accidente tiene que ser investigado muy cuidadosamente. No estará en nuestras manos, gracias a Dios. Scotland Yard puede ocuparse de esto.
El superintendente no volvió a tocar el tema, pero el inspector adivinaba el hilo de sus pensamientos. Barry Revian era un «personaje». Si lo irritaban, tratándolo torpemente, se armaría un lío garrafal…, preguntas en el Parlamento… y toda la secuela.
«Asunto muy feo, y no me equivoco», se dijo. Inconscientemente respetaba a los personajes. Al volver a su oficina se hallaba aún pensativo y levantó los ojos con impaciencia cuando un agente se le acercó para hablarle.
—Sobre el caso del auto robado, señor, hemos recibido una denuncia de un tal Brown, que vive a la vuelta de Park Road. Mr. Brown deja su auto varios minutos frente a su casa, para entrar a buscar algo olvidado. Dice que eran las seis y cuarenta en punto. Cuando volvió a salir vio a un hombre con uniforme de chófer que abría la portezuela de su auto. Mr. Brown le asió del brazo, pero el otro era más ágil y se soltó. Brown echó a correr detrás de él, pero tropezó con el borde de la acera y cayó cuan largo era. Se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento. Estuvo bastante mal. Acaba de enviar una sola frase:
El inspector lanzó una sola frase:
—¿Puede ese Brown identificar al chófer?
—No, señor. No le vio la cara. Llevaba puesta una gorra de chófer, según dice.
—Y bien, ¿qué diablos quiere que hagamos nosotros? —rugió el inspector—. ¿Que le identifiquemos al hombre? ¿Por qué no echan esos tipos la llave a sus autos? Nos pasamos media vida anotando detalles de autos robados.
El agente saludó y se retiró, y el inspector retornó al caso Revian.
—Asunto muy feo —repitió.