Cuando Patricia Marsham vio que Garlandt se hallaba solo, entretenido en examinar un cuadro que colgaba de la pared del largo salón, se acercó a él.
—Compré este cuadro por algo que usted me dijo, señor Garlandt.
Él se volvió y la saludó, y en su rostro se dibujó una expresión que no era sonriente, pero que tratándose de Garlandt equivalía a una sonrisa. Era de contextura recia, no muy grueso, antes bien anguloso, duro y sólido. En su cabeza perfectamente redonda encanecía el pelo muy corto; sus ojos eran oscuros, opacos, inexpresivos, y en su rostro sanguíneo las facciones carecían de finura de modelado, aunque no de regularidad. Lady Marsham tenía conciencia de la vigorosa personalidad del hombre y admiraba su instinto de coleccionista, pero algo de su presencia hacía que se sintiese molesta.
—Con seguridad compró usted esa tela porque le pareció muy bella —replicó él—, y no por otra razón.
Ella sonrió.
—Me atribuye mucha decisión personal, o tiene una opinión demasiado favorable acerca de mi gusto. Siempre estoy lista para dejarme guiar por los expertos. Este mundo nuestro es demasiado complejo para que el hombre o la mujer comunes puedan formular juicios sin ayuda. Usted podría enseñarme mucho sobre cuadros. Quizá algún día me mostrará su colección. Sé que es famosa.
—Tendré el mayor gusto en mostrarle mis cuadros —repuso él—, pero créame, digo la pura verdad al asegurarle que el único criterio para comprar obras de arte es la convicción personal del valor de esas obras. Es posible aprender lo relativo a escuelas de pintura, a la técnica, a la influencia de la mentalidad de un maestro o de su estilo, pero la convicción sobre los valores… eso es innato.
Patricia le sonrió y se dirigió hacia otro de sus invitados. Poco después Garlandt bajó y pidió su abrigo y su sombrero. Al llegar al vestíbulo advirtió que varias personas se despedían: evidentemente iban a otra fiesta. Gilbert Mantland y su mujer habían pedido un taxi, y Barry Revian decía en ese momento:
—Tendría mucho gusto en llevarlos, Mrs. Mantland. Yo también voy a casa de Farrington y tengo el automóvil.
—¡Oh, muchas gracias! Nuestro chófer enfermó esta tarde y convencí a Gilbert de que tomase un taxi en lugar de conducir él mismo. Está rendido. ¿No le molestaremos? Mi hermana Althea está con nosotros. La conoce, ¿verdad?
—Sí. El automóvil está vacío, hay sitio de sobra para todos. No es ninguna molestia; al contrario, es un placer llevarlos.
Garlandt salió en el momento en que Revian hablaba con Althea Melberey, hermana de Diana Mantland. De pie en la acera, Garlandt se levantó el cuello del sobretodo como quien siente frío, mientras sus ojos escudriñaban la calle. El hombre que había divisado desde el balcón seguía allí —un mirón, en apariencia, entre un grupo de otros mirones que observaba la entrada y la salida de los invitados—. Garlandt se alejó varios pasos de la entrada.
—¿Auto, señor? —inquirió una voz junto a él; pero Garlandt hizo un gesto negativo con la cabeza. En ese instante la puerta volvió a abrirse, y el grupo de Mantland bajó los escalones y fue instalándose dentro del automóvil de Revian. Otro hombre, desconocido para Garlandt, salió inmediatamente después de ellos y se dirigió hacia la derecha, dando, casi, un encontronazo al hombrecillo rollizo del sombrero hongo.
—Disculpe, señor —dijo éste con voz obsequiosa y llena de ansiedad—, ¿podría decirme el nombre de ese caballero que acaba de subir al automóvil?
El invitado, que ya se alejaba, lanzó una ojeada por encima de su hombro hacia el automóvil iluminado.
—Es Mr. Revian. ¿Por qué quiere saberlo?
—Discúlpeme, señor. Creí que conocía a ese caballero. Veo que me he equivocado. No es el que yo creía.
Encogiéndose de hombros, el invitado se apresuró a subir a su propio automóvil. El auto donde iba Revian se movió hacia delante, acelerando silenciosamente, pero con un movimiento semejante al impulso de una cosa viva por su rapidez y decisión.
Garlandt advirtió que el hombre del sombrero hongo también había optado por alejarse. Apartándose del núcleo de mirones, el hombrecillo rollizo cruzó junto a Garlandt con paso firme. Su curiosidad parecía satisfecha.
Garlandt obedeció a su impulso y siguió a esa figura redonda. Apenas habían caminado veinte metros, el hombrecillo se detuvo debajo de un farol, sacó una libreta y después de hacer una anotación continuó andando con paso rápido. Garlandt lo seguía sin prisa. En determinadas ocasiones había utilizado a una empresa llamada Agentes Investigadores Privados, y suponía que el hombre que iba delante de él era algo de esa especie. Si era así, ¿quién lo empleaba? ¿Con qué objeto se deseaba comprobar que Revian había asistido a la recepción de lady Marsham y que se había marchado a tal o cual hora? La mente complicada de Garlandt analizaba las posibilidades con preocupación, mientras seguía a la figura que delante de él se encaminaba a lo largo del lado norte de Oxford Street y subía por Duke Street. Garlandt vivía en Westminster, pero este sector de Londres le era familiar: Wigmore Street, Baker Street y Manchester Square. En la esquina de James Street un hombre que caminaba en dirección a Oxford Street se detuvo al ver al hombrecillo del sombrero hongo.
—Buenas noches, Suttler. Espero que se encuentre bien.
La voz resonó claramente en la calle tranquila, como asimismo la respuesta del hombrecillo.
—Muy bien, gracias, Baines. Siento no haber llegado a tiempo para la partida de esta noche. Los negocios me ocuparon hasta muy tarde.
La pareja se había detenido, y Garlandt tuvo un momento de perplejidad. Sabía ahora cómo se llamaba el hombre —excelente cosa—, pero deseaba también saber dónde vivía. Hasta ese momento había sido fácil seguirlo a una distancia discreta, sin ser advertido, pero si se detenía y esperaba que terminasen de conversar, su táctica se haría en seguida evidente. Continuó andando y pasó junto a la pareja en el instante en que el señor Baines decía:
—¿Tiene alguna noticia para mí, Suttler?
—Hasta ahora ninguna, pero sigo ocupándome del asunto. Puede confiar en que haré todo cuanto esté de mi parte.
Garlandt no pudo oír la respuesta del otro, pero su curiosidad era cada vez mayor. A la izquierda, unos veinte metros más adelante, encontró una calle; Garlandt dobló por ella y esperó, aguzando el oído para percibir el ruido de pasos anunciador de que Suttler reanudaba su camino.
Entretanto, éste hacía varias observaciones triviales a su amigo Baines. El hombrecillo rollizo había advertido que Garlandt lo seguía. Sin volverse, Suttler había tenido conciencia de los pasos silenciosos que sentía detrás de él y estaba intrigado, sumamente intrigado. Vio que Garlandt doblaba la esquina y volvió a reflexionar. Era una calle cortada y en ella sólo había tiendas.
«Curioso», se dijo para sus adentros el señor Suttler. Continuó charlando unos minutos, y luego, después de un cordial y audible: «Buenas noches, Baines, buenas noches», siguió caminando y cruzó la calle cortada sin volver los ojos. Al señor Suttler le gustaba cerciorarse de los hechos; recorrió a la redonda la manzana hasta encontrarse nuevamente en James Street, y entonces, a su vez, se introdujo en la calle cortada. En el momento en que Garlandt llegaba a la esquina, Suttler se adelantó y se le enfrentó decididamente: una pomposa figura de hombrecillo con el mentón bien alto.
—¿Me permite preguntarle por qué me sigue, señor? —inquirió.
Su voz era perfectamente respetuosa; hablaba como un sirviente bien entrenado y colocaba a Garlandt en situación de desventaja. Éste no había advertido que le habían descubierto. Se produjo una pausa, y el financiero no hizo nada por acortarla. Era experto conocedor de los hombres.
—Estaba pensando, Mr. Suttler. Con frecuencia el hecho de pasear me ayuda a dilucidar problemas. Luego me pareció, lo admito, que le había visto a usted antes…, en circunstancias algo curiosas. Hasta se me ocurrió la posibilidad de que tuviéramos un vínculo de interés común.
La voz lenta y culta que hablaba con tono de perfecta cortesía cambió la situación a su favor. Mr. Suttler estaba intrigado y también desconcertado, y Garlandt lo sabía. El financiero tenía el don misterioso de intuir la debilidad en las defensas del adversario.
—No sé qué quiere decirme —replicó Suttler—. No me gusta que me sigan.
—¡Claro! Lo comprendo. Por cierto que si usted me hubiera seguido a mí, lo habría hecho con tanta habilidad que ni me hubiera percatado…, pero eso no viene al caso. A usted, Mr. Suttler, le interesaban los invitados a la recepción de lady Marsham. ¿Seguimos andando? Veo allá a un policía. Si desea formular una queja por mi comportamiento…
Mr. Suttler aceptó la invitación de seguir andando. Evidentemente, no deseaba hacer intervenir al agente de policía en el asunto. Garlandt se abstuvo de hablar hasta que estuvieron fuera del alcance de los oídos del policía. Luego dijo con la mayor tranquilidad:
—Perdió usted muchas horas de una noche fría y desagradable vigilando cierta mansión, Mr. Suttler. Tal vez no se le ocurrió que quien vigila puede, a su vez, ser vigilado.
—¿Y qué? —replicó el hombrecillo gordo con igual compostura—. Un gato puede mirar a un rey. Me divierten mucho los espectáculos gratis que proporciona la sociedad londinense, señor. Todos los bailes, todas las comidas, todas las recepciones entretienen a los humildes. Le diré, señor —el hombrecillo recuperaba su aplomo mientras hablaba y una nota de familiaridad se insinuó en su voz untuosa—, que algunos de nosotros somos concurrentes tan asiduos a las reuniones sociales como los que las noches de estreno se instalan en primera fila. El pobre tiene su galería de cuadros en las carteleras de anuncios y su butaca de teatro en la acera. Miramos las modas, señor, clasificamos los encantos de las bellas desde nuestro humilde puesto de observación en la calle.
Por un lado Garlandt se divertía. Su compañero era un tipo curioso cuya conversación tenía cierta originalidad que Garlandt procuraba analizar. Lo primero que se le ocurrió fue la idea del sirviente: la obsequiosidad y no obstante el aplomo del hombrecillo sugerían a un sirviente despedido, tal vez, por demostrar demasiada curiosidad o acaso por su tendencia a adueñarse de lo ajeno. Garlandt tuvo un momento de inquietud… ¿Estaría, quizá, perdiendo el tiempo en compañía de un ladrón que observaba las casas de los ricos?
—Y anotamos nuestras conclusiones en una libreta, analizando a la ganadora del premio de belleza —replicó Garlandt siguiendo el juego engañoso del otro.
Su cerebro atormentado encontraba cierto placer en esta absurda conversación. Aunque no lo condujera a ninguna parte, la persecución de Mr. Suttler proporcionaba al financiero una inesperada diversión. Le apasionaba el análisis de la humanidad, y ese curioso ejemplar constituía un material excelente. Garlandt añadió con suavidad:
—Imagínese que hubiera hecho yo algo que está a mi alcance, es decir, que me hubiera acercado a ese agente que acabamos de ver y le hubiese dicho: «Detenga a este hombre y revíselo. Examine, especialmente, su libreta y verifique si encuentra una razón para proceder». ¿Cree usted, Mr. Suttler, que el agente no habría aceptado mi indicación? ¡Quién sabe! No soy un desconocido. Creo tener suficiente prestigio como para movilizar a un agente de policía, siempre que le dé una razón plausible.
El hombrecillo tardó un rato en contestar. Con inquietud se pasó sobre la frente la mano enguantada, y Garlandt experimentó el júbilo de un pescador cuando el pez muerde el anzuelo. El pez mordía. Mr. Suttler tenía miedo, pero ¿de qué?
—Sí, señor —replicó el hombrecillo, humildemente aunque con amargura—, no niego que tenga usted el poder de echar a la policía sobre nosotros los pobres. El dinero manda, según dicen. El pobre siempre está en desventaja cuando trata de probar su honestidad. No se da por sentada, señor… como, por ejemplo, su autoridad. Pero si usted sospechaba de mí, ¿por qué no lo hizo? Un hombre como yo puede temer la amenaza de un hombre de su posición, pero usted no tiene por qué temer nada.
Garlandt sentía deseos de aplaudir. Su pez poseía habilidad táctica. Sentía la caña, pero contaba con ser más listo que el pescador. Mientras conversaban habían marchado muy lentamente por Wigmore Street en dirección al este, y cruzando por Cavendish Square se acercaban a Regent Street. Al llegar a la esquina, Garland levantó los ojos para mirar el reloj iluminado del edificio de la Broadcasting House. Eran las once y cuarto de la noche. Deteniéndose ante la luz reguladora del tránsito, Garlandt repuso:
—Tiene toda la razón, Mr. Suttler. Es usted un hombre sensible. Me agrada mucho su conversación. Piense lo que le dije…, que creía posible que tuviéramos un vínculo de interés común. No había la menor amenaza en esa insinuación.
Mr. Suttler levantó la cabeza y miró a su interlocutor. Entre la brillante iluminación de los anuncios y de los escaparates los dos hombres se sopesaron mutuamente. Garlandt vio la rolliza cara rosada, los ojos azules saltones y la boca pequeña parecida a la de un pez; notó el sombrero hongo, la buena bufanda, la tela excelente del sobretodo del hombrecillo. Mr. Suttler podía hablar de pobreza, pero a su modo mostraba prosperidad. Por su parte, el hombrecillo miró el rostro que estaba frente a él, sombreado por el alto chambergo: un rostro vigoroso y sin piedad. El mentón, los labios, la nariz y la frente, todo se sumaba para comunicar una impresión de irreductible firmeza.
«Un elegante, un tipo influyente…, pero ¿qué quiere?», pensaba para sus adentros Mr. Suttler.
«Un modesto funcionario, un encargado de una tienda o un prestamista, acostumbrado a tratar con tipos menos afortunados que él…», analizaba por su parte Garlandt.
La siguiente frase de Mr. Suttler le interesó vivamente:
—Hablando sin ambages, señor, y sin testigos, desearía saber si viene usted de parte de su amigo. Me gusta conocer el terreno que piso.
—Precisamente. Su cautela me parece muy encomiable —replicó Garlandt—. ¿Quiere que tomemos algo? Si mi memoria me es fiel, encontraremos abierto todavía el «Gevani». Un vaso de vino no nos vendrá mal.
—Con mucho gusto —dijo dignamente Mr. Suttler.
Siguieron andando, y sin más comentario atravesaron la calzada como si estuvieran perfectamente de acuerdo y doblaron la esquina rumbo al restaurante. Garlandt hizo entrar a su acompañante al local y se dirigieron a una mesa colocada en el rincón más apartado del bar, lejos de los demás parroquianos. Mr. Suttler se quitó el sombrero, poniendo en evidencia una cabeza calva con una franja de pelo blanco; su aspecto era tan digno como el de un obispo, muy pulcro y atildado, con mejillas afeitadas y frente lisa como la de un niño. Garlandt se sentó dando la espalda al salón. Desde hacía veinticinco años no había cruzado la puerta del «Gevani», y su cara era poco conocida fuera de la «City» y «Mayfair». Tenía plena conciencia de la extraña compañía en que andaba y había elegido ese lugar por la improbabilidad de ser reconocido.
—¿Whisky con soda, vino, algún aperitivo? —preguntó Garlandt a su invitado.
—Un vaso de cerveza, gracias —contestó Mr. Suttler.
Garlandt pidió un coñac para él. Casi nunca bebía vinos ni licores, pero hubiera considerado una mala táctica no tomar algo durante la entrevista, y sabía que las bebidas que servían eran buenas.
—Felicidad y salud, señor —dijo afablemente Mr Suttler, levantando su vaso. Con una inclinación de cabeza, Garlandt levantó ceremoniosamente el suyo.
—Por nuestra futura cooperación —repuso.
—Según y conforme —replicó Mr. Suttler, arrellanándose en su silla—. Me parece que nos hallamos frente a un equívoco. Usted habló…, si mal no recuerdo…, de revisar bolsillos. Tal vez hubiera sido incómodo para mí… No siempre desea uno que sus asuntos se hagan públicos…, pero hay otro aspecto de la cuestión. Si viene en representación de su amigo, quizá no le hubiera convencido tampoco a él una investigación. ¡Vive Dios que no!
—Es la pura verdad —dijo Garlandt—. Para hablar con precisión, usted ha conseguido ciertos datos. Una valiosa mercadería.
Mr. Suttler rió entre dientes.
—Eso es, más o menos. ¿Qué tal si ahora mostrara un poco sus cartas? Me imagino que es usted comprador. Si su amigo lo ha enviado para proponerme otra cosa…, bueno, es más tonto de lo que yo creía. No lo negará usted, señor.
Garlandt hizo como si examinara su copa. De la fantástica conversación empezaba a surgir un diseño. Mr. Suttler era un chantajista. Garlandt era un hombre respetuoso de la ley. Aunque su juicio sobre determinadas cuestiones se había deformado, conservaba ese sentido de integridad que nunca había violado en sus negocios. El chantajista significaba una plaga social, y quien debía entenderse con esa plaga era la policía. Hasta aquí la mente de Garlandt había trabajado tranquilamente, pero su pasión dominante intervino. «¿No hubo ninguna historia?». Recordó las palabras de Caird. Si existía una historia y Suttler la había descubierto, el entregar al hombre a la policía significaba que ese cuento no se haría público. No era costumbre de la policía penar a quienes, debido a un secreto, se convertían en víctimas del chantaje. La policía protegía en todo lo posible al chantajista. Garlandt no tenía la intención de convertirse en uno de ellos, ni de dar publicidad a ninguna historia escandalosa. Sólo deseaba obstruir una carrera promisoria. La información enviada a sir John Soane sería tratada confidencialmente, pero si existía algo contra Revian capaz de desacreditarlo a los ojos de Soane, las probabilidades que aquél tenía de obtener el nuevo puesto se desvanecerían como humo.
Garlandt miró firmemente al otro; su expresión era rígida, cruel, inflexible. Suttler se movió en su silla con inquietud.
—Por cierto que no lo niego, Mr. Suttler. La amenaza sería un procedimiento de tontos. Se trata de un asunto que debe ser negociado.
—Exactamente. Sería una lástima hacer públicas estas cosas. Más de una carrera promisoria ha fracasado por causas similares. La policía… bueno, es un arma de dos filos.
—Precisamente… Por lo tanto, nada de publicidad, Mr. Suttler. Ahora bien: para no andar con vueltas…, usted ha obtenido cierta información.
—Así es —dijo Suttler—. La conseguí en forma perfectamente legítima. Sin espiar. Sin trabajo sucio. Cuestión de buena memoria y un poco de suerte, nada más. Brotó por sí sola, podríamos decir. Lo importante es… ¿Cuánto vale?
—Eso es lo que vamos a discutir, Mr. Suttler —dijo Garlandt. Y se inclinó sobre la mesa como quien se dispone a recibir y a hacer confidencias.