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Deteniéndose al pie de la escalera de Strafford House, sir John Soane suspiró involuntariamente, aunque sus ojos sonreían debajo de las tupidas cejas blancas. Cuarenta y cinco años antes había subido por primera vez aquella magnífica escalera y había sido recibido por la dueña de casa, que no lo conocía en absoluto. En un instante los años retrocedieron, y se vio, joven y oscuro abogado, inclinado ceremoniosamente sobre una mano enguantada de blanco. Lo había recibido lady Armitage —famosa por su belleza y su ingenio—, una de las grandes damas de aquella última época de prosperidad e intolerancia victorianas. Soane recordaba la línea soberbia de su vestido de raso cuya cola manejaba ella tan hábilmente, los diamantes que llevaba en el tocado y alrededor del cuello, la blancura de sus hombros y de su pecho… En aquellos días —pensó— las mujeres tenían figura, y no conocían ese culto a los huesos y a la delgadez; tenían en su belleza una calidad estatuaria, una grandiosidad que les falta a las mujeres de hoy.

Sir Jonh Soane.

La voz sonora que lo anunciaba hizo que el anciano volviera a la realidad del presente y a la necesidad de subir aquellas malditas escaleras. Subir escaleras significaba ahora un esfuerzo para sir John. La pulmonía de hacía un año le había dejado un dolor intercostal, y se fatigaba por cualquier esfuerzo físico. Cuarenta y cinco años antes había subido corriendo esos mismos peldaños, con demasiada prisa, quizá, para el decoro de la época; desconocido, ignorado, un joven de porvenir, a quien la cuenta de la lavandera proporcionaba serias preocupaciones. Hoy todo el mundo le conocía. Las cabezas se volvían a su paso, le seguían los murmullos, le buscaban las miradas, y él veía a las estrellas interponerse ante sus ojos mientras enderezaba sus pesados hombros y trepaba dificultosamente las grandes escaleras.

—¡Tío John! ¡Eres un amor! ¡No me atrevía a esperar que vinieras!

Patricia Marsham, exquisita en su vestido de suave lamé dorado, se adelantó impetuosamente, con los brazos extendidos, para recibir al ilustre anciano. De pie, con las manos entre las de su tío, Patricia formaba un cuadro bellísimo: alta, increíblemente delgada, se veía sin embargo obligada a echar hacia atrás la cabeza para que se encontraran con los suyos los ojos azules que le sonreían. Sir John tenía los hombros encorvados, pero su gran estatura le permitía mirar desde arriba a sus semejantes.

—Querida, he venido a desearte buena suerte en tu nueva casa. La conozco desde el noventa, y he visto pasar a todas las bellezas del siglo por estos escalones…, ¡y tú eres tan hermosa como cualquiera de ellas! ¡Dios os bendiga a los dos!

—¡Qué suerte tiene!, ¿verdad? —murmuró una mujer alta que miraba la escena con esa expresión de curiosidad fría que en la actualidad no necesita disimulo—. El personaje ya casi no va a ninguna parte. ¡Qué escena conmovedora!… La bella y joven dueña de casa y su ilustre tío. Mañana en las columnas sociales del diario aparecerán unas líneas al respecto. Lástima que no se le ocurrió traer un fotógrafo.

—¡No seas mala! —dijo riendo otra mujer—. Por supuesto que la mitad de estos hombres desean cambiar una palabra con sir John. Por eso han venido. Desde que se retiró de la política activa es casi más poderoso que antes. Consejero extra-oficial… Una palabra de sir John puede encumbrar a un hombre.

—¿Por qué no pruebas, querida? Se dice que tiene debilidad por las pelirrojas. Si tu Charles no consigue pronto un traslado, se verá encasillado el resto de su vida.

—¡Mi pobre Charles! El Maluquistán es la tumba de los diplomáticos y, ¡válgame Dios!, ¡qué pozo es! Me pregunto…

Una cantidad de personas «se preguntaban» mientras maniobraban para conseguir una oportunidad de hablar con sir John Soane en los salones repletos que se abrían sobre el vasto rellano. Strafford House había sido construida antes de la decadencia de la arquitectura inglesa doméstica. Sus enormes cuartos recubiertos de papeles habían sido diseñados para grandes recepciones, y la joven lady Marsham se había deleitado en llenarlos hasta el tope. Esa noche todo el mundo elegante se encontraba reunido allí —Ejército, Armada, Medicina, Leyes, Iglesia, Estado—, y hasta unos pocos desconocidos «esperanzados»: hombres y mujeres que sin lugar a dudas «llegarían».

Lentamente, sir John Soane se adelantó, mientras se dibujaba una sonrisa en sus viejos ojos astutos y su memoria se esforzaba en identificar las caras conocidas. Esto empeora con la vejez, pensó. Aquel señor, por ejemplo: había visto esa cara…

—¡Muy amable de su parte! Tan bien como lo permiten los años, gracias. Es un placer ver a tantos viejos amigos. ¡Ah, Mantland!, me alegra comprobar que se ha tomado una noche libre. Parece usted un poco cansado. Habrá te nido una difícil tarea allá en el Norte. Celebro que resultara bien. Ser árbitro en querellas industriales es lo más difícil del mundo.

—Una palabra de aliento de alguien que, como usted, conoce tanto el asunto, señor, hace mucho bien.

Cuando sonreía, Gilbert Mantland tenía un encanto poco común, y su rostro, delgado y largo, perdía la dureza que amenazaba tornarse habitual en él. «Una cara vigorosa, casi clásica en su severidad de recortados rasgos simétricos —se dijo Soane meditativamente—; un hombre incapaz de mezquindades».

—¿Me permite que le presente a mi mujer? Diana, sir John Soane.

—Encantado —murmuró el anciano—. Creo que conocí a su padre, y la conocí a usted cuando era muy niña…, allá en Strathlaing. Hace demasiado tiempo para que usted lo recuerde.

Sir John dirigió una sonrisa a Diana Mantland con esa bondad que conquistaba tantos corazones. Se hubiera dicho que al inclinarse sobre la mano que ella le tendía, el anciano caballero sólo tenía ojos para ella en ese salón. Era una criatura bellísima, de cabellos dorados a fuerza de ser tan rubios, que brillaban como el grano pronto para la cosecha; el cuello fino y blanco como la leche, y ojos grisáceos oscuros debajo de cejas naturalmente arqueadas.

Sir John apreciaba la belleza cuando estaba en presencia de ella, y su homenaje era sincero, pero había visto algo más antes de inclinarse sobre la mano de Diana Mantland, algo que tocó directamente su viejo corazón bondadoso. Al hacer adelantar a su mujer, Gilbert Mantland tuvo un cambio en la dura máscara competente e impasible con que enfrentaba al mundo, reflejándose en su rostro una tan iluminada intensidad de encanto y adoración, que Soane sintió un gran enternecimiento. Hasta ese instante revelador había atribuido a Mantland «un carácter impávido». Y el impávido adoraba a su joven esposa con singular pasión. El momentáneo abandono de la máscara saturnina despertó en sir John Soane una estimación mayor por Mantland.

—Me enteré de su boda, pero en esos días estaba enfermo —dijo Soane—. Tiene que llevar pronto a su marido a comer conmigo, y contarme si las aguas de Strathlaing siguen siendo tan buenas.

Momentos después de dejar a Mrs. Mantland, Soane oyó una voz gruesa que decía a sus espaldas:

—Éste es un trabajo duro para muchachos de nuestra edad, John.

Y se volvió con una exclamación de placer:

—¡Diablos! ¡Qué gusto volver a verte, Richard! No me hables de la edad: tienes un aspecto espléndido. Creí que tus tareas te obligarían a quedarte algún tiempo más en Estados Unidos.

—Así parecía, pero pudimos llegar a un acuerdo…; la fórmula evasiva, ¿sabes? Por ahora, mi pequeña preocupación ha terminado. Vamos por este lado; encontraremos donde sentarnos en el salón Romney. Como en los viejos tiempos, estamos aquí de recepción. Hemos pasado buenos ratos juntos, John.

Richard Caird tomó del brazo a su amigo y lo condujo a través del vasto recinto hacia un cuarto pequeño que comunicaba con el salón principal.

Había menos gente allí; un grupito rodeaba el retrato de Patricia Marsham pintado por Bohn, colgado en el lugar donde otrora lady Armitage lucía orgullosamente su «Romney azul», pero junto a las cortinas de brocado había un par de sillones vacíos, y sir John se dejó caer, agradecido, en uno de ellos.

—Hace demasiado calor allá —suspiró—. Esta calefacción central es un inconveniente.

—La exageran, como pasa con la mayoría de nuestros benditos inventos —dijo Caird, mientras descorría las pesadas cortinas y entreabría una de las ventanas—. Nuestra civilización se está envenenando por su propia perfección: demasiado calor, demasiada comida, demasiada refrigeración, demasiada velocidad… Si nos descuidamos, todo retrocederá al salvajismo, con la ayuda de gases venenosos. Esa sobrina tuya está atrasando el reloj medio siglo al dar aquí una recepción, John. Como las que solíamos frecuentar en nuestros años juveniles. Inteligentemente de su parte, sin duda, pues a la gente de hoy le gusta hablar tanto como a la de antes. La naturaleza humana no cambia mucho.

—Patricia es lista —dijo sir John Soane, riendo entre dientes—. Me divierte ver la gente que ha reunido. En la actualidad existe mayor competencia que en el noventa. La mitad de los hombres que hay ahí dentro quiere conseguir lo que tiene la otra mitad.

¡Ah! Vi a Mantland y a Revian que compartían una broma de buenos amigos —Caird rió, bajando un poco la voz—. Hábiles ambos, John. No es fácil elegir entre los dos.

El grupo que rodeaba el cuadro se desmembraba, y cada cual se dirigía, atraído por la orquesta vienesa, cuya música flotaba delicadamente sobre la confusión de las voces.

—Cuerdas —murmuró Soane—. El último toque de ilusión. Patricia hace bien las cosas. Los saxófonos serían intolerables en este lugar… Esta música le hace retroceder a uno en el tiempo…

Un sirviente había aparecido en la puerta: un viejo de figura espléndida, grueso y pomposo, calvo y rosado. Llevaba una bandeja con dos copas grandes y se inclinó ceremoniosamente delante de sir John.

—De parte de la señora, si desea usted servirse, señor.

Sir John Soane sonrió.

—Coñac, Richard; exactamente tan viejo como debe serlo y no más. Nada de aperitivos para mí —tomó el vaso y saboreó el «bouquet» de la añeja bebida—. No hay nada mejor. Los años buenos producen algo así como un milagro. Dé las gracias a la señora —añadió con un movimiento de la cabeza dirigido al sirviente calvo—. Es exactamente lo que deseaba tomar.

El hombre hizo un saludo perfecto, ceremonioso, con un destello de placer doméstico en su rostro bien entrenado. Cuando se retiró, el cuarto quedó vacío, y ni Caird ni Soane advirtieron el temblor de las cortinas de brocado que volvían a caer en su lugar, al otro lado del aposento. Un hombre acababa de deslizarse a través de ellas sin ser visto, y estaba ahora de pie en el balcón que corría a lo largo de la habitación, a escasos centímetros de donde los dos hombres se hallaban sentados con sus copas.

—¡Ah, qué agradable! Unos minutos de paz antes de abrirnos paso, sonriendo, para volver a casa —dijo John Soane—. Ya no encuentro mucho placer en los placeres, Richard.

—Pero sigues aferrado al trabajo como si cortejaras a una amante. Te conozco, John. Ayudas a los otros para que no se metan en un lío mayor del que se han metido. No saben lo que quieren. Cada uno de los miembros del Parlamento tiene miedo de algo; miedo del fascismo o del comunismo, de la injerencia o la falta de injerencia del Estado, del militarismo o del pacifismo…, y el miedo no es buen consejero.

—Tienes razón. Habla con la mitad de los jóvenes preparados de hoy, y te dirán: «Me asusta el comunismo. Le digo que detesto el bolchevismo como al mismo diablo». Predican paz y se preparan para la guerra, desaprueban en público los procederes de los dictadores, y en su fuero interno creen que la dictadura es lo único que salvaría al país. Hemos andado tanto por el camino de la sana cooperación en nuestro propio cuerpo político, que es intolerable pensar que el miedo pueda minar toda nuestra base de seguridad. Si sólo los dirigentes de las distintas tendencias de opinión aprendieran a tener mutua confianza…

Sir John Soane suspiró; era el suspiro de un hombre cansado, y Caird replicó:

—Has trabajado para conseguir eso, John. Esa comisión que propones…

—No es una comisión, amigo mío. Esa palabra ya se ha desvirtuado. He visto en mi tiempo el resultado de demasiadas comisiones. Un informe, y un informe minoritario, relegado a un casillero, en cuanto a las firmas se han secado un poco. Vamos a dar el nombre de Junta a nuestro cuerpo asesor. Tiene que ser flexible, con personal procedente de todos los sectores, y elegir nuevos miembros según vayan siendo necesarios. Una Junta de Relaciones Industriales donde los empresarios puedan encontrarse con los obreros antes de que sus diferencias lleguen a ser extremas. Estamos consiguiendo personas de toda condición para reunirlas: banqueros, directores de grandes industrias, dirigentes obreros, sindicatos, y en algunos casos a los mismos obreros. No será una comisión de corta vida, sino un cuerpo permanente de asesores. Tampoco un ministerio… Ambos sectores se estremecen ante la idea de la intervención del gobierno.

—Y no se equivocan —dijo Caird con una risita ahogada—. Pero ya tendrás trabajo para delinear y dar precisión a una organización semejante. El presidente de la Junta va a tener una difícil tarea, John.

—Sí, y mucho depende del nombramiento del hombre adecuado —replicó Soane—. La mayoría de los que a uno se le ocurren como posibles candidatos son demasiado viejos. No queremos a un hombre que esté cansado antes de ocupar su puesto; no queremos a uno que sea demasiado viejo para adaptarse a la nueva situación. Tampoco queremos uno que haya encabezado algún partido político y esté catalogado. La cosa es difícil.

—Y has reducido la cosa a esos dos que están ahí —observó Caird con un gesto hacia el cuarto contiguo—. Hombres hábiles, como dije antes. Es una oportunidad muy grande para uno de ellos… Triunfará o se aniquilará.

Caird sabía (como lo sabía el hombre del balcón) que los dos posibles candidatos para el nuevo e importantísimo puesto de presidente eran Gilbert Mantland y Barry Revian. Sabía que debían tener idea de su posible nombramiento y le había interesado el hecho de verlos charlar juntos.

Soane se inclinó hacia delante después de echar un vistazo para asegurarse que el cuarto estaba vacío, y prosiguió:

—Ambos poseen las cualidades necesarias en lo referente a personalidad y experiencia. Mantland ejercía abogacía antes de ocupar el lugar de su padre en Ingenieros Hidráulicos. Entró en el mundo industrial como un ignorante y se puso al tanto trabajando como aprendiz para adquirir experiencia. Es uno de los más competentes árbitros del país y conoce la situación de las dos partes. Hombre de mucha inteligencia, información enciclopédica y espléndido físico.

Caird asintió con la cabeza.

—Tú lo conoces —dijo—. Yo no. Sólo he seguido su carrera. Revian sería probablemente un candidato más popular. Está respaldado por tradiciones de raza, y como posee cualidades tan buenas como las de Mantland, me parece que lo supera en imaginación.

—Pero a ti no te gusta.

Los ojos astutos del viejo Soane se encontraron con los de su amigo, y Caird sonrió.

—No diría eso. Tiene una personalidad muy atrayente. Sería difícil que no cayera en gracia, pero… ¿no hubo alguna historia?…

—¿La hubo?

Los ojos de sir John Soane se tornaron súbitamente cautelosos, y Caird comprendió que alguien había entrado en el cuarto, a escondidas. Colocó su copa sobre una mesa.

—Te llevaré a casa en mi automóvil y charlaremos un ratito —dijo—. Hemos cumplido con nuestro deber aquí, y ya has descansado un poco.

—Sí, y vive Dios que lo necesitaba. Recuerdo que, hace cuarenta años, pasaba aquí bailando toda la noche después de trabajar catorce horas en mis escritos. Ahora apenas puedo arrastrarme a través del salón sin cansarme. Con frecuencia pienso que sería hora de retirarme y pasar mis días en un sillón… Toda acción ya está concluida, todo deseo extinguido, toda pasión gastada… Lo difícil para abandonar la partida es que la mente no se siente tan vieja como el cuerpo. La experiencia me ha enseñado mucho y quiero transmitir los frutos de esa experiencia a los jóvenes que luchan para abrirse camino. Conozco a la humanidad como no pueden conocerla ellos. Quiero aconsejarles… mientras son jóvenes aún. Es inútil hablarles a los viejos…

La voz timbrada se expresaba en tono tan bajo que era apenas un murmullo, y emocionaba tanto por su belleza como por la tristeza anhelante que encerraba. Durante un momento el anciano se sumió en un ensueño y citó para sí: «… Que nunca lleguen los días malos ni se acerquen los años en que digas: nada me divierte». Luego sonrió y enderezó sus grandes hombros.

—Es hora de que me vaya a casa, Richard; estoy diciendo tonterías… Se aproxima la segunda infancia.

En el momento en que sir John apoyaba las manos sobre los brazos en su sillón para levantarse, un hombre entró y, presuroso, se acercó a él.

—¿Puedo ayudarlo, señor? Estos sillones modernos no han sido hechos para salir de ellos.

Colocó la mano debajo del brazo del anciano y lo ayudó a ponerse de pie, casi levantando en vilo el pesado cuerpo con la agilidad de sus músculos poderosos. De mediana estatura, rubio, atildado, impecable, Barry Revian era todo un atleta, pero nadie hubiera imaginado la enorme fuerza muscular que escondía su enjuto cuerpo.

—Gracias. Muy amable —le dijo sir John, sonriéndole, cuando se halló de pie—. Ustedes los jóvenes tienen que ayudarnos a los viejos a seguir adelante. Deme su brazo para cruzar ese suelo resbaladizo, muchacho. Se lo agradeceré.

Salieron por la puerta principal, seguidos por Caird y la mujer con quien Revian había estado conversando; formaban un cuarteto encantador, cordial, distinguido y sonriente.

El hombre del balcón los miró alejarse. La expresión de su rostro era tensa, y en la fría oscuridad sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

—¡Por Dios!, ¿por qué no ven? —se preguntó.

Mark Garlandt era un hombre de cincuenta años, financiero famoso de la «City» londinense por su habilidad, su carácter íntegro y su absoluta impasibilidad frente a la discusión o el alegato. Los que se asociaban con él o luchaban en contra de él en las transacciones financieras jamás habían vislumbrado la menor debilidad en sus ojos firmes e inexpresivos, nunca habían visto su boca de labios apretados entreabrirse movida por la piedad o la pena. Garlandt hacía frente al mundo detrás de una armadura de deliberada e inflexible firmeza, pero en la oscuridad del balcón su cara sanguínea estaba marcada por el apasionamiento. Era judío de raza, de abuela alemana y abuelo austriaco, pero nacido en Inglaterra y educado en Heidelberg. Había vivido en Estados Unidos, en Francia, en Alemania, en Polonia y en Austria; era cosmopolita, dueño de los modales, la conversación y la reserva del inglés, pero debajo de todas estas características adquiridas se ocultaba el alma de un judío alemán. Veía a sus amigos e iguales de Alemania y Austria sometidos a la férula de la opresión nazi. Algunos se suicidaban, otros morían en campos de concentración, algunos escapaban quebrantados, arruinados, para contarle a él lo que los judíos sufrían con semejante persecución. Para un hombre como él la política no era un juego. Con todas las fibras sensitivas escondidas en su íntimo ser, se angustiaba ante la tendencia profascista, que creía sentir entre las clases dirigentes inglesas. Educado por padres de arraigados principios liberales, había asimilado sus creencias en la juventud, sin admitir ni por un momento la caída del partido que reclamaba su adhesión política. Ahora no quedaba ya lugar para el lento, sobrio humanismo de la filosofía. Garlandt veía al mundo dividido en dos sectores incompatibles: el comunista y al fascista. El comunismo no le atraía, pero por lo que había sufrido su raza odiaba el fascismo con una intensidad que no era capaz de sentir el inglés de la clase media. Oculto a todos cuantos lo conocían, ese odio que bullía en lo más profundo de su ser empezaba a empañar y deformar su juicio.

Para él, todo nombramiento político era una prueba a favor o en contra de la ideología fascista. Examinaba las hojas de servicios de los miembros de gabinete, de los secretarios de Estado, de los miembros del ejército, de los administradores departamentales, para comprobar si advertía en sus declaraciones a qué sector se inclinaban en el cisma mundial que presentía y temía. Secretamente usaba su influencia en ayuda de quienes, en su opinión, harían frente a la tiranía del fascismo; secretamente luchaba contra los que estaban a favor de lo que odiaba. Este fanatismo lo había impulsado a deslizarse detrás de los cortinajes para escuchar como un espía, con la esperanza de saber lo que haría sir John Soane en lo concerniente al futuro nombramiento del presidente de la nueva Junta. Garlandt no carecía de oportunidades para conseguir información. Sabía que Soane, aunque viejo y retirado de toda actividad política, era el hombre cuyo consejo se seguiría finalmente. De la larga experiencia de sir John y de su humana y fecunda personalidad saldría el veredicto que Garlandt aguardaba con tanta impaciencia. Sabía también que, para ocupar el cargo, elegirían seguramente a Mantland o a Revian, y que la influencia del nuevo presidente sería poderosa.

Mantland procedía de una familia de industriales y había sido educado en los mismos principios de liberalismo que Garlandt sustentaba antes que el miedo y el odio hubieran deformado su mente. Revian, en cambio, sólo había sido injertado en el mundo industrial. Procedía de una familia cuyos varones, en general, habían seguido la carrera de las armas, y que se había mostrado desdeñosa ante el casamiento de un hijo menor con la hija del propietario de una fábrica, y ante la ulterior carrera de ese hijo en el negocio del suegro, en el industrioso centro de Inglaterra. Barry Revian tenía cabeza; era decidido y poseía un insaciable deseo de trabajar, junto con una mente inquisidora que se enzarzaba en un problema por el solo gusto de hacerlo. Sobre todo, Revian tenía genio para manejar y conducir a los hombres. A la edad de cuarenta años era famoso en el mundo industrial por la sagacidad con que había mantenido a flote su firma mientras otras se hundían, por su capacidad para ganar la confianza de sus obreros cuando otros patronos se hallaban comprometidos en amargas batallas industriales, y por la sabiduría con que comprendía que buenas condiciones para los trabajadores valían más que rápidos dividendos para los accionistas. Garlandt reconocía todo esto, pero en su opinión de nada servía. Revian pertenecía a la casta que apoyaría al fascismo por temor a lo contrario. Garlandt lo sabía. Había conversado con él, sondeándolo astutamente con aire indiferente y desapasionado. En su corazón Revian era un «tory», un reaccionario, pese a toda su aparente lucidez sobre las reformas sociales. Garlandt había comido junto a él en un banquete de la «City» y le había oído hacer, inadvertidamente, un comentario a otro comensal a propósito de uno de los oradores.

—¿Judío, verdad?

Garlandt sabía lo que implicaba ese tono. Al ver cruzar el cuarto a Revian del brazo de Soane, Garlandt sintió que la amargura le embargaba el corazón. El viento frío le soplaba en la cara, que hervía en la oscuridad. Para unos la política era un juego; para otros, un aburrimiento; para algunos, una carrera. Para Garlandt la política significaba la existencia misma de su raza, de sus hogares, de su cultura; la vida misma.

Enjugándose la frente, permaneció inmóvil a fin de recobrar su aplomo e indiferencia antes de reunirse con los demás. Mirando hacia abajo, vio en la calle la fila de automóviles estacionados contra la acera, los chóferes charlando en pequeños grupos. Advirtió una figura que atrajo su atención. Un hombrecillo bajo y gordo, con sombrero hongo y un buen sobretodo oscuro, paseaba de un lado a otro. Garlandt recordó que lo había visto allí mismo durante unos minutos mientras procuraba oír lo que decían Soane y Caird. Como un relámpago se le ocurrió: «Espera a alguien. Pero ¿a quién?».

Desde hacía un tiempo, la sospecha invadía rápidamente el pensamiento de Garlandt. Recordaba la voz de Caird que decía: «¿No hubo alguna historia?…». Garlandt se sintió intrigado. Si existía una historia perversa que desenterrar referente a Revian, tanto mejor.

Llegada la oportunidad para deslizarse de nuevo dentro del cuarto sin ser visto, Garlandt consiguió reunirse con los demás concurrentes sin que ninguno de ellos notara que había pasado un rato en el balcón.