La filatelia es un aspecto de la cultura occidental que (tendrá que ser reconocido incluso por el más fanático coleccionista de sellos) ha afectado a los prolíficos millones de occidentales considerablemente menos que el fútbol, la radio, el cine y los helados. Y, sin embargo, los rajas de la India, los lamas del Tibet, los mandarines de la China, los generales y hombres de Estado del Japón, los príncipes de Birmania, Siam y Anam y los jefes feudales de las ricas islas de las Indias Orientales, son, en general, apasionados de este arte. Muchos de ellos han tenido profesores europeos en la juventud, y la educación de la nobleza y realeza orientales de algún modo va siempre unida a coleccionar sellos; como la orientación de la nobleza y realeza occidentales va siempre unida a la botánica. Este preámbulo está destinado a explicar la presencia en esta segunda subasta, del Maharajá de Ophistan, y de Li Feng, el magnate de guerra chino. El Maharajá de Ophistan, reputado como poseedor de la más bella colección de sellos del este de Suez, había ido a Londres para asistir al Campeonato de tenis de mesa del Imperio. No lo practicaba personalmente, porque era demasiado gordo ya, pero había sido en sus tiempos el jugador número uno de este deporte en la India, y si algún espectáculo le gustaba contemplar era un buen partido de tenis de mesa. Los indios se adaptan a este juego con facilidad. Sus muñecas son muy ágiles y su mirada veloz. Li Feng tenía también fama de poseer la más bella colección de sellos del este de Suez y estaba en Londres para comprar cañones antiaéreos y tratando de conseguir un empréstito de noventa millones de yens, en la City. Li Feng y el Maharajá solicitaron, y obtuvieron, buenas localidades para la subasta del «Burlington Theatre».
Es extraño que una historia tan trivial como la nuestra pueda llegar a unir los cuatro extremos de la tierra. La Inglaterra rural y metropolitana; Australia, tierra natal del Emú, de Adelaida, de la hipotética Mildred Young; Solivia, donde el primo Eric era ingeniero de minas y compró algunos de los sellos que vinieron a enriquecer «nuestra» colección; Cuba, donde el doctor Parmesan estudió la presencia del nystagmus entre los trabajadores de la caña de azúcar y compró su máquina de hacer cigarrillos; los Estados Unidos, donde Jane estaba viajando cuando murieron sus padres; Persia, de donde tía Nellie, casada con alguien de la Legación Británica, mandaba sellos; Antigua, el nombre fatal; y ahora la China del Norte y el Ophistan; sin hablar de Terranova, Puerto Rico, la Toscana, Barbados y otros filatélicos puertos de origen. La universalidad del álbum de sellos, como símbolo de una guerra entre dos hermanos, es, en parte, responsable de esta extensión geográfica. Por ejemplo, la sucesión al trono del Maharajá de Ophistan, así como a las inmensas riquezas del país, era directamente debida a una pelea entre su hermano mayor, presunto heredero a la corona y su hermana. Un tal Mr. O’Gorman, que había sido profesor de los príncipes en aquel instruido país demostró una gran falta de tacto en el momento de su marcha al entregar el álbum de sellos sobre el cual habían pasado tantas horas todos juntos al príncipe heredero solo. La princesa se sintió celosa e introdujo un pequeño ejemplar de «jessur». (Daboia Russellii), serpiente maravillosamente decorada y sumamente venenosa, en el lomo del álbum… También Li Feng, que había sido educado en la escuela de Misioneros de Shanghai, había tenido una bellísima hermana, Chao Wuniang, que estaba educada en un colegio católico de Hankow. Ambos crecieron con ideas occidentales, pero una mañana, al alba, después de una enconada disputa, que duró toda la noche, sobre el álbum de sellos de la familia, del cual ambos querían ser el depositario. Chao Wuniang se envolvió en una red de glicinas rojas y se ahogó en el pozo del jardín. Dejó en el pretil del pozo un corto poema de despedida, que ha llegado a ser un clásico moderno en China; pero como está escrito con metáforas de mangas mojadas, dragones, patos, mandarines viudos y barcas abandonadas, no nos proporciona ningún dato útil para la mejor compresión del problema mundial de la filatelia.
Otros palcos del «Burlington» estaban ocupados por un rey del acero de Pittsburg, miembros de la aristocracia francesa y británica y el embajador de una vasta República sudamericana; las butacas estaban llenas de ricos coleccionistas particulares, y el resto del público se aglomeraba por todas partes de la sala. El escenario estaba ocupado por el estrado del subastador y largas mesas cubiertas de bayeta, reservadas a los miembros de la Real Sociedad Filatélica y a algunos invitados de honor de Oliver y Edith. Los negociantes estaban sentados en ambos lados del escenario, en bancos o sillas cubiertas de una tela verde botella. Se había traído el retrato de Sir Rowland Hill, para que todo el mundo se encontrase como en su casa. Las muchachas de verde habían sido provistas de medias y zapatos del mismo color, y cuando se levantó el telón, apareció «Tío». Hazlitt, vestido de frac; los negociantes, por su parte, habían sustituido por chisteras sus habituales sombreros hongos.
Sería superfluo detallar el gran número de sellos raros y curiosos que cayeron bajo el martillo antes de que apareciese el lote de la tarde. Entre ellos había un España dos reales, azul, 1851, nuevo, que por haber un error en el colorido alcanzó 1500 libras. Y un par de sellos panamericanos de 1901, 2 centavos, negro y rojo carmín, ostentando en el centro el grabado de un tren impreso cabeza abajo, nuevo también, en perfecto estado. Alcanzó 700 libras. Todo esto eran buenas piezas, pero no de la categoría del A. P. B., y contribuyó grandemente a la diversión de la velada. Ambos lotes se fueron a América y en ambos casos se recibió la caída del martillo con aplausos, mientras la orquesta atacaba los primeros compases del Starspangled Banner. James Reilly Meugh compró el primero para el New England Museum y, el segundo, en nombre de la Boy Patriots League, como regalo de cumpleaños del Presidente. Se levantó, saludó y dio las gracias a la concurrencia por sus bellos sentimientos deportivos.
—Ustedes los ingleses saben muy bien perder —dijo.
Se sirvió el té, no se consumió, como de costumbre, y por fin llegó el esperado momento.
El lote 49, el penúltimo, era un sello de las islas Hawai, 1851, tipo «Misionero», 2 centavos, usado, pero un ejemplar extraordinario, con el matasellos inusitadamente claro. Sir Arthur Gamm lo adquirió por 3200 libras, mientras la orquesta atacaba The British Grenadiers, demostrando Mr. Meugh, con su vigoroso aplauso, que también los americanos sabían perder. Sir Arthur se levantó de la silla al lado de la mesa ante las insistentes voces que reclamaban su palabra, y dijo:
—Muchas gracias, damas y caballeros. Muchísimas gracias. Seré breve. He legado mi colección de cien volúmenes de sellos al British Museum y espero que cuando esté muerto irán ustedes a menudo a visitarlo y se acordarán de mí. Esto será probablemente pronto, porque mi médico me ha advertido que mi corazón no está en condiciones de aguantar estas subastas, pero el hábito es el hábito y no puedo apartarme de ellas.
Sir Arthur tenía la respiración jadeante y su aspecto era sumamente enfermizo. Todo el mundo se dio cuenta de ello.
Hubo un redoble de tambores y los reflectores pasaron de Hazlitt a Sir Arthur. Hazlitt se disponía a hacer un discurso también. Hazlitt lo desarrolló así:
—Alteza, excelencia, damas y caballeros. Este es el último lote de una venta extremadamente interesante y, creo convendrán ustedes conmigo, histórica. Ha marcado una época en el pacífico curso de la filatelia. Jamás una reunión tan selecta de amantes de la filatelia se había reunido para rendir homenaje a tan excepcional conjunto de sellos.
»Nuestro respetado colega Sir Arthur Gamm (aplausos), el decano de la filatelia, nos confiaba recientemente en una carta, que me ha autorizado a citar: “Los días de los descubrimientos espectaculares han terminado ya, desde luego, pero los peces pequeños también son sabrosos”. Inclinándome ante la autoridad de Sir Arthur en nuestro gran arte, debo, sin embargo, y con su venia, contradecir un punto de vista tan pesimista. Descubrimientos espectaculares ocurren todavía. Permitidme que el lote 50 sea mi testimonio. Ya por los años ochenta y de nuevo en la década de los noventa del pasado siglo se decía que se había pescado demasiado en la corriente, que los peces de veinte libras no estaban ya en el agua, y que sólo quedaban los pescadillos para recompensar la paciencia del pescador. Pero era un error. Todavía, de vez en cuando, si se me permite variar la metáfora, alguna estocada de la espada arqueológica, un descubrimiento casual de un montón de documentos sellados de luengos años, un capricho de la filatélica fortuna, justifica nuestra fe en el futuro, que puede reservarnos hallazgos tan grandes, o quizá mayores, que los conocidos en el pasado. Además, la filatelia es una historia viviente. Todos los sellos históricos no fueron impresos en la pálida época victoriana. ¡De ninguna manera! El pez pequeño crece. Engorda. Esta tarde hemos visto el ejemplo de dos sellos del siglo XX, cambiando de mano por no menos de 700 libras. Y dentro de veinte años, yo os lo garantizo, valdrán tres veces esta hermosa suma. Cada año, el número de filatélicos aumenta. La demanda de sellos raros excede a la oferta. No hay necesidad de controlar el mercado por medio de la destrucción o retirada de los ejemplares, como se hace en el mercado de perlas y diamantes… Las reservas verdaderamente bajan. Los precios suben…
«Lote 50. El sello más raro y más bello del mundo. La Venus de Milo de la Filatelia. El sello único de Antigua, un penique, castaño lila, 1866, que se ha entronizado ya en el corazón del público con el antifilatélico, pero expresivo nom de guerre de “Antigua, Penique, Burdeos”. Dejemos que el apodo le quede como tributo a su grandeza. La reina Elizabeth estaba orgullosa de saberse conocida entre sus leales súbditos por “Queen Bess”, como su Real padre, Enrique VIII, no consideraba una vergüenza ser conocido por “King Harry”. Tengo, pues el gran honor de ofrecer a ustedes “Antigua, Penique, Burdeos”. Alteza, excelencia, señores y caballeros, ¿cuál es vuestra oferta?».
Ocurrió un incidente durante el transcurso de este discurso que produjo una explosión de risa, pero al cual nadie prestó un serio interés. Una briosa muchacha vestida de verde, avanzaba ceremoniosamente por el estrecho sendero que formaban las mesas cubiertas de bayeta, exhibiendo el sobre del A.P.B. antes de ponerlo en la máquina ampliadora, cuando un muchacho alto, sentado a medio camino de las mesas de la izquierda inclinó su silla hacia atrás, estiró sus largas piernas y brazos en un bostezo de voluptuosidad. La muchacha tropezó con sus piernas y cayó de bruces lanzando un grito. El hombre se precipitó pidiendo excusas, se agachó debajo de la mesa, levantó a la muchacha, la cepilló cuidadosamente, recogió el sobre caído y se lo devolvió sin daño alguno. Fue reconocido como el marqués de Babraham. Y diremos en seguida que el sobre devuelto no era un sustituto, sino el auténtico original. En esta historia no hay falsificaciones.
—¿Puedo iniciar las ofertas con dos mil libras?
—Esto ya está en marcha —le susurró Oliver a Edith sentados en la primera fila de butacas.
Fueron muchos los que quisieron poder decir más tarde que habían pujado el sello, pese a que la mezquindad de sus medios lo ponían fuera de su alcance. El constante volar de los pañuelos en las butacas e, incluso, en el círculo superior, hasta que se alcanzó las cuatro mil libras, fue testimonio de la irresistible atracción de aquel sello. A las cinco mil libras pudo verse ya fácilmente quiénes eran los verdaderos postores. A las seis mil, quedaron sólo cuatro. Pero a las seis quinientas, dos nuevos campeones entraron en la lid: Sir Arthur Gamm y James Reilly Meugh.
El precio fue subiendo, mientras la gran ampliación coloreada del sello centelleaba encima de la cabeza del subastador. Se pasó de las siete mil libras en medio de una salva de aplausos.
—Ocho mil —gritó Mr. Meugh en tono definitivo. Sir Arthur era su único adversario, pero temible.
Sir Arthur había ido a comprar el «Antigua, Penique, Burdeos». Esta vez no podía haber error. Acababa de realizar un bloque de acciones de armamento y podía atreverse a subir hasta 7000 u 8000, o incluso 8500, si tan mal iban las cosas. «El dinero no es problema», como dicen los grandes financieros. No había gozado de un solo momento de paz desde el 12 de febrero, día de la anterior subasta, ni de día ni de noche. Obsesionaba sus sueños. Generalmente se le aparecía como una dama con las facciones de la reina joven, vestida con un vestido anticuado de fustán color vino con dibujos y zapatillas de cuero colorado. Caminaba rápida y sigilosamente por un corredor de hotel cortándole el paso, siempre de derecha a izquierda, siempre de perfil. Él salía precipitadamente de su habitación y se arrojaba a sus pies, pero ¡oh, condenación!, siempre se le escapaba por algunos metros. Se despertaba cubierto de sudor. O bien era el sello mismo, y lo había comprado, por un simple chelín y medio, en una tiendecilla de Brighton y, sentía una sensación de éxtasis al saberlo en su posesión. Se había despegado del sobre y lo estaba metiendo delicadamente dentro de su funda engomada, pegándolo (cosa extraña) en el centro mismo de la página titular de su primer álbum de sellos, el que se había llevado al «Christ’s Hospital» en 1876, cuando fue allí como estudiante becado por nombramiento de la Venerable Compañía de Pescadores. De nuevo tenía diez años y era su primer uniforme de colegio. Los calcetines amarillos le hacían cosquillas en las piernas. Entonces, súbitamente, sentía un espantoso olor a quemado y veía a la reina desvanecerse, ardiendo como un ácido, a través de la página, atravesando todo el álbum, el mantel de la mesa y ¡hop!, se ponía a volar con un batir de alas y salía por la ventana hacia el espacio ilimitado, revoloteando por un paisaje lluvioso, rayado por álamos y postes de telégrafo. Sueños de presión sanguínea alta. Sin embargo, tenía muchísimo cuidado con su régimen aquellos días.
Se llevó la mano derecha al corazón, que le daba fuertes pinchazos. Con la izquierda pujó cincuenta libras más.
—Cien.
—Ciento cincuenta.
—Doscientas.
—Doscientas cincuenta.
Ocho mil trescientas libras era el límite de James Reilly Meugh.
—Me está usted venciendo —exclamó con voz ronca—. No puedo aguantar el paso.
—Doscientas cincuenta. Hazlitt cantó:
—Lote 50. Se ofrece la suma de ocho mil trescientas libras. Queda por ocho mil trescientas libras…
Silencio completo. Todo el mundo permanecía helado. Hubo un vivo movimiento en el palco real; el Maharajá de Ophistan extendió su mano con gesto soberano.
Hazlitt quedó dudando. ¿Era una oferta? Interrogó con una mirada respetuosa. Lo era.
—Ocho mil cuatrocientas libras…
—Ocho mil quinientas.
—Y cincuenta más. —Sir Arthur estaba lívido.
—Quinientas cincuenta. —Era la última oferta de Sir Arthur. Se inclinó hacia delante en su silla, lanzando un gemido profundo. Dos dependientes acudieron inmediatamente y lo sacaron al vestíbulo. Se llamó un médico y hubo momentos de gran emoción. Sir Arthur había muerto ya cuando llegó el médico, pero nadie supo una palabra de ello hasta más tarde, cuando lo oyeron decir por radio una vez estuvo cada cual en su casa.
—Seiscientas —ofreció sin remordimiento el Maharajá. Recordaba que el cetro de Ophistan estaba coronado por el diamante más valioso del mundo. Dentro de unos momentos sería poseedor del sello más raro del mundo. Lo montaría entre dos placas de cristal de roca engarzado en la base del cetro. Estaba dispuesto a subir a diez, doce, quince mil libras si era necesario.
—Seiscientas.
«Se acabó», se dijo Hazlitt. «Se acabó», le susurró Oliver a Edith. «Se acabó», murmuró el Emú acongojado. Porque claramente Mildred Young no había cumplido su palabra.
Y, sin embargo, Mildred Young no lo había traicionado. Había sido únicamente retrasada en su viaje de Manchester a Londres por una espesa niebla. Se dirigía ya precipitadamente hacia el teatro en un taxi. Pero no era el final todavía. El Maharajá no era el único postor. Estaba también Li Feng, el magnate de la guerra chino. Li Feng no había disparado hasta entonces por cuestiones de «imagen».
Consideraba que había perdido prestigio por no haber sido específicamente incluido en el discurso de Hazlitt. «Su Alteza», había sido para el Maharajá, «Su Excelencia», para el embajador. ¿Acaso Li Feng, ocupante de un palco, el primer poder de la China del Norte, descendiente de sesenta y cuatro generaciones de inmaculada sangre, podía ser incluido entre la muchedumbre a que se referían las palabras «Damas y caballeros»? Había perdido prestigio. Tenía que recobrarlo.
—Por tercera vez, digo ocho mil seiscientas libras…
El martillo se levantaba para caer definitivamente, cuando Li Feng habló.
—Él no compra. Yo compra. —Empleó el pidgin English[14] para demostrar su menosprecio. El pidgin es la lengua de los traficantes.
El Maharajá se erizó. Su edecán anunció:
—Su Alteza Real desea no alternar con este caballero chino. Ofrece nueve mil libras y espera terminar el asunto de una vez. La bolsa de Su Alteza Real no tiene fondo. Li Feng sonrió con maldad.
—Yo pone má —dijo torciendo el dedo.
—Nueve mil quinientas —anunció Hazlitt.
El Maharajá sonrió con aquella sonrisa de Rajput que evoca elefantes con caparazones enjoyados y brazaletes de oro.
—Diez mil —interpretó el edecán.
Sólo los beneficios del opio le reportaban a Li Feng un millón de dólares chinos al año. Podía subir hasta cien mil libras sin enterarse siquiera. El impuesto sobre la crianza de cerdos le reportaba dos veces esta suma. Y tenía grandes esperanzas de que el nuevo impuesto sobre los antepasados le reportaría un millón más.
—Y quinientas más —dijo en pidgin. La sonrisa del Maharajá adquirió una expresión de maldad.
—¿Quién es el hombrecillo ese? —preguntó con altivez, sin dirigirse a nadie en particular—. Vamos a ver qué «bluff» es este. Probemos a ver con quince mil libras.
—¿Lo quiete tenel? —se rio Li Feng, doblando de nuevo el dedo. Y luego le dirigió el insulto que un entusiasta de tenis de mesa no puede jamás olvidar. ¿Quiele jugal ping-pong?
El Maharajá se sonrojó intensamente y susurró algo al oído de su edecán, que salió del palco y reapareció en escena. A su vez, le susurró algo a Hazlitt. Este asintió; tenía que ir a la cifra que fuese para que el sello quedase adjudicado al Maharajá.
—Dieciséis mil —dijo sonoramente.
—Se adjudica…
—Subil cien liblas cada vé. No palal hasta que cael el techo —dijo Li Feng con su vocecilla estridente.
Hazlitt se encontraba en una situación absurda. Tenía instrucciones de hacer oferta tras oferta, sin límites, por ambas partes.
—Ofrecen dieciséis mil, dieciséis mil cien, diecisiete mil, diecisiete mil cien —decía secamente.
Dos mil pares de ojos contemplaban de derecha a izquierda la increíble lucha. Ningún signo de desfallecimiento aparecía en los rostros de Li Feng y el Maharajá. Las dos fuerzas habían entrado en contacto con irresistible empuje. ¿Cuál sería el final? ¿El movimiento continuo?
No, ningún movimiento es continuo. El taxi de Mildred se detuvo en la puerta del escenario. Alfred Williams, el ayudante de electricista, estaba allá para recibirla.
—¿Es demasiado tarde? —preguntó, jadeante.
—¡Pronto, Miss Young, pronto! —dijo Alfred Williams.
Mildred se precipitó. Corrió. Entró en el escenario en el momento en que Hazlitt iba diciendo: «Ofrecen ciento treinta y cinco mil libras. Ofrecen cien libras más…», con la voz del que trata de dormirse contando imaginarios corderos saltando por una valla.
Avanzó, la confianza pintada en su rostro, vestida sencillamente con un traje sastre gris, un renard y un sombrero, todo muy corriente. El A.P.B., seguía todavía en la pantalla ampliadora detrás de la tarima de Hazlitt. Mildred cogió el sobre e inmediatamente la gigantesca imagen desapareció de la pantalla. Hazlitt no se dio cuenta; estaba detrás de él.
—Y ofrecen ciento treinta y seis mil libras. Y ofrecen cien libras más.
Mildred avanzó hacia él y dijo, en el tono indiferente con que se dirige uno al portero de un hotel para reclamar una carta:
—Me parece que esto es mío.
—¿Señora?
—Esta carta.
—Señora, usted se equivoca; le ruego deje este sobre inmediatamente. No hay carta ninguna dentro ni es propiedad suya. Y están ofreciendo ciento treinta y siete mil libras.
Mildred levantó la carta en el aire.
—El error es suyo, señor subastador. Mire, es el mismo papel y la misma escritura que el sobre. Es mi carta, mi sobre y mi sello.
Le tendió la carta a Hazlitt y mientras este la examinaba sin saber ya a qué atenerse, ella se alejó tranquilamente del estrado con el sobre en la mano.
En el momento en que llegaba al extremo de los bastidores Alfred Williams, obedeciendo a una señal del Emú, hizo saltar el fusible general y dejó el teatro a oscuras. En medio de la confusión de exclamaciones que llenaron la sala, sólo cuatro voces deben ser deslindadas: dos gritos de indignación y dos suaves suspiros de alivio. Los gritos de «¡Detenedla, detenedla!», brotaron respectivamente de Hazlitt y Oliver. En cuanto a los suspiros, uno de ellos puede ser atribuido a Li Feng, su imagen salvada, y el otro al Maharajá, su orgullo ileso.
Mildred salió tranquilamente del teatro al amparo de la oscuridad y bajo la guía de Alfred Williams, mientras el Emú hacía una incursión secreta a la tarima de Hazlitt, buscaba a tientas la carta sobre la mesa, se la metía en el bolsillo y regresaba a su puesto sin haber sido visto.
Alfred Williams, interrogado con posterioridad, dijo que el apagón había sido debido a un ratón que se había metido en la caja de los interruptores originando un corto circuito. La versión fue aceptada. La gente está dispuesta a admitir que un ratón pequeñito puede sumir todo un teatro en las tinieblas. Y además, tenía el cadáver del animalito que mostrar; el Emú sabía hacer bien las cosas.