XVIII. LAS CAMPANAS DE ODDY

El A. P. B. era ya algo más que el sello más raro del mundo y el único superviviente de un clásico naufragio. El proceso Palfrey c/ Price, el accidentado matrimonio de Edith y Oliver, la retirada de Jane del «Burlington Theatre», todo eso había revestido al A.P.B. de una romántica aureola que trajo a la segunda subasta representantes de Prensa de países tan lejanos como Turquía y la América Latina.

Cuando el A. P. B. fue nuevamente confiado a Messrs. Harrow & Hazlitt para su venta en subasta, estos rompieron con una inveterada tradición. Decidieron aceptar, por una vez, la generosa oferta de Mr. y Mrs. Price y salir para aquella ocasión de los muros de Argent Street, celebrando la subasta en el «Burlington Theatre», con cámara de cine, micrófonos, reflectores y una vasta transmisión por radio. Por un ingenioso mecanismo inventado por Edith, cada sello, al pasar bajo el martillo, era reflejado inmediatamente sobre una gran pantalla situada sobre la cabeza del subastador. Un sello de correos de cerca de seis pies de altura no puede menos de parecer impresionante; parecía un sello, como dijo Oliver, capaz de llevar una carta directamente de la Central de Correos de Londres al planeta Mercurio. Tenía que ser una subasta especial, limitada a ejemplares individuales o bloques de extrema rareza. Entretanto, Messrs. Harrow & Hazlitt mandaron circulares a todos los clientes del Reino Unido, Europa y el mundo entero; si alguno de ellos tenía alguna rareza guardada,

el 4 de diciembre era el gran día para venderla, y no se cargarían gastos especiales por los complicados preparativos que se estaban haciendo para asegurar el éxito.

La idea del teatro fue enteramente de Oliver. Su intención era hacer público, a la vez, su control del teatro, del que había conseguido echar a su hermana, y su posesión del A. P. B. Esta vez el único final de la subasta podía ser la victoria del pujador con la bolsa más repleta. «Independientemente del color, religión, raza o carácter», le dijo Oliver, bromeando, a Edith. Incluso Jane podrá pujar, si tan desesperado es su deseo de poseerlo; Madame P., qui désirait plus que toute autre chose un timbre poste de la couleur du vin de Bordeaux pour la gloire de sa collection philatélique. Le mandó una invitación particular a Jane para hostigarla, reservándole un sitio en una de las mesas del escenario recubiertas de bayeta.

Cuando Jane se la enseñó al Emú, este dijo:

—¿Silla de «ring»? Es exactamente lo que quería. ¿Me lo das? El éxito me sonríe ya cara a cara.

—¡Oh, Emú!, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a abuchear al subastador? ¿No? ¿Vas a sacarle el sello de la mano de un tiro de pistola? ¿No? ¿Vas a sembrar la alarma entre la concurrencia gritando «fuego»? ¿No? Entonces, ¿qué es? Veo en tus ojos la mirada del hombre de la selva. Me gusta, pero ¿estás seguro de que no acabarás en presidio por culpa del sello y de C.?

—Depende de mi cómplice femenino.

—¡Ah! ¿Lo conozco?

—No.

—¿Es bonita?

—No mucho.

—¿Joven?

—Unos veintisiete.

—¿Estafadora profesional?

—¡Oh, no! Una honrada burguesa y compatriota mía.

—¿Cómo la has encontrado?

—Puse un anuncio en el Christian Science Monitor y me contestó desde Manchester. La «Ciencia Cristiana» tiene mucha fuerza allí.

—¿No pertenecerás a ella, por casualidad?

—¿Yo? No, pero raras veces estoy enfermo.

—Entonces, ¿por qué una científica cristiana?

—Tiene los nervios de acero y la frente de bronce. En caso de peligro prefiero tener a mi lado a una científica cristiana convencida que… cualquiera otra cosa —terminó débilmente—. Iba a decir un agente de Policía metropolitano, pero probablemente la mayoría de ellos son científicos cristianos también. El movimiento se extiende. ¿Qué piensas tú de la Ciencia Cristiana, Jane?

—En otras palabras: no me hagas más preguntas.

—Eso es, si no te importa.

—Bien, por lo menos dime el nombre.

—Mildred Young.

Jane tuvo que contentarse con esto. Si hubiese pensado un poco lo hubiera entendido, pero en la Ciencia Cristiana, como en el comunismo, no hay puntos de vista especulativos; mucho resplandor en el fondo y niebla todo alrededor.

Y, sin embargo, el Emú le estaba diciendo la verdad. Se había asegurado los servicios de Mildred Young anunciando en el Christian Science Monitor; y anunció allí porque un servicial propietario de una gasolinera de Oxford le dijo que una vez Miss Young se había negado a dejarse extirpar las amígdalas.

He aquí la historia. El Emú poseía la carta al hermano Fred y el grabado al boj del Libertad para Will Young, y no perdió tiempo en seguir las pistas que ambas cosas le ofrecían. Partiendo del principio de que la caballería del duque des Marlborough debía de haberse acuartelado por las cercanías de Blenheim Palace, cerca de Oxford, en ocasión que ya se dirá, se fue allá una mañana soleada en su coche, atravesando Windsor, Marlow, Abingdon y Oxford y tomó un vaso de cerveza en «El Oso», en Woodstock, no lejos de las puertas del palacio. Se dirigió a un granjero de aspecto inteligente en el bar.

—Perdóneme, señor, ¿podría hacerle una pregunta relacionada con la historia local? ¿Son las palabras ducket, stank y patirrojo corrientes por estas cercanías?

—¿Eh?

El Emú repitió su pregunta en medio de un murmullo general.

—Bien, señor —intervino alguien—, no le ocultaré que hay algunas expresiones terribles usadas por estas tierras en época de elecciones. «Patirrojo». «Patinegro»; luego tenemos «ducket», «kicket», «smashet»; sin hablar de «stink», «stank» y «stunk[11]».

La carcajada que esta enumeración produjo duró tres o cuatro minutos, con nuevos estallidos de risas, mientras se le explicaba al «barman» que, sordo como una campana, no se había enterado de nada, y a dos nuevos clientes.

Hay que reconocer que el Emú consiguió reírse también. Tenía una educación australiana.

—Vaya, me han tomado ustedes el pelo. Lo que en realidad quería saber era lo siguiente: ¿No hay brezales por estos alrededores? Estoy buscando un brezal, lo que aquí llaman un moor.

—¿Moros? Yo no conozco ninguno. Pero un profesor de la Asociación Educativa de Trabajadores de Oxford dio aquí una conferencia la semana pasada y dijo que la Morris dance que se solía bailar aquí cuando yo era chico era en realidad la Moorish dance, traída por los moros de África[12].

—¿Cómo son los moros, Tompkins? Negros, ¿verdad? —preguntó alguien.

—Negros, eso dijo el profesor.

—Entonces, si el caballero busca hombres negros no tiene que ir muy lejos. Yo mismo soy Hombre Negro. Soy nativo de Oddy.

El Emú se acercó al Hombre Negro a pasos largos.

—¿Qué toma usted? ¿Un whisky doble?

El Hombre Negro pareció perplejo, pero dijo que por él no había inconveniente.

—Hábleme de Oddy —dijo el Emú sentándose a su lado—. ¿Qué es Oddy?

—Oddy es lo que la gente vieja llama a Oddington. No he estado allí desde que era chiquillo, pero sigue en pie, según me han dicho. Es un pueblecillo, a cosa de ocho millas de aquí. Del otro lado de Kidlington.

—¿Hay patirrojos por aquellos alrededores?

—¿Patirrojos? Ahora que me hace pensar en ello, así solíamos llamar a unos pájaros del pantano. Eran muy tímidos. Jamás he visto uno de cerca.

—¿Y por qué les llaman a ustedes «Hombres Negros», si no es indiscreción?

—Eso no lo sé. Los hombres de las marismas han sido siempre llamados «Hombres Negros». Estamos creados de una manera diferente del resto del mundo. Un «Hombre Negro» se reconoce en el acto por la conformación de su pecho y otros signos.

El Emú recordó los pies palmeados e involuntariamente miró los zapatos del Hombre Negro. Pero lo único que preguntó fue:

—¿No ha oído hablar nunca de una familia de Oddy llamada Young?

El Hombre Negro se quedó pensativo.

—No era más que un chaval —dijo—. No, la verdad es que no me suena.

—¿Ha oído usted decir alguna vez que las campanas de Oddy tocaban de una manera especial?

—¡Oh, eso es verdad! Las campanas de Oddy tocaban siempre: ¡Muera Sam Gomme! ¡Libertad para Will Young!

—¿Qué historia es esa? ¿Quién era Sam Gomme?

—He oído contar que era un carpintero y un espía. Y Will Young era un héroe. Pero eso es todo lo que recuerdo.

—Hombre Negro, aquí tiene usted un billete de diez chelines para usted. Ducket y stank pueden esperar otro día.

Pero un labriego sediento se ganó una bebida dando la definición de stank como sinónimo de presa. No lejos de Oddington hay una presa, donde el Ray se une al Cherwell.

El Emú se fue a toda velocidad a Kidlington y allí le señalaron el camino de Oddington. Se detuvo en un pueblecillo a un par de millas del lugar de destino. Vio que necesitaba gasolina. Un hombre de edad y aspecto distinguido salió de la oficina de Correos y le ofreció que eligiese entre tres surtidores.

—Perdóneme; ¿es este el camino de Oddington? —preguntó el Emú mientras le llenaban el depósito.

—Sí, señor; este es el camino en el mapa, pero temo que no pueda usted llegar en el coche. El camino está inundado y hay sitios con cuatro pies de agua. Así me lo han dicho.

—¿Y no hay un rodeo?

—Está inundado también. Chorlton y Oddington están en medio del agua como si fuesen islas.

—¿Y cómo se las arregla la gente?

—¡Oh, ya se las componen! Los hombres de Otmoor tienen los pies palmeados, como dice el dicho.

Al final, el Emú no necesitó ir a Oddington, porque Mr. Steel, el anciano distinguido, le dijo todo lo que quería saber. Por lo visto era el historiador del pueblo, además de cartero y encargado de tres postes de gasolina y un teléfono. Le dijo:

—¿Conque quiere usted saber por qué las campanas de Oddington suenan Muera Sam Gomme, Libertad para Will Young? Si quiere tomarse la molestia de entrar en mi oficina trataré de explicarle la historia en un minuto. Bien, entonces. Oddington es una de las siete parroquias del Otmoor. Otmoor es un gran páramo pantanoso, que en esta época del año está sujeto a las fluctuaciones de las mareas. Hasta comienzos del siglo pasado habían sido terrenos comunales, en los que los hombres palmeados u hombres negros, como también se les llamaban, solían apacentar grandes manadas de gansos blancos de pies palmeados, pretendían tener este derecho desde tiempo inmemorial. Entonces los grandes terratenientes, que eran los jefes políticos del Sur del condado de Oxford, se metieron en la cabeza cercar Otmoor y convertirlo en campo de cereales. El duque de Marlborough y el conde de Abingdon eran los jefes de este movimiento. Naturalmente, los habitantes de las parroquias de Otmoor protestaron, y apenas estaban fijados los vallados para cerrarlo, acudieron en tropel por la noche para destruirlos con hocinos y guadañas.

—Y duckets —dijo el Emú.

Duckets también, como dice usted muy bien. ¿Ve usted el edificio aquel de fachada de vidrio, allá a la izquierda de su coche? Allí es donde estuvieron acuartelados durante los disturbios los voluntarios de caballería de Lord Churchill y el hijo del duque de Marlborouhg, como usted sabe. ¿Y ve usted el muchacho aquel que va para allá? Es el joven pescador Beckley. Su bisabuelo tomó gran parte en la historia que le estoy contando. La caballería llegó a Otmoor, bajo las indicaciones de un carpintero llamado Sam Gomme. Era el 6 de setiembre de 1830. Pillaron a los hombres del Otmoor en el acto de destruir los vallados. El capitán, que era un juez de Paz, dio lectura al Riot Act[13], pero la muchedumbre no se movió, de manera que cogieron a un montón de ellos y se los llevaron en carretas a la cárcel de Oxford. Ahora bien, el pescador Beckley de aquel tiempo (siempre hay un pescador Beckley en este pueblo), estaba pescando en el Ray y cuando vio lo que pasaba bajó rápidamente por el río hasta «El Cisne», que está frente al puente, al extremo de esta calle. Allí saltó de su bote, corrió al campo de bolos y dijo a los granjeros que estaban allí bebiendo, lo que ocurría. Uno de ellos cogió su caballo y salió galopando hacia Oxford.

»Ahora bien, por una suerte especial, era el día de la feria de San Giles y toda la gente de muchas millas a la redonda estaba reunida allá por millares. La feria tenía lugar frente al St. John’s College, donde las carreteras de Woodstock y Banbury salen, cada una por su lado, de la ciudad. El granjero hizo correr la voz de que los hombres de Otmoor habían sido detenidos por hacer valer sus derechos a las tierras comunales y, antes de que llegasen las carretas con los prisioneros, el pueblo estaba ya amotinado. “¡Otmoor para siempre!”, era el grito de guerra, y estando en aquel tiempo San Giles empedrado, no asfaltado como ahora, puede usted imaginarse el recibimiento que se dispensó a los soldados. En la esquina de Beaumont Street, donde está ahora el «Randolph Hotel», la lucha fue feroz, y la caballería fue vencida y desarmada. Los prisioneros se escaparon. La muchedumbre pescó algunos soldados y los ataron, lo mismo que habían sido atados los hombres de Otmoor, y fueron llevados a presencia del alcalde de Oxford que estaba bastante asustado, imagino, y que hizo toda clase de promesas que no pensaba cumplir. Will Young y un tal Cooper eran los cabecillas de Otmoor, y desde luego, en cuanto la feria hubo terminado y los campesinos se hubieron dispersado, la caballería vino en mayor número a apoderarse de ellos; entonces no tuvieron dificultad ninguna en practicar las detenciones. Todo el mundo decía que Young y Cooper serían ahorcados y todo el mundo le echaba las culpas a Sam Gomme, espía del conde de Abingdon, y Sam Gomme tuvo que pedir especial protección a los militares. Pero todo terminó bastante bien. Nadie fue ahorcado y ni siquiera deportado. La sentencia más grave impuesta fue de tres a cuatro meses de cárcel. Los hombres de Otmoor perdieron, porque se quedaron sin el derecho de pastoreo de sus gansos, que era el único provecho posible de los pantanos, y los terratenientes perdieron también, porque, a pesar de todos los diques y toda la desecación intentada, la mayor parte del Otmoor siguió siendo un pantano y lo será para siempre. La única que ganó fue la Iglesia, porque se concedieron a los párrocos algunas angostas lenguas de tierra cultivable a fin de hacerles predicar la obediencia y la resignación a sus feligreses.

—¿Y Will Young? ¿Qué fue de él? ¿No ha dejado ningún descendiente por aquí?

—Pues… Es curioso que me haga usted esta pregunta. Hará cosa de diez… o quizá veinte años, vino aquí una dama australiana, que quería comprar o arrendar una casa por estos alrededores. Era la hija de un sobrino de Will Young, que se había establecido de colono en Australia, porque no podía ya ganarse la vida en Otmoor. Su padre había prosperado y se casó siendo ya anciano, y ella había venido a ver Oddington, del que tanto le había hablado su padre siendo ella chiquilla. Bien, pues, le cogió el capricho de Otmoor, así como a su hija y creo que estaban en tratos con el Rev. Barter, nuestro rector, que es también rector de Noke (es otra parroquia de Otmoor situada a una milla de aquí), a fin de alquilar o comprar la rectoría de Noke. Pero no llegaron a nada, sin embargo, porque no pudieron ponerse de acuerdo sobre el precio, de manera que se marcharon y al poco tiempo vino otro caballero y se quedó la rectoría. Oí decir a alguien que la dama había muerto. No me sorprendió, porque tenía una enfermedad grave y no quería ver al médico. Su hija, Miss Mildred, era igual que ella. Era una muchacha muy bonita, de unos diecisiete años. Tenía siempre muchas molestias con sus amígdalas, pero no quería ni oír hablar de quitárselas, porque, según decía, era un error pensar que las amígdalas podían ser venenosas.

—¿Tendría usted, por casualidad, alguna dirección dónde encontrar a esta muchacha? —preguntó el Emú.

—Temo que no, señor —dijo el hombre—. Vivían en «El Cisne», pero la hostería ha cambiado de dueño desde entonces, de manera que me parece inútil preguntar si han dejado alguna dirección. Tampoco serviría de nada preguntarle al reverendo Barter, porque una vez vino a pedirme si podía ponerlo en contacto con ella y tuve que decirle que no.

Y así al Emú no le cupo otra solución que poner un anuncio en el Christian Science Monitor así redactado: «MILDRED YOUNG. —Si Mildred Young, cuya madre, en 1923, intentó arrendar o comprar la rectoría de Noke, Oxfordshire, acude a Mrs. Hennington and Paul, notarios, Ledger House, Gray’s Inn Road, se enterará de ALGO QUE LE INTERESA».

«Con tal de que las amígdalas no se la hayan llevado al otro barrio —pensó—. O convertido a la fe en la cirugía».

Pero no hubo nada de esto. Respondió a vuelta de correo en un papel ostentando el membrete «Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana, Fallowfield, Manchester», y el Emú fue en el acto a Manchester a ponerse al habla con ella y llegar a un acuerdo. La encontró un poco envarada y tuvo casi que dejarse convertir a su religión antes de conseguir persuadirla de que hiciese lo que pedía.