Cuando la fiesta hubo terminado en medio de una enorme confusión, Edith le dijo a Oliver:
—Tenemos que ver a Jane. Esto es como una pesadilla. Se nos hace una verdadera persecución. Hay que poner fin a todo esto o seguirá adelante. Tenemos que hablar claramente con ella y saber qué es lo que quiere de nosotros.
—Hablaré con ella con un hacha en la mano, pero no de otra manera —respondió Oliver con voz terrible.
—Oliver, ¡por favor!, sé razonable y bueno, y ayúdame a arreglar las cosas. No podemos irnos a Francia esta noche, dejando las cosas en este estado. Sólo por cuestión del negocio tengo que ver a Jane. El hecho es que confié demasiado en que todo iría bien. Hubiera debido avisarla con una semana de anticipación de mi marcha por tanto tiempo; está en el contrato, no tratándose de un caso de enfermedad. Puede perseguirme por infracción de contrato. Es necesario que vengas conmigo y pongamos las cosas en su lugar. No puedo enfrentarme con Jane sola.
—Muy bien —dijo Oliver—, no le tengo miedo. Ahora bien: no respondo de lo que le diré.
Salieron por la cocina del «Regina» para evitar a la multitud y tomaron un taxi con dirección al teatro; mas este estaba vacío. Telefonearon al piso de Jane, pero no estaba allí. Entonces Edith telefoneó al hotel donde se hospedaba la compañía y cuando dio su nombre, alguien, probablemente Adelaida, le dijo que esperase un momento. Finalmente la voz de Jane dijo:
—¡Oh!, ¿eres tú, Edith? Supongo que debería felicitarte por tu matrimonio… Pero me es difícil en este momento encontrar el tono de entusiasmo. Me siento muy deprimida. Están todos francamente mal. Los labios purpúreos e hinchados, espuma en la boca, la respiración jadeante… El pobre «Squire» puede acabarse de un momento a otro, y Fairy no está mucho mejor. ¿Estuvo enfermo algún otro de tus invitados?
—¿Podemos Oliver y yo, hablar contigo?
—¿Es urgente? Estoy hecha una especie de directora de hospital, de momento. No sé si tendré tiempo. Creía que os ibais a Francia.
—Antes tenemos que hablar.
—¿Dónde estáis?
—En el teatro.
—Muy bien. ¡Es tan doloroso todo esto aquí! No os mováis de donde estáis. Voy dentro de cinco minutos. Adelaida se ocupará de todo. En casos de necesidad es maravillosa.
Mientras estaban en el teatro esperando, sin nada que hacer y poco que decirse, Oliver sacó de la maleta el manuscrito original de su novela (el resto de sus equipajes estaba ya en Victoria Station) a fin de confirmar sus sospechas respecto a Jane. Tenía la costumbre cada mañana al empezar su trabajo de anotar la fecha al margen como un estímulo para él. Procuraba escribir mil doscientas palabras al día, lo cual representaba unas siete mil palabras semanales, porque no trabajaba los domingos. Un viejo escrúpulo. (Diez semanas a mil doscientas al día, setenta mil, grosso modo; diez semanas más para pulirlo, unos cinco meses). Pero le había costado tres veces más, puliendo y puliendo. El día en que Jane fue a su casa, lo recordaba perfectamente, era el 27 de setiembre, hacía un año… ¡Pero era imposible! No había llegado hasta el administrador Hochschloss en aquel tiempo. Hochschloss aparecía por primera vez en enero. Aquel pasaje… Sí, aquí estaba, bajo la fecha de 12 de febrero, el día de la subasta.
Se volvió hacia Edith.
—Edith —dijo—, veo que, después de todo, me has engañado. No puede haber sido Jane quien leyó esa frase de mi libro. Cuando estuvo en mi casa no estaba escrita todavía. ¡Fuiste tú y nadie más que tu!
—No seas ridículo, Oliver. ¡Pero, qué dices! ¿Por qué clase de persona me tomas?
—¿Quién más puede haber sido? ¡Dímelo!
—Me niego a ser puesta de esta forma en el banquillo. Elabora tú mismo tu teoría. No fui yo, y esto es lo único que me importa.
—¿Sí, eh? —dijo Oliver echando llamas por los ojos. Suponte que anulásemos este matrimonio. No ha sido consumado; todavía hay tiempo.
Edith comenzó a llorar.
—¡Oh, Noli, no he querido decir esto! Pero eres injusto conmigo. Te juro que no he sido yo. ¿No había un borrador o algo de aquel capítulo que Jane pudiese haber visto cuando estuvo en tu casa?
Jane llegaba en aquel momento.
—¡Hola, cómo estáis vosotros dos! Puedo concederos veinte minutos, ni uno más. No puedo abandonar a mi gente. La respiración empeora por momentos.
Oliver trató de soltar una risa de desdén, pero Jane y Edith no le hicieron caso.
—Bien, ¿qué tienes que decirme? —preguntó Jane.
—Quiero saber qué diablos significa el juego este —gritó Oliver—. Tratas de burlarte de Edith y de mí, ¿eh? Pero no haces más que destruir tu propia reputación, te lo aseguro. Supongo que es el pataleo por el veredicto. Fue un proceso muy justo, ¿no crees? ¿Por qué no apelas, si no te gusta así?
—¡Oh, por favor, querido! —gimió Edith tirándole de la manga.
—El juego es el siguiente —dijo Jane—. Habéis estado llevando una intriga amorosa a mis espaldas durante varios meses. Desde luego, el amor tiene sus privilegios, pero hasta en amor hay límites. Has pasado todos los límites, Edith. Has condonado un robo premeditado de Oliver y has jurado en falso por defenderlo, y ahora te largas con él a Francia infringiendo así el contrato conmigo. No echo la culpa del robo de Oliver a que esté enamorado. No lo está. Y si tú no lo sabes, él sí. Esto es lo primero que tengo que deciros. Lo siguiente es que tú, Oliver, toda tu vida has sido un granuja, pero Edith ha sido siempre perfectamente leal conmigo hasta que tú te has apoderado de ella.
Oliver empezó aquí a gritar algo referente a unas botas de fútbol y sabotaje; de manera que Jane se calló hasta que hubo terminado y después prosiguió sosegadamente:
—Siento, Edith, que hayas permitido que te haya engañado y te haya hecho cómplice de sus mentiras. Quiero saber si piensas seguir a su lado ahora. Si es así, todo ha terminado entre nosotras. Y es el fin del «Burlington» también, en cuanto a mí me atañe. Es un negocio que vale mucho dinero, mucho más que cuando tomamos el arrendamiento, y quedan todavía veinticinco años de arriendo, de manera que no creo que haya pérdida de dinero para ninguna de las dos si lo vendemos. O si prefieres seguir tú al frente, puedes comprarme mi parte por el precio estipulado en el contrato; es proporcionado al beneficio medio neto de los tres años anteriores a la transacción. Tengo idea de que Oliver quisiera lucir un cuello de astracán en su abrigo; por esto te lo digo.
Edith estaba deshecha.
—¡Oh, Jane, querida!, ¿es que no podemos ser amigos? ¡Os quiero tanto a los dos…! ¿Por qué no podemos ser todos amigos?
—¿Por qué…? ¿No lo ves? —dijo Jane—. Oliver es un ladrón y un embustero. Ni siquiera me contradice cuando le digo que no está enamorado de ti.
—Esto es asunto mío —dijo Oliver—, y te agradecería que dejases este tema.
—¿Lo ves, pobre Edith? —dijo Jane—. Ha hecho que te casaras con él con engaños, en parte, porque no podía casarse con Edna y porque, después de ella, eras lo mejor; en parte, por rencor y hacer romper mi contrato contigo; en parte, por tu dinero y, en parte, porque eres una persona a la que piensa poder dominar, ya que no pudo dominarme a mí, cuando era su hermana pequeña.
—¡Dominarla! —estalló Oliver—. ¡Esa es buena! ¿Quién ha estado dominando a Edith y haciendo de ella una esclava durante los diez últimos años? ¿Quién se apoderó de todo el dinero de Edith en cuanto murió su padre, invirtiéndolo en un teatro para adquirir fama propia? ¿Y quién habla de rencor? ¡Mira quién habla! ¡Tú eres la más rencorosa…!
—Por favor, controla la saliva —dijo Jane, retrocediendo un paso.
Edith hizo otra desesperada tentativa por obtener la paz.
—¡Oh, queridos, conservad la calma y volved a vuestro sentido del humor! ¡Todo este barullo por un miserable y sucio cuadrito de papel de color lila oscuro…!
—Burdeos —corrigió Oliver.
—… Un sello de correos… —sollozó Edith.
Jane secó, compasivamente, los ojos de Edith con su pañuelo.
—El sello no tenía importancia hasta que Oliver se la dio. Pero no soy irrazonable, querida. Si Oliver me devuelve el sello, como prenda de arrepentimiento y de buena conducta en lo futuro, y con él los objetos de la herencia Palfrey, salvo los que ya le dije que se podía quedar; y si tú renuncias a la idea de dar a Oliver cargo alguno en la dirección del «Burlington», cosa que no podría soportar; y me prometes hacerte cargo de él y convertirlo en un hombre honrado…, entonces, Edith, podemos ser amigas y puedes presentármelo como marido tuyo, y, olvidando, incluso que ha sido hermano mío, veré lo que puede hacerse.
—Vamos, Edith, no hables más con ella, ¡está loca! —gruñó Oliver, cogiendo a Edith por el brazo.
—Adiós, Jane —sollozó Edith—. No hay nada que hacer, ya lo ves.
—Adiós, Edith —dijo Jane intranquila—. Y si te encuentras apurada, acude a mí. Y cuando acudas a mí, espero saber que te has liberado ya de él mediante asesinato o divorcio o que necesitas mi consejo sobre cómo liberarte de él por uno u otro procedimiento.
—Ya lo ves, es inútil seguir diciendo estupideces —dijo Oliver con una mueca de triunfo—. Edith es mía ahora, pese a todos tus siniestros engaños y subterfugios. Y me parece que transcurrirá mucho, muchísimo tiempo, antes de que vuelvas a saber de ella, excepto para trámites legales.
Se equivocaba. Edith llamó a Jane desde Newhaven pocas horas después. En su desaliento era incoherente.
—Oliver me ha abandonado. O ha sido muerto. No sé cuál de las dos cosas. No lo encuentro en ninguna parte del tren.
—¿Es que no ibais juntos, entonces? —preguntó Jane.
—No. Llevaba una barba gris y lentes verdes y se había sentado en otro vagón, para despistar a los reporteros. Yo llevaba el equipaje de mano. Iba disfrazada también. No llevaba lentes y había pedido prestado un bebé a una mujer del compartimento. Un reportero fue recorriendo el vagón preguntando: «Perdonen, ¿estaría aquí Mrs. Price?». Y varios otros echaron una ojeada en mi compartimento, pero ninguno me reconoció. El tren arrancó. Cuando hubimos salido de Londres devolví el chiquillo a la buena mujer, me puse los lentes y pasé al vagón contiguo. Pero Oliver no estaba en él. Recordaba el vagón, pero no pude recordar el compartimiento. No estaba en ninguna parte. ¿Crees que pudo suicidarse arrojándose por una ventana?
—Temo que no, Edith. No es de los que se suicidan… Quiero decir, que me temo que será algo peor; o te ha abandonado o ha sido detenido por algo. Quizá por haber envenenado a los invitados a su boda. Quizá por bígamo…
—¡Oh, Jane, qué cruel eres!
—No esperarás que lamente cualquier accidente que le ocurra a Oliver, ¿verdad? Me parece que fui perfectamente explícita esta tarde, ¿no?
—¡Oh, Jane! ¿No sabes dónde está?
—Sí, lo sé, vagamente y por pura casualidad.
—¿Dónde?
—Detenido.
—¡Oh, Jane…! No…, no lo habrán detenido por bígamo, ¿verdad?
—No; esta vez sólo por robo. Y por ofrecer resistencia a su detención. Pero me temo que lo soltarán. Se ha puesto de rodillas delante del dueño de los objetos robados, y el buen hombre tiene corazón y probablemente no pasará nada. Y, por lo que he podido saber, no era exactamente ladrón; era sólo encubridor. Supongo que mañana llegará en el tren. Conque ya lo sabes. No me has preguntado todavía por los enfermos. La respiración…
—¡Oh, Jane, no tiene gracia! —protestó Edith.
—¡Diablos si la tiene! —dijo Jane. Y colgó.
Oliver había sido detenido en el quiosco de periódicos por un cierto inspector Marvell, mientras compraba los periódicos de la noche.
—Perdóneme, ¿es usted Mr. Oliver Price?
Oliver esperó a que le devolvieran el cambio antes de responder. Después dijo:
—¡No, maldita sea! —y se dirigió hacia el vagón.
El inspector dio un tirón a la barba de Oliver.
—Le evitará muchas molestias venir conmigo pacíficamente, Mr. Price. Tengo ciertas preguntas que hacerle.
Oliver hizo una observación desdeñosa, levantó la diestra y trató de alcanzar al presunto inspector en el ojo. Pero el inspector Marvell le hizo una presa y Oliver rodó por el suelo, pegándose un trastazo. Pasaron dos o tres minutos antes de que pudiese recobrar parcialmente el conocimiento y por aquel tiempo el inspector lo había metido ya en un taxi. «A la Delegación de Policía de Rochester Row», Oliver oyó vagamente que decía al chófer. El inspector hizo cuanto pudo por encontrar a Edith, pero, por lo visto, no estaba en el tren. Oliver se había serenado ya un poco al llegar a la Delegación de Policía y pudo contestar a las preguntas de una manera inteligible.
—¿Es usted Mr. Oliver Price?
—Sí.
—¿Habitante en el 27 Albion Mansions, Battersea?
—Sí, y protesto contra esta detención. ¿De qué se me acusa?
—No está detenido todavía. Le pedimos solamente que colabore con nosotros en recuperar ciertos objetos robados. Si se niega usted a cooperar, quedará usted inmediatamente detenido y acusado de depositario de estos objetos sabiendo que han sido robados.
—Todo esto es un cuento. ¿Qué objetos?
—Somos nosotros quienes lo interrogamos a usted, Mr. Price; no usted a nosotros. Le aconsejamos que baje usted un poco el tono. No le reportará ninguna ventaja, a la larga, usar de estas brusquedades.
—¡Pero esto es inhumano! ¡En mi viaje de novios! ¡Mi mujer abandonada en el tren!
—Si no hubiera tratado de golpear al inspector Marvell, Mr. Price, todo hubiera ido bien. Ahora, dígame, la dama con quien acaba de casarse era Miss Edith Whitebillet, ¿verdad?
—¿Es que no lee usted los periódicos?
—Una palabra más en este tono y es usted acusado de agresión a la Policía y va usted de cabeza al calabozo.
—Muy bien, entonces, sí era ella.
—¿Está usted al corriente de que su esposa es sonámbula y padece de cleptomanía cuando está en este estado?
—No, es la primera noticia.
—Vamos a ser caritativos, Mr. Price. Si fuese así, si su esposa hubiese acudido a usted diciéndole: «Oye, me encuentro en una situación embarazosa. Acabo de regresar de un fin de semana en una casa de campo y me encuentro con una serie de cosas que no son mías. ¿Quieres devolverlas? Debo de haberlas cogido soñando». Entonces usted pudo obrar como un caballero, y decirle: «Sí, querida, las devolveré de forma que nunca puedan achacarte el robo». Y entonces usted las pudo haber puesto en una caja y cerrarla, con la intención de devolverlas, pero no sabiendo muy bien cómo hacerlo. Ya ve usted que buscamos a los hechos una interpretación caritativa, Mr. Price. ¡No me interrumpa, por favor! Si confiesa usted que esto es lo ocurrido y devuelve los objetos hurtados al dueño de la casa, que es un perfecto caballero y no quiere escándalo, no será usted procesado. De lo contrario…
—Esta es la historia más ridícula que he oído en mi vida —exclamó Oliver.
—¿No está usted, por consiguiente, enterado de que tiene en su posesión objetos robados en Babraham Castle la semana de Navidad de 1934?
Oliver se echó a reír.
—Estoy dispuesto a firmar un affidávit[9] en este sentido.
—Es mejor que no se comprometa firmando nada, Mr. Price, sin el consejo de su abogado. Esperamos que no tendrá usted inconveniente en acompañar al inspector Marvell a su casa de Albion Mansions. Está provisto de una orden de registro. ¿Tiene usted las llaves? Si no, temo que tendremos que forzar la cerradura.
Oliver todavía se defendió.
—Todo esto es un complot infernal. Seguro que es mi hermana, Miss Palfrey, quien está detrás de todo eso. Confieso tener en mi posesión un número determinado de objetos, cuadros, ornamentos y un par de libros, que pertenecieron a Babraham Castle, pero de esto hace años y años. Me fueron legados en 1930 por mi madre, que era hija del séptimo marqués. Los teníamos en casa.
—Si puede usted probar esto, Mr. Price, el aspecto de la cosa cambiará considerablemente. ¿Entonces están específicamente mencionados en el testamento de su madre?
—No, no, exactamente…
—¿Puede usted probar que están en posesión de su familia desde hace muchos años? ¿Tiene usted testigos de que han sido expuestos a la vista en su casa?
—No estaban expuestos a la vista.
—¡Cómo! ¿Ni siquiera los cuadros? ¿No los ha visto nadie fuera de su madre y de usted?
—Y mi padre. Pero mi padre está muerto también. El superintendente hizo chasquear su lengua con conmiseración.
—Lástima… Bien, será mejor que vaya usted con el inspector y compararemos los objetos con la lista que el marqués nos ha dado.
Al cabo de media hora estaban de vuelta a la Delegación.
Los diversos objetos fueron expuestos sobre la mesa, todavía en sus envolturas originales.
—Aquí lo tiene usted —dijo Oliver desenvolviendo el Shepherd’s Calendar—. Mire la fecha de este periódico: 20 de abril de 1930. Es cuando lo heredé de mi madre. Esto lo prueba.
—No es totalmente lógico, Mr. Price. Lo único que el periódico prueba es que el libro no fue envuelto con anterioridad a esta fecha. Pero pudo ser envuelto en él en cualquier fecha posterior. Ante todo, consultemos la lista. Copón de plata; debe de ser esto. Libro de Horas iluminado…, aquí. Una Madonna de marfil…, aquí. Grabados de Rowlandson…, dos. Pinturas holandesas antiguas atribuidas a Brueghel el Joven, tres…, una, dos y tres. Vale. Un libro de Spenser…, Sr…, Sh…, parece que diga Shepherd’s Calendar. ¿Es eso? Sí. Pero ¡alto…! Veintisiete cajitas de rapé de esmalte, cincuenta y dos monedas de plata griegas y dieciocho de oro. ¿Dónde están?
—No las tengo.
—¿Dónde están?
—Temo que vendidas.
—¿A quién?
—No lo sé. Mi madre las vendió.
—Pero dice usted que su madre murió en 1930. Sin embargo, su desaparición fue denunciada en diciembre último. Esto prueba, Mr. Price, que no es usted franco con nosotros.
Oliver se echó a reír con mofa.
—No es usted del todo lógico, superintendente. Lo único que esto prueba es que el robo no ha sido cometido posteriormente a diciembre último. Pudo tener lugar en cualquier fecha anterior.
El superintendente estaba contrariado.
—Tendrá usted que justificar el paradero de estas monedas y estas cajitas, Mr. Price, lo siento.
—No las he visto en mi vida y le va a ser a usted difícil probar lo contrario.
—¿Le importaría a usted ver al marqués de Babraham?
—De ninguna manera. Le diré cara a cara que es una acusación inventada.
—Mi consejo, Mr. Price es que sea usted razonable. El marqués no quiere acusarle en atención a que es usted nieto del difunto marqués; dice que respeta su caballerosidad al no hacer público el lamentable hurto de los objetos por parte de su esposa y que se contentará con su devolución en buen estado. Habrá usted observado que las diligencias hasta ahora han sido completamente oficiosas, no le han advertido de que cualquier cosa que diga podría ser utilizada como evidencia en su contra. No ha sido usted acusado. Está usted, permítame que se lo repita, meramente ayudándonos en una investigación. Los objetos, salvo alguna excepción, han sido hallados en su poder. El inspector Marvell es testigo. Sin duda nos ayudará a recuperar el resto. Entonces será usted un hombre libre. Si prefiere usted insistir en mantener su inocencia, será usted acusado formalmente de ocultar objetos robados conociendo su procedencia, y Mrs. Price del delito más grave de hurto.
Entró el Emú.
—¿Es usted Mr. Price? Estaba esta tarde en la boda, por invitación de su esposa, y lamento lo ocurrido. No quiero que las cosas vayan más lejos. Desde luego, comprendo sus motivos para conservar los objetos. No quería usted dar el nombre de la persona que se los llevó; y era un poco violento devolverlos. Sin embargo, no hay nada como la honradez. En fin…
—¿Cómo supo usted que yo tenía los objetos?
—¡Oh!, por un amigo mío que vive debajo de su casa. Subió un día a pedirle unos cigarrillos, encontró la puerta abierta, lo vio a usted manipular los objetos y ató cabos. Se marchó antes de que pudiera usted darse cuenta de que estaba allí. El copón fue lo que le llamó la atención. Le pareció un objeto de un valor incalculable.
—¡Hoyland! ¡El escritor ese de tres al cuarto!
—Es un hombre honrado, amigo mío, y, creo, un escritor de porvenir.
—Mire, Lord Babraham. Esta es una acusación falsa, y usted lo sabe muy bien. Yo creo que mi hermana Jane está detrás de todo esto. Todos estos objetos llevan treinta años en posesión de mi familia. Son la herencia Palfrey, que llegó a mí por mi madre, y le desafío a que demuestre lo contrario.
El Emú cogió el Shepherd’s Calendar.
—Cuando heredé el título —dijo lentamente—, decidí, en cuanto encontrase tiempo, recatalogar la biblioteca de Babraham Castle; durante los últimos ochenta años se había producido en ella confusión y desorden. Hice grabar nuevos ex libris[10], y, en el año 1934, todo estaba en orden otra vez. ¡Mire! «Tiberius 3. D.» Las estanterías llevan nombres de emperadores romanos, «Tiberius 3. D.» es la de estantería.
El superintendente examinó el ex libris y miró severamente a Oliver.
—¿Quiere usted ser acusado? ¡Mire eso! «Babraham Castle Library. Tiberius 3. D. Agosto 1934. F.ff. bibliotecario».
Oliver miró atónito el ex libris.
—¿Quiere usted ser acusado?
La actitud confiada de Oliver se desvaneció.
—No, inspector, si Lord Babraham se contenta con la devolución de estos objetos. Pero siento no tener ni las monedas ni las cajitas. No las he tenido nunca. Mi madre…
—Sería más cuerdo y más filial dejar a su madre fuera de este asunto, Price —dijo el Emú severamente—. Su madre murió en 1930.
—Perdone —dijo Oliver tímidamente—. Ha sido una tontería mencionarla.
El Emú y el superintendente cambiaron una mirada de satisfacción.
—Le estoy muy agradecido, superintendente —dijo el Emú—, por la forma delicada en que ha llevado usted esta investigación. Price no es, me parece, fundamentalmente malo. Ha obrado de la manera que él juzgó caballerosa. No quiero entablar juicio contra él ni su mujer, y prefiero no insistir sobre el asunto de las monedas y las cajitas. Soy rico. Las monedas y las cajitas de rapé no tienen para mí gran interés. ¿Me permite satisfacer los gastos de esta investigación…, taxis, teléfono, tiempo empleado…? ¡Ah, pero insisto! ¿Un donativo para beneficencia de la Policía, entonces? ¿Sí?, encantado. ¿Fundación Deportiva de la Policía? ¿Orfanato…?
Extendió un cheque por valor de veinticinco libras y estrechó la mano de todos.
—Mañana mandaré a buscar todo esto.
Con cierto recelo Oliver preguntó:
—¿Soy libre de marcharme ya?
Sí, era libre de marcharse. Pero era tarde ya y no sabía dónde estaba Edith. Decidió, por lo tanto, regresar a Battersea a pasar la noche. El Emú lo llevó en su coche, por lo cual le quedó muy agradecido, sin darse cuenta de la razón por la que le había sido hecha la oferta. El Emú quería, en realidad, estar seguro de que Oliver no se daría cuenta, al salir a la calle, del burdo engaño de que había sido víctima. Porque no había estado en absoluto en Rochester Row Pólice Station, sino en las oficinas de la fábrica de lanas «Kookaburra» pocas puertas más allá, que un amigo australiano había permitido al Emú convertir para aquella ocasión en escenario de una comedia cuidadosamente puesta en escena por Jane. El inspector Marvell no era tal policía, era Alfred Williams, ayudante electricista del «Burlington». Y el superintendente era Mr. Kinch, el apuntador escénico, y los agentes eran otros dos empleados del teatro, en cuya discreción Jane podía contar. Oliver se había dejado engañar tan fácilmente, porque no tenía la conciencia tranquila en materia de la herencia Palfrey; y el golpe que había recibido en la cabeza contribuía a aumentar su confusión. Por otra parte, todo el mundo siente secretamente el miedo a la Policía; no es necesario ser el doctor Parmesan para conocer esta neurosis.
La parte más delicada de la comedia había sido la detención de Oliver y esta sólo pudo llevarse a cabo, incluso por parte de un hombre de la sangre fría dé Williams y de tan notable aspecto policíaco, creando una confusión. Esta confusión la procuró Jane por medio de una fingida disputa entre un marido que escapa a Francia y una esposa que queda abandonada y sin dinero; cuando el marido llegó a ser convencido, por un auténtico policía de servicio, de que diese alguna cantidad a su esposa y evitase el escándalo, Oliver había sido sacado tranquilamente del andén. Sólo después, cuando Jane y el Emú reflexionaron sobre lo ocurrido, se dieron cuenta del grave riesgo que habían corrido.
—Si fuese católica —dijo Jane—, le pondría cientos de cirios a San Crispín o a quien fuese. Eso es lo malo de haber nacido protestante.
—En estos casos suelo encender una hoguera —dijo Emú—. Esta noche encenderé una en el jardín y tal vez lanzaré algunos cohetes.
—¡Oh, Emú, no puedes hacer esto! ¿Qué diría la gente, con toda la compañía en su lecho de muerte?
—No sé cómo se me ha podido ocurrir una cosa semejante —dijo en tono de remordimiento tal, que el corazón de Jane se inclinó hacia él. De pronto comprendió que el abandono de Edith había llevado de repente al Emú a la posición de su mejor amigo.
Y así Oliver durmió de nuevo aquella noche en su lecho de soltero, y Edith, que había regresado a Londres en auto, lo llamó temprano, y se reunieron en su hotel para desayunar.
Naturalmente, Oliver y Edith tenían muchas cosas que contarse.
—No puedo demandarlos —dijo Oliver—, esto es lo malo del caso. Porque al devolver los objetos en presencia de testigos admití implícitamente que no tenía derecho sobre ellos. Sólo derechos morales que no podía hacer valer, porque las apariencias estaban contra mí. ¿Cómo diablos pusieron el ex libris allí? No lo entiendo. No fue hecho anoche, porque el libro no estaba siquiera desenvuelto hasta que lo abrieron en la Delegación de Policía. Y lo he tenido siempre en el baúl, cerrado con llave. Ha tenido que ser Hoyland obrando por cuenta de Jane y el marqués. Debió de entrar en mi casa mientras yo estaba en St. Aidan, con una ganzúa o algo parecido.
—¿Has visto el periódico de esta mañana? Jane dice que la compañía ha pasado la noche, pero que su estado es grave todavía y que, aunque vivan, tardarán en volver a sus deberes profesionales.
—No comprendo cómo los periódicos pueden publicar todas estas idioteces. Deben saber que todo es una filfa.
—Bueno, no lo es, en cierto modo. Si Jane los deja morir, quiere decir que se retira de la escena. Dime, Noli, querido, ¿qué vamos a hacer con el teatro? ¿Lo vendemos?
—Eso es lo que Jane quiere. No ha dejado que la compañía muera, porque cree que te decidirás a vender. Entonces te comprará tu parte y empezará otra vez sola. Babraham la apoyará.
—Entonces, ¿qué propones?
—Tómale la palabra y no te muevas. Cómprale su parte. Es la oportunidad del siglo. Siempre he deseado poner en escena Shakespeare como Dios manda, como también las comedias de la Restauración, y lo bueno del siglo XVIII, y Wilde. Y trasladar al teatro obras de Joyce y de D. H. Lawrence. Hay muchas cosas que puestas en escena quedan mucho mejor que leídas. Un verdadero teatro literario. Jane puede bromear con mis cuellos de astracán, pero seré un empresario bastante mejor que ella. Quiero decir que representaré cosas dignas de ser representadas.
—Lo mejor, entonces —dijo Edith—, es alquilar el teatro por unos cuantos meses hasta ver cómo van las cosas.
Hubiera preferido vender, porque estaba cansada de las actividades teatrales y ansiaba regresar a la ciencia. Pero Oliver parecía tan entusiasmado y tan confiado que le dio ánimos. Además, había su comedia. Una comedia verdaderamente encantadora. Había que darle una oportunidad.
—Escribiré inmediatamente a mi abogado dándole cuenta de nuestra decisión —dijo.
—Hazlo. Cuanto antes arreglemos las cosas menos tiempo perderemos. El teatro está inactivo ahora; podría ser alquilado en seguida. Pero ¿no va a estropearnos nuestra luna de miel?
—En absoluto. Mi abogado tiene poderes notariales para actuar por mí. El precio y todo eso está previsto en mi contrato con Jane. Mi abogado lo establecerá todo mientras estaremos en Francia.
En el tren, después de haber evitado una vez más fotógrafos y reporteros, se acercó a Oliver un mensajero portador de un voluminoso paquete.
—¿Es usted Mr. Price? ¿Tendría la bondad de firmarme este recibo?
—¿Qué es?
—No lo sé, señor. Me han dicho que era un regalo de boda y que lo tratase con cuidado.
Oliver firmó, perplejo, y tomó el paquete. Había reservado un compartimiento entero de primera clase para Edith y para él. En el momento de arrancar el tren, Edith deshizo el paquete.
—¡Oh, mira, Oliver, cuadros! ¿Y qué es esto que hay en este papel ondulado? ¡Oh, qué curiosa estatuita blanca! Parece china o piel roja o algo así.
Había una nota.
«Para Mr. y Mrs. Price, con los mejores augurios del marqués de Babraham en ocasión de su casamiento».
Porque Jane siempre le había dicho a Oliver que lo que quería era el copón, el Shepherd’s Calendar y el Libro de las Horas, y que le cedía los cuadros holandeses, los Rowlandsons y la Madonna, que eran más de su estilo.
—¡Maldita sea! —dijo, tranquilizado al ver que no era nada peor—. Lo tendremos que pasear por toda Francia, y hay que ver lo que sufriremos en la Aduana.
—Quizás en el último momento Jane ha decidido hacer las paces —dijo Edith— y no se dio cuenta de las molestias que nos causarían.
—¡Un cuerno, no se ha dado cuenta!