XV. LA BODA

(En casa de los Stefansson).

18 de octubre de 1935

Querida Jane:

Quisiera que nos felicitases a Oliver y a mí. Nos casamos mañana en un oscuro Registro de East End a fin de evitar todo alboroto; pero daremos una recepción en el «Regina» a las tres de la tarde, sólo para algunos amigos. Invitamos a la compañía y a Mrs. Trent, a Jenkins y a Babraham y Adelaida, y Oliver se une a mí en la esperanza de que olvidarás el pasado. Nos parece que todo esto ha sido un juego de niños, y Oliver dice que, a nuestra edad, el sentido del humor ha de salvarnos de llevar el asunto más lejos. Dice que los tres debemos hacer un esfuerzo común en el futuro y estar o no estar de acuerdo sobre ciertos puntos no debe tener importancia. Pero a los dos nos parece que el personaje Slingsby es de mal gusto ahora que Oliver y yo nos vamos a casar, y que deberíamos suprimirlo; y Oliver dice que hablará de la herencia contigo si lo deseas, pero que no quiere oír hablar de que te quedes con el Shepherd’s Calendar o como se escriba; él es el escritor de la familia, y tu madre se lo hubiera dado sin duda alguna a él. Pero puedes quedarte con la Madonna, que dice no admirar; es demasiado seria para su gusto.

La tazón de que te haya callado hasta ahora mi matrimonio es que supuse que lo adivinabas y que no lo aprobarías y, por otra parte, creo que tengo años suficientes para decidir sola. Y no es además una infracción del contrato, porque este dice «hasta el 15 de octubre de 1935». Espero que no te importe, pero estaremos pasando un mes de luna de miel. Tomaremos el avión a París y después iremos a la zona de los Cháteaux. La vendimia debe estar todavía en sazón, de manera que puede ser interesante. Espero que Babraham pueda sustituirme; me dijiste que fue muy eficiente mientras estuve en África, y me parece que quedó un poco decepcionado cuando, al regresar yo, tuvo que volver al departamento de publicidad. Siento marcharme antes de que Monos y pavos reales marche solo, pero espero que me perdonarás y, cuando regresemos, Oliver y yo nos ocuparemos de mi parte del negocio con mayor eficiencia de la que he conseguido yo sola. A propósito, Oliver tiene una adorable comedia que quiero que representemos en primavera. Me parece verdaderamente excelente, pero, desde luego, Oliver no entiende gran cosa de mutis y entradas y demás detalles, de manera que es posible que sean necesarios algunos pequeños cambios, y estoy segura de que no le importará que le hagas algunas observaciones.

En cuanto al sello, ya debes saber desde hace tiempo que Oliver lo vendía en mi nombre, pero como tú no me dijiste nada a mí, yo no te dije nada tampoco. Fue un incidente desagradable, de todos modos. El caso es que realmente pensé que te portabas de una manera mezquina con Oliver, y, además, no tenía tampoco derecho a dártelo, dejando aparte que la colección era más de Oliver que tuya; y tampoco hubiera sido leal con Edna. Cuando vuelva a venderlo le daré a Edna la mitad de su valor, a Oliver una tercera parte y, a ti, una sexta sólo para demostrarte que no soy mezquina. ¿Te parece bien?

Quiero que todo vaya bien entre nosotros tres, porque ya sabes que os quiero mucho a los dos y sufro terriblemente cuando veo que te peleas con Oliver por cualquier bagatela. Oliver nunca dice nada desagradable de ti. Me parece que está más extrañado que ofendido de tu persecución contra él.

Si te veo mañana a las tres en el «Regina», pensaré que todo va a ir bien entre nosotras, y seré muy feliz.

Cariños de

EDITH.

Jane le enseñó la carta al Emú.

—¿Qué te parece esto, Emú?

El Emú movió la cabeza.

—Mal…

—No puede ser peor.

—En efecto. Se la ha hecho suya. Mira, es curioso, hace las «d» griegas en lugar de las inglesas, pero de vez en cuando se olvida. Creo recordar que aquella basura que leí en tinta verde acerca de administradores y dominios y cosas por el estilo estaba escrita con las «d» griegas.

—Eres un lince. Emú. Mala señal, desde luego. También fue lo primero en que me fijé yo. Y estas tachaduras, cuando él ha insistido en que cambiase cosas que había escrito. ¿Bien…? ¿Crees que debemos darnos un beso y ser amigos ahora? Ten cuidado con tu respuesta.

—De ninguna manera, prima. Hablando con franqueza y desde el fondo de mi corazón, como un ruso, te diré que si el granuja ese de tu hermano viene a trabajar al «Burlington», aunque sea en el puesto más humilde imaginable, yo me voy. ¿Y tú?

Jane sonrió aprobándolo.

—Es ingenioso por parte de Oliver, desde luego. Ha hecho que Edith escribiese esta carta zalamera y amistosa sin la menor base de verdadera amistad que la sostenga, y me carga todas las culpas a mí. Por lo visto, ellos son los ofendidos. Y sabe muy bien que jamás toleraré trabajar bajo el mismo techo que él, pero legalmente no puedo impedir que Edith contrate a quien quiera por su parte. Y que si estuviera aquí tendría que suprimir a Slingsby, porque no podría permitir que el marido de mi asociada rondara por el teatro y distribuya Slingsbysmos naturales como pan bendito.

—Oh, no sé —dijo el Emú—. Todo el mundo conoce a Slingsby, pero pocos conocen a Oliver. Pensarían que es Oliver quien imita a Slingsby.

—No —dijo Jane—. Por muy despiadada que sea en todo lo que concierne a Oliver, sé que no sería una buena publicidad para mí. Si viniese Oliver, Slingsby tendría que marcharse. Pero Slingsby no se marchará. No, Emú. Trent adivinó su juego hace ya semanas. Quiere que Edith compre mi parte y entre los dos tomar la empresa solos. Oliver tiene proyectos con su drama y una morbosa confianza en sí mismo. No me extrañaría que se creyese incluso capaz de ocupar mi puesto.

—No lo dices en serio, ¿eh? —dijo Emú con un sobresalto—. ¿Él…? ¡Vaya idea!

—Una peregrina idea, verdaderamente. Pero quizá decida dejárselo hacer. Puede ser mi regalo de boda. Si lo hago, me parece que le dará tanto gusto como la camisa de Neso a Hércules…

—Me educaron un poco a la ligera —la tranquilizó él—, pero me parece que te entiendo. La camisa debía de apretarle los sobacos, ¿verdad?

—Se le metió en la carne —asintió Jane—. O bien, si nos ceñimos a los tiempos modernos, el mismo placer que proporcionó a Oliver cierto paquetito de un surtido de sellos de Centro América, valor 3 chelines y medio, mencionado ante el Tribunal por Mrs. Trent. ¿Pero puedo contar contigo para todo, Emú?

—Hasta la muerte. Dime, Jane: ¿Edith mentía, verdad, cuando afirmaba que el sello era sólo un préstamo?

—Sí. Y puede decirse que lo reconoce en la carta. No esperaba que mintiese, sin embargo. Pero, en cierto modo, todo esto me facilita las cosas. Me desliga de las obligaciones de una vieja amistad y todas esas cosas.

—¿Cuáles son tus instrucciones?

—Te las daré por escrito en cuanto haya hecho un pequeño discurso a la compañía. Mis planes dependerán de su manera de reaccionar.

Veré de qué está hecha su lealtad;

si es como la tuya, hasta la muerte,

o la infecta lealtad de la tragedia…

hasta el día de la paga.

Los reunió a todos en su despacho.

—Amigos míos, tengo malas noticias que darles. Antes les pediré la promesa de que no dirán ustedes una palabra de todo esto a alma viviente a menos que, o hasta que yo les dé permiso.

Todos ellos dieron su palabra de honor, valiese lo que valiese aquella palabra.

—Mi asociada Miss Whitebillet —prosiguió Jane—, tiene los mismos derechos que yo en la administración de este teatro, y posee una cantidad de acciones muy superior a la mía, pues su contribución económica ha sido mucho mayor que la mía. Hasta ahora, Miss Whitebillet y yo hemos obrado siempre de perfecto acuerdo pero se ha producido un acontecimiento que amenaza destruir nuestra armonía. Miss Whitebillet se casa mañana con un tal Mr. Price, contra el cual acabo de entablar un malogrado juicio por fraude, y al cual ella se propone meter por fuerza en la administración del teatro. Conozco a Mr. Price desde hace muchos años y puedo asegurarles que una asociación con él es totalmente imposible en cualquier negocio. Comprenderán ustedes lo que quiero decir cuando les informe de que cuando Miss Whitebillet le pidió qué quería como regalo de boda, le contestó: «¡La muerte de Owen Slingsby!». Miss Whitebillet, en su ceguera, parece haberle concedido este abominable regalo; sin consultar ni al propio Mr. Slingsby, ni a mí, su creadora. Y ahora, ¿qué les parece a ustedes todo esto?

Hugo gritos y rugidos. Owen Slingsby palideció, pero Doris le echó los brazos al cuello: «Siempre serás Owen Slingsby para mí, ocurra lo que ocurra» —dijo. Incluso J. C. Neanderthal se sintió conmovido por aquel gesto. Dijo que por Owen Slingsby, el actor, tenía tanta estima como aversión había sentido por Owen Slingsby, hombre; y que si Owen Slingsby, el actor, estaba condenado a muerte, él, por su parte, estaba dispuesto (siempre con la autorización de Miss Palfrey) a afrontar el misterio del más allá y seguir sus pasos por las tinieblas de la desolación; y que esto no era fanfarronada ni quijotismo, sino lo que entendía su estricto deber.

Los demás hubieran hecho similares declaraciones, pero Jane tenía prisa por llegar al punto esencial. Dijo:

—Amigos míos veo que no habéis olvidado quién os creó. A cambio de ello, me habéis demostrado una inquebrantable y a veces casi fervorosa lealtad, que aprecio. Aparte algunos ocasionales lapsus, habéis actuado merecidamente, y os confieso que estoy orgullosa de vosotros. Pero habiéndolos creado, también tengo el poder de destruiros. Es un poder del cual me resistiría mucho a aprovecharme, y si salís triunfantes de la prueba a la cual me propongo someteros, podéis consideraros más o menos salvados para siempre. Pero ante todo, amigos, debéis apurar el cáliz de la amargura.

Quedaron muy pensativos, tratando de interpretar sus palabras y preguntándose si debían reírse o permanecer graves.

—Mañana por la mañana recibirán ustedes órdenes. Esta noche, en escena, espero que se superarán. (Anoche estuvieron ustedes un poco flojillos). Durante la representación de la noche se producirán una serie de supersticiosos accidentes. El marqués los comunicará a la insaciable Prensa y espero que ustedes, al ser interrogados por los periodistas, confirmarán aquellos con todo detalle, y que asimismo se lamentarán mañana, por la mañana, de haber tenido espantosas pesadillas. Fairy, recuerde usted que su madre era oriunda de los West Highlands y, por favor, en su emoción no olvide su tosco acento escocés, y confiese que se siente «gey-fey» y que ha visto su fantasma entre bastidores mientras esperaba su llamada.

—¿Cómo he de describir el fantasma, Miss Palfrey? —preguntó Fairy con su más cerrado aunque artificial, acento escocés.

—Como alguien exactamente como usted, pero diferente, que le dirigió una mirada significativa y desapareció.

—¿Y qué significaba esta mirada, Miss Palfrey?

—Tiembla usted sólo de pensarlo.

—Oh, ya… ¿Y qué quiere decir «gey-fey»?

—Los ingleses se reirán de usted si se lo dice.

—Muy bien, Miss Palfrey.

Se alejaron, murmurando inquietos, pero despidiéndose de Jane con la debida ceremonia. Vino el Emú.

—Hay media docena de cazadores de noticias que quieren verte respecto al juicio. Les he dicho que estabas ocupada, pero que me mandabas decirles que estabas satisfecha de las consideraciones del juez y que tenías en cierto modo la sensación de que no se había escrito todavía el último capítulo de la novela. He insinuado también, discretamente, algo respecto al casamiento. Después los he despedido. Pero no quieren marcharse.

—Bien, Emú. Diles que está punto de estallar un acontecimiento importante y que telefoneen después del espectáculo y mañana por la mañana.

Los periódicos de la mañana venían llenos de la sentencia y todos ellos insertaban la optimista observación de Miss Palfrey de que el último capítulo de la novela no se había escrito todavía. Otro párrafo describía los extraordinarios acontecimientos ocurridos en el «Burlington Theatre» aquella noche; signos que hubieran hecho estremecerse al menos supersticioso, «y los actores son una profesión notoriamente supersticiosa». Casi todos los espejos del teatro fueron hechos pedazos por una serie de accidentes no relacionados entre sí, un gran trozo de decorado había caído sobre J. C. Neanderthal durante el último acto, dejándolo casi sin sentido, un pájaro blanco golpeó con sus alas la ventana del vestuario principal, como queriendo entrar, y, en un rincón del bar, fueron vistas tres mujeres bisojas bebiendo ginebra.

Fairy Bunstead fue interrogada por un periodista. Parece que, en su emoción, adoptó de nuevo su duro acento escocés y dijo: «No soy supersticiosa, ¿sabe usted?, pese a que mi madre venía de los West Highlands, ¿sabe usted? Nosotras, las mujeres, podemos conjurar toda clase de maleficios. Ayer vi un fantasma entre bastidores. Me encontré frente a una visión horrible, una persona exactamente como yo, que me dirigió una mirada significativa y pasó de largo. Me sentía tan gey-fey que casi no me sostenían las piernas. ¡Madre mía! ¡Era mi propio fantasma!». (Nuestro redactor —decía el periódico— preguntó a Miss Bunstead qué significado tenía «tan gey-fey», y ella respondió que temblaba de pensar lo que dirían los ingleses si lo supiesen).

No muy bien expresado, pero interesante para la Prensa. El título del artículo se titulaba: SINIESTROS PRESAGIOS EN UN TEATRO DEL WEST END.

Oliver había tenido una desventurada idea al casarse en un Registro Civil del East End, a fin de eludir la publicidad. El East End tampoco está tan lejos. Si los reporteros o los fotógrafos quieren asistir a algún acontecimiento criminal o social que ocurra por aquellos barrios, se dan cuenta de que, bien pensado, no está a más de dos tiros de ballesta de Fleet Street. El Emú les puso sobre la pista, telefonearon a los diversos Registros del East End, y Bethnal Green confesó que era allí. Excepción hecha de un reportero concienzudo y borrachín, que llevaba demasiado tiempo en aquel trabajo y que, para ganar por la mano a sus colegas, fletó un aeroplano y se dirigió a Gretna Green, todos los demás estaban en su sitio a la hora de la boda.

Los habitantes de Bethnal Green se dieron cuenta en el acto de que ocurría algo sensacional, pero nadie sabía quién era el que iba a casarse. El Emú, disfrazado, con turbante y sandalias, iba diciendo al público que era Mr. Owen Slingsby, el actor, que se casaba con la hija del rey de Montenegro contra el parecer de su Real padre. Él se hacía pasar por el cocinero de palacio. Distribuyó confeti y arroz entre los chiquillos. Al principio, todo se desarrolló con mucha tranquilidad, de manera que la Policía no tuvo que dispersar a la muchedumbre. Cuando Oliver y Edith se apearon de un taxi diciendo al chófer que esperara, quedaron asustados al ver aquella multitud. Oliver cometió entonces el error de emplear un lenguaje amenazador con un periodista que le hizo preguntas. (No hay que amenazar nunca a la Prensa. La Prensa tiene siempre la última palabra).

La ceremonia de un matrimonio civil no requiere mucho tiempo, pero lo bastante, cuando ya hay una muchedumbre de curiosos afuera, para que esta aumente considerablemente; y cuando Oliver y Edith salieron y corrieron al taxi, el arroz y los confetis azotaron sus rostros como el granizo. Cuando el chófer trató de poner el coche en marcha y fracasó, y vio que tenía que desmontar una pieza, les aconsejó que fuesen a pie hasta la estación más próxima del Metro, pues en Bethnal Green los taxis son escasos. Les dijo que lo sentía muchísimo, y más teniendo en cuenta la ocasión, pero ¿qué otra cosa podían hacer? El camino fue muy duro. Confeti, arroz y fotógrafos durante todo el camino. Un muchacho del barrio consiguió colgar un letrero en la espalda de Oliver, que decía: RECIÉN CASADOS, lo que hizo aumentar el jolgorio; entonces una improvisada orquesta de concertina y latas de galletas abrió la marcha.

—Cruel pero necesario —le explicó más tarde el Emú a Jane—. Había que empezar pronto la tarea de minar la moral de Oliver. Es duro, pero me parece que hemos estado acertados. Al principio, Edith lo tomó como una buena broma; hasta que los chiquillos comenzaron a gritar: «¡Vivan Slingsby y Mrs. Slingsby!». Aquello no le gustó. El rostro de Oliver se puso del color del famoso sello burdeos… Cuando llegaron a la primera estación del Metro estaban los dos desencajados. Usamos una nueva clase de confeti que traje yo de Coney Island, que hay que quitarlo de la ropa uno por uno… No, no me vieron.

Llegaron tarde al «Regina». Fue debido al confeti, ya que tuvieron que detenerse para quitárselo. Pero hubieran podido evitarse la molestia. Otra densa muchedumbre, armada también de arroz y confeti, los recibió a la puerta del hotel. Una nueva oleada de reporteros se abalanzó sobre ellos para felicitarlos por su enlace y preguntarles si era verdad el rumor de que pasarían su luna de miel en Antigua. Oliver le arreó un puñetazo en el pecho a un reportero, y en la lucha que se organizó alguien derribó el sombrero de Oliver y le vertió pintura blanca con una pistola de pintor en el cabello. Jamás nadie ha sabido quién fue el culpable.

El Emú llegó a la recepción correctamente vestido ostentando una gardenia en el ojal. Adelaida llegó con él. Mrs. Trent y Jenkins también. Pero pocos fueron los amigos a quienes se pudo avisar en un plazo tan absurdamente breve; todo tuvo que hacerse por teléfono o telegrama el día anterior. Aparte la gente relacionada con el «Burlington» y Edna, a quien reconoció por su parecido con la novia, el Emú no pudo identificar más allá de dos o tres de los invitados. Entre ellos, sin embargo, estaba Algernon Hoyland, quien le gritó: «¡Hola!, ¿qué le parece todo esto? ¡Vaya tipo, Oliver!, ¿eh?, ¡qué calladito lo tenía! Y linda muchacha, la novia… ¿La conoce, por casualidad?».

Severamente, el Emú contestó:

—Soy amigo de la novia, pero no conozco personalmente al novio. No tengo siquiera el gusto de conocerlo a usted, señor.

—¡Oh!, sí me conoce usted —dijo Hoyland—, ¿no me recuerda usted? Soy Hoyland. Nos encontramos en casa de Oliver.

—Me confunde usted… No he entendido su nombre, y hablando como amigo de la novia, deploro su elección en materia de desposados.

(Esperaba que esto lo alejaría).

Hoyland lo miró con incredulidad y el Emú dio media vuelta.

—¿Quién es este caballero, lo sabe usted? —preguntó Hoyland a su vecino, que resultó ser Jenkins.

—El marqués de Babraham. Es primo lejano del novio y relacionado con la novia por asuntos teatrales.

Hoyland no estaba convencido y, como no era hombre que hubiese viajado creyó que el acento del Emú delataba una baja condición social. Consiguió coger a Oliver a solas.

—¿Quién es el medio-cockney ese que está allí abajo, el de las piernas largas, que se dice marqués?

—No lo conozco de nada. Probablemente un reportero disfrazado.

Y dio media vuelta.

Hoyland abandonó la partida.

Edith estaba preocupada. No apartaba los ojos de la puerta, esperando ver a Jane. Le preguntó al Emú si Jane había dicho si iba a venir o no, pero él movió la cabeza.

—No me ha dicho nada —respondió. Y dio media vuelta para evitar ser presentado a Oliver.

Edith se animó cuando el portero anunció en voz alta: «Las damas y caballeros del “Burlington Theatre”…», y entró toda la compañía. Felicitaron a Edith con una no disimulada falta de sinceridad y excusaron a Miss Palfrey, que tenía una fuerte jaqueca. Insistieron en ser presentados a Oliver, al que abrumaron con unas ofensivas felicitaciones por haber hecho tan buena boda. Owen Slingsby, que se había aprendido bien su papel aquella mañana, le estrechó efusivamente la mano a Oliver, levantando y bajándole el brazo, deseándole gran cantidad de hijos, todos varones, y parecidos a él.

—Me he tomado la libertad de traerle un regalo de boda —dijo—, y espero que no se ofenderá. Siete pequeños álbumes de sellos con un paquete de 200 coloniales a 5 chelines, todos diferentes, en cada uno. Sólo para que empiecen, ¿comprende? Y siete cajitas de fundas engomadas. Y siete pares de pincitas.

La compañía estalló en una carcajada y se alejaron como un solo hombre, guiados por Slingsby, que caminaba con el andar vacilante copiado de Oliver.

Súbitamente, Leonora profirió un grito penetrante y en medio del barullo consiguiente, exclamó:

—¡Oh!, ¿ven ustedes aquel camarero? ¡Lo he visto en sueños esta noche! ¡Lo mismo que este jarrón de helechos! ¡Y este sofá! ¡Todo reaparece ahora! ¡Oh! J. C. Neanderthal trató de calmarla.

—¡No te puedes portar en público de esta manera!

—¡Ah!, ¿no puedo? —gritó Leonora—. ¡Es horrible! ¡Yo me voy de aquí! —Los demás la sujetaron (mientras J. C. Neanderthal se excusaba con el novio por el histerismo de su mujer) y la sentaron a la fuerza en una mesa junto a la pared donde le hicieron beber champaña. Mientras los amigos de Oliver que se encontraban allí sentados, se marchaban molestos, los actores se sentaron a la mesa y comenzaron a golpear sobre esta reclamando grotescamente bocadillos, y más champaña.

Oliver perdió la calma y se dirigió hacia ellos.

—Tengan la bondad de portarse correctamente —les gritó—, o los hago echar de aquí.

Edith se acercó a él y puso una mano tranquilizadora en su hombro.

—Noli, querido, es sólo su manera de bromear.

Los cinco hombres se pusieron humildemente en fila, se quitaron chaquetas y chalecos, sacaron los faldones de sus camisas y se pusieron de rodillas en el suelo. «Somos cinco burgueses de Calais que ponemos nuestras vidas a vuestros pies, Rey soberano», entonó el «Squire». «Pero si por ventura, ¡maldita sea!, nuestra graciosa reina, la dulce Lady Eleonor, se dignase tener piedad de nuestra miserable condición…».

—¡Imbéciles! —dijo Oliver, viéndose obligado a unirse al estallido de risas que llenó la sala.

—Venid a beber una copa con nosotros, Hombre Feliz —chilló Nuda, moviendo sus caderas. Llevaba un vestido de satén color carne muy ceñido y llevaba una rosa entre los dientes.

—No, gracias —dijo Oliver secamente.

Slingsby se levantó y agitó los brazos:

—¡Escuchad todos! Todo aquel que viajare por estas tierras del señorío feudal de Sloshpot, debe primero beber a la salud de mi Señor el Desposado; hidromiel, si es pobre; buen vino del Rhin, si es de mejor condición.

Oliver pegó un salto como si lo hubiesen pinchado. Se volvió furioso contra Edith.

—¿Conque también tú estás en contra de mí? Te burlas de mí delante de todos… Te he permitido leer mi novela antes de corregirla y has puesto mis palabras en boca de este loco…

Afortunadamente, había demasiado barullo en todas partes para que nadie entendiese exactamente lo que se decía, y la negativa de Edith parecía tan sincera y su indignación tan real, que Oliver no la abrumó. Pero no había enseñado su novela más que a Edith, ni siquiera a Algernon Hoyland. Evidentemente había sido Edith. ¿Quién otro hubiera podido ser…? Claro…, ¡Jane! El día que estuvo en su piso. Se había metido en la casa mientras él había ido a pedirle a Hoyland una tetera, y debió de registrar rápidamente sus papeles privados —típico comportamiento por parte de Jane—, encontró algunas páginas de la novela y se aprendió de memoria aquella frase. Le estaba pidiendo torpemente perdón a Edith, cuando el camarero trajo emparedados de caviar y los depositó sobre la mesa a la que estaba sentada la compañía, que se había callado y apaciguado. Cada comediante tomó un emparedado, se lo metió en la boca y comenzó a mascarlo con vigor. El silencio fue roto por Doris.

—Me parece un poco amargo.

—Lejos de mi ánimo arrojar una sombra sobre la hospitalidad de nuestros buenos amigos los Desposados —dijo el «Squire»—, pero si esto es caviar, entonces yo no soy general.

Y se echó a reír ruidosamente.

Horace Faithfull fue quien primero se quejó de ardores de estómago. (Era un personaje que hacía siempre mayordomos o sacerdotes y a quien no hemos tenido hasta ahora ocasión de conocer). Roger Handsome no tardó en retorcerse por el suelo, gimiendo y allá cayó Madame Blanche a su lado gritando: —«¡Asesinato! ¡Asesinato!», con voz ahogada. El «Squire», con las manos sujetándose el estómago, gritó: «¡Un médico! ¡Una ambulancia! ¡Urgente! ¡Oh!». Pero el Emú había ya agarrado el teléfono y hablaba rápidamente—: «Sí, el “Regina”. Caso de envenenamiento. Unos doce invitados afectados hasta ahora. Es mejor que manden ambulancia para veinte. ¡Pronto!».

Un médico se abrió paso por entre la muchedumbre y comenzó a atender a los enfermos, detrás de unos biombos, en una habitación contigua. No era un verdadero médico, pero el Emú sabía que nadie le pediría el diploma o como se llame lo que da derecho a los médicos a salvar vidas humanas. Las ambulancias (que Jane había pedido a Elstree, donde acababa de filmarse una película de hospitales) llegaron tocando la campana al cabo de cuatro minutos.

La sensación fuera, cuando la gente supo quiénes eran los enfermos, fue indescriptible, especialmente cuando los periódicos estaban ya en la calle con una sensacional descripción de los sucesos de Bethnal Green. La Policía se vio obligada a formar cadena y rechazar a la muchedumbre hacia atrás a fin de poder dejar paso entre las escaleras del hotel y las ambulancias. Hubo gritos de conmiseración e indignación cada vez que una camilla bajaba las escaleras, con el rostro del paciente tapado con una gasa.

Las últimas ediciones traían todo el relato de lo ocurrido. Se había celebrado un rápido matrimonio entre Mr. Oliver, novelista, hermano de Miss Palfrey, la conocida actriz, y Miss Edith Whitebillet, hija de… etc., asociada con Miss Palfrey en la dirección de «Burlington Theatre». Miss Palfrey no había asistido ni a la boda ni a la recepción, pero toda la compañía (Asociación Jane Palfrey) concurrió a esta última ceremonia. Se sirvió champaña y bocadillos y, después de haber saboreado uno y otros, Roger Handsome y Horace Faithfull, miembros de la compañía, se quejaron de fuertes dolores. El resto de la compañía fue también sintiéndose indispuesto, uno tras otro. Los primeros auxilios fueron prestados por el doctor Adams, uno de los invitados, y se solicitaron ambulancias por teléfono. El estado de Miss Nuda Elkan, Mr. Owen Slingsby, y el coronel Julios Squire (el «Squire») fue diagnosticado grave; y el de Miss Fairy Bunstead, Mayor J. C. Neanderthal, Miss Leonora Laydie (Mrs. J. C. Neanderthal). Miss Doris Edwards. Mr. Rogers Handsome, Madame Ada Blanche y Mr. Horace Faithfull, pronóstico reservado.

Ni Mr. ni Mrs. Price quisieron hacer declaración alguna referente al rumor de que iban a pasar su luna de miel en la isla de Antigua, de la cual el famoso sello…

Miss Jane Palfrey pareció profundamente afectada y declaró que, en vista de la «terrible catástrofe», las representaciones de Monas y pavos reales quedaban suspendidas indefinidamente, devolviéndose el importe de las localidades adquiridas.

Esta última declaración fue la que más sorprendió a todo el mundo. Había corrido la voz que el envenenamiento no había sido más que una broma complicada, hecha con meros fines de publicidad. Pero ¿qué clase de publicidad era esta que cerraba un teatro recién inaugurado un espectáculo que prometía ser un éxito duradero causando una desilusión entre el numeroso público? Y, ¿qué relación tenía aquella «terrible catástrofe» con el proceso del sello de «Antigua penique, burdeos», que terminó el día antes con la victoria de los recién desposados?