XI. ANTES DE LA CAUSA

Al día siguiente, Oliver le preguntó a Edith si había visto en los periódicos un párrafo referente a la subasta del sello de Antigua y ella le dijo que no.

—Pues da la casualidad de que era el que le diste una vez a Jane para mi colección. ¿No te acuerdas? En un sobre… Diciendo que querías que la procedencia fuese anónima.

—¡Oh, sí!, robé la carta de entre los papeles de mi padre. Tenía la sensación de que el sello había de valer dinero.

—Pues tenías razón. No se dio cuenta nunca de la pérdida, ¿verdad?

—No, pero…

—¿Querías que fuese para mí, verdad, querida, no para Jane? (Habías conseguido llamarla fácilmente «querida»).

—Jane me pedía sellos; pero jamás hubiera robado aquel sobre si no hubiese sido para ti; me parecía tan emocionante hacerlo por ti…

—Eso es lo que creía —dijo Oliver, triunfante—. Bien, pues Jane propuso dividir la colección cogiendo cada uno de nosotros un sello por turno; te lo he contado ya, ¿verdad? Yo lo consentí. Sabe Dios por qué. Aun cuando una vez consentí que la llamase «nuestra» colección, como sabes muy bien, era exclusivamente mía. Yo hice todo el trabajo y me gasté en ella todo mi dinero. Debí ser demasiado «de escuela privada», como dice Jane, para hacer valer mis derechos. Pero antes de empezar el reparto quité el sello de Antigua de la senda peligrosa. Me parecía que tenía todavía menos derecho a él que al resto de la colección. Era un regalo tuyo… Bien, pues por mala suerte debió enterarse con anticipación de la subasta y consiguió un requerimiento judicial para impedir la venta. Llegó a mitad de la subasta y el subastador tuvo que retirar el sello. Naturalmente, yo me sentí ridículo.

—¡Oliver! ¿No querrá decir esto que Jane va a demandarte?

—Mucho me temo que sí. En los periódicos la cosa parece fea.

—Le suplicaré que no lo haga.

—Jane me guarda rencor; no escuchará nada de lo que le digas. Prométeme que no le hablarás del asunto bajo ningún concepto. Si le hablas adivinará nuestro secreto.

—¡Oh, Oliver…! ¿Por qué no decírselo todo? Detesto los misterios…

—Todavía no, querida. Pondrías las cosas peor de lo que están. Debemos esperar a que me demande y entonces le daremos una sorpresa declarando tú a favor mío.

—¡Oh!, ¡no!, cariño, yo no puedo hacer eso.

—Oye, Edith —dijo Oliver, bruscamente, cogiéndola por el hombro—, tú me quieres, ¿verdad? ¿No me vas a abandonar? En todo caso, Jane me atacará, esté al corriente de lo nuestro o no. Y si no te pones de mi lado perderé la causa y seré públicamente declarado un vulgar ladrón.

Edith sufría.

—Sabes muy bien que te quiero. Pero no creo que Jane tenga tan poco corazón como dicen. Si le digo que tú y yo vamos a casarnos…

—Si le dices esto, todo, absolutamente todo, ha terminado entre nosotros —amenazó Oliver—. Sé razonable, querida. En todo caso, tendrás que prestar declaración. Si no te pones directamente de mi parte, los abogados de Jane te citarán a declarar y te obligarán a decir cosas contra mí. Es mucho mejor que prestes voluntariamente declaración en favor mío.

—¿Qué quieres que diga?

—Si dices la pura verdad, la deformarán en contra de mí. Lo mejor es decir una casi verdad que producirá un efecto de verdad pura. Es como si uno quisiera, ¿cómo diremos…?, ver una estrella de tercera magnitud a simple vista; hay que mirarla de soslayo para evitar el punto opaco de la retina, y entonces se ve bien. Pero si la miras directamente, queda borrosa.

Edith, como muchos científicos enamorados, se dejaba fácilmente convencer por falsas analogías. Dijo resueltamente:

—Muy bien, querido, si crees que es mi deber… Me parece que comprendo lo que quieres decir.

—Quisiera que dijeses que, en realidad, no me lo diste a mí, ni a Jane y a mí juntos. No era tuyo para darlo. Me lo mandaste como un ejemplar interesante mientras estaba interno en el colegio para que lo estudiase. Y cuando vine para las vacaciones olvidé devolvértelo. Y que recientemente me lo encontré cuando pensaba en vender el álbum y te lo enseñé. Y que siendo tuyo ahora, me autorizaste a venderlo en tu nombre. ¿Te importa decir esto?

—No es verdad. Mi intención fue regalártelo. ¿No podría decir que habiéndolo encontrado por casa os lo di a Jane y a ti entonces, pero que, no siendo mío, el donativo no era válido? ¿Y que cuando me lo enseñaste el otro día te dije que realmente ahora ya podía dártelo a ti formalmente puesto que era mío como heredera de mi padre? ¿Que no mencioné para nada a Jane porque en el fondo todo esto lo consideraba una broma, pero que, sea como sea, en todo caso, lo cierto es que te lo di a ti?

—No habría defensa posible. La ley diría que nos lo diste a Jane y a mí, y tu padre no discutió nunca nuestro título de propiedad, quizás ignorando que lo tuviésemos, pero lo cierto es que no lo discutió. De manera que siguió siendo propiedad mía y de Jane —como sabes, la posesión casi otorga el derecho— y ha seguido en nuestra incontestada propiedad desde 1921. La intención que confieses haber tenido entonces tendrás que mantenerla ahora. A última hora no puedes decir que me lo diste sólo a mí, si primero también has confesado habérnoslo dado a Jane y a mí.

—Pero mi intención íntima era dártelo a ti, sólo a ti, porque…, estaba enamorada de ti.

—Si cuentas esto, la ley dirá que tienes que someterte a tu primera intención declarada, o sea, que Jane y yo disfrutásemos el sello conjuntamente.

—Ojalá me hubiese dado cuenta…

—De manera que ahora, si me quieres, y aunque sólo sea por un sentido de lealtad hacia mí, me sacarás de esta situación declarando que únicamente le prestaste la carta a Jane para que la leyese, diciendo que el sello del sobre podía interesarme a mí, pero que esperabas te devolveríamos una y otra cosa. Me tiene sin cuidado que Jane te haya devuelto la carta o no: lo que me interesa es que digas que yo te he devuelto el sobre sellado. Y que me pediste que lo vendiese en tu nombre.

—Haré cualquier cosa por ti, Oliver, ya lo sabes. Si crees que verdaderamente es honrado.

—Si Jane hubiese obrado lealmente, no habría necesidad de deformar ligeramente los hechos. Pero no lo ha hecho.

Y así le hizo firmar a Edith un documento, con fecha anterior a 23 de junio de 1934 (o sea, algunas semanas antes de su encuentro con Jane en la galería de arte) autorizándole a vender en su nombre «un sobre con un sello que llevaba la marca A02».

Esto liquidaría su situación ante Hazlitt y sería prueba fehaciente en el proceso.

—No me gusta, en absoluto, hacer esto —dijo Edith, con un suspiro.

«Harrow & Hazlitt» escribieron a los abogados de Jane, diciéndoles que habían puesto en venta el sello, de buena fe, y que la venta les había sido encargada por Mr. Oliver Price, 27 Albion Mansions, Battersea, en nombre, declaraba ahora, de una tercera persona. Y que el sello había sido retirado de la venta por el propio Mr. Price.

Cuando Oliver tuvo conocimiento del requerimiento, como no le gustaba gastar dinero inútil en abogados, y se consideraba capaz de llevar el caso solo, escribió a los abogados de Jane en la forma que sigue:

20 de febrero de 1935

27 Albion Mansions

Muy señores míos:

El sobre sellado no pertenece a Miss Palfrey y esta lo sabe muy bien, ni le ha pertenecido nunca. No fue tampoco nunca mío, de manera que no podía cederle un título que yo no poseía. Es lógico, ¿no? El sello y el sobre a que alude no formaba parte de la colección dividida. Había sido previamente autorizado a venderlo por su legítimo propietario, cuyo nombre de momento no estoy autorizado a divulgar. Miss Palfrey puede perseguirme si quiere, pero perderá el pleito, y le aconsejo que no lo haga, porque sólo conseguirá ponerse públicamente en ridículo.

Respetuosamente suyo,

OLIVER PALFREY ST. SIMON PRICE

Edith no dijo una palabra. Y Jane se mantenía firme en su resolución de no decirle a esta ni una palabra respecto a Oliver, ni al sello. Pero Jane estaba auténticamente intrigada. El «legítimo propietario» no podía ser Edith, porque Edith le había realmente dado el sello para la colección; esto no podía negarlo. Le dijo a Mrs. Trent:

—Me parece que Oliver está tratando de engañarme, queriéndome hacer creer que Edith es capaz de jurar en falso, en honor suyo, en el banquillo de los testigos. Cree que un sentimiento de dignidad me impedirá demandarlo si existe el peligro de crear un escándalo en el caso de que mi asociada declarara contra mí. Es peligroso, sin embargo. ¿Cómo puede saber que este sentimiento de dignidad me impedirá interrogar a Edith? Él es quien no tiene el sentido de la dignidad. Quizás el legítimo propietario es otra persona. Quizá sea Edna. Quizá todos los papeles de Sir Reginald le fueron legados, y Oliver trataba verdaderamente de vender el sello en su nombre. O quizás el auténtico vendedor es la Compañía Whitebillet, no un particular. Pero no, no hubiera utilizado a Oliver como intermediario. Oliver hubiera sido incapaz de descubrir el descendiente del destinatario original… A él es en realidad a quien pertenece el sello. Es decir, si existe. No, es imposible. Yo tengo la carta y no hay más indicios que los que esta contiene.

Decidió mantener la demanda y correr el riesgo.

—El proceso tendrá que poner de manifiesto algún juego sucio. Es lo único que persigo. Quiero que Edith se dé cuenta de la clase de granuja con quien tiene intención de casarse.

—Pero ¿y si se casan antes, querida?

—No pueden, Gwennie. No te lo he dicho nunca, pero pasa lo siguiente: cuando nos asociamos, el año 1930, nuestros dos abogados convinieron en que ninguna de nosotras podía casarse sin notificarlo a la otra con seis meses de anticipación. Por lo menos, antes del 13 de octubre de 1935, sin pagar una fuerte indemnización. Edith lo sabe. En todo caso, ahora no puede casarse antes de los seis meses, y por esta fecha el proceso habrá terminado y Edith habrá visto a Oliver tal como realmente es. De manera que me parece bastante seguro. Si le ha hecho confidencias a Oliver, este le habrá aconsejado que no se exponga a una fuerte indemnización. Esta podría representar mucho dinero y no hay que olvidar que Oliver anda detrás de su fortuna.

De repente, Jane tuvo una idea.

—Edna está ya en Kenya, entre leones y cebras, ¿verdad, Gwennie?

—¡Oh, sí, querida! Embarcó la primera semana de enero.

—Entonces estoy muy preocupada por Edna, Gwennie.

—¿Por qué Miss Jane?

—No ha vuelto a ser la misma desde su accidente.

—¿Qué accidente? No he oído hablar nunca de ningún accidente.

—Escuche, Gwennie. La pobre Edna, en octubre último, resbaló en la escalera, se cayó y se hizo daño y por esto su hijo no llegó a nacer. No hubiera debido jugar al tenis y al golf un mes después de St. Aidan. Edna es muy descuidada con su salud, ya lo sabe…

—¡Pero si no había tal hijo!

—No, porque la pobre Edna resbaló por las escaleras.

—Quiero decir… Oh, Miss Jane, es usted muy mala; me está haciendo enfadar otra vez. Usted quiere que le largue la mentira esta a Mr. Oliver, ¿verdad?

—Sí, Gwennie, exacto. Pero quiero que se las arregle para pasárselo indirectamente.

—Va a ser difícil, ¿no?

—Hay que hacerlo. ¿A quién conoce usted en Saint Aidan que pudiese decírselo a Oliver? Tiene que ser alguien a quien dé crédito y que esté dispuesto a decir mentiras si usted se lo pide.

—La única persona que corresponde a esta descripción es Mrs. Harris, la encargada del club. Es más, hace poco me escribió diciéndome que vendría a Londres en breve para hacer algunas compras, y que no dejaría de venir a visitarme. No creo que me niegue un servicio como este. Una vez la saqué de un compromiso con una hija suya.

—Espléndido. No tendrá nada de extraño que vaya a ver a Oliver a su casa y le dé unas cuantas noticias de St. Aidan, ¿verdad?

—No. ¿Y puede haber tenido la noticia por la misma enfermera del pueblo que la cuidó cuando ocurrió el accidente?

—Exacto. Mrs. Harris puede exigirle a Oliver el juramento de que no se lo dirá a nadie. Esto impedirá que interrogue a Edith. Se preguntará cómo Edith no se lo dijo.

Aquí intervino la suerte. Dos o tres días después, Edith recibió un cable: Freddy gravemente herido por un león. Pocas esperanzas. Edna. Y el mismo día apareció en los periódicos un artículo titulado: La tragedia del Safari. El capitán «Freddy». Smith, gravemente herido por un león. Se presentó la gangrena, y la «Agencia Reuter» parecía compartir las «pocas esperanzas» con Edna. Poco antes del almuerzo aquel mismo día, Mrs. Harris llamaba a la puerta de casa de Oliver. Le contó lo del accidente de Edna, haciéndole prometer que no lo divulgaría, porque si alguien sabía que la enfermera del pueblo había revelado un secreto profesional perdería su cargo.

—¡Dios mío, qué desastre! —dijo de nuevo, y con un susurro añadió—: Perdóname, tengo unos amigos aquí. Nos veremos como de costumbre y hablaremos.

En estos momentos ya conocemos a todos lo suficientemente bien para suponer exactamente lo que pensó Oliver. Su primer pensamiento no fue para Edna, ni para Edith, ni para Freddy, sino para él mismo. Se maldijo por no haber dado crédito a la historia del embarazo de Edna y haberse, en consecuencia, comprometido con Edith. Ahora no podía decentemente echarse atrás. Además, estaba tan profundamente metido en su lucha contra Jane, que no podía arriesgarse a perder a Edith, su más valiosa aliada.

¿Y su segunda idea? ¿No la ha adivinado todavía nadie? Su segundo pensamiento fue que si Freddy moría, cosa que no lamentaría en lo más mínimo porque había sentido unos celos locos de él y lo había odiado con aquel odio peculiar del esteta de Oxford por el oxfordiano deportista (y Freddy, jugando con Edna en los «links» había lanzado su pelota entre las del juego de tres que disputaban él, su padre y el obispo en las «links», sin otra advertencia que un breve: «¡Paso…!»). Bien, pues si Freddy moría, Edna quedaría viuda, y a quien Oliver quería, a quien había querido siempre era a Edna… Y ahora se veía claramente que, después de todo la que podía tener hijos era Edna. Edith era un trono infructífero, utilizando la expresión de la reina Isabel.

Se encontraron a las cuatro, como de costumbre, en casa de los Stefansson. Cuando estuvieron solos, Edith se inclinó cariñosamente sobre Oliver.

—¡Oh, Noli, no sabes lo que significa para mí tener alguien a quien confiar mis penas! —dijo echándose a llorar.

Oliver se puso rígido.

—Sí, mala suerte —hizo un esfuerzo por decir.

Oliver, como amargamente se dijo después, era demasiado «de escuela privada» para ocurrírsele nada tan poco caballeroso como arrojarla a un lado y decirle que por el amor de Dios dejase de mojarle el cuello con lágrimas.

¡Pobre Oliver, pobre Edith, pobre todo el mundo!

Convenció a Edith de que debía salir para Kenya inmediatamente. Edith consideró su gesto muy noble… ¡Estaría el pobre tan solo sin ella! Y además, había otra cosa; ¿podría Jane arreglarse sola?

Oliver le dijo que a Jane no le quedaría más remedio que arreglarse, de manera que Edith salió en avión al día siguiente para Port Said, donde alcanzó un barco de la «Union Castle» y llegó a Nairobi en el momento en que Freddy comenzaba a estar mejor. No había consentido que le amputasen la pierna destrozada y la gangrena fue cediendo. A los cuatro meses estaba completamente curado.

Entre tanto, en el sitio de Edith Jane había puesto a Emú, que actuó muy bien bajo su supervisión. Pero Jane estaba agobiada de trabajo. Era una suerte que Paraíso Victoriano llenase todavía la sala. Y cuando terminaron las representaciones, podría montar Hamlet que habían ensayado hacía varios meses, pero que había sido pospuesto cuando Jane tuvo la idea victoriana. Jane se encariñó con el Emú y acabó haciéndole confidencias y lo puso al corriente de todo el lío Oliver-Edith-Antigua, mostrándole al propio tiempo la carta escrita a bordo del barco náufrago y el recorte del Salvad a Will Young.

El Emú le hizo una serie de acertadas preguntas y finalmente dijo:

—¿Te importaría que tomase copia de esta carta?

—Tómala. Pero ¿para qué?

—Es sólo una idea. Olvídalo. Si no saco nada, nada se pierde.

—Emú, ¿estás enteramente conmigo en cuerpo y alma en esta lucha contra Oliver? ¿No tienes la menor reserva? ¿No sientes piedad por él…, no piensas que me porto de una manera indigna?

—No, Jane. Es tal como yo hubiera jugado la partida si tuviese tu cerebro. No he conocido nunca a tu hermano, claro, pero me parece muy humano, ¿no es así?

—Humano, demasiado humano…

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Hombre de iglesia y al propio tiempo un poco estafador. No un hombre como es uno de los nuestros, quiero decir.

—Acepto la corrección. Si en él ha fallado la sangre de los Palfrey, yo la tengo toda.

Oliver escribió a Edith a Nairobi. Le pareció que tenía que escribir. Le decía que se encontraba muy solo pero que ella tenía que quedarse allí tanto tiempo como fuese necesario… Y que lo aprovechase para descansar.

Edith regresó en abril. Estaba excepcionalmente linda; había cambiado su peinado e iba muy bien vestida. Edna le había hecho pasar un tiempo muy agradable enseñándola a vestirse y a mejorar su apariencia, recomendándole que durante su viaje de regreso se detuviese en París poniéndose en manos de Molineux, o de algún otro famoso modisto y que tomase una doncella francesa porque no valía la pena de tener mucho dinero para andar por el mundo con un aspecto de colegiala de Politécnico.

Dijo que se sentía muy feliz de estar de vuelta. Era curioso que cuando estaba fuera recordaba siempre St. Aidan como hogar suyo, no Londres. Jamás olvidaba Saint Aidan.

—Todavía mando regalos de cumpleaños a los Jenkins y a Mrs. Harris, del club.

—Y a la vieja Rosa también, supongo —dijo cortésmente Oliver—. Es una buena mujer.

—¡Oh, Noli! ¿No lo sabes? La pobre murió hace más de un año.

—¿Estás segura? —exclamó Oliver incorporándose—. ¿Dices que murió hace más de un año?

—Sí; su hijo me lo dijo.

—¡Ah, perdona! —dijo Oliver ocultando su sorpresa—. Pobrecita, ¡tan fea y tan cariñosa!

—Asistió al nacimiento de Edna y al mío —dijo Edith con una sonrisa triste. Oliver tragó saliva.

—Dime, Edith… Una pregunta tonta, pero todo lo que hace referencia a ti, desde luego, me interesa de una manera especial…, ¿sabes si Edna y tú erais gemelas idénticas u ordinarias?

—Ordinarias, querido —dijo Edith echándose a reír—. ¿Te preocupabas acaso por sí tú y yo no podríamos tener hijos?

Oliver fingió no entenderla. Y Edith le explicó el castigo de ser gemelas idénticas, y añadió que de haberlo sido ella, hubiera considerado su deber decírselo cuando se le declaró: el hecho de que Edna llevase tanto tiempo casada sin haber tenido hijos no implicaba que fuese la desgraciada de las dos. Podía ser debido a incapacidad de Freddy. No, no; eran dos gemelas ordinarias, perfectamente separadas.

—No he querido decírtelo antes —dijo Oliver—, pero el año pasado oí el rumor de que Edna iba a tener un chiquillo, pero por lo visto la cosa fue mal.

—¿Quién diablos te ha contado esto?

—Oh, no es más que un chisme de St. Aidan.

—Es una perfecta mentira. Edna me lo hubiera dicho. Me lo dice todo.

El aspecto de la situación cambiaba radicalmente para Oliver. Se felicitaba ahora de haber obrado lealmente con Edith. Le pidió, incluso, que se quitase los lentes a fin de ver mejor sus ojos, lo cual hizo Edith y él la besó con apasionado ardor. Decidieron casarse en cuanto estuviese listo el asunto del sello de Antigua.

Al día siguiente le dio a leer el fragmento escrito de su novela, y Edith, que no era muy sofisticada, lo encontró maravilloso; era casi la primera novela que leía en su vida. Le dijo a Oliver que le recordaba Ivanhoe. Oliver pareció ofenderse. «Pero mucho, mucho mejor, desde luego», se apresuró a añadir Edith.

Oliver había escrito también una comedia. Era una sátira política entre fascistas y comunistas, que se desarrollaba en un país llamado Angletania, que era, en realidad, Inglaterra. A Edith le pareció muy buena también, y dijo que tenía que ser representada cuanto antes.

—Ha sido rechazada por cuatro empresarios —dijo Oliver—. Es desesperante, pero todos dicen lo mismo. No quieren intentar nada nuevo. Desde luego, todos convienen en que es magnífico… Te enseñaré algunas de sus cartas. Pero ¿de qué sirve todo esto?

—Si no hubiese la riña esta con Jane… —suspiró Edith.

—¡Jane! No le confiaría una obra mía aunque me lo pidiera de rodillas —exclamó Oliver.

Jane le dijo a Mrs. Trent:

—No lo entiendo. A juzgar por el mundo dorado en que vive Edith, parece que Oliver se haya tragado todos sus prejuicios en contra de su matrimonio sin hijos.

—Pues, no sé, querida —dijo Mrs. Trent—. Miss Edith parece, en efecto, mucho mejor cuidada que antes. Esto puede haber influido mucho sobre Mr. Oliver. Pero, por otra parte, puede ser también que se agarre a ella sólo hasta que se vea la causa, y después volverá a tener problemas cardíacos.

—¿Quiere decir que cuenta con que Edith lo apoyará en alguna mentira, Gwennie? —Era la primera vez que Jane se permitía traducir este pensamiento en palabras, ni aún para repudiarlo inmediatamente por escandaloso e increíble.

—Es un presentimiento que tengo, querida.

—Bien, yo creo a Oliver capaz de cometer cualquier cosa mala o acción villana, pero Edith es demasiado leal para dejarse envolver en una mentira, por grande que sea su amor hacia él. Si yo la creyese capaz de ello, cerraría el teatro y me metería en un convento, desengañada de la vida.

—Y Mr. Oliver se pondría alegremente en su puesto. Si se casa con Miss Edith eso es exactamente lo que hará. Hará que Miss Edith dé el dinero necesario para comprar su parte de usted y entonces, ¡ya verá! Oliver Price, handicap 2, director del «Burlington Theatre»…, ¡con cuello de astracán y todo!

—Gwennie, ¿todo esto es sólo una fantasía o está basado en algún hecho sólido?

—Pues, querida…, Mr. Oliver escribe comedias, ¿verdad?

—¿Sí?

—Sí, me lo dijo bien claramente el día en que me quiso sonsacar todo aquello de los gemelos. Y le sentaría muy bien un cuello de astracán.

—Gwennie, Gwennie, tiene que acostumbrarse a ponerme al corriente de las cosas más pronto y con mayor precisión. Hubiera usted debido decirme entonces que Oliver escribe comedias. ¡Uf! ¡Ya me las imagino! Deben de ser una porquería. Temas problemáticos destrozados por completo por los más refinados y horribles toques de humor. Una al estilo Galsworthy desarrollando sus experiencias de la huelga general. Fue esquirol, desde luego, durante la huelga…, permiso especial del director de la escuela. Fue la cúspide de su carrera. ¡Vaya, vaya…! Gwennie, temo que las cosas se ponen mal. Pero no nos han derrotado todavía. Y desde luego, Oliver autor dramático y director teatral es algo que hace reír.

Miss Jane, ¿no podría usted prevenir a Miss Edith de lo que significa para todos nosotros que se case con Oliver? No será demasiado tarde, ¿verdad?

—No, Gwennie. ¡No, no, no! Eso sería ponerse en manos de Oliver.

Oliver veía ahora claramente que la historia de Edna telefoneando para decir que iba a tener un hijo, y la de Edna perdiéndolo a causa de una caída, y aquella otra historia de Rosa diciendo que Edna y Edith eran gemelas idénticas, eran todo mentiras inventadas por Mrs. Trent para impedirle casarse con Edith. No la hubiera creído capaz de una cosa así. Y, sin embargo, Jane no podía estar detrás de todo aquello. Esto significaría que estaba al corriente de cuanto hacía referencia a él y a Edith y, además, si lo hubiera sabido se hubiera peleado con Edith haría ya tiempo. Pero no había dicho una palabra.

Entonces Oliver pensó:

«Quizá lo de Edna era todo verdad. Quizás Edith me está mintiendo para que me case con ella. Quizás es verdad que no puede tener hijos».

No sabía qué pensar.