Vamos a hablar francamente con el lector o lectora. Vamos a asegurarle, a partir de este momento, que el sello de Antigua era verdaderamente único en el mundo. El resto de la impresión se había ido al fondo del mar y nunca fue recuperado. Jamás se imprimieron otros de la misma edición. La botella que contenía la carta que el capitán Tom Young había escrito poco antes de su muerte a la compañía «Whitebillet» dando cuenta de la pérdida del Phoebe, no llegó jamás a tierra firme. El sello de aquella carta, si es que llevó uno, estaba, por lo tanto, irremisiblemente perdido. Podemos decir más; nadie en este relato discutirá la autenticidad del sello; ningún otro ejemplar, nuevo o usado, hará su aparición; nadie intentará una imitación, nadie tratará siquiera de robar el original. No se cometerán asesinatos a causa de él; no será necesario apelar a los servicios de Scotland Yard. El núcleo del asunto sigue siendo el que era: un prolongado y enconado conflicto entre Jane y su hermano Oliver, en el cual la posesión de aquel sello Antigua, 1 penique, burdeos, había llegado a ser el símbolo. Y para ser justos, llegados a este punto deberíamos fijar la atención sobre Oliver, abandonando a Jane, con el fin de no atraer excesivamente las simpatías del lector sobre ella. La idea de que Oliver es un granuja redomado es de Jane, no necesariamente nuestra. Y serán muchos los lectores que, al analizar a Oliver, se pondrán completamente de su lado. Nosotros tenemos nuestro criterio personal, lo confesamos, pero somos oficialmente neutrales y haremos cuanto esté de nuestra mano por no pesar sobre ningún platillo de la balanza de la Justicia.
Ante todo, por consiguiente, veamos qué ocurre entre Oliver y Edith. Partiendo del punto de vista de Oliver de que Jane era un mujer ambiciosa, sin principios ni corazón, que le había hecho más de una mala jugada y no merecía compasión, su manera de obrar es perfectamente explicable. No podía casarse con Edna, porque se había casado con otro; y no existía nadie más que realmente le interesase. Pero había en Edith cosas que le recordaban a Edna, y hacía algunos años Edith había estado enamorada de él, lo sabía, y quizá lo estuviese aún. A su manera taciturna y tranquila, Edith no era una mala muchacha. Le tenía un poco de lástima, además. En su asociación teatral con Jane debía sentirse completamente dominada; tan absorbida por el trabajo escénico y la contabilidad y demás deberes, no tenía tiempo para dedicarse a sus investigaciones científicas, que eran su verdadera vocación. Mientras que Edith y él podían vivir muy felices juntos. Edith tenía mucho dinero y ni la menor idea de cuan agradable era gastarlo. Arrancarle Edith a Jane sería una acción un tanto heroica, como raptar a la doncella enamorada del castillo de un ogro. (Aparte de la venganza, pues. Oliver contaba con que Jane se encontraría completamente perdida sin su esclava). Se demostró a sí mismo, por lo tanto, que tenía razón y obró sinceramente en sus intenciones con respecto a Edith. Llegó incluso a persuadirse casi de que estaba enamorado de ella, si bien Oliver, a la edad de veintiocho años, no era ya romántico y estaba dispuesto a expresar su punto de vista, incluso a la misma Edith, de que los matrimonios más felices son los basados más en un mutuo respeto y una comunidad de intereses que en una cuestión de atractivo físico. Se encontró con que la lealtad de Edith respecto a Jane era el elemento más difícil de la situación. Pero se abstuvo de decir nada abiertamente ofensivo sobre Jane en presencia de Edith, como si toda la animosidad estuviese del lado de ella; y si bien mencionó el curioso comportamiento de Jane respecto al álbum de sellos, dejó que Edith sacase por sí misma las conclusiones. Edith encontró muy leal por parte de Oliver haber consentido en entregar a Jane los sellos sin discusión, tal como él le había inducido a creer.
Entonces vino aquella sacudida, la noticia de que Edna estaba embarazada. Tenía que renunciar a la idea de casarse con Edith. Pues Oliver tenía unas ideas morales muy anticuadas respecto al matrimonio. Estaba de acuerdo con los sagrados textos de que el hombre está destinado a «la procreación de los hijos», y cuando le pareció que Edith, no Edna, era la hermana gemela condenada a la esterilidad, ni siquiera la gloria de una victoria sobre Jane pudo animarlo a seguir adelante. La ruptura no tenía intenciones crueles; Oliver había carecido siempre de imaginación y la enfermedad cardíaca fue la primera excusa que se le ocurrió. Si hubiese sido Edith quien hubiese alegado una enfermedad de corazón, Oliver no hubiera vacilado un instante en buscar otra novia; de manera que no se le ocurrió nunca que Edith pudiese sufrir mucho por él. Tenía que afrontar la situación prácticamente. Tenía que salirse del embrollo de una u otra forma y no quería que Edith supiese la verdad; podría deprimirla.
Diremos de paso que no garantizamos, en absoluto, la certeza de la teoría biológica sobre la necesaria esterilidad de una de las dos gemelas idénticas. No hallamos mención de ello, por ejemplo, en nuestra Enciclopedia Británica, ni aun en los dos libros de medicina consultados por Oliver. Ignoramos de dónde procede la teoría. Lo único que importa es que está generalmente extendida, y que Oliver, la quinta personalidad de Madame Blanche e, incluso, como hemos visto, Edith, creían en ella. Los doctores con quienes hemos consultado responden invariablemente: «Lo siento, pero soy otorrinolaringólogo», o: «Usted dispense, pero soy sólo médico de cabecera», o aún: «Me parece que en realidad no lo sabe nadie. Las estadísticas dignas de fe serían difíciles de establecer. Desde luego, como usted ya sabe, en el caso de los cobayos…».
Hablemos ahora del fraude cometido con el álbum de sellos. Oliver consideraba completamente justificada su conducta a este respecto y había gozado, sin la menor sensación de culpabilidad, de la deliciosa ironía de cambiar la fotografía de Jane por el álbum de sellos que lo ayudaría a engañarla. Oliver no era un hombre particularmente codicioso. El hecho de haber devuelto el álbum de sellos a Harold sin exigir la devolución de la fotografía de Jane demostraba que era capaz de ciertos actos de generosidad; tanto más cuanto que los sellos que quedaban en el álbum después de la selección de Jane eran más numerosos y valiosos que la colección original de los Dormer.
Sabemos ya, más o menos, lo ocurrido en St. Aidan, en noviembre, cuando se encontró con Edna, que conservaba su aspecto habitual, y la vio hacer ejercicios violentos y jugar al bridge cada noche en el club con su whisky con soda al lado. A primeros de diciembre, a su regreso a Londres, Edith le dijo a Oliver que creía, por algo que Jane había dicho, que el personaje de Slingsby quería ser su caricatura. Desde luego, aquello enfureció a Oliver. Le costaba esperar hasta Año Nuevo. Asistió pues, al estreno del Paraíso Victoriano para ver si podía agarrarse a cualquier frase o gesto para presentar una denuncia por calumnia; pero no vio nada. Si la hubiese demandado, no hubiera conseguido más que ponerse en ridículo. Fingió, pues, nuevamente mostrarse magnánimo, y Edith, que estaba tan desesperadamente enamorada de él como siempre, se convenció ya de que toda la razón estaba de su parte. Le diría a Jane que insistía en que Slingsby fuese suprimido. Pero Oliver le dijo: «¡No, espera! Nos casaremos secretamente uno de estos días y nos presentaremos ante Jane con el hecho consumado, y entonces le hablaré como representante tuyo. Después de todo, tienes el control de los intereses del “Burlington”, ¿no? Puedes obligarla a suprimir Slingsby».
—No puedo casarme contigo antes del próximo octubre, querido, lo siento —dijo Edith—. En octubre de 1930 le prometí a Jane no casarme antes de cinco años.
—¡Qué absurdo!
—Lo prometí. Ambas convinimos en no casarnos. Sería perjudicial para el teatro.
Esto ocurría el 10 de febrero de 1935, pocas semanas después de que Oliver se cerciorase de que su corazón estaba en perfecto estado. Había recorrido, le dijo a Edith, Harley Street de arriba abajo y ahora todos los médicos le habían dado una patente de perfecta salud. El hecho era que Edith le había dicho que Edna se iba a una cacería en África central. No hay nadie que se dedique a la caza mayor si espera un chiquillo de un momento a otro; de manera que lo de Edna tenía que ser un error. Rechazó la idea de que Jane hubiese sido capaz de calcular su dilema de las hermanas gemelas inventando deliberadamente un hijo a Edna. Estaba seguro, en primer lugar, de que Mrs. Trent no hubiera comunicado a Jane sus averiguaciones, especialmente después de haberle dado aquella espléndida propina. Mrs. Trent era una mujer leal. Además, si Jane hubiese sospechado de una u otra forma el asunto de las gemelas e inventado el niño de Edna, en cuanto lo hubiese visto alejarse de Edith le hubiera dicho en el acto de qué se trataba, poniéndolo en ridículo ante ella, al revelarle que fingía tener el corazón enfermo para huir del matrimonio. No, Jane no podía saber nada.
A la una y media del siguiente martes, Oliver terminó su habitual almuerzo de carne fría, ensalada, pepinillos en vinagre, queso holandés y una botella de cerveza, cerró su piso y salió. Su mente estaba ocupada por su novela y se dirigió ensimismado a la parada de taxis más próxima: «A casa Hazlitt y Harrow, subastadores de sellos, Argent Street. No sé el número». El taxista arrancó. Por el camino se cruzaron con el marqués de Babraham, que parecía dirigirse hacia Albiol Mansions, y lo curioso es que, aun cuando Oliver no conocía todavía el Emú de vista, observó una expresión tal en su rostro, que le hizo decirse con cierta inquietud: «Este hombre parece un granuja. Espero que no va a meterse en mi piso para llevarse mis copas de plata».
Al Emú le habían encomendado una tarea que debía llevar a cabo precisamente a las dos de la tarde. Jane le había dicho que era de la más alta importancia, y que si llevaba a cabo lo que le encargaba le daría la mitad de su reino; apeló a sus sentimientos de lealtad y le aseguró que estaba perfectamente en su derecho al hacer lo que hacía. Lo único que tenía que recordar, por el amor de Dios, era desembarazarse de aquel manojo de llaves tan pronto como le fuera posible. Era una prueba contra los dos.
El Emú llevaba zapatos de suela de goma y guantes. Se dirigió hacia Albion Mansions. Parecía un edificio bastante difícil de robar. No era que le hubiesen dado instrucciones de que robase nada. Jane le había asegurado que no era necesario. Lo que le habían dicho era: «Emú, querido, quisiera que me hicieses un servicio.
¿Conoces al idiota de mi hermano Oliver, por casualidad?».
—No, no lo conozco, no sabía que tuvieses ningún pariente.
—Tanto mejor, entonces; así no te reconocerá.
—¿Cuándo?
—El martes, a las dos.
—¿Por qué?
—El porqué es demasiado largo de explicar, pero te diré dónde y cómo. Irás a un sitio llamado Albion Mansions, cerca de Battersea Park. En el número 27 y en lo alto de todo, a la izquierda. El ascensor no funciona. Tomas este manojo de llaves y te vas valientemente allí; esta es la de la cerradura de la puerta. En algún sitio encontrarás un baúl de cinc, probablemente en un trastero. Una de estas llaves lo abre; no sé cuál. Y en ese baúl hay un libro llamado Shepherd’s Calendar, escrito con ortografía antigua; y en él habrá un gran exlibris de Babraham Castle con el número de una estantería. Lo que tienes que hacer es llevarte allí otro exlibris de Babraham Castle, que habrás mandado a buscar a tu bibliotecario, pero asegúrate de que es nuevo y lleva tu nombre, no el de mi abuelo, y fechado en agosto de 1935. Pegas el exlibris en el libro, sobre el viejo; lo vuelves a dejar todo en su sitio y sales otra vez silbando con indiferencia.
—¿Y si alguien me pesca?
—No te pescarán.
—Pero ¿y si me pescan?
—Diles que no haces nada malo.
—¿Y las llaves?
—Oliver te las ha prestado para ir a buscar una cosa para él.
—¿Y cómo sabes que el propio Oliver no rondará por allá?
—Sé de fuente segura que estará en una subasta de sellos de Argent Street.
—¿Y si cambia de opinión? ¿Si yo entro y él se cuela detrás de mí? ¿Qué pasa entonces?
—Arrójalo por la ventana.
—Seriamente…
—Emú, te juro que no pasará nada. Pero a lo peor, dile a Oliver que te he mandado yo. Lo creerá, no tengas miedo.
—No me gustaría meter tu nombre en este asunto, Jane.
—Muy amable de tu parte, Emú. Pero lo peor no ocurrirá. De todos modos, es mejor que no te pesquen con las llaves en el bolsillo. Si te detienen trágatelas como buen «emú» que eres[8].
—¿No habrá ningún timbre de alarma?
—No lo creo. Oliver es novelista y está bajo el constante terror de que alguien le robe sus ideas, pero no creo que llegue hasta el extremo de haber instalado timbre de alarma. ¡Ah!, hay un bulldog en la casa, tengo que avisártelo.
—¿Es fiero?
—Nada. Un perro de aquellos gordotes, demasiado alimentados. Según su dueño, se hace amigo de todo aquel que lleve pantalones. Atiende por Kate.
—Cada vez me gusta menos el encargo.
Eran las dos menos cinco minutos. El Emú pensó que cuanto antes empezase antes terminaría. Este Oliver… ¿cómo se llamaba? Palfrey, no… Ese debía estar ya en camino hacia su subasta. Localizó el número 27 y subió ligera y silenciosamente las escaleras. Todas las puertas estaban cerradas. Pensó que debía estar ya cerca del tejado, cuando se encontró delante de J. V. Clogg, I. C. E. a la izquierda, y Mr. John Beaver, a la derecha. Pero sobre J. V. Clogg vivía un tal Herbert Anstruther, Esquire, y encima de él un Mr. Algernon Hoyland. Cuando llegó al anhelado O. Price estaba jadeante y empapado en sudor.
Llamó. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Tampoco. La llave entraba con dificultad en la cerradura, pero consiguió abrir. Entró, dejando la puerta abierta, no fuese que la perra bulldog se metiese con él. ¿Dónde estaría? El animal, que estaría durmiendo, vino tambaleándose de una esquina y le dirigió una mirada incierta, pero no hostil. El Emú la acarició afectuosamente y se presentó mediante una galleta y un buen trozo de queso, de Oliver. La perra le olfateó, convencida ya de que se trataba de un viejo amigo cuyo olor había olvidado, y volvió a terminar su siestecilla en un rincón. Hasta ahora, todo bien.
Una habitación muy sosa. Como la sala de espera de un doctor. Pero con una guitarra. El Emú sabía tocar un poco la guitarra. Se encontraba fuera de lugar en aquella habitación, con un manojo de llaves falsas en la mano. Pero Jane… y Adelaida, además. Adelaida era una muchacha deliciosa. Un auténtico trocito de la vieja Australia. Buscó, por lo tanto, el baúl de cinc, y lo encontró en una especie de armario de la sala de baño. Buscó la llave, abrió el baúl y, después de haber revuelto una serie de cosas, dio con un libro. No era un calendario, sino algo en latín, de manera que lo dejó. Otro libro, pero no era más que un álbum de sellos. Lo cerró de nuevo y por fin dio con lo que buscaba (escrito a la antigua, de manera que debía de ser aquello), lamió el exlibris, lo pegó sobre el antiguo, un poco malparado, arregló el baúl, lo volvió a cerrar y lo dejó donde lo había encontrado. Creía haber trabajado bien.
Se acordó de una canción infantil y comenzó a tararear:
Estoy en tierra de Tom Tiddler,
Recogiendo oro y plata…
Hizo una minuciosa inspección de la sala de estar. Sobre un lado de la mesa había un alto montón de manuscritos con tinta verde. Al parecer, una novela. El Emú no había visto nunca una novela a medio hacer. Se sintió fascinado. Leyó una frase:
«¡No! —gritó el buen administrador Hochschloss—, aquel que viajare por estos dominios debe beber antes a la salud de mi dueño y señor, el Duque; hidromiel, si es pobre; buen vino del Rhin, si es mejor condición».
—¡Arrea! —comentó el Emú.
Una sombra se posó sobre la página. Levantó la vista y se encontró frente a un hombre delgado, con grandes lentes redondos y un dedo manchado de tinta.
—¿Qué desea usted? —le preguntó amablemente el Emú tomando él primero la palabra.
—Soy Hoyland, del piso de abajo. He venido a pedir algunos cigarrillos. ¿Sabe usted dónde los tiene Oliver?
—No conozco a Oliver ni sé dónde tiene los cigarrillos —respondió el Emú—. No lo he visto en mi vida.
Pero me dijeron que era novelista y he venido a pescarle algunas de sus ideas. He estado repasando un poco todo esto, pero puede usted decirle a Oliver cuando venga que no tiene por qué preocuparse.
—¿Qué nombre le diré? —preguntó Hoyland.
—Ninguno. O dígale «Operador Once», si prefiere. Somos toda una banda. Los editores nos emplean para robar ideas. Nos surten de zapatos de suela de goma y nos mandan por ahí a las casas de los autores que prometen. Es sólo una medida para el caso de que surgiera alguna idea nueva que se pudiese explorar comercialmente. Pero eso no ocurre nunca. Bien, ahora tengo que marcharme. A propósito, ¿es usted autor también? Sí, ya he visto la tinta del dedo. Todos la tienen, salvo los que utilizan máquinas de escribir. Quizás algún día le haga a usted una visita cuando no esté en casa y, cuando vuelva se encontrará con que le ha desaparecido una idea.
La caja de cigarrillos de Oliver estaba vacía, de manera que el Emú le dio un par y también lumbre, y todo pasó de la manera más amable del mundo.
—No se lo diga a Oliver —pidió el Emú—. En realidad soy un amigo suyo del número 23, último piso, derecha. He venido a pedirle un whisky con soda y no estaba, pero como se había dejado la puerta abierta, he entrado, me he servido y me he quedado absorbido en su novela. Me he encontrado cogido como un conejo cuando le he visto entrar.
—No diré una palabra.
Salieron juntos y se despidieron afectuosamente al llegar a la puerta de Hoyland.
Cuando Oliver regresó, tres horas más tarde, hubiera podido darse cuenta de que la puerta estaba abierta, pero se hallaba demasiado agitado para recordar si la había o no cerrado con llave al salir. Y todo parecía estar como lo había dejado.
Aquí explicaremos los motivos por los cuales Oliver estaba agitado. El taxi lo había dejado en la subasta de sellos de Argent Street alrededor de la 1,30 y, después de meterse por entre una compacta muchedumbre, consiguió sentarse en la última silla que quedaba. Debía de haber unas doscientas cincuenta personas. Era una habitación oblonga con grandes ventanas en los extremos y a ambos lados largas mesas cubiertas de bayeta verde, que corrían paralelas una a otra todo lo largo del muro. Estas mesas conectaban, en el extremo del martillero, con otra de paño rojo sobre la cual, su vecino le dijo a Oliver, se expondrían los sellos que se ponían en venta. La tarima del martillero dominaba la mesa de exposición; a un lado de la tarima había una mesa escritorio. Detrás de las mesas a lo largo del muro, había cinco hileras de asientos, formando escalón en la parte donde no había ventana, y tres llanas en la de la ventana. Paredes de tablas machihembradas. Linóleum pardo en el suelo. Ningún cuadro, salvo, sobre la puerta, un grabado al acero representando un personaje de la época victoriana, que a Oliver le pareció, muy justamente, ser Sir Rowand Hill (1795-1879) el inventor del Penique Postal y, por consiguiente, el padrino de la Filatelia.
En el fondo de la sala, haciendo frente a la tarima, había una serie de sillas mezcladas, traídas probablemente de despachos vecinos ante la demanda sin precedentes de asientos; en una de ellas pudo Oliver sentarse. La gente seguía entrando y se apiñaban de pie en los rincones. A las dos menos cinco las puertas se cerraron. Oliver miró a su alrededor. Primero, la gente a lo largo de las mesas. Hombres de facciones irregulares, la mayoría de media edad. Algunos de ellos con sombrero de fieltro, que dejaban sobre la mesa, frente a ellos; otros, con hongos que se echaban atrás. Los de sombrero blando fumaban en pipa; los de los hongos, tenían más tendencia a fumar cigarrillos o cigarros. ¿Coleccionistas o comerciantes? Estaban sentados hojeando los catálogos de las colecciones en venta, echando bocanadas de humo, mirando a través de las lupas y midiendo los taladros con reglas de bolsillo. Reinaba un profundo silencio.
—¿Quién es aquella gente del otro extremo de la sala? —preguntó Oliver a su vecino de la izquierda, un hombre de Lancashire, en el tono bajo que se usa para dirigirse a un guía en una catedral.
—Agentes comisionados; compran sellos a comisión para clientes ausentes.
—¡Oh!, gracias.
Se levantó niebla, así que se corrieron las cortinas y se encendieron las luces. Las lámparas tenían pantallas verdes y la habitación empezó a adquirir un aspecto agradable. Aparecieron cuatro muchachitas con uniformes verdes. La gente sentada en las hileras de atrás eran una mescolanza, igual que las sillas. Abundaban los hombres mal vestidos; algunos de ellos a juzgar por su indumentaria, podían ser empleados de la City. Pocas mujeres. Tres, para ser exactos. Una de ellas, delgada, con traje sastre y gafas de concha, probable propietaria de un galgo ruso; una monja con una gran cruz de oro; y una mujer joven de luto riguroso y con velo.
—¿Vienen muchas monjas aquí? —le preguntó Oliver a su vecino.
—No muchas, que yo sepa. Creo que aquella de allá es la superiora de un convento del Surrey. Encontraron un paquete de viejas cartas en una fundación de la Orden, en Italia. Mr. Harrow fue a verlas y quedó asombrado. La más bella colección de la Toscana 1851-52 y 1857-59 y un bello lote de la emisión del año 1860. ¡Vaya golpe de suerte!, ¿eh? La joya es un 2 soldi, rojo ladrillo y la plancha de valor invertida. ¿Qué le parece? Su precio no bajará de las quinientas libras.
—Hay mucha poesía en coleccionar sellos —dijo Oliver sentenciosamente—. Ahora las monjas podrán procurarse botellas de goma para el agua caliente y cacao para después de completas.
Disertando sobre la frase «mucha poesía» el hombre del Lancashire le contó a Oliver su historia en voz baja. «Comencé literalmente por mera casualidad», empezó diciendo. La había contado, sin duda, muchas veces, porque no conseguía ya hacerla digna de crédito. Un accidente de autocar en un paso a nivel, un propietario de caballos de carreras gravemente herido, primeros auxilios prestados por el hombre del Lancashire y las últimas palabras del moribundo: «Mustapha Bey seguro para la carrera de mañana a las 5.30.» Mustapha Bey, apostado por el hombre del Lancashire con el último billete de a diez, conseguido vendiendo un viejo reloj de péndulo, llega a la meta con una apuesta de 33 a 1. El hombre del Lancashire compra un modesto negocio de compraventa de sellos de correos en Leamington.
—De esto hace ocho años. Empecé con nada y ahora tengo dieciséis muchachas bajo mis órdenes. Y muy listas, además. Les gusta el trabajo. Tengo toda clase de clientes, desde condes y duques hasta guardianes de la prisión. Mi principal negocio es con los muchachos de preparatorio en los colegios de la costa Sur. Mi hijo Bob solía trabajar como representante de accesorios de deporte, palos de cricket, guantes de boxeo, pelotas de fútbol, etcétera. Todavía se ocupa un poco de esto, mi Bob. Pero ahora su principal trabajo es hacer investigaciones para mí. Se hace amigo de los conserjes y averigua quién es el capitán de cricket o fútbol. Entonces le escribimos al muchacho pidiéndole que sea nuestro agente. Incluimos hojas de sellos para su aprobación. Tiene un 20 por ciento del beneficio, mejor dicho, un 5 por ciento neto, porque tiene que cobrarlo en sellos, ¿comprende? Especula con los mayores que quieren formar parte del equipo, y con otros que quieren hacerse amigos suyos. ¿Es usted maestro de escuela, señor, si puedo preguntarlo? Tenemos muy buenos clientes en esta profesión.
Oliver detestaba que viesen en él a un profesor particular.
—No —dijo evasivamente—. Trabajo en quesos. Es decir, soy catador de quesos. Comencé prácticamente con una corteza de queso.
A su derecha, un viejo clérigo leía un catálogo y refunfuñaba sobres los nuevos métodos en la filatelia.
—Sellos de correo aéreo tantos como quiera, debidamente legalizados, quiero decir. Hay que vivir con el tiempo. Pero sobres y envoltorios, no. Y emisiones semioficiales, menos aún. No hay derecho a ofrecerlos en esta sala. Mire aquí: «Primera entrega aérea, 1913. Robert Sinclair Tobacco Company. Viñetas Sinclair. Bloque de diez, color menta». A eso no se puede llamar sellos. Para eso podríamos sacar las anillas de los cigarros y decir que son sellos.
Su vecino, otro clérigo, respondió:
—Temo, mi querido colega, que me juzgue usted un puritano excesivo, cuando le diga que, prácticamente, no hay ningún sello emitido con posterioridad a la Gran Exposición que ejerza sobre mí el menor atractivo estético. Me he especializado en el arquetipo abuelo de todos los sellos, el Penique Negro de 1840, y he dedicado mi vida entera, aunque según algunos, con demasiada emotividad, a hacer un estudio de su gloriosa serie. Como descanso, colecciono algunos ejemplares de otros países, con una tierna inclinación hacia los «circulares» de la Guayana Británica, 1850. Pero es un vicio muy caro. Muy caro…
El hombre del Lancashire se inclinó hacia Oliver.
—¿Ve usted quién está sentado al extremo de esta mesa?
—¿Aquel viejecito de ojos húmedos y barbilla blanca? —dijo Oliver.
—Sí, es él; es Sir Arthur Gamm, miembro preeminente de la Real Sociedad Filatélica. Raras veces se le ve por las salas en estos tiempos. Está muy enfermo. Va en busca de este sorprendente «Antigua», castaño lila, me figuro.
—Burdeos —dijo Oliver secamente.
—Oficialmente castaño lila —respondió el hombre del Lancashire, con suavidad, pero con insistencia—. Burdeos no es un término filatélico.
—Oficiosamente, «castaño-lila»; oficialmente, «burdeos». El sello es mío, es único, y me reservo el derecho de llamarlo como quiera.
Oliver había hablado con calor y algunas personas volvieron la cabeza escandalizadas; pero un momento después, el reloj dio las dos y un hombre joven, robusto y rubio, apareció en el estrado, dirigió una mirada comprensiva a los sombreros blandos y a los hongos que descansaban sobre la mesa y se sentó rápidamente. Oliver esperaba que todo el mundo se levantaría, como ocurre cuando entra el Tribunal, pero nadie se movió. Detrás del subastador apareció una muchacha, vestida de verde también, que se sentó en una mesita a la derecha y sacó una pluma estilográfica.
El subastador comenzó sin el menor preámbulo, con voz pausada e indiferente. «Lote número 1, colección general en álbum: diez libras, guineas, quince; once libras, guineas, quince; doce libras, guineas, quince; trece libras, guineas, guineas, trece guineas». ¡Bang! «Su nombre, señor, por favor». Era un pequeño japonés muy correctamente vestido quien se lo llevó, y la manera como había ido marcando con la cabeza sus ofertas le recordó a Oliver un muñeco que había tenido una vez, pero era un chino, no un japonés. Una de las muchachas de verde tendió el álbum al japonés, que lo recibió con una graciosa reverencia, contó rápidamente trece libras y trece chelines y se dirigió hacia la puerta. Tiempo: un minuto. Siempre los primeros en fila, los japoneses.
Los sombreros hongos hicieron la mayoría de las ofertas por las colecciones generales que vinieron después. Cabezazos, guiños, dedos levantados. «Se los llevarán a casa —pensó Oliver— y formarán lotes de cien Colonias inglesas, todos diferentes, a cinco chelines; cincuenta de Centro América, a tres chelines y medio, y así sucesivamente, para que los compren los colegiales con el dinero de Navidad y cumpleaños y alguna propina de sus tíos. Y los muchachos aumentarán sus colecciones alcanzando cifras de catálogo de cincuenta libras y más, y paulatinamente irán perdiendo interés por ellos, pero los conservarán hasta quizás el primer año universitario (en el que uno contrae siempre deudas), y entonces lo mandarán aquí para que sea vendido a los japoneses o a los tipos de sombrero hongo, que los comprarán por unas trece guineas, guineas, trece guineas, ¡bang!, y se los llevarán a casa, donde volverán a desmenuzar la colección para hacer nuevos y emocionantes paquetes para los colegiales. Le cycle du timbre-poste».
El hombre del Lancashire compraba los lotes mayores y más baratos. «A mí cuantos más paquetes de a seis, mejor. He de tener contentas a mis compradoras. Y a veces se encuentra alguna cucharilla de plata en el cubo de la basura».
—Lote 24, varios Colonias Británicas en páginas de álbum, incluyendo los primeros ejemplares de Santa Elena; los primeros ejemplares de New Brunswick; islas Turcas; San Cristóbal, Gambia, San Vicente, cabo de Buena…
—¡Válgame Dios! —exclamó Oliver sin aliento—. ¡No puede ser…!
Pero era. Antes no lo había relacionado con él. Y, sin embargo, el Hazlitt de «Harrow & Hazlitt, Ltd.», no era otro que aquel muchacho, «Tío». Hazlitt, el capitán de fútbol que le había echado de su puesto en el equipo de Charchester, el mismo Hazlitt que le había advertido durante su primera semana en Charchester: «Los sellos son nefas en el colegio, maldito novato», o palabras por el estilo.
Aquel Hazlitt que solía decirle a él, a Oliver, que comía demasiado y perdía la línea. Aquel Hazlitt que hacía honores a su título de «campeón» coleccionando cerdos de porcelana. El mismísimo Hazlitt, gordo como un cerdo ahora, que con un martillo en la mano vendía sellos a los japoneses, a los tratantes de sombreros hongo y a Sir Arthur Gamm, con sus ojillos húmedos y su barbilla blanca y aseada. ¡Vaya con los inesperados caprichos del destino!
La monja jugueteaba con las cuentas de su rosario mientras los lotes 38 a 50 se acercaban; sus rarezas toscanas. Estas y otras emisiones de los Estados italianos habían sido puestas a la venta saliéndose del orden habitual, como cortesía hacia los pujadores italianos presentes. Aquella tarde, a las tres y media, se celebraba una importante reunión de los italianos londinenses que se hallaban presentes. El clérigo más cercano refunfuñó al verlo.
—¿Qué derecho, qué derecho moral tiene Italia para ponerse a la cabeza del alfabeto por delante de Afganistán, Albania, Alsacia-Lorena…?
El clérigo de su lado le contestó humorísticamente:
—Para un italiano, señor mío, la I tiene precedencia alfabética. ¡La falacia fascista!
Oliver sonrió irónicamente; su amor hacia el arte italiano lo había convertido al fascismo (este era otro de los motivos del rencor que Jane tenía contra él, por alguna razón de ella conocida).
Se produjo un respetuoso murmullo en la sala mientras la muchacha vestida de verde paseaba la joya rojo ladrillo, de derecha a izquierda, para su inspección. En el centro de aquella gran hoja de papel parecía importante por su pequeñez. Hazlitt golpeó la mesa. Las ofertas empezaron a veinte guineas, pero pronto coleccionistas y comerciantes abandonaron su pretensión de que el sello no les interesaba. Las ofertas subieron de cinco en cinco libras hasta llegar a trescientas. Allí se detuvo, pero, en el último momento, sir Arthur se llevó el pañuelo a la nariz, gesto que evidentemente quería significar algo. Era un formidable adversario, pero los dos sombreros blandos que habían sostenido la pugna a partir de las doscientas guineas no se amilanaron y lo hicieron subir hasta las trescientas cincuenta, cifra en que uno de ellos, que hacía una especie de saludo fascista para pujar, sucumbió. A las cuatrocientas noventa guineas, sir Arthur movió la cabeza sonriendo al hombre del sombrero blando y sacó el pañuelo haciendo subir el sello a quinientas. Se le adjudicó. El sombrero blando se estremeció.
El clérigo más cercano susurró:
—Sir Arthur reina sobre todos los Estados italianos y no quiere ser desposeído.
«De todos modos —pensó Oliver—, es dinero fácil para “Tío”. Hazlitt. Doce y medio por ciento sobre quinientas guineas son unas… veamos, ¡más de sesenta! ¡Sesenta guineas en unos dos minutos! No me extraña que esté tan gordo».
Al llegar a este punto se marcharon unas veinte personas (los especialistas italianos), y hubo gran barullo para la conquista de sus asientos. Dieron las tres, y por la puerta situada detrás de la muchacha que escribía, salieron otras muchachas de verde con unas bandejas y tazas de té blancas. A Oliver le recordó la estación de ferrocarril de Crewe y le hizo casi sentir mareo. Cada platillo contenía dos bizcochos; era todo gratis. Los dos clérigos, el hombre del Lancashire y uno de los sombreros hongos tomaron el té. Nadie más. Hazlitt había aceptado una taza, para que los demás se sintieran como en su casa, pero lo dejó a un lado y no se ocupó más de él.
Oliver se veía obligado a convenir en que Hazlitt conocía su oficio. Jamás le escapaba un guiño o un signo y, al anunciar las variedades, calculaba exactamente su importancia; había mostrado gran respeto y deferencia al anunciar la plancha invertida del Toscana, rojo ladrillo. Oliver tenía la sensación de que cuando el lote 74 con el «Antigua, penique, burdeos», saliese a la venta, estaría en manos competentes. Siempre se había preguntado a qué fin obedecía la creación de un hombre como el «Tío». Hazlitt, y ahora lo veía claramente. Dios sigue inescrutables caminos para realizar sus maravillas. «Tío». Hazlitt había sido creado expresamente con el propósito, primero, de torturarlo a él en Charchester, dándole así fortaleza para soportar las calamidades de la vida postacadémica, y, en segundo, de subastar este sello con un estilo altamente profesional, y proporcionarle a él, Oliver, sacos de oro con que alegrar su alma marchita. Después de esto, a Hazlitt probablemente se le permitiría morir.
Algunas veces Hazlitt pujaba personalmente, de acuerdo con instrucciones escritas por clientes ausentes. En cierto momento llegó un muchacho de telégrafos, con un telegrama que la muchacha sentada abrió y puso al lado del subastador, sobre la mesa. En algunos casos, Oliver sospechaba que Hazlitt pujaba alguna oferta sin estar apoyado por nadie; las notas que la muchacha le tendía podían ser pura fantasía.
Lote 72. ¡Bang! Lote 73. ¡Bang! Una pausa impresionante. Hazlitt se aclaró la garganta.
—Señoras y caballeros, me perdonarán ustedes si rompo la tradición de esta sala y hago notar con qué emoción anuncio el lote 74. Cuando esta joya sin par nos fue por primera vez presentada para su examen, mi socio en esta firma citó muy adecuadamente las palabras de un humorista americano, Bret Harte:
¿Duermo… o sueño?
¿Dudo acaso o adivino?
¿Son las cosas lo que parece
O son visiones lo que veo?
«Lote 74. Antigua, un penique, castaño lila, la cabeza de la Reina Joven».
—Burdeos —interrumpió Oliver con firmeza. Hubo un murmullo de ansiedad. Pero Hazlitt prosiguió suavemente:
—Castaño lila o burdeos, lo que más complazca al caballero… Lote 74, Antigua, un penique, burdeos o castaño-lila. La cabeza de la Reina Joven, en una tableta octogonal, con un barco y un faro, 1866, ejemplar único y hasta ahora no catalogado. No solamente es una variedad no catalogada, sino un sello primitivo, de dibujo totalmente desconocido y, sin embargo, de una autenticidad indiscutible. Una nota irónica ha sido escrita a lápiz en el ángulo del sobre. «Insuficientemente franqueada, cóbrese». Es necesario recordar que en aquellos tiempos el franqueo de una carta de Antigua a estas tierras era de seis peniques; un penique era el franqueo para la isla solamente. Las investigaciones han demostrado que el barco que transportaba una consignación de algunos centenares de hojas de este modelo chocó contra unas rocas y se hundió en la costa de Antigua, en marzo de 1866. La forma en que este ejemplar llegó a sobrevivir del naufragio y fue entregado en la oficina de Correos de St. John, lo cual está demostrado por la inscripción «AO2», es desconocida. Es muy probable que siga siendo para siempre uno de los grandes misterios del mar. Perfecto estado. Sobre original entero, con el certificado de la Real Sociedad de Filatelia. ¡Qué lote!
—Bien hablado —murmuró Oliver.
—Y ahora que les he hecho perder ya el tiempo con este pequeño preámbulo, señoras y caballeros, me apresuraré a recuperar lo perdido iniciando las ofertas con una suma digna de esta ocasión. Empezaré por una oferta de apertura de mil quinientas libras.
Estupefactos por la oferta, nadie hizo gesto alguno durante algunos segundos; después, un sombrero blando levantó un dedo, un sombrero hongo, que hasta entonces había permanecido inactivo, guiñó el ojo, y la pugna comenzó. Arriba y arriba…
—Dos mil cien…, veinticinco…, cincuenta, dos mil setenta y cinco…, dos mil doscientas, trescientas…
Las tres mil, y tres pretendientes todavía en liza. A las cuatro mil, tres. A las cuatro mil quinientas, una ligera depresión. Un sombrero hongo se retiró. El sombrero blando se enfrentaba con el hongo restante. «Y veinticinco, cincuenta. Adjudicado a cuatro mil quinientas cincuenta…».
Oliver había observado que se consideraba de buena educación que los que no pujaban mirasen a otra parte, a fin de no confundir al subastador, pero en aquel momento todas las miradas estaban concentradas en él como la gente que observa una pelea callejera.
—Seiscientas… —dijo el sombrero blando. Y el hongo tuvo que volver a la carga.
A las cinco mil, intensa emoción. El hongo ganaba. En un rincón olvidado brilló una mancha blanca.
—Sir Arthur Gamm —susurró el hombre del Lancashire—… ¡Arrea! ¡Ahora empieza la lucha!
—Ciento cincuenta…, doscientas…, cincuenta…
—Quinientas —dijo el hongo, en voz alta, esperando terminar el asunto.
—Seiscientas señor mío —respondió Sir Arthur secamente.
El hongo flaqueaba.
—Veinticinco… —murmuró.
—Cincuenta —dijo el pañuelo de Sir Arthur.
Un golpe en la puerta. Un hombre andrajoso, vestido con un impermeable chorreando, entró rápidamente, llevando algo en las manos, algo en un sobre alargado. La muchacha trató de cortarle el paso, pero él la apartó de su camino y lo arrojó a las manos de Hazlitt, murmurando algo.
—Una oferta de afuera, pardiez —dijo el clérigo más apartado, con un leve silbido de canario soñoliento.
Hazlitt abrió el sobre mientras toda la concurrencia estaba con la boca abierta, mirando. Después sonrió significativamente al intruso.
—Muchas gracias. Ofrezco seis mil libras —dijo, dirigiéndose a la concurrencia.
Sir Arthur se puso pálido. Pero luchó todavía valientemente.
—Cincuenta.
—Siete mil —dijo Hazlitt, en el tono de quien no tolera contradicciones. El sombrero hongo se estremeció. Tenía instrucciones de no permitir que Sir Arthur se llevase el sello. El pañuelo de Sir Arthur tembló, se contuvo y permaneció inmóvil.
El sello fue adjudicado al desconocido comprador por siete mil libras.
El resto no tuvo ya importancia. La sala se vació, excepción hecha de algunos sombreros hongos y un par de blandos. Sir Arthur Gamm se marchó desconsolado tambaleando al andar. La mujer del galgo ruso y la de luto se quedaron. La mujer del galgo ruso pujó desesperadamente hasta veinticinco chelines un Labua sobrecargado, o algo así; no consiguió hacerse con él y se marchó refunfuñando. Los sombreros hongos estaban activos pero aburridos; Hazlitt había recobrado su estilo seco. El lote 203 terminó la venta y Oliver seguía gozando su sueño de oro.
Siete mil libras, menos la comisión. Más de seis mil netas. Seis mil bellos billetes de a libra por un cuadrito de insignificante y ridículo papelito de color, que no llegaba a una pulgada cuadrada de superficie. ¿Qué no podría comprar o hacer con seis mil libras? ¿Tendría que pagar derechos al Estado? ¿Tendría…? Y aquella idea constantemente sofocada, constantemente volviendo a él: «Jane tiene que leerlo en los periódicos, no puede pasarle por alto. Me da igual».
Hazlitt bajó lentamente de su tarima. Estaban solos en la habitación, exceptuando las muchachas de verde alguien que saldaba una pequeña deuda en la mesita la mujer enlutada, inmóvil en su asiento. Debía de ser bonita. Tobillos finos, manos bien cuidadas…, pero las pantorrillas musculadas, como una bailarina. Oliver saludó a Hazlitt.
—¡Hola, «tío»! No me había fijado en que eras tú. Buen trabajo esta tarde, ¿verdad?
Hazlitt se quedó mirándolo, esperó a que el cliente acabase de pagar su deuda y sin tenderle la mano, dijo:
—Sí, Price, buen trabajo. Y ahora, ¿qué vas a hacer con eso?
Le tendió un documento. Oliver quedó atónito.
—¿En…?
—Lee.
—¿Qué es? La oferta de siete mil libras, ¿no?
—¿Las siete mil libras? ¡Un cuerno! Es un requerimiento judicial, prohibiendo la venta del sello. Hay alguien que jura que no es tuyo.
—Pero lo has vendido, ¿no?
—A O. Price, Esq. Una manera correcta de retirar un lote, sin ofender ni al mejor postor ni al propietario. Pero no seremos duros contigo. No te cargaremos comisión de venta; sólo una tarifa para cubrir los anuncios y mis servicios y los del personal. Cinco libras, serán probablemente suficiente. ¡Ah!, y el seguro…
—Pero…, el sello es mío, no cabe duda alguna sobre este punto.
—Eso ya se lo dirás al juez del Supremo…
—O, por lo menos, lo vendo en nombre de…
Hazlitt le volvió la espalda para dar algunas instrucciones a la empleada. La voz de Oliver se desvaneció. Cogió el requerimiento judicial y leyó:
TRIBUNAL SUPREMO DE JUSTICIA,
DIVISIÓN DEL TRIBUNAL DE LA CORONA
Entre JANE PALFREY, demandante
Y
OLIVER PRICE Y ERNEST HARROW Y THOMAS
COBLEIGH HAZLITT
obrando en nombre de «Harrow & Hazlitt», demandados.
Oídos los argumentos del letrado de la demandante y visto el affidavit presentado por Jane Palfrey el día 12 de febrero de 1935, comprometiéndose la demandante y el mencionado letrado a someterse a cualquier disposición que el Tribunal o el juez pudiesen dictar respecto a la indemnización que dicho Tribunal o juez fuesen de opinión de que es acreedor el demandado por razón de esta orden y que la demandante tendría que satisfacer:
Se ordena y manda que los demandados Ernest Harrow y Thomas Cobleigh Hazlitt, actuando bajo el nombre de «Harrow & Hazlitt», así como sus agentes y todos sus subalternos se abstengan, por razón de este interdicto judicial, de vender, ofrecer o en forma alguna disponer o poner en peligro el sello de correos adherido a que hace referencia la demanda adjunta de la cédula de citación aquí incluida hasta oídas las dos partes litigantes el día veinte de febrero próximo. Y se ordena, además, que el demandante quede en libertad de publicar y comunicar la citación necesaria para este día, a fin de continuar este requerimiento, reservándose el Tribunal la imposición de costas.
Dictado el 12 de febrero de 1935.
Conque así era un requerimiento judicial, ¿eh? Siempre se lo había preguntado. De la misma manera que siempre se había preguntado cómo sería una subasta de sellos. ¡Bah! ¡Al diablo todos los requerimientos y todas las subastas de sellos!
Salió lentamente. La mujer enlutada salió también. Era ya oscuro y llovía a cántaros. Pasó un taxi, y Oliver lo paró. La mujer, también. Oliver le abrió galantemente la portezuela. La mujer subió y dijo: «Al “Burlington Theatre”, por favor». Y después, dirigiéndose a Oliver: «Gracias, Oliver, es una atención por tu parte».
¡Jane!
¡Y además el cerdo este de Hazlitt, el hombre que…!
¡Y Jane!