IX. LA CARTA AL HERMANO FREDERICK

Se produjo una situación desesperada. Edith se volvió pálida y taciturna, y poco eficiente en sus deberes teatrales. Si hubiese sido una empleada, Jane la hubiera despedido. Si hubiese sido la jefa de Jane, esta se hubiese marchado. Pero estando asociadas… Y Jane se sentía culpable, en cierto modo, pese a que había obrado por motivos caritativos al tratar de salvar a Edith de Oliver. ¿Quién podía pensar que una muchacha ya mayor y tan equilibrada se tomase la cosa de aquel modo? ¿Es que no veía claramente Edith que Oliver era un monstruo? ¿O es que la fascinaba precisamente porque era un monstruo, de la misma manera que los científicos se enamoran de repugnantes fenómenos? Trató de alegrar a Edith por medios indirectos, pero era esta una tarea angustiosa y al final sintió aburrimiento y rencor.

Entonces Mrs. Trent consiguió, después de varias tentativas, inducir a Edith a confesarle lo que le pasaba. Edith lloró, pero después declaró que se encontraba mucho mejor. Dijo que en casa de los Stefansson había conocido a una persona (de la que no mencionó el nombre) que se había enamorado de ella y ella de él. Se le había declarado y ella había aceptado. Y, de repente, había roto con ella. Le escribió que había ido a ver a un médico de Harley Street para que lo reconociese y parece que tenía el corazón tan enfermo que podía morir de un momento a otro. De manera que no consideraba justo obligarla a cumplir su promesa y, por lo tanto, le suplicaba que lo olvidase. «Pero conservaría siempre como un tesoro su recuerdo durante los meses que le quedaban de vida. Y, etc…». Mrs. Trent terminó su explicación indignada.

—Merecería que lo estrangulasen con un trapo mojado. No le ha dicho usted nada a Edith, ¿verdad? —dijo Jane.

—Ni de los gemelos ni de nada. Traté sólo de consolarla diciéndole que los médicos se equivocan a menudo y que quizás esta persona se aliviaría y volvería a declarársele.

—Ha hecho usted mal, Gwennie, muy mal. Ha deshecho usted mucho de lo que habíamos elaborado. Ahora seguirá torturándose con vanas esperanzas hasta que Oliver muera, lo cual, el diablo lo sabe, puede ocurrir dentro de setenta años o más.

—¿Y si le buscamos algún otro pretendiente?

—¿Quiere decir que la muchacha que es capaz de enamorarse de Oliver puede enamorarse de cualquiera? Bajo este punto de vista, muy lógico. Pero Edith es excesivamente leal. No, no, Gwennie. Oliver ha demostrado ser más listo que nosotras.

—Entonces, digámosle toda la verdad.

—Peor aún. Sólo conseguiría la prueba de que no es gemela idéntica, y Oliver se casaría con ella y no nos perdonaría nunca. La situación es muy seria, Gwennie. Si se celebra el matrimonio, se acabó el «Burlington».

—Pero no puede seguir así, Miss Jane, ¿no cree usted? La está matando. Y es malo para el negocio, además. Es desalentador.

Y entonces un día, de repente, Edith pareció ser mucho más feliz. No enteramente feliz, pero más humana; iba incluso tarareando himnos. Jane sintió que le quitaban un gran peso de encima. Edith había sostenido indudablemente una terrible lucha interior y había recuperado su control. El siguiente acontecimiento fue que Mrs. Trent, a quien gustaba seguir informada de las noticias de St. Aidan, recibió un número del Western Sentinel y en él podía leerse: «O. Price, handicap 2, jugará en el partido doble mixto de la Copa de Noviembre del golf de St. Aidan. O. Price jugará también en los dobles masculinos del torneo de tenis en las pistas cubiertas de St. Aidan’s. O. Price dará una conferencia en la Sociedad Artística y Literaria de Trabajadores de las canteras, sobre el tema “La tendencia del drama moderno”».

La cuestión que se suscitaba era cómo dar a Edith la noticia de que el corazón de Oliver estaba, al parecer, en perfecto estado; o si era prudente decírselo. Mrs. Trent creía que sería para ella un golpe muy duro darse cuenta de que la habían engañado. Pero Jane dijo que no la mataría. De manera que le pidió a Gwennie que dejara el Sentinel abierto sobre la mesa, con el nombre de Oliver subrayado en azul, como si hubiese mandado el periódico algún amigo o pariente de St. Aidan. Y así se hizo. Y Edith se dio cuenta del nombre. Pero su único comentario fue hecho con pleno dominio de sí misma: «Oliver está muy ocupado, por lo visto, ¿no crees?». Ni emoción, ni ironía. Ni Mrs. Trent ni Jane pudieron sacar el agua clara del asunto. Jane dijo: «Quizá tiene a alguien más en la cabeza». Pero Mrs. Trent no lo creía.

Por fin, Mrs. Trent, inclinada sobre el Sentinel con la vaga esperanza de descubrir la solución del problema, inesperadamente lo encontró. Observó que Mrs. E. Smith, handicap plus 2, tomaba parte también en el partido doble mixto. Mrs. Smith era Edna, de manera que las dos lo comprendieron todo.

Jane se lamentó:

—¡Oh, qué enredo he armado con todo esto! ¡Jamás se me ocurrió pensar que Oliver pudiese ver a Edna, y que no había signo de chiquillo alguno en camino! Y probablemente le habrá escrito a Edith diciendo que ha ido a ver a otro especialista de Harley Street, el cual le ha dicho que probablemente el primero había interpretado mal la radiografía. Y que seguiría practicando los deportes como si nada hubiese ocurrido y confiando en la suerte. Y que quizás en este caso… Demoraría la cosa hasta estar seguro de que Edna no iba a tener un hijo. ¡Oh, ojalá no me hubiese metido en esto! Antes ya me sentía mal, pero ahora me siento peor.

La reconstrucción que hizo Jane de los actos de Oliver resultó exacta hasta el más mínimo detalle, pero es necesario recordar que había hecho un estudio detallado de su psicología mientras creaba el personaje de Owen Slingsby.

Miss Hapless le dijo a Jane que había recibido dos o tres notificaciones de la existencia de ejemplares raros de sellos de Antigua, pero ninguno de ellos era el que faltaba. Jane recordó entonces un paquete de cartas de sus días escolares guardado en algún sitio de su escritorio. Cuando Edith le dio el sobre de Antigua para su colección de sellos, la carta original estaba todavía dentro. Una carta verdaderamente apasionante, de manera que no la había tirado. Podía estar en el montón todavía.

Sí, allí estaba. Desdobló la delgada hoja de papel y comenzó a leer.

Frente a la costa de la isla Antigua

A bordo del buque Phoebe

1° de marzo de 1866.

Mi querido hermano Frederick:

Esta es la primera carta que recibes de mí desde hace muchos años y, a menos que Dios no me reserve un milagro, será la última que mi pluma escribe a alma viviente en esta vida mortal. Mi barco está encallado, entre dos rocas sumergidas, a sólo media milla de la costa, si bien con la violencia del mar la distancia podría ser de 1000 millas. Estoy solo a bordo. La tripulación y los pasajeros han huido en los botes, aunque contra mi consejo, porque sabía que no había bote alguno que pudiese resistir este mar y han sido inmediatamente arrojados a la destrucción. Entre los que perecieron ante mis ojos se hallaba el nuevo gobernador y su esposa, pobre señora. Así he ganado, pues, media hora o quizás una antes de que mi pobre Phoebe desaparezca para siempre; su popa se está despedazando poco a poco.

Bien, pues esta es para estrecharte la mano, como si dijéramos querido Hermano Frederick, y decirte que Dios te bendiga, y que dejo todos mis bienes terrenales a ti o a tus herederos, que no son grandes riquezas, pero sí una suma respetable y que están todos sellados y al cuidado seguro de la Compañía Naviera Whitebillet en su casa central de Liverpool, junto con mi testamento y última voluntad; he escrito también a ellos una carta dándoles parte de la pérdida del barco y tripulación, que he metido en una botella separada de la botella en que meteré la tuya, y atribuyendo la pérdida a la falta de faro en cierto cabo sumamente peligroso donde hay unas rocas no señaladas en el mapa. Y observa bien este sello, querido hermano, que pondré en el sobre. Forma parte de la emisión de los nuevos sellos de correos que llevo en mi cofre destinada a la Administración Postal de Antigua. Observa el barco y el faro. Creo que hubieran debido construir el faro primero e imprimir los sellos después. Entonces tal vez los nuevos sellos hubieran llegado a Saint John sin que su goma hubiese sido lamida por Neptuno y las sirenas, y su nuevo gobernador no sería cadáver. Y he escrito para decir dónde deben hacer averiguaciones para encontrar tu actual paradero, pues la última vez que he sabido de ti fue en Canterbury Settlement el año 1849.

Acabo de salir de mi camarote para dirigir una mirada al mar. Las olas son espantosas, pero confío en que mi Phoebe aguantará todavía un par de horas, de manera que desahogaré mi corazón escribiéndote, querido hermano, sobre los viejos tiempos. Mi corazón vuela hacia los brezales con los petirrojos en los lugares pantanosos y las calandrias y las alondras volando sobre nuestras cabezas, y las manadas de blancos patos que pacían. Y recuerdo, querido hermano, cómo me salvaste la vida en el stank cuando arrancaba ramas de sauce y me caí al agua. Y me acuerdo de aquella gran marcha de más de 1000 personas de todas las edades y ambos sexos en la cual tomé parte, ducket en mano, a tu lado, destruyendo cercados como el que más, pese a que tenía sólo seis años de edad en aquellos tiempos. Y tú y tío Will y 40 más atados y llevados en carretas por los guardias reales a la cárcel, y mis lágrimas. Y aquella gran batalla de la Feria, y cómo volaban los pedazos de ladrillo, y cómo yo le di con un guijarro al caballo del teniente, y cómo se encabritó y tiró a su jinete. Y después al ir todos a la cárcel, la gran paliza que hubo, y cómo te liberaron, y cómo ataron a los propios guardias y los llevaron en carretas ante el alcalde. Y recuerdo el mes sombrío que nos separó, mientras las campanas de Oddy cantaban: ¡Muera Sam Gomme! ¡Libertad para Will Young! Era creencia general que el tío Will sería ahorcado y tú deportado para toda la vida, a pesar de tus catorce años. Pero los magistrados tenían terror a la muchedumbre, y por fin saliste sano y salvo, después de dos meses de cárcel. Sin embargo, juraste que Inglaterra no era ya el país de los hombres libres y que te irías a buscar fortuna allende los mares. Y entonces me besaste y me dijiste adiós, y me regalaste un cuchillo como despedida, por el cual yo te di un copper cartwheel a cambio, para que no quedara segado nuestro amor, y no te he vuelto a ver más, hermano; a pesar de que yo te quería tanto; y yo también abandoné los brezales cuando tuve edad de hacerme a mar, y nuestros caminos se han separado. Dejé una cantidad antes de marcharme de Inglaterra la última vez, a fin de conservar la tumba de nuestros queridos padres, cerca de la puerta de la iglesia; así que tengo esta tranquilidad de conciencia.

Así pues, adiós, mi queridísimo hermano Fred y que Dios te bendiga a ti y a los tuyos y puedas gozar de salud y riquezas y te cases con otra buena mujer como la que me dijiste que te habían quitado, y sean benditos tus hijos, y que un día tú y yo podamos encontrarnos en Otra Tierra es el deseo de

Tu afectuoso y sincero, hermano,

TOM.

Que confía esta carta a la merced de las olas.

Un copper cartwheel era, indudablemente, una de aquellas monedas de dos peniques con la efigie de Jorge III. Pero ¿qué serían duckets y stanks y las campanas de Oddy? Y,… un momento, ¿dónde estaba este álbum? Curiosa coincidencia: había algo referente a Libertad para Will Young en uno de los grabados de allí.

Miss Hapless, por favor, tráigame el álbum este de los trajes Victorianos…

Jane acababa de comprar un álbum conteniendo las modas de la época victoriana, para montar un extraño espectáculo para la noche de Año Nuevo (1935) llamado Paraíso Victoriano. En él había pegados una serie de grabados distintos de los años 1830 a 1840 y uno de ellos resultaba ser una talla en boj pintada a mano, representando a un joven campesino de blusa ondeando una bandera, en la que había escrito «Liberad a Will Young». Esto es lo que Jane quería. Los versos ramplones escritos al pie decían así:

Los hombres de pies palmeados a la Feria vienen hoy

a salvar a Will Young y ahorcar a Sam Gomme.

A los malditos guardias ya los han atado

con cuerdas de heno; en los carros van pasando

el alcalde su palabra a todos ha dado

que el Registro de las Tierras será respetado,

contra los cercados los zagales lucharemos

y la libertad de nuestra Patria defenderemos.

Evidentemente, la misma historia. Jane se preguntó dónde había ocurrido todo aquello. En la carta había una serie de indicios, pero ningún nombre geográfico en que basarse, a menos que «Oddy» fuese un lugar, y en el grabado no había tampoco indicaciones. Pero el duque de Marlborough vivía en Blenheim Palace, cerca de Oxford, de manera que pudo ocurrir por aquella región. Por otra parte, Oxford no era país de brezales ni pantanos. Y, ¿quiénes eran los hombres de pies palmeados? El campesino del grabado, observó, tenía los pies palmeados como el ganso gordo que había a su lado.

Pero en vista de que todo aquello parecía un problema cuya solución no tenía la menor importancia, y Jane estaba sumamente ocupada con el Paraíso victoriano, dejó de momento el asunto. Más tarde volveremos a hablar de él.

La fase siguiente de la historia de Jane es la contrata de Adelaida Moon. Era una bailarina australiana que vino a ver a Jane un día. Dijo que se había dado cuenta de que el mes pasado, cuando Nuda tuvo la gripe, su sustituía no estaba a la altura. Adelaida bailaba bien, parecía llena de ideas, y había ejercido una vez un cargo publicitario en el Sydney Bulletin; Jane la contrató en su doble condición de sustituía de Nuda y ayudante en el departamento de publicidad. Adelaida había vivido en Hammersmith con un hermano suyo que acababa de regresar a Australia, de manera que estaba completamente sola. Jane consideraba a Adelaida una muchacha aseada, hábil y de buen corazón y le dio una habitación en su casa. Le explicó un día a Adelaida que todos los miembros de la compañía estaban dispuestos a vender sus fotografías firmadas al precio usual de media corona (destinadas a la Asociación Benéfica de Actores), pero que ella, no. No hacía absolutamente ninguna excepción a la regla.

—Ya lo sé, Miss Palfrey —dijo Adelaida—, pero yo tengo una.

—¿Una qué? —preguntó Jane.

—Una fotografía suya, firmada.

—No existe ninguna en el mundo.

—¿No, Miss Palfrey? El amigo que me la dio me juró que era auténtica. Es muy antigua, desde luego. Es de cuando su regreso en 1923 y está firmada. «Con el cariño de Jane».

—¿Cómo? ¿Vestida de colombina con una varita mágica en la mano?

—Exacto.

—¿Ha dicho que se la había dado un amigo suyo? ¿Tendría usted inconveniente en decirme su nombre?

—Ninguno. Se llama Dormer. Es estudiante del colegio de St. Mark en Hammersmith. Cree estar enamorado de mí, el imbécil. ¡De mí, con cerca de dos años más que él y ganándome ya la vida! ¡Pobre Harold…!

—¿Le dijo a usted dónde había adquirido esta fotografía?

—No. Se lo pregunté y adoptó una actitud vanidosa y misteriosa afirmando que no podía decirlo. ¿La robaría o algo así? Harold atravesaría el Atlántico nadando con botas de fútbol si se lo pedía. Sabe que colecciono fotografías firmadas de actores y actrices y me ha conseguido algunas muy raras. Cada una que me consigue se lo recompenso. Por la suya le di un apretado abrazo, porque es única, ¿verdad?

—Sí —dijo Jane—. Fue tomada mientras estaba en una especie de escuela de arte dramático en Bristol y la firmé para mi madre. Mi madre murió. Alguien debió robarla de entre sus cosas. La había completamente olvidado.

Adelaida le prometió volver a preguntar a Harold de dónde había sacado la fotografía. Al día siguiente lo hizo. No hubo manera de sacarle gran cosa a Harold, salvo que había cambiado su álbum de sellos por la fotografía. Dijo que su padre se pondría furioso si se enteraba, porque contenía un cierto número de sellos que había reunido mientras estaba en el hospital durante la guerra.

—Dígale a Harold que escriba a la persona con quien hizo el cambio —le dijo Jane a Adelaida—. Que le diga que su padre está furioso de saber que ha vendido el álbum, porque quería que no saliese de la familia; pero que le devolverá la fotografía si él le devuelve el álbum. Obligue a Harold a hacer esto, o consígalo con halagos, Adelaida. De ello depende más de lo que usted se figura. Y enséñeme la contestación que reciba Harold. La respuesta será «No», pero no importa. ¡No puede imaginarse la importancia que tiene!

—¿No le ocasionará disgustos a Harold?

—No, de ninguna manera. No se tocará un solo cabello de Harold.

—Supongo que Harold esperará otra recompensa. ¡Pobre Harold!, no me gusta darle vanas esperanzas.

Y así Harold escribió la carta que Adelaida le dictó y prometió enseñarle la respuesta que recibiese. Y Harold dijo:

—Si la fotografía fue robada no tenía derecho a pedirme que no le denunciase; trataba de hacerme depositario de objetos robados. Además, lo hago por ti. Por ti haría cualquier cosa, Adelaida.

La carta que Harold le escribió a Oliver estaba redactada de una manera conmovedora, y Oliver, que tenía el mismo sentimiento paternal de conservar los álbumes de sellos en la familia que Mr. Dormer, quedó emocionado. En su respuesta decía que lamentaba infinito no poder devolver el álbum en el mismo estado en que estaba cuando lo recibió; que se lo devolvía con una serie distinta de sellos, aunque de gran valor. Lamentaba haber dispuesto de la serie original. Y Harold no tenía que molestarse en devolver la fotografía.

Cuando Jane leyó la carta de Oliver, le ofreció a Harold diez libras por el álbum y la carta, que Harold aceptó encantado. Y así, Jane consiguió el álbum. Tal como había imaginado, se trataba de un álbum Stanley Gibbons con una encuadernación como el de Oliver, pero un poco más limpia. La tapa se había despegado con la página que guarda que llevaba la inscripción: «A Harold, con cariño de su padre». Harold le dijo que cuando lo había vendido no estaba así. ¡Y los sellos eran los mismos que ella había examinado uno a uno con Oliver, los mismos que Oliver había elegido! ¡No se había tomado siquiera la molestia de borrar las letras O y J!

¡Vaya, vaya! ¡El concienzudo Oliver! Era fácil ver lo que había hecho. Había canjeado este álbum con Harold contra una fotografía hurtada, lo había llenado con unos sellos duplicados de los que él mismo tenía (o mejor dicho, de los de «nuestro» álbum), que le debieron costar mucho dinero. Entonces había puesto temporalmente las tapas y la página de guarda de «nuestro» álbum al de Harold para que ella creyera que iba haciendo pedazos la colección verdadera mientras en realidad… ¿Por qué no quitar los sellos de «nuestro» álbum y poner la nueva serie en su lugar? ¿Por qué emplear un nuevo álbum para eso? Indudablemente porque «nuestro» álbum era demasiado sagrado para jugar con él de aquella forma, aunque fuese un solo día. Conmovedor. E ingenioso. Lo admiraba por la lucha que sostenía. ¿Y cómo había conocido a Harold?

Jane conocía en Londres a todo el mundo que valía la pena de ser conocido, y entre ellos se hallaba el «Emú», o Henry Palfrey, octavo marqués de Babraham, su primo tercero. Era un australiano esbelto, de largas piernas y buen carácter, que no parecía sentir otro interés por la vida que cazar, las carreras de caballos y divertirse. Había heredado inesperadamente el título en 1930, cuando era dependiente de una notaría de Sidney. Un día conoció a Adelaida y a Jane en un baile y esta decidió que Adelaida, que era una muchacha muy elegante, era el tipo que le convenía. Le dijo a Adelaida: «Le voy a pedir a Babraham que colabore en nuestro departamento de publicidad y así podréis veros más a menudo». Con gran alegría de Adelaida, el Emú aceptó… Adelaida había planeado desde hacía ya tiempo culminar su carrera de bailarina con una alianza entre los Pares, y siempre la había preocupado que este ambiente fuese tan rígido y tan británico. El Emú era un auténtico par y al propio tiempo un auténtico australiano. Era ideal. Se entendieron muy bien y pusieron mucho celo en los asuntos publicitarios. Por ejemplo, Leonora y J. C. Neanderthal pidieron prestado Babraham Castle y dieron allí una gran fiesta de Navidad. Lo mejor del país fue invitado y muchos aceptaron porque preveían grandes diversiones. Nadie quedó defraudado. Hubo un robo de perlas. Todo el mundo fue sospechoso y registrado. El ladrón fue desenmascarado (El «Squire», desde luego), pero se le perdonó en atención a la festividad del día. Un amago de incendio. Fantasmas en el ala izquierda. En una palabra, una serie de emociones diestramente organizadas por Adelaida y el Emú. En la cacería del día de San Esteban, J. C. Neanderthal sorprendió a la concurrencia trayendo más piezas que nadie, incluso un palomo mensajero que llevaba un misterioso mensaje atado a la pata, mensaje que nadie consiguió descifrar antes de que la fiesta terminase. Los periódicos le hicieron justicia. Las aventuras de la concurrencia fueron el hecho saliente de la prensa y los hogares de categoría de toda Inglaterra.

Durante todo el tiempo Jane se portó con Edith como si nada hubiese ocurrido entre ellas, y Edith había recobrado ya el pleno dominio de su trabajo. Pero se veía claramente que Owen Slingsby iba posesionándose más y más de ella; terminaba los ensayos en cuanto podía. Jane acentuó, por lo tanto, los oliverismos de Slingsby; o curaría a Edith en su enamoramiento o provocaría una crisis. Pero nada ocurrió. Vino el Año Nuevo, el nuevo espectáculo fue un éxito y la sala estaba llena con dos meses de anticipación.

Y entonces, finalmente, Miss Hapless recibió una carta de Messrs. Harold & Hazlitt de las Subastas de Sellos de Argent Street (fundada en 1878 por nombramiento de S. M. el rey de Egipto y S. M. el Maharajá de Ophistan. Cables: Awatermark, Londres). Llegó a sus manos la tarde del 11 de febrero, dieciocho días después de haber sido echada al correo. Esto fue debido a que Miss Hapless había estado diez días en Suiza (con permiso especial para ir a ver a su hermano tuberculoso) y le fue remitida un día demasiado tarde. El portero del hostal de Suiza era negligente en la cuestión de reexpedir las cartas, de manera que había estado retenida allí todo aquel tiempo. El texto de la carta de Messrs. Harrow & Hazlitt era el siguiente:

23 de enero de 1935

Muy señor nuestro,

Tenemos el honor de poner en su conocimiento que en la venta que dará comienzo a las dos de la tarde del martes 12 de febrero, será puesto bajo el martillo de nuestro subastador un sello de la mayor rareza y calidad. El sello en cuestión es un ejemplar de una emisión totalmente incatalogada de la isla de Antigua, país del cual, según tenemos entendido, es usted especialista; es un sello castaño lila, de un penique, con la cabeza de la Reina Joven sobre una tableta octogonal flanqueada por un barco y un faro, levemente estampillado, 1866. Taladro 14. Filigrana Crown C. C. El sello se halla in situ en su cubierta original (ligeramente arrugado) y está en estado irreprochable.

Nos permitimos indicarle respetuosamente que en caso de favorecernos con su asistencia el día indicado se sirva no llegar más tarde de la 1.30. El mundo de la filatelia ha expresado ya su enorme interés por este importante sello; nos es imposible reservar asientos y nuestra sala no es ilimitada.

De usted atentos servidores.

HARROW & HAZLITT, Ltd.

—Todas las muchachas que coleccionan sellos son muchachos honorarios, ¿comprende? —dijo Jane—. Mi querido Mr. Hapless, le ruego haga el favor de escuchar su atento ruego. Y póngame en seguida en comunicación con mis abogados, por favor. No los del teatro, no, los míos particulares, esta vez. Espero que no sea demasiado tarde para obrar.