Jane llegó a Albion Mansions el martes, 27 de setiembre, no a las cuatro de la tarde como había anunciado, sino a las tres y media. Lo hizo, en parte con la idea de que si Oliver había tomado sus disposiciones para no estar en casa aquella tarde, lo más probable sería que él se quedara en casa hasta el último momento para no tener la sensación de que le había estropeado toda la tarde impidiéndole escribir. (Oliver solía vanagloriarse de estar en la plenitud de su forma entre el almuerzo y el té). En este caso lo pescaría precisamente en el momento de salir. Pero si había pensado esperarla, al llegar antes de la hora prevista, le pillaba desprevenido. Podía, incluso, pescarlo manipulando a última hora su álbum de sellos, quitando páginas enteras, por ejemplo. Le dijo a su chófer que la dejase en la esquina. Si no estaba de regreso a las cuatro y cuarto, podía marcharse, y ella volvería a su casa en taxi.
El ascensor estaba averiado, pero a Jane no le preocupaban las escaleras. No se detuvo hasta el sexto piso y no fue para tomar aliento, sino porque acababa de oír la voz de Oliver por la puerta abierta del piso que llevaba el nombre de Mr. Algernon Hoyland. Mr. Hoyland, estaba presentando a Oliver a una persona cuyo nombre no pudo captar (y que no viene al caso para esta historia) y al parecer pensaba que los dos presentados estarían encantados de haberse conocido porque ambos se interesaban por el drama moderno. Jane escuchó unos minutos más, sólo para cerciorarse de que Oliver estaría allí todavía un rato, y siguió subiendo silenciosamente las escaleras.
Bien, Oliver había dejado la puerta abierta, y más aún, el manojo de llaves colgaba de la cerradura. La gente que vive en un séptimo piso tiene la tendencia a ser descuidada cuando el ascensor está estropeado. Entró directamente y, en el acto, empezó a buscar el cuarto de baño y una pastilla de jabón blando. Pero antes de encontrar el cuarto de baño encontró una cosa que le iba mucho mejor que el jabón que buscaba: varios paquetes de goma de mascar sobre la mesilla de noche. En el acto empezó a mascar con rapidez y el reloj de un vecino daba las cuatro menos cuarto cuando terminó su tarea de tomar los moldes de todas las llaves de Oliver. Metió entonces la goma en agua fría en el lavabo del cuarto de baño para endurecerla y luego inspeccionó rápidamente la sala de estar.
Sobre la mesa había un paquete de galletas, un pequeño bote de crema de leche y una bandeja de dulces de un salón de té cercano. Conque Oliver había decidido mostrarse hospitalario, ¿eh? ¿Por qué motivo? Y sobre el sofá, donde al parecer había estado estudiándolo, estaba el álbum de sellos. Lo cogió. «A Oliver, con el cariño de su madre; Navidad 1918». Volvió apresuradamente las páginas. No había hecho ninguna trampa, al parecer. Extraño. No era habitual en Oliver rendirse en el campo de batalla sin luchar. Quizá pensaba negociar; podía incluso proponerle algún arreglo referente a los bienes de la familia a condición de quedarse él con los sellos. Después de todo, aquellos objetos no tenían para él ninguna utilidad; era demasiado cobarde para venderlos o exhibirlos.
Sobre el sofá también vio su reciente carta. La cogió y se la metió cuidadosamente en el bolso. El gesto era perfectamente racional y carecía de significado, ¿no es eso? Y sin embargo, el doctor Parmesan, el neurólogo, quedó profesionalmente encantado pocos días después cuando la pescó quitándole una carta que ella le había escrito en su sala de consultas. Declaró que se trataba de un impulso atávico altamente significativo y citó la ansiedad sentida por algunos salvajes habitantes de ciertas islas de la Melanesia ante el temor de haber olvidado en cualquier parte unos cabellos, un pedacito de uña, un trozo de una hoja púbica; temían que alguien pudiese encontrar aquella «porquería» y la usase como instrumento mágico contra ellos. ¡Supersticiones atávicas! A nadie le gusta ver archivada por el destinatario una carta escrita por uno mismo una vez ha cumplido esta su cometido de transmitir el mensaje: y a Jane no le inspiraba más confianza el doctor Parmesan que cualquier otro doctor brujo. Además, en el caso de su nota a Oliver, tal como resultó la cosa, hubiera sido muy peligroso dejarla en su poder; hubiera indudablemente figurado en un capítulo posterior y sido causa de mucho embarazo para Jane. Nos referimos a sus observaciones respecto a abogados y jueces.
Sobre una mesita había dos libros. Uno de ellos tenía un trozo de papel secante como punto, y el otro, un paquete de goma de mascar. También era extraño. A juzgar por las apariencias, debía de estar leyendo cuando lo llamaron abajo. Pero en lugar de dejar los libros abiertos —las dos ventanas estaban cerradas y no había, por lo tanto, el peligro de que una corriente de aire hiciese girar las hojas y se perdiera el punto— los había cerrado como furtivamente, señalando la página con los primeros objetos que le cayeron a mano. Más goma de mascar. Quizá trataba de dejar de fumar empleando el método de la goma. Naturalmente, miró de qué libros se trataba. Uno era Estudios de didimología, por John Sinclair, doctor en Medicina, y el otro, El sexo y la herencia en los seres humanos, traducción de una voluminosa obra de autor alemán. Novecientas y pico de páginas de letra apretada. Jane no tuvo tiempo más que de leer algunas líneas de cada una de las dos páginas marcadas, pero entendió poco. Ambos parecían tratar de los nacimientos de gemelos. En el libro alemán observó que las palabras «gemelo idéntico» eran frecuentemente repetidas y le parecieron una expresión estúpida. Una mala traducción, acaso. Si dos gemelos resultan idénticos, en realidad no hay más que uno. Pero si hay realmente dos, entonces no son idénticos. Exacto. Oyó a Oliver que se despedía en el rellano de abajo, fue rápidamente al cuarto de baño a recuperar sus moldes de goma, los envolvió en su pañuelo y los puso a buen recaudo en el fondo de su bolso. Cuando llegó Oliver, seguido de Kate, su perrita bulldog, Jane estaba de nuevo en la sala de estar, mirando a través de la ventana.
Lo saludó afectuosamente.
—Espero que no te importará que me haya lavado las manos en el cuarto de baño —le dijo.
—¿Cuánto rato llevas aquí? —preguntó él, suspicaz.
—Hace un segundo que he llegado.
—Bien, bien… Puntual has sido, ¿eh? He ido a pedir una tetera a mi vecino de abajo. Entonces ha llegado un amigo suyo y he tenido que ser cortés. Celebro que no hayas tenido que esperar mucho y lamento que el ascensor esté estropeado. Tomaremos el té. No tardo nada. Te presento a Kate. Es simpática —demasiado. Se hace amigo de todo el que lleva pantalones, es cortés con las damas y le chiflan los niños.
Mientras él ponía a hervir el agua e iba disponiendo los dulces y los platos con solícitos gestos de hospitalidad, Jane le preguntó:
—¿Qué es did… didimología, Oliver? Es una palabra nueva para mí.
Oliver dejó caer algunas galletas por el suelo y, mientras se agachaba a recogerlas, respondió confusamente:
—¿Ah, te refieres a esto? Es un libro que he tenido que consultar para algo que estoy escribiendo.
—No contestas a mi pregunta.
—Bien… ya sabes que a santo Tomás se le llamaba «Didymus», ¿verdad? Está en la Biblia… Pues, dídimus significa «gemelo». Es la raíz griega de «gemelo».
—No te sigo…
—Es una novela que estoy escribiendo. Sobre un hombre que tiene un hermano gemelo y hay duda sobre cuál de los dos nació primero; y es importante porque hay un título que va al que…
—¿Y has comprado Estudios de didimología y Sexo y herencia en los seres humanos, sólo para averiguarlo?
—Quería tener una idea general sobre el tema de los gemelos.
—Concienzudo, muy concienzudo… —dijo Jane anotando algunos valiosos Slingsbysmos y abandonando la cuestión.
Oliver le sirvió el té.
—¿Has traído las pinzas, Jane? —preguntó con forzada afabilidad—. ¿Nata…? ¿Azúcar…? —añadió.
Jane sacó sus pinzas.
—Son pinzas para las cejas, en realidad, pero servirán. No, ni nata ni azúcar, gracias. ¡Lo siento!
—Perfectamente, pues manos a la obra.
—Así me gusta. Dame el álbum. Me parece que lo mejor será hacer una marca al lado de los que escoja, tú haces lo mismo y al final de cada página tomo los míos y lo pongo en su sobre. He traído sobres.
—Como quieras.
—Apostaría a que te has pasado dos días estudiando el catálogo para ver cuáles son los más valiosos.
—Sí, ¿por qué no? Pero no te ofrezco prestártelo. Nos demoraría demasiado.
—Perfectamente. Me parece que recuerdo aquellos de los que estabas más orgulloso. Vamos…, puedes elegir primero.
Empezaron, pues, por la Gran Bretaña. Oliver puso una O al lado del L-1, 1884, castaño-amoratado, y Jane una J contra el L-1, 1887, verde, y después Oliver eligió el 2 peniques azul, 1840, y Jane, el penique, negro y así hasta el final de la página. Acabaron la Gran Bretaña y pasaron a Antigua. Le tocaba el turno a Jane.
—¡Antigua! —exclamó—. Oye, Oliver, ¿dónde está el sello aquel de Antigua del sobre?
—¿Qué sello de qué sobre?
—El que me dio Edith y te mandé a Charchester.
Oliver fingió un aire de sorpresa.
—Lo recuerdo vagamente. Debió de caerse. No estaba engomado, ¿sabes?
—¿Lo dices en serio?
—Si empiezas a interrogarme de esta manera ofensiva, cierro el álbum y te echo de la habitación. He sido ya demasiado amable contigo.
¡Aquella mirada culpable!, perfecta. Y aquel golpe absurdo en el muslo. Y su forma de ir a coger un cigarrillo y recordar (naturalmente) que había dejado de fumar y ponerse a mascar goma en su lugar. Slingsby ganaría mucho con toda esta información. Pero lo que dijo fue:
—Muy bien, sólo lo preguntaba, pero ese es el que elijo. Sigamos.
Dejó a propósito pasar su turno. Oliver estaba tan interesado por Antigua, 1 penique, malva, nuevo, 1884, que no se dio cuenta siquiera.
Eran ya las seis cuando llegaron a Venezuela, el último país de la América del Sur, y Jane se levantó para despedirse. Se había producido un ligero incidente sobre las colonias españolas. Jane se dio cuenta de que los dos sellos nuevos y unidos de Puerto Rico, 5 céntimos, con la cabeza del rey Alfonso de niño, estaban separados.
—Ya que hablamos de didimología —dijo—, ¿cómo se han separado estos dos gemelos?
—Tú misma los separaste —mintió él, en tono de burla—. ¿No recuerdas la pelea que tuvimos por esto en St. Aidan? Fue el desgraciado incidente que me llevó a ofrecerte compartir la colección.
—Sí, recuerdo el incidente, pero aquellos eran de Terranova.
—No, no, eran de Puerto Rico.
—Terranova, cinco centavos.
—Puerto Rico, cinco céntimos.
—Terranova.
Oliver la miró.
—Dime una cosa, ¿te parece digno de mí separar dos sellos raros unidos?
—Hay algo de verdad en esto —dijo Jane conciliadora.
Pero sus sospechas se habían despertado ya. Oliver le estaba haciendo algún truco, pero no podía ver cuál. De momento fingió creerlo. Cambió de tema.
—¿Qué título lleva tu novela?
—No se lo he puesto todavía. Es una novela histórica que se sitúa en la Dieta de Worms. Es un período interesante. Probablemente la llamaré «La Dieta decide».
—Un poco ambiguo. Parece un estudio sobre el efecto de los alimentos feculosos sobre…
—O tal vez algo que contenga «worms[7]».
—¡Ya lo sé, maestro! ¡Manzanas! Pero ¿qué tienen que ver los gemelos con la Dieta?
Había calculado el chiste de las manzanas para que se adaptara a su rudimentario sentido del humor. Si lo hubiese hecho él, hubiera soltado la carcajada, archivándolo en su memoria como una de sus mejores ocurrencias. Pero era de Jane, y Jane era su enemiga, de manera que frunció el ceño y adoptó la actitud del hombre presa de un rencor que luchaba contra su sentido de lo gracioso.
—Los gemelos no tienen nada que ver con la Dieta —dijo.
—¿Ah, no? ¡Pobrecitos!
A Oliver le pareció que también aquello tenía muchísima gracia y se echó a reír de buena gana; después, reaccionando, trató de convertir su risa en tos, se sonrojó y dijo con brusquedad:
—Estamos perdiendo el tiempo. Sigamos.
Jane trató (en interés de Slingsby) de volver a Oliver al tema de su novela: de dónde sacaba la inspiración, si planeaba el final antes de empezarla o dejaba que las cosas se desarrollasen por sí mismas y por qué prefería escribir con tinta verde, ya que había observado unas manchas de este color sobre el papel secante. Pero él se mostró muy cauteloso en sus respuestas y cuando Jane se marchó la acompañó hasta fuera de la habitación, permaneciendo entre ella y la mesa como para impedir que tocase los libros sobre gemelos.
Al llegar a la puerta Jane se detuvo.
—Bien; adiós, Oliver, y gracias por el té. ¿No les has puesto arsénico a las galletas, verdad? ¿O has vertido estricnina en mi taza? No esperaba que me dieses estos sellos tan fácilmente. ¿Alguna sombría maniobra táctica, quizá? Algo hay, ¿verdad? ¡Admítelo! Conozco esa sonrisa humilde y culpable…
Oliver le dio con la puerta en las narices.
La intención de Jane había sido devolverle los sellos a Oliver si se portara correctamente; en realidad, no le importaban. Pero aquel portazo le hizo cambiar de decisión, y cuando llegó a su casa examinó los sellos minuciosamente. Había algo raro en ellos. ¿Qué? Los de Puerto Rico, para empezar. ¿Por qué estaban separados? Y ahora recordaba que el Eduardo VII, 1 chelín, procedía originalmente de un trozo de papel de embalaje hallado en un baúl de los altillos de la vicaría: y tenía una estampilla de correos fea y borrosa. Este era mucho más pálido y llevaba una marca ligera: Hull. Y el sello francés de Napoleón III de 10 céntimos tenía que tener un pequeñísimo desgarro en la esquina inferior izquierda, y en lugar de esto lo tenía en la superior. Estuvo un rato reflexionando y por fin llamó a su secretaria.
—Mis Hapless, tendría usted que hacerme un favor.
—Sí, Miss Palfrey.
—Busque la lista de teléfonos de Londres por profesiones y anote los principales tratantes en sellos. Creo que hay algunas casas que celebran periódicamente subastas. Son las que me interesan. Después escriba a cada una de ellas en estos términos: «Muy señores míos: Soy especialista en sellos de Antigua y les agradecería me hiciesen saber si tienen en venta alguna rareza filatélica de este país». Firmado: «M. Hapless». No le importa, ¿verdad?
—En absoluto, Miss Palfrey. Mi hermano solía coleccionar sellos y yo lo ayudaba. Recuerdo que tenía un sello nuevo de Antigua de color rojo, muy bonito, con el retrato de la reina Victoria, de chiquilla. Era mi favorito de toda la colección.
—Perfectamente. A propósito, ¿qué ocurrió entre su hermano y usted respecto al álbum?
Miss Hapless hizo una mueca.
—Pues una vez se enfureció conmigo porque yo había cometido un error y me tiró del cabello.
—¡Qué bruto! ¿Y usted?
—Le mordí una pierna.
—Mala táctica. Los ataques directos son tentadores, lo admito, pero la táctica indirecta es la que gana las guerras.
—No la comprendo, Miss Palfrey.
—La buena táctica hubiera sido ir a la tienda de la esquina y comprarle un paquete de tres chelines y medio de sellos de América Central y regalárselos, y después subir corriendo al cuarto de planchar deshecha en lágrimas. La decisión militar se hubiese acordado allí.
—Me parece que de pequeña no tenía mucha disposición a ofrecer la otra mejilla —reconoció Miss Hapless, tímidamente—. En realidad, en toda mi infancia jamás disfruté tanto como al sentir mi diente clavado en la pierna de mi hermano. Pero después de esto fuimos excelentes amigos.
La anterior conversación ha sido reproducida para prevenir la absurda objeción de que en estas páginas no hay personajes naturales, ni bondadosos, ni rectos. Los que suscitan esta objeción querrán decir tan sólo, desde luego, que no les gusta la astuta y resuelta manera en que Jane prosiguió su querella; y que están privados de una simpatía natural hacia Oliver, porque se portó como un cerdo también. Así, por consiguiente, les ofrecemos a Miss Hapless. ¿Hay algo de malo en ella? La conducta de Miss Hapless es tan natural y recta como pueda desearse; pero ¿qué vale su historia? Nada. Examinémosla: álbum de sellos, disputa, tirón de pelo, mordisco en la pierna y reconciliación. Nada. Sin embargo, nos complacemos en insertarla como un tumor dídimo dermoideo de esta historia plenamente desarrollada sólo para demostrar que no tenemos prejuicios.
Aquella noche, durante la cena, después del espectáculo, Jane le dijo a Edith:
—Esta tarde he recogido una serie de excelentes Slingsbysmos.
—¿Dónde?
—Esta tarde, a la hora del té, he encontrado por casualidad un tipo Slingsby y me los ha servido como un dictáfono. He anotado cuatro o cinco frases. Por ejemplo… Pero primero di una broma; forma parte del juego.
—¿Yo? No he dicho nada gracioso en mi vida.
—Bien, di algo matemático o científico y fingiré que es una broma y, después, cuanto te conteste con un Slingsbysmo, tú dices: «¿Ah, no? ¡Pobrecitos!». ¿Lo has entendido bien?
—Sí, pero no veo… ¿Te serviría una tabla de multiplicar?
—Sí, o algunos versos, incluso. Lo primero que se te ocurra.
Edith recitó:
Y, sin embargo, no hay fuerza, por potente que sea,
Capaz de tender una cuerda, aún siendo muy delgada.
Para formar una línea horizontal
Que sea absolutamente recta.
Jane hizo una mueca convulsiva con la boca, estiró los músculos del cuello, frunció el ceño, miró fijamente y dijo, en una increíble imitación de la voz de Oliver:
—Los gemelos no tienen nada que ver con la Dieta.
Edith bromeó gravemente:
—¿Ah, no? ¿En serio? ¿Por qué?
Jane soltó una especie de nota baja espeluznante que terminó con un chillido, se retorció, se atragantó, recuperó la calma y finalmente dijo:
—Eso es. ¿Te gusta?
—Es horrible. ¿Qué es eso?
—Slingsby oyendo una broma que no es suya.
—No me gusta que hagas estas cosas sin avisar.
—Es horrendo, ¿verdad? Pues te daré una peor: Slingsby haciendo el amor. Basada en la deducción tan sólo, desde luego. Cómo calcular el volumen de los afectos de un hombre, según la razón directa entre la altura de su empeine y la longitud de su zapato. Pero no quiero confundirte. Ahí va.
Jane se levantó de la silla, se inclinó hacia Edith con los labios prietos y las manos juntas bajo la barbilla (truco de Slingsby había copiado ya hacía tiempo de Oliver), y después, con la mirada intensamente fija en los ojos de Edith, la agarró súbitamente por los hombros y rugió:
—¡Escucha Edith! Sabes que me deseas…, siempre me has deseado. ¡Y ahora te deseo yo! ¡Tonta, no puedes fingir la calma! ¡No puedes evitar desear que te bese!
Edith estalló en lágrimas, lanzó un grito y salió de la habitación.
Jane corrió detrás de ella.
—¡Oh, Edith, siento tanto haberte asustado! Representaba tan sólo ser uno de esos ridículos Slingsby…
Edith se metió apresuradamente en el cuarto de baño contiguo y cerró la puerta tras ella. A través de la cerradura gritó:
—¡Te odio, te odio, te odio! ¡No hay nada sagrado para ti!
Jane sentía muchísimo lo ocurrido, pero creyó mejor dejar que Edith se lavase los ojos y se calmase. Fue en busca de Mrs. Trent.
—Oh, Gwennie querida, ¿qué habré hecho? Sin darle importancia he probado uno de aquellos efectos cómicos de Slingsby con Edith y ha salido corriendo y ahora está gritando que me odia.
—¿Qué clase de efecto, querida?
—Slingsby enamorado.
—¡Oh, Miss Jane, no podía usted haber elegido nada peor!
—¿Por qué, Gwennie?
—Porque Miss Edith hace algunos días que se comporta de una manera un poco extraña, ¿no se ha dado cuenta? Y si conozco los síntomas…
—¡Gwennie, no me diga esto! Por…, ¿quién puede ser él? No será nadie de la compañía, ¿verdad? Sería grotesco… Dígame, Gwennie, no será nuestro Slingsby, ¿verdad?
—No, estoy segura de que no es él. Pero ¿se da cuenta de que ha salido dos veces a almorzar y una a tomar té con aquellos Stefansson amigos suyos?
—¿Quiénes? ¿Aquellos científicos de South Kensington? Sí, recuerdo que dijo algo referente a unos experimentos con onda corta que el doctor Stefansson estaba haciendo. No presté mucha atención. Pero está casado y no tiene ningún atractivo.
Mrs. Trent, pausadamente, dijo:
—Verdaderamente, desde hace dos lunes no es la misma. Desde el día en que Mr. Oliver estuvo hablando un rato con ella.
—¿Cómo? ¿Oliver estuvo hablando con Edith? ¿Cómo? ¿De qué? ¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?
En su exasperación, Jane sacudía a Mrs. Trent.
—¡Oh, Miss Jane, no, por favor, tenga paciencia! Ya se lo diré. Fue el lunes, cuando salió usted de la galería de arte. Mr. Oliver me vio asomada a la ventana y me saludó con la mano. Y entonces atravesó la calle y se dirigió hacia nuestra casa. Al principio pensé: «Debe de venir a verme», pero después me dije: «No, va a comprar cigarrillos a la tienda de la esquina». Desapareció. Media hora después vino aquí a charlar conmigo. Siempre he tenido un rinconcito caliente en mi corazón para Mr. Oliver, ¿sabe usted, querida? ¡Me recuerda tanto a su padre que era tan bueno a su manera, pero tan infantil…! Me dijo que había encontrado a Miss Edith que entraba en la casa y que la detuvo en la escalera y se la llevó a dar un paseo por el parque…, y que si quería perdonarlo por venir en lugar de Miss Edith, que se había ido a su casa a almorzar. Y yo le dije: «Bueno, lo perdono, pero hace mucho tiempo que no sale usted a pasear con Miss Edith, ¿verdad?». Y él sonrió y dijo: «Sí, Mrs. Trent, es verdad. El hecho es que estoy escribiendo una novela en la que salen unos científicos y no quisiera que sus conversaciones fuesen erróneas. La única persona que conozco que entiende en materia científica es Miss Edith. Y así ella me ha procurado material…».
—¡Curiosa novela estará escribiendo mi hermano! La Dieta de Worms, unos nobles gemelos y científicos modernos. ¿Y por qué no me lo ha dicho usted, Gwennie? Creí que no había secretos entre nosotras. ¡Edith y Oliver cogidos del brazo por el parque…! ¡Es la noticia sensacional de la semana!
—Porque me pidió que no lo dijese, Miss Jane. Dijo que no quería que Miss Edith se sintiese violenta, sabiendo que estaba usted enterada de que había ido a pasear con ella. Temía que entendiese mal sus intenciones y creyera que había estado hablando mal de usted a espaldas suyas, siendo así que lo único que quería era informes sobre una conversación entre dos científicos.
—¿Y lo creyó usted, Gwennie?
—A Mr. Oliver no se le cree nunca del todo, ¿no es verdad, Miss Jane? Pero no vi ningún mal en ello. Así, ¿miss Edith no le habló tampoco a usted de su encuentro?
—No dijo una palabra. Y por mi parte, tampoco yo pienso tirarle de la lengua. ¿Qué deduce usted de todo esto, Gwennie? ¿Cree usted que se encuentra con Oliver cada día en casa de los Stefansson y le ayuda a llenar páginas y más páginas de auténtica conversación?
—¡Ah!, y aún hay más. Sí, tiene razón con esto de los hermanos gemelos. Dice que le interesa el tema para su novela. Y me preguntó, de paso, si podía darle detalles sobre el nacimiento de Miss Edith y Miss Edna.
—¿Qué clase de detalles?
—Qué clase de hermanas gemelas eran.
—No lo entiendo. Dos hermanas, debería ser la respuesta correcta, ¿no?
—No, era más complicado que eso, Miss Jane. Quería saber si eran «gemelas idénticas», lo cual no sé qué quiere decir. Le dije que la única persona que podía saberlo era la vieja Rose, la comadrona del pueblo. Da la casualidad de que yo estoy en contacto con el hijo de la vieja Rose, y le dije a Mr. Oliver que le pediría la dirección de su madre y que le escribiría preguntándoselo. Y ya se lo diría. Me dio una libra «para cubrir los gastos», como dijo, y entonces fue cuando me pidió: «Por favor, Mrs. Trent, no le diga a mi hermana que he venido, ¿quiere?».
—¡Gwennie, mi vieja traidora…! Conque compró su silencio por una libra, ¿verdad? Y al final, me lo ha dicho.
—No podía ofender sus sentimientos rehusándola, pero mi primer deber es hacia usted, querida. De manera que no me riña. Y hoy viene el hijo de Rose y me dice que su madre ha muerto. Murió el invierno pasado…
—Un momento, Gwennie. Este súbito interés de Oliver por los hermanos gemelos puede ser un indicio de la mayor importancia. Tengo que encontrar a Madame.
Salió precipitadamente.
Al cabo de un rato volvió y le dijo a Mrs. Trent.
—Sigue usted teniendo un rinconcito caliente en su corazón para Oliver, ¿verdad, Gwennie?
—Sí, Miss Jane.
—Pues échele cubos de agua helada, Gwennie. Oliver es lo más vil, asperoso, detestable…, ¡uf! —Jane casi sollozaba.
—¡Oh, querida!, ¿qué pasa? ¿Qué ha hecho? No comprendo…
—Se lo diré, Gwennie. El granuja piensa casarse con nuestra pobre inocente Edith. Quizá lo tiene ya todo dispuesto. Pero, Gwennie, tome la pluma, siéntese y escriba lo que le dirá al rufián ese. Dígale:
Querido Mr. Oliver:
La anciana Rose me dice que las dos gemelas nacieron envueltas en el mismo envoltorio. Dice que no puede recordar nada más del caso, salvo que pesaban seis libras y dos onzas cada una. Esperando esté usted bien, etc… Respetuosamente suya.
Firmado.
Mrs. Trent se quedó mirándola, pero Jane dijo:
—No, no estoy loca, sólo muy disgustada. Escriba esta carta, querida Gwennie, y no me haga preguntas. Échela en seguida al correo. Quizás Edith no está todavía perdida para nosotros.
Jane escribió una carta también:
28 de setiembre de 1934
Querido Oliver:
Has sido muy amable al darme los sellos tan fácilmente y te perdono tu brusquedad de última hora, comprendiendo el gran esfuerzo que ha supuesto haber tenido que ser tan amable durante dos horas y media de tortura… Quizás otro día quieras darme también las cosas de mamá. Era pedirte demasiado en una sola tarde y por esto no te he hablado de ellas. A propósito, acabo de tener ciertas noticias respecto a un antiguo amor tuyo, Edna. Acaba de telefonear a Mrs. Trent. Dice que espera un hijo para marzo. ¿No es maravilloso? Casi habían perdido las esperanzas.
Afectuosamente,
JANE.
Edith le pidió perdón a Jane por el incidente, diciendo que había estado trabajando demasiado y que en aquellos momentos no sabía lo que decía. Pero, de todos modos, desearía que Jane crease otro personaje para ocupar el lugar de Owen Slingsby. Era el único miembro de la compañía al que no podía llegar a querer. Y no creía que al público le gustase tampoco.
Jane aceptó sus excusas generosamente, pero le dijo que Slingsby era indiscutiblemente el personaje más popular entre el público, como Doris era la actriz preferida.
—Podemos hacer una encuesta, si quieres.
A Edith le costaba confesar que había comprendido la similitud entre Slingsby y Oliver, y eso era lo que había querido decir. De manera que hubo un silencio embarazoso. Jane lo rompió diciendo:
—¿Vas a ir a casa de los Stefansson hoy también?
—Sí, ¿por qué no?
—¡Oh!, por nada. Lo preguntaba solamente…
Hubo otro silencio. Viendo que Edith no decía nada, Jane se marchó.
Aquella noche Mrs. Trent observó:
—A juzgar por sus ojos esta tarde le ha ocurrido algo a Miss Edith.
—¡Pobre Edith! —exclamó Jane—. ¡Cómo llega a ser juguete del destino la gente cuando se enamora! ¿Sabe lo que ha ocurrido? Bien, tampoco yo lo sé exactamente, pero creo poder reconstruirlo. Oliver tenía que estar en casa de los Stefansson, o donde fuese la reunión, pero no estaba. ¿Y por qué? Porque ha recibido mi carta.
—¿Qué carta?
—Una carta diciéndole que Edna espera un chiquillo.
—¿Miss Edna espera un chiquillo?
—Que yo sepa, no. Pero así se lo he dicho. De manera que Oliver le habrá mandado una nota a Edith lamentándose de no poder asistir y contándole una mentira galante. Si conozco a mi Oliver, le ha dicho, probablemente, que, bien pensado, no podía casarse con ella, porque no podrían tener hijos; y habrá dejado a Edith haciendo toda clase de suposiciones acerca de él.
Mrs. Trent parecía tan desconcertada que Jane le hizo confidencias. Le dijo que cuando consultó con Madame Blanche, que entendía de estas cosas (su quinta personalidad había asistido a diferentes partos en sus tiempos), le explicó que si dos criaturas del mismo sexo nacían envueltas «en el mismo envoltorio» eran llamadas «gemelas idénticas» pero si venían en envoltorios separados eran «gemelas ordinarias».
—Y entonces le pregunté a la quinta personalidad de Madame: «Pero ¿qué diferencia hay? ¿Es que los gemelos idénticos están unidos uno a otro de una manera peculiar? Si uno tiene dolor de muelas, ¿no siente también el otro? ¿O qué?». Y ella dijo: «No, Miss Palfrey, no es eso, pero he oído decir que los gemelos idénticos tienen la desgraciada costumbre de enamorarse de la misma persona. Y si son niñas, sólo una de ellas puede tener esperanzas de llegar a ser madre». Ahora lo comprende usted todo, ¿verdad, Gwennie?
—Empiezo a comprender, Miss Jane. Mr. Oliver quiere tener hijos, y si Miss Edna tiene uno, Miss Edith no puede esperar tenerlo nunca si se casa. Y por esto Mr. Oliver termina con Miss Edith.
—Impecablemente expuesto, Gwennie, hasta aquí. Pero hay otra cosa. ¿Sabe usted por qué quiere Oliver tener hijos? O más exactamente, ¿por qué quiere un hijo?
—¿Por qué?
—Porque quiere poder legarle su colección de sellos. No se me ocurre ninguna otra razón. No puede querer perpetuar sus facciones ni su carácter, ¿verdad?