Jane solía decir que consideraba un error, al referir una historia, contar demasiadas cosas a la vez. Se debería seguir un solo tema hasta allá donde le lleve a uno, y sólo cuando empieza a enlazarse con otro hay que abandonarlo para poner este segundo al día. La principal censura de Jane sobre las dos primeras novelas de Oliver sobre Viajes al extranjero y La vida en la Riviera cuando las leyó escritas a máquina —y jamás pasaron de aquel estado—, era que exponía demasiado pronto todos sus personajes a la luz. Le dijo que debía presentarlos uno a uno, no exponerlos todos en una gran cena desde la primera página y esperar a que el lector domine inmediatamente la identidad de cada uno y retenga y encasille todos los fragmentos de la conversación para su ulterior referencia; especialmente cuando todo el sentido del argumento reposa precisamente en tal o cual matiz.
—El autor tiene derecho a esperar merecer la profunda atención de sus lectores —había respondido Oliver secamente.
—Un lector tiene perfecto derecho a cerrar el libro y decir: «No quiero que me den la lata» —respondió Jane.
—Yo no escribo para esta clase de lectores ni les aconsejo que lean mis libros —dijo Oliver.
—¡Oh, no, claro! ¿Ya quién consideras como público tuyo? —dijo Jane.
—Los hombres y las mujeres inteligentes.
—¿Pretendes suponer que tus obras son una contribución a la literatura?
—Esa es mi intención. No las he escrito meramente para ganar dinero.
—Esto lo explica todo. Un escritor tiene que decidir en cuál de las tres formas escribe; porque no hay más que tres formas. La primera es darle al público lo que quiere y de la manera en que lo quiere; es el método del artista popular. Hay después el método de escribir sin la menor consideración por los gustos del público; y sin quejarse si el público es ingrato. Esto, hablando como artista popular, es lo que podríamos llamar el método del excéntrico. Yo admiro al escritor excéntrico tanto como al popular, si ambos son concienzudos; me gusta de vez en cuando ver publicadas cosas que son absolutamente ilegibles. Pero tú, Oliver Price, perteneces al tercer grupo de escritores, los que quieren dar al público lo que se imaginan que el público creerá su deber apreciar porque es un poquito superior. Eres de la clase que dice: «Yo no escribo meramente por dinero», mientras en realidad piensa: «No quiero elegir entre alcanzar la fama durante el presente o en el futuro; quiero las dos cosas». De manera, hermano, que tanto el lector intelectual como el vulgar te despreciarán unánimemente.
Esto ocurría en 1929, poco antes de que Jane se fuese a América. Hasta ahora hemos seguido a Jane y Oliver hasta habernos familiarizado con ellos, y podemos, por lo tanto, volver atrás para conocer mejor a Edith y a su hermana gemela Edna. Salvo que Edith usaba lentes, era torpe de movimientos y tartamudeaba un poco, eran exteriormente tan parecidas como es lógico lo sean dos gemelas. Pero no parecían tener mucho en común, ni mental ni emocionalmente. Edna no se interesaba por la ciencia; sólo por los deportes. A los dieciséis años se hizo cargo de la jauría de los Cazadores de Nutrias y actuó de perrera. Ganó la Medalla de Oro Femenina de St. Aidan tres años consecutivos. Jugaba excelentemente al tenis y solía correr en las carreras de Brooklands. Todo el mundo estaba enamorado de Edna, pero pocos se atrevieron a declararle su amor a causa de sus triunfos de diosa. Oliver cayó bajo su hechizo y sufrió profundamente por ello. Como jugador de tenis y golf no era de la categoría de Edna. Seguía religiosamente las cacerías a causa de ella, pero sin el menor instinto de cazador de nutrias. No tenía ninguna victoria que oponer a los triunfos de Edna en Brooklands; se hubiera dedicado a la aviación, pero era torpe y mal mecánico y, además, no podía permitirse comprar un avión. De todos modos, Edna fue siempre amable con él, como lo era con todo el mundo, de manera que no perdía las esperanzas. Ya que Edna leía mucho durante sus horas libres, Oliver decidió hacerse novelista y atraer su atención por este camino. Jane adivinó el secreto de Oliver y se lo dijo confidencialmente a Edith.
La historia aquí se complica. Porque Edith, la muy tonta, se había enamorado de Oliver. Jane no fue en esta ocasión tan perspicaz como de costumbre; no se dio cuenta de que cuando Edith parecía desgraciada al darle ella estas noticias, no era meramente porque deplorara que Oliver sufriese por culpa de un miembro de su familia y viese en ello una posible sombra en su amistad con Jane. Es siempre difícil para una muchacha como Jane, que conoce demasiado bien los defectos de su hermano y que no tiene, ella misma, una tendencia al romanticismo, darse cuenta de que su amiga, por lo demás normal y equilibrada, pueda haberse enamorado de él. Edith le dijo a Jane que compadecía mucho a Oliver, porque sabía que Edna estaba decidida a casarse con un hombre realmente famoso y muy rico. «Y me siento un poco responsable de Edna —añadió Edith—. Soy su hermana gemela y no puedo soportar los destrozos que causa en el corazón de la gente joven. Quisiera que se diese prisa en casarse. ¡Pobre Oliver! ¿Crees que se le pasará algún día?».
Por fin, Edna se casó y aquel hombre de suerte, Freddy Smith, ex remero de regatas, a quien Oliver conocía de Oxford, no era ni inmensamente rico ni particularmente famoso. Sus proezas radicaban en la caza mayor. En una ocasión había matado dos elefantes con un disparo doble de derecha a izquierda. Bailaba mal, explotaba una granja de cría de caballos por las regiones de Wiltshire y era primo segundo suyo. Oliver tuvo un justificado disgusto. Rompió la fotografía de Edna y pensó seriamente en destruir unos poemas de amor que le había dedicado.
Esto había ocurrido poco antes de la muerte de sus padres y de su disputa con Jane, y esta le había escrito una carta sobre el tema. Trató de consolarlo, diciéndole que Edna había escogido deliberadamente para casarse al hombre más aburrido de todas sus amistades; había adoptado súbitamente aquel estilo Victoriano que tan de moda estaba y tenía el proyecto de instalarse en una casa de campo de ladrillo rojo y tener gran cantidad de chiquillos rollizos, estúpidos y fuertes que la llamarían respetuosamente «Madam» y, a su padre, «Sir», harían dechados, jugarían con peonzas, atarían cazos a las colas de los gatos y leerían The Pilgrim’s Progress y Josephus los domingos por las tardes, sentados en hilera en el sofá de crin del saloncito. «Creo que puedes felicitarte de no haber llegado a ser el marido de Edna. El victorianismo no es realmente una broma; puede con uno».
Hasta aquí, todo fue bien. Pero entonces vino la pelea. Y Oliver, que tenía grandes deseos de casarse y tener un hijo, comenzó a mirar a su alrededor en busca de una madre apropiada para él. Esto no era un signo victorioso, sino (de acuerdo por lo menos con la escuela de pensar de Parmesan) de una condición patológica bien conocida; ¡quería ser una persona importante! En Charchester, se recordará, no consiguió nunca llegar a ser un «campeón»; en Oxford, por muy poco no alcanzó la nota más alta en su graduación, y entrar en el equipo de golf; y los diversos trabajos de enseñanza que había emprendido desde entonces le habían permitido viajar gratis por el extranjero, llevar una existencia lujosa y trabar amistad con gente rica y preeminente, pero habían hecho poco por aumentar su propia estimación. Había escrito aquellas dos novelas acerca de la vida en la Riviera y las dejó en un cajón, y no estaba muy seguro de que la tercera, que estaba a medio escribir, resultase realmente la obra maestra que esperaba. Como cabeza de familia podía, sin embargo, rodearse de una atmósfera local de verdadera importancia, especialmente si se casaba con una mujer rica, liberándose de esta forma de la humillación de tener que aumentar sus ingresos con ocasionales trabajos como maestro. Desgraciadamente, no consiguió encontrar la mujer que deseaba. Si la chica tenía dinero y buena presencia, aspiraba a más que un simple profesor, aun cuando fuese un buen deportista, graduado de Oxford, nieto de un marqués y novelista de porvenir. Pero Oliver necesitaba mucho para descorazonarse. Se declaró nada menos que cuatro veces entre 1929 y 1934.
Una vez, en St. Aidan, durante el año 1925, mientras duraba todavía su pasión por Edna, Oliver fue por casualidad un día a las dunas de arena. Estaba resfriado, de lo contrario se hubiera bañado con Jane, Edna y Edith. Pero le pareció mejor ir solo a dar un paseo. Cuando llegó estaban todas en el agua en una hendidura entre dos dunas donde se habían desnudado. Súbitamente, una violenta ráfaga de aire levantó un torbellino de arena que le dejó ciego, por un momento. Volvió la espalda al viento y emprendió el camino de regreso. Una cosa blanca corría por el suelo a sus pies. La cogió y después de quitarse la arena de los ojos, que le lloraban dolorosamente, miró qué era. Era un cuaderno de notas de seis peniques. En la página izquierda había una serie de diagramas y unos cálculos matemáticos; en la de la derecha, unas notas que naturalmente supuso hacían referencia a los diagramas. Pero no era así. Resultaron ser un diario sentimental.
DOMINGO, TRECE
«He visto a O. en la iglesia. Desde nuestro banco lo veo muy bien, pero no puedo ver todo su perfil si no mueve la cabeza. Sin embargo, si su banco estuviese alineado con el nuestro tendría siempre la tentación de volverme a mirar en su dirección y con seguridad alguien se daría cuenta».
Sería difícil excusar a Oliver por seguir adelante y leer la nota del lunes. Las primeras líneas del domingo eran suficientes para decirle que se trataba de algo íntimo y que era deshonroso leer una palabra más. La mejor defensa que puede hacerse de él es que estaba resfriado y le dolían los ojos. La moralidad es para mucha gente cuestión de estar en buena salud y en plena posesión de sus facultades. Basta la más leve incapacidad física o desorden para que en el acto caigan en el error o en la infamia. Preguntad a cualquier médico psicólogo o neurópata, el doctor Parmesan, por ejemplo, y os lo confirmará con mil ejemplos. Puede decirse también que acaso creyese que se trataba del diario de Edna, no el de Edith (ambas tenían una letra enérgica y redonda); y nadie hubiera podido censurar a un enamorado que aprovechase la acción del viento para saber qué sentía por él la mujer que amaba. Pero la excusa no es aceptable. Si Oliver comenzó a leer las notas pensando que hacían referencia a los diagramas, tuvo forzosamente que pensar que el libro era de Edith y no de Edna. Era posible, desde luego, que esperase encontrar alguna referencia a los sentimientos que experimentaba Edna hacia él. Si era así, fue suficientemente castigado por su curiosidad.
LUNES, CATORCE
«He estado tentada de decírselo todo a J., pero no creo se compadeciese de mí y además no serviría de nada. Si está enamorado de E. como asegura Jane, no debo complicar la situación para O. ni para J. ¡Qué suerte tiene E…! Cuando E. habla de él en aquel tono protector suyo, me hace hervir la sangre. Gracias a Dios que puedo seguir adelante con mi trabajo en el taller y sacarme todo esto de la cabeza la mayor parte del día. Las noches son peores».
Devolvió el libro al sitio donde lo había encontrado cerciorándose bien de que estaban las chicas todavía en el agua y no lo habían visto, y echó a andar rápidamente. Como es natural, no habló a nadie del incidente y trató honorablemente de olvidarlo. Pero no pudo evitar sentir, cierto malestar al día siguiente cuando se encontró, con Edith, empleando con ella un estilo conscientemente atractivo (el mismo aire protector que manifestaría un noble cazador de zorros con su librea colorada cabalgando a trote corto al encontrar en su camino una parienta pobre pedaleando en su bicicleta). Pero si Edith sabía que él estaba enamorado de Edna, esta debía saberlo también. De ahí aquel aire de reina que adoptaba con él. Edith en una pobre bicicleta, él sobre brioso corcel; pero Edna al volante de un potente coche de carreras, pasando por su lado como el viento. El polvo y los gases del tubo de escape en su rostro y el caballo cabriteando bajo él. ¿No podría sacar algún partido de los sentimientos de Edith hacia él? Si fingía estar enamorado de Edith, ¿no sentiría celos Edna? No, Edna se limitaría a reírse. Además, Edith era tan amiga de Jane… No era prudente usar a Edith como instrumento táctico.
Jane se dio cuenta de su cambio de actitud para con Edith, e interrogó acerca de ello delante de su madre.
—¡Vaya fanfarrón estabas hecho esta tarde, Oliver! —le dijo—. Cualquiera creería que tratas de cautivar el corazón infantil de Edith. ¿Qué significa todo esto?
Oliver se sonrojó, gruñó algo ininteligible y salió de la habitación. Después de aquello evitó encontrarse con Edith, y si la veía se limitaba a quitarse el sombrero, le sonreía débilmente y seguía su camino; y en la iglesia tenía cuidado de no ser tan generoso con su perfil. Tenía la satisfacción de saber que el desengaño de Edith haría de ella una lamentable compañera para Jane.
Se dijo que le dolía lo que ocurría con Edith, pero después de todo, ¿era acaso culpa suya? No le había pedido que se enamorase de él, ¿verdad? Jane le había dicho que dejase de ser amable con Edith, y Jane era la mejor amiga de esta, de manera que le había tomado la palabra; si Edith era desgraciada, Jane tenía la culpa. Y se aprovechó de la jugada.
Un día Edna lo encontró a solas en un sendero apartado.
—Oliver —le dijo—, tengo motivos para creer que estás enamorado de mí.
Oliver no supo qué contestar. Precisamente intentaba hacerle una declaración elocuente cuando ella le paró en seco.
—En este caso, comprenderás perfectamente lo que tengo que decirte. Se trata de Edith. Tengo también razones para suponer que está enamorada de ti. No sabe que yo lo sé. Y creo que oculta su enamoramiento a Jane. He leído, sin querer, algunas líneas de un diario que lleva. Alguien llamado O. de pronto se muestra muy frío con ella y se siente muy desgraciada. Se pregunta si has oído algún escándalo o algo malo acerca de ella o qué pasa. ¿Es que es así?
—No… no —dijo Oliver muy incómodo.
—Bien, pues quisiera saber por qué estás haciendo el imbécil.
—¡No estoy haciendo el imbécil! Me he dado cuenta súbitamente de que estaba enamorada de mí y he querido demostrarle bien claramente que yo no lo estoy de ella. Desde luego, sé que es muy buena persona y todo eso…
Edna agitó en el aire varias veces la raqueta que llevaba en la mano, como dándole a una pelota imaginaria.
—Bien —dijo lentamente—; me parece que eres muy tonto al obrar así, Oliver. Después de todo, Edith y yo somos gemelas y ha sido siempre sumamente buena conmigo. Lo cual quiere decir que tengo que vengarme. La próxima vez que te encuentre no te saludaré. Para demostrar bien claramente que no estoy enamorada de ti.
Oliver saltó indignado:
—Si me preguntas lo que pienso te diré que me parece vergonzoso aprovecharse de una información sacada de un diario privado. Dices que leíste algunas palabras accidentalmente, pero, por lo visto, has leído por lo menos un par de párrafos.
Edna asintió con indulgencia.
—Sí; los ojos recorren la página tan fácilmente, ¿no crees?, cuando uno está interesado…
—Si piensas vengarte de mí, Edna —dijo Oliver—, le diré a Edith que has leído su diario y me has dicho lo que sentía por mí. ¿Quedará contenta, verdad?
Edna entrecerró los ojos.
—Sería algo muy honorable, al estilo de tu colegio privado, ¿verdad?
—Es culpa tuya —dijo Oliver creciéndose—. Estoy enamorado de ti desde hace años y no te importo un comino, y ahora, por lo visto, tengo que considerarme honrado y halagado porque Edith lleva un diario sentimental sobre mi persona. Yo lo llevo sobre ti, si quieres saberlo.
—Ya lo sé. Por esto he sido siempre tan cariñosa contigo. Me parecía una delicadeza que llevases un diario sobre mí. Yo soy una persona decente. No me porto como tú con Edith en las mismas circunstancias.
—¿Cómo sabes que llevo un diario? ¡Estás fantaseando!
—¿Quién escribió, para quién, y en qué ocasión, los siguientes versos?
A ti, cuando hasta el final arde de vela,
Por la noche mi corazón sangra,
Por estas manos tuyas orgullosas,
Por tus amados y orgullosos ojos…
A propósito, ¿es que no tenéis luz eléctrica en la vicaría?
¡Dios mío, Jane ha leído mi diario! ¡La mato!
—Todo el mundo lee los diarios de los demás cuando se dejan por los sitios. Es la naturaleza humana. Y ahora, Oliver, sé razonable. Era un poema muy bonito, con vela y todo, y no me importa que estés enamorado de mí con tal de que te portes decentemente con Edith. Sólo decentemente. No te pido que transfieras a ella la pasión que sientes por mí…
—Eres muy generosa —cortó Oliver secamente.
—Pero no seas tan egoísta, o la cosa acabará mal para todos. Te prohíbo que le digas a Jane que sabes que sé que ha leído tu diario. Fue una confidencia que me hizo y no hubiera debido traicionarla. Pero pórtate decentemente y seré contigo tan buena como pueda.
—Muy bien —dijo Oliver—, trato hecho. Da una vuelta de golf conmigo esta tarde y déjame ir al tenis contigo el miércoles. Y… y…
—¿Y qué más?
—¿Puedo besarte ahora?
—Si te dejo, tendrás que ser excepcionalmente amable con Edith.
—Lo seré. Lo juro. Dejaré, incluso, que me bese, sí me lo pide.
Así quedó cerrado el trato. Oliver, con la vana esperanza de otro beso de Edna, se portó muy amablemente con Edith, pero no con exceso. Edith siguió enamorada de él, y Jane era completamente ajena al drama que se estaba desarrollando a su alrededor. Edith estaba al parecer tan absorbida por su ciencia y Oliver seguía siendo siempre tan aburrido y patán, que la sola idea de que Edith pudiese haberse enamorado de Oliver era grotesca. Jane tenía la teoría de que la prueba de la calidad de una buena farsa teatral era su imposibilidad en la vida real. Esta teoría la impedía darse cuenta de que en la vida real las situaciones imposibles también se presentan algunas veces. Y cuando, a primera hora de aquella tarde del 19 de setiembre de 1934, Oliver, saliendo de la galería de arte, furioso contra Jane, vio persona que subía las escaleras de la casa de enfrente y reconoció en ella a Edith, tomó súbitamente una resolución.