VI. ASOCIACIÓN JANE PALFREY

Cuando murió Sir Reginald Whitebillet, hacia finales de 1929, Edith y su hermana gemela Edna heredaron su cuantiosa fortuna. Edith se apresuró a hacer saber a Jane que en cuanto quisiese tomar el arrendamiento del «Burlington Theatre» tenía el dinero a su disposición. Jane respondió en seguida. Cuando Edith hubiese terminado de modernizar el edificio e instalar el escenario giratorio que además se extendía y se contraía, la compañía estaría en disposición de salir a las tablas. Mantuvo su promesa. Firmaron un arrendamiento por cuarenta años y un contrato de asociación con fuertes penalidades previstas si alguna de ellas faltaba a lo convenido. La distribución del trabajo y la responsabilidad era como sigue: Jane tomaba a su cargo proporcionar obras representables, entrenar a los actores, dibujar trajes y decorados, encargándose de que las representaciones fuesen esmeradas y de todo lo referente a anuncios y publicidad; Edith se encargaba de la maquinaria escénica y personal subalterno, como los tramoyistas, sastres y peluqueros, del arriendo del bar, del suministro y conservación de trajes y accesorios, de la taquilla, y, en general, de todo lo relacionado con impuestos, precios, seguros, reglamentos de Policía y los de la casa Real y del Ayuntamiento de Londres. Edith tenía más dinero invertido en el negocio que Jane, y esta, por consiguiente, retiraba sólo el treinta y cinco por ciento de los beneficios netos. Se contrataron una serie de empleados hábiles, entre los cuales figuraba Jenkins, como jefe electricista, y Mrs. Trent como encargada del vestuario; y cuando el «Burlington» abrió sus puertas el 10 de diciembre de 1930, la opinión unánime lo reputó no sólo como el teatro más bello y bien equipado de Londres, sino como la sala de espectáculos más animada y acogedora del Imperio británico.

La compañía fue organizada sobre las bases expuestas por Jane en su carta a Edith. Los actores y las actrices contratados por Jane debían representar sus papeles amoldándose exactamente a las instrucciones, sin la menor improvisación ni cambio y con la nueva cláusula por la cual debían adoptar, para todos los fines sociales, mientras estuviesen contratados, los nombres y personalidades que ella les asignaba para usar fuera de la escena. Los salarios eran sumamente altos y al cabo de un año de leales servicios, los miembros de la compañía tenían derecho a percibir un pequeño porcentaje de los ingresos de taquilla. Pero una infracción del contrato les exponía a una expulsión inmediata.

Jane había expuesto su método en la forma que sigue: «Un actor, para conseguir el éxito en su arte, debe ser capaz de adaptar su voz, gestos y expresiones faciales a cualquiera de los personajes que entran dentro de los límites de su especialidad. Un “malo” profesional debe estar dispuesto si se le exige, a encarnar a Uriah Heep, a Caliban, a Bugs O’Gorman, el gángster, a Black Will en Arden of Feversham, o a Mr. Hyde. Uriah Heep no debe mascar goma, ni escupir, ni juguetear con un revólver acortado, ni lanzar ironías con la boca torcida; Bugs O’Gorman no debe lavarse las manos con jabón invisible, retorcer el cuerpo, hablar lloriqueando y agitar silenciosamente su puño contra una puerta que se cierra. Todo esto es elemental. Sin embargo, los concurrentes al teatro (argüía Jane) no se interesan por Uriah Heep, o Bugs O’Gorman, como tales. Es el factor común a todos estos “villanos”, es decir, la personalidad del actor, su real existencia fuera de escena, con todos sus detalles humanos, lo que constituye el verdadero atractivo. Pero la representación es un arte puramente imitativo y las cualidades que hacen un actor normal y eficiente no hacen un personaje interesante fuera de la escena. Es esperar demasiado de un actor, primero, la absoluta sumisión a un personaje escénico y, después, independencia e iniciativa en la vida privada. La mayoría de los actores son, o bien desesperadamente frívolos y vanidosos como individuos particulares, o espantosamente sombríos y respetables».

«Es obvio, por consiguiente, que la disciplina a que se someten en el teatro bajo una dirección capaz, que se resista a dejarse dominar por sus caprichos y vanidades, debe aplicarse también a su vida privada. No debe permitírseles jamás que salgan de aquella especie de trance teatral que les producen las luces de las candilejas y el telón: sino que debe dárseles una apropiada vida dramática fuera del teatro como crédito a ellos mismos y a su profesión. Un actor debe estar agradecido por verse liberado de esta carga que pesa sobre sus espaldas. Si no siente este agradecimiento, es que es apto para otra profesión mejor o peor que la de actor, y el hecho de que su personalidad fuera de escena no es suya propia, y sin embargo es la única que tiene, ha de infundirle una debida humildad y sumisión hacia su patrón. Sabrá que en el momento en que salga de la compañía, bajo la cual fue contratado —como J. C. Neanderthal, por ejemplo—, ya no será nadie. No tendrá nombre que vender a otra empresa teatral, porque el nombre y las características de J. C. Neanderthal serán inmediatamente atribuidas a otro. Espero no encontrar mayores dificultades en reclutar actores aptos que reúnan estas condiciones que las que encuentra la Policía en reclutar agentes. En ambos casos se encuentra la misma dificultad: el personal no puede estar nunca totalmente fuera de servicio y ha de conservar constantemente la dignidad profesional. Pero la gloria, también. Y la gloria ganada fácilmente. Ser actor es un oficio fácil y ser agente de Policía, también. Lo único que se requiere es carencia de imaginación, una buena presencia y una buena memoria. Además, haré personalmente la publicidad de mi gente».

Y, sin embargo, Jane, pronto se verá, se había impuesto una tarea complicada. Había ante todo que crear las personalidades de fuera de escena apropiadas para su compañía de diez actores, completadas con historias privadas circunstanciadas, hábitos y temperamentos. Después tenía que encontrar diez actores que se amoldasen vagamente a estas personalidades y estuviesen dispuestos a aceptarlas ya porque les divirtiese la cosa, ya porque estuviesen cansados de sus propias aburridas maneras de ser. Finalmente, cuando estas personalidades habían llegado a ser completamente naturales, tenía que enseñarles cómo dejar que esta naturalidad se filtrase a través de unas actuaciones teatrales. ¿Dónde buscó Jane estos actores? Al principio hizo unas pesquisas al azar, pero un día tuvo la excelente idea de consultar con el doctor Marcus Parmesan, el célebre etnólogo, neurólogo y alienista, para el cual Edith le había dado una carta de presentación. El doctor Parmesan, especialista en el estudio de los temas hipnóticos y las dobles personalidades, quedó profundamente impresionado por las palabras de Jane y encantado de su ofrecimiento de encontrar empleo útil para algunos de aquellos individuos «interesantes pero socialmente ineptos» que solía usar como ejemplares de laboratorio. «Tengo más de los que puedo utilizar —dijo el doctor—, de manera que puede usted elegir. Creo, Miss Palfrey que ha dado usted con la respuesta adecuada a la cuestión que ha estado preocupando a los psicólogos desde hace algunos años; la cuestión de la creciente presencia en la civilización de esos tipos morbosos. El punto de vista sugerido inmediatamente por su encuesta, a saber, que la subconciencia racial, dándose cuenta de la aproximación de una era de perfecto ocio que seguirá a la solución mecánica de la mayoría de los problemas materiales de la vida, evoluciona actualmente de una manera patente hacia los tipos teatrales que estarán al servicio de la humanidad cuando el teatro llegue a ser vida civilizada». Le prometió su entero y cordial apoyo; la recomendaría a las familias de sus pacientes como persona de toda garantía. A Jane le gustó el doctor Parmesan, salvo por el hábito (común en su profesión) de dirigir súbitas miradas a todo el que lo visitaba, incluso a Jane, cuando hacían o decían algo que saliese un poco de lo banal y behaviorístico. Jane tuvo que reprenderle un par de veces, pero en aquellos tiempos estaba todavía lo suficientemente cuerdo para no sentirse ofendido, sino agradecido. (Al final, sin embargo, tuvo que ser sometido a tratamiento con un colega suyo que estaba en un estado de psiquiatrosis no tan avanzado como el suyo). Inició a Jane en muchos de sus secretos profesionales e incluso le permitió disponer de Madame Blanche, que buscaba a pesar de que se trataba de la célebre Miss B…, su obra de arte, sobre la cual tanto se había escrito y en tan diversas lenguas por psicólogos aficionados y profesionales de todo el mundo, a partir del año 1912 en que el doctor Parmesan fue el primero en citar este caso en el British Psychological Reports. Miss B… tenía seis personalidades independientes que podían conectarse y desconectarse a voluntad; gran ventaja para Jane a la hora de repartir papeles, porque los seis diferentes personajes tenían diferentes acentos y estilos y eran todos muy teatrales.

La Asociación Jane Palfrey llevaba ya ahora cuatro años de existencia y sólo se habían introducido cinco cambios en la compañía. La primera Leonora no había dado resultado, así como tampoco los dos primeros Neanderthals, y dos Doris se habían marchado para casarse. Pero hacía ocho meses que no se había producido ningún cambio y los miembros de la compañía se habían adaptado con tanta soltura a sus personalidades que Jean había incluso permitido a los siete personajes originales cambiar por Acta del Registro Civil sus nombres verdaderos por los que ella les había dado, a condición, sin embargo, de que si se marchaban tendrían que volver a cambiarlos otra vez. Vivían juntos en una casa muy confortable; y jamás un demente que se creyera Enrique VIII, un loro o el profeta Elías, representó su papel con la perfección de aquellos personajes forjados en la obsesión artificial que Jane les había imbuido de que eran lo que representaban; porque había tenido buen cuidado en atribuirles papeles que estuvieran a su alcance interpretar, al contrario de la mayoría de las obsesiones de los dementes como los tres que hemos citado, que no lo están.

J. C. Neanderthal representaba siempre el papel de villano; pero en la vida privada, Jane decidió que no fuese un mal hombre, si bien era notoriamente indigno de confianza en cuestiones de dinero y estaba siempre riñendo con Leonora Laydie (en la vida privada, Mrs. Neanderthal). Hacía de tío afectuoso de la sobrina de Leonora, Doris, y era un hábil y arriesgado «yachtsman». Su secreta ambición era ser aceptado socio del Royal Yacht Squadron, pero no se encontró a nadie que quisiera apadrinarlo. Se sabía que había colaborado con cartas al Spectator y otros periódicos, sobre el tema de la supresión del tabaco. Jane lo hizo andar cojeando levemente (debido a la parálisis infantil), le hizo ponerse cosmético en el bigote y usar gorra de cazador y un bastón con contera de plomo. Sus amaneramientos incluían un negligente chasquear de dedos y un gesto de echar la cabeza atrás cuando fanfarroneaba, la costumbre de examinar sus uñas cuando mentía y de poner las manos atrás cuando estaba enfadado. En escena tocaba una tonada silenciosa con los dedos sobre su rodilla o una mesa, cada vez que tenía que hacer algo terrible. Solía tamborilear con los dedos en su vida privada también. Durante la guerra, explicaba Jane, había estado en la sección de globos cometas del sector de Ypres y había caído al río Yser desde la altura de setenta metros, siendo dado de baja por invalidez con el grado de mayor. Era oriundo del norte de Irlanda, pese a su nombre.

A medida que la Asociación Jane Palfrey fue adquiriendo fama, fueron haciéndose públicos nuevos detalles de la vida privada de la compañía. Roger Handsome se había casado y divorciado cuatro veces. En una ocasión, según Jane, la co-respondent[6], no, esta no es la palabra apropiada; los co-respondents son técnicamente sólo hombres; deberíamos decir la «mediadora» o la «mujer designada», según el grado de indignación de la dama en cuestión era la esposa de un embajador extranjero y el juicio se celebró en privado. Actualmente estaba con Nuda, pero el público esperaba que volvería a Doris, que había sido su primera y tercera esposa y que en el último pleito expresó que estaba dispuesta a darle otra oportunidad. Se sabía que a Owen Slingsby le desagradaba profundamente Handsome, y que lo había amenazado una vez públicamente con darle de latigazos si no rompía sus relaciones con Doreen, una chica de diecisiete años, hermana dé Slingsby. (Era una muchacha de talento, de quien se esperaba entraría a formar parte de la compañía, pero poco después se supo que se había suicidado en circunstancias patéticas). Slingsby era relativamente reciente, y había ocupado el puesto del personaje de M’Ostrich, que exasperaba a Jane. Un humorista escocés está muy bien como número de varietés, pero no puede esperar ser un actor fijo en un teatro del West End; Jane se dio cuenta de que había cometido un error al estabilizarlo. Jane hacía correr ahora la voz de que su mujer había perecido en un accidente marítimo en las costas de Norfolk y que, a consecuencia del disgusto, M’Ostrich iba perdiendo aplomo y se entregaba secretamente al whisky. Le obligó a abandonar el golf y no permitió que circulase ninguna de sus agudezas. Sus representaciones escénicas fueron haciéndose cada vez más descuidadas, hasta que Jane creyó llegado el momento de deshacerse de él. Una mañana, después de una noche de niebla, el público se enteró de que su automóvil había chocado con Carlos I en Whitehall. Se insinuó que no había sido un simple accidente. El teatro estuvo tres noches de luto. Fairy Bunstead, cuya madre era de la región montañesa de Escocia, escribió un poema necrológico en escocés sintético, que apareció en un anuncio especial del «Burlington». Incluso Nuda, a quien había desagradado siempre el sentimentalismo y la mórbida religiosidad de M’Ostrich, se puso a la altura de las circunstancias apareciendo en escena con un centelleante brazal negro sobre su por lo demás mínimamente disfrazada persona.

Owen Slingsby era un personaje más completo que M’Ostrich y requería un lento desarrollo. Jane elaboró su historia con todo detalle. Había sido sucesivamente acólito evangelista, propagandista antialcohólico, maestro de escuela elemental, camarero de barco y vendedor de una tienda de cuadros de Bond Street, antes de elevarse a sucesor de M’Ostrich. Escribía también, en calidad de aficionado. Ahora se suponía que estaba totalmente entregado al trabajo de escribir su primera novela; las primeras novelas tienen siempre algo de autobiográficas, de manera que pronto se sabría todavía más sobre su pasado de lo que se sabía ahora. Su habla y sus gestos iban adquiriendo un tono personal muy satisfactorio, y Jane lo mantenía siempre a la última moda. Había decidido que se revelara en su novela como el hijo natural de un profesional del golf en unos «links» elegantes y de la hermana de la encargada del club. Pero el verdadero secreto de Slingsby (si bien él mismo lo ignoraba y sólo era sabido de Jane) era que, aun cuando totalmente diferente en su aspecto exterior, era por su carácter y manera de ser la imagen viviente de Oliver. En realidad, Jane solía preguntarse durante su creación de Slingsby como miembro permanente de su compañía, cómo se comportaría exactamente Oliver en tal o cual circunstancia.

El viejo carnet de notas de Jane y sus recuerdos no registrados procuraban material suficiente para trabajar en el sentido expuesto, pero sabía que Oliver tenía ciertos irritantes gestos en las manos y cabeza de los cuales no estaba del todo segura. Quería conseguirlos con absoluta precisión. Si pudiese pescar a su hermano delante de El coleccionista de sellos y exasperarlo un poco, se los procuraría casi con certeza. Y no sufrió ningún desengaño. Antes de abandonar el museo de pinturas había tomado mentalmente nota de los puntos principales; y este hubiera sido el final del incidente si no se le hubiese metido en la cabeza, durante su regreso a casa, que una broma era una broma, pero que no había tampoco que permitir que Oliver se portase de aquella manera abominable, y que por una cuestión de principio, más que por lo divertido del caso, debía estar dispuesta a llevar a cabo su amenaza de desmembrar la colección de sellos.

Jane había instituido algunas horas semanales de ensayos para mantener a su compañía en forma. Acabaron considerándola con aquel mismo temor infantil con que habían considerado al doctor Parmesan. En realidad, aun cuando Jane no era un psicoanalista, su procedimiento se parecía mucho al del doctor; hacerles creer en lo que ellos sabían ser falso. Se tomaban notas taquigráficas de aquellas horas por mediación de Miss Hapless, secretaria de Jane, y más tarde se distribuían copias entre la compañía. De una de estas minutas extraemos lo siguiente:

EL «SQUIRE»: Buenos días, Miss Palfrey. Acomódese, ¿quiere?

JANE: ¡Repórtese, «Squire»! La formalidad eduardina no es la cortesía eduardina. «¡Mi querida Lady! Es verdaderamente para mí un placer…». Esta es su frase. Después se pone a arreglar los almohadones con mucha cursilería y dice: «¿Conque vamos a embarcarnos en nuestro hebdomadario téte-a-téte, verdad? Vaya, vaya, vaya…».

EL «SQUIRE»: Comprendo… Miss Palfrey, tengo todavía un poco de confusión sobre los primeros acontecimientos de mi vida. Quizá podría usted abrirme los ojos…

JANE: No está mal «Squire». Pero si debe usted usar frases como «abrirme los ojos», tiene usted que subrayarlas, diciendo «como dicen nuestros primos de América, ¡ja, ja…!».

EL «SQUIRE»: Precisamente, precisamente… Todas mis excusas, querida Lady.

JANE: Como recordará, a usted le echaron de Eton, le expulsaron de Harrow, le arrojaron de Wellington y le dieron un puntapié en Marlborough; pero Charchester (el colegio de mi hermano, dicho sea de paso) consiguió hacer de usted un hombre. Lo único que le ocurrió allí fue que lo incapacitaron.

EL «SQUIRE»: Exacto. A continuación tuve problemas en una academia y luego me expulsaron de Oxford.

JANE: Es cierto. Y tampoco consiguió usted convencer a los examinadores, en Cambridge.

EL «SQUIRE»: Cambridge; aquí es donde entra mi larga historia sobre el imprudente criado, ¿no es eso?

JANE: Exacto. Y en Oxford había aquellas orgías a medianoche en Parks Road Museum con pasteles de Banbury y cerveza, y un alegre grupo de muchachas de Reading.

EL «SQUIRE»: ¡Ya la he pescado, ah…, «como dicen nuestros primos de América, ja, ja!». A partir de este punto mis recuerdos son relativamente claros. Obtuve el título de médico, ¿verdad?, pero lo borraron de la lista.

JANE: ¡Alto! Yo diría, del «registro de la Facultad».

EL «SQUIRE»: Precisamente, precisamente…

JANE: No exagere usted el «precisamente», «Squire».

EL «SQUIRE»: Fui a la City y pronto me declararon insolvente en Bolsa. Entonces me marché de Inglaterra con un contingente de otras viejas ovejas de familias negras —deberían decir ovejas negras de viejas familias—, y fui primero coronel del Ejército de la emperatriz de Madagascar, que sostenía una pequeña guerra con los franceses, y después, contramaestre de un cañonero de la flota española. Durante la guerra hispanoamericana, me parece.

JANE: Exacto. A propósito, ¿recuerda usted cómo abandonó el servicio de la emperatriz?

EL «SQUIRE»: Me echaron del Ejército, ¿no?

JANE: Lo echaron, en efecto, y los españoles le despidieron ignominiosamente de la flota al son de flautas.

EL «SQUIRE»: Pero…

JANE: Pero…

EL «SQUIRE»: Pero a mi regreso a Inglaterra, sin un penique y sin un amigo en el mundo, encontré, durante un mitin pro bóers en Hyde Park, a la más adorable, virtuosa y rica…

JANE: Etcétera, etcétera…

EL «SQUIRE»: Y este modelo de virtudes, etcétera, consintió en casarse conmigo a pesar de todo y juntos vivimos dos años muy dichosos hasta aquel día funesto de caza en los campos de Leicestershire…

JANE: No estoy muy satisfecha de la manera como lleva usted el monóculo. Por ejemplo, cuando sienta que las lágrimas brotan de sus ojos, debe quitárselo.

EL «SQUIRE»: ¡Dios mío, cuánta razón tiene usted! Pero una última pregunta: ¿Qué tengo que decir si alguien me pregunta por qué me echaron de Eton, me expulsaron de Harrow, me arrojaron de…?

JANE: Hace usted una mueca como si estuviese en un embarazo, mueve la mano con un gesto vago y dice: «¡Oh, no por motivos corrientes, amigo mío, ja, ja, no por…!».

Un nuevo método de anunciar, que Jane inició, dio origen a una forma eficaz y poco costosa de publicidad. Las demás estrellas teatrales escribían siempre alabanzas de medias, cigarrillos, whisky, cosmético y otras cosas así; pero las estrellas de la Asociación Jane Palfrey tenían siempre alguna frase de doble sentido que era cruel incluso para los más afamados artículos patentados. Una novedad. Pronto fueron aceptados por las compañías millonarias como «bufones reales diplomados». Sus impertinentes observaciones eran un tributo a una gloria comercial que ya no necesitaba adulaciones, por estar ya supuestamente entronizada en el corazón del público. Jane procuraba el texto del anuncio y un caricaturista de talento. Por ejemplo: Leonora Laydie, vestida con traje de noche, miraba desdeñosamente con una mueca el cigarrillo anunciado que tenía entre los dedos y decía: «¿Por qué seguiré yo fumando esta porquería?». El cortés comentario de la compañía era: «Leonora Laydie gastando una de sus bromas habituales».

Sólo resta ahora explicar la reflexión hecha por Oliver en la galería de arte, refiriéndose a una marca de cigarrillos llamada «Folly’s Havana Resurrections». Oliver los atacaba. Jane los defendía. La historia de su manufactura es digna de ser contada. Cuando Jane fue a Londres por primera vez, tenía que mantenerse con un salario semanal muy pequeño y le obsesionaba además la idea de que Edith necesitaba dinero para sus experimentos. Edith se había gastado todas sus economías y una pequeña herencia de una tía y ahora se veía obligada a empeñar sus joyas. Jane pensó: «Necesitamos dinero fijo, venga de donde venga. No queremos pedir prestado. El dinero tiene que ser de origen comercial. Comercial y muy sencillo. Yo me ocuparé de la parte organización. Edith pensará en el procedimiento. Algún nuevo procedimiento para procurar algo que todo el mundo desea comprar barato. Sabré que estoy en el buen camino si encuentro alguna manera sencilla de hacer fortuna con tan sólo un inconveniente técnico. El papel de Edith será suprimir este defecto».

Una noche, poco antes de dejar su empleo de la guardarropía para salir de tournée con el nombre de Doris Edwards, Jane estaba aseando la mesa del vestidor una vez terminada la función —lo cual formaba parte de sus deberes—, y observó por primera vez la gran cantidad de cigarrillos que se fumaban o medio fumaban en el transcurso de una noche de teatro. Comenzó a contar las colillas del suelo y las de los ceniceros. Haciendo un rápido cálculo, unas trescientas colillas. La mujer que barría seguramente debía recogerlas para que su marido las fumase en la pipa. Así el marido se entretendría. Trescientas colillas equivalían a unas veinticinco pipas. Calcúlese, pues, lo que fumaría el público. Debía de haber cada noche miles de colillas abandonadas. ¿El beneficio de las mujeres de la limpieza? El tabaco de cigarrillo no era considerado muy bueno para la pipa, de manera que el marido quizá volviera a liarlos. Es asqueroso fumar tabaco que alguien se ha llevado ya a la boca pero ¡al que no malgasta nada le falta! (Había oído decir que algunas mermeladas de marcas baratas estaban hechas con peladuras de naranja dejadas en salas de espera y en vagones de tren). Pero claro, alguien que fumase mucho no podía permitirse…

Y Jane se dio cuenta de que estaba diciéndose en voz alta: «¿Y por qué dejar las colillas para los maridos de las barrenderas? Aquí hay una fortuna. ¿Por qué no volver a hacer otra vez con ellas cigarrillos y venderlos a tres peniques el paquete de diez para los fumadores necesitados? Con boquilla, para más higiene, y envoltorio de celofán». Jane tenía ya la buena idea que andaba buscando. Supo que era una buena idea en cuanto probó de liar ella misma sus colillas en un papel de fumar. El cigarrillo no tenía mal sabor una vez encendido, pero olía mal antes; el mismo olor que tiene todo cigarrillo una vez apagado. Esta era la dificultad técnica que Edith tenía que resolver. Edith no era químico, en realidad, pero podía contarse con ella para averiguar cuanto al tabaco hiciese referencia y cómo reacondicionarlo, así como inventar una máquina para hacer cigarrillos baratos.

Aquella misma noche escribió a Edith, y a los dos días tenía la respuesta:

WHITEBILLET HOUSE

St. AIDAN’S

3 octubre de 1926

Mi querida Jane:

Me parece posible hacerlo. He aquí una relación de todos los puntos. Un cigarrillo hecho con colillas tiene un porcentaje de tóxicos superior al cigarrillo ordinario, pero he pasado la mañana en la Biblioteca Pública estudiando toda la cuestión de lo que puede ponerse legalmente en un cigarrillo y lo que no puede ponerse, y no creo que el inspector de Sanidad pueda perseguir a nadie por el delito de fabricar cigarrillos con cigarrillos. No es como si se añadiese a ellos melaza, hachisch u otra sustancia. Yo pondría un poquito de algodón en la embocadura, a fin de eliminar algunos de los tóxicos que, como probablemente sabes, son nicotina, amoníaco, piridina y sus derivados cianuros, sulfocianuros y arsénico. El sabor a quemado de que te quejas procede probablemente del papel; pero, a pesar de lo que dice la gente, he encontrado en una reciente publicación del Journal of the American Medical Association un informe de los doctores Flight y Haffett declarando que «los productos nocivos del papel de cigarrillo pueden ser eliminados».

Estoy ahora haciendo experimentos para reacondicionar el tabaco por medio de unos vapores que contrarrestan el olor pestilente y esterilizan el tabaco para el caso de que el ministro de Higiene, o quien sea, se pusiese serio, pero tiene que secarse de nuevo. Estoy tratando de encontrar el método más simple, un método que sólo requiera un mechero de gas, un caldero y un par de latas de galletas. Puedes contar con la solución para antes de fin de semana. Toda clase de instrucciones referentes al tiempo, temperatura, etc., serán debidamente suministradas.

En cuanto a la máquina de hacer cigarrillos, se me ha ocurrido que quizá lo mejor sería utilizar algo pequeño y primitivo, manipulado a mano, a fin de poder emplear obreras baratas. Planteé el tema casualmente la otra noche, durante la cena de los Cazadores de Nutrias, y el doctor Parmesan, el neurólogo, que estaba allí, dijo que cuando él estuvo en Cuba (estudiando el nystagmus entre los obreros azucareros), donde todo el mundo se hacía sus cigarrillos, compró una maquinilla que los hacía muy bien y se podían comprar tubos de papel emboquillados en los estancos o bien arrollar uno mismo el papel alrededor de un palito. Dijo que el tabaco se metía dentro del tubo en lugar de arrollar el papel alrededor del tabaco (lo cual es el principio habitual de las máquinas de hacer cigarrillos). Esta mañana he ido a Port Hallows y se la he pedido prestada, porque ya no la usa. En Cuba fuman picadura bastante seca y pequeña, no la larga hebra húmeda que se suele fumar en Inglaterra; por eso lo encuentran poco práctico aquí, porque al meter la hebra en el tubo de papel queda demasiado duro el cigarrillo. Sin embargo, me llevé la máquina a casa y esta tarde he estado haciendo experimentos con ella. Consiste en un cilindro de metal articulado longitudinalmente dentro del cual se pone el tabaco y después se cierra asegurándolo con un pestillo. Entonces se mete en una extremidad el tubo de papel y se empuja el tabaco dentro por medio de un pistón de metal.

El problema está, pues, ahora en evitar que el tabaco forme masa. Probablemente la solución estriba en que el tabaco no sea demasiado húmedo y, después de haberlo puesto en el cilindro, aplanarlo suavemente con la varilla de metal. Forma todavía masa compacta, pero no tanto, y es fácil hacerlo subir suavemente por el tubo con un ligero movimiento de los dedos. He probado también mezclar tabaco de cigarro nuevo y seco con el tabaco de las colillas —he picado un cigarro de La Habana de mi padre— y el resultado fue muy satisfactorio. ¿No podrías obtener baratos algunos cigarros estropeados para mezclarlos con las colillas? Te mando la máquina; estoy segura de que podrás encargar duplicados en Londres. Al principio era muy lenta en hacer los cigarrillos, pero he calculado que al cabo de una semana de práctica una mujer un poco hábil puede hacer de ciento cincuenta a doscientos cigarrillos la hora, alcanzando los trescientos al cabo de un mes o dos. Ahora estoy trabajando en lo que se llama técnicamente «uso ocupacional» de la máquina; la manera más rápida y efectiva de usarla, cada movimiento calculado con el fin de alcanzar un proceso perfectamente rítmico, tan natural como la respiración y con el tiempo desde luego, amoldado al ritmo de la respiración del trabajador. Lo que más cuesta es aprender a coger la cantidad exacta de tabaco, ni más ni menos, sólo la necesaria para llenar el tubo de papel. Y cómo sujetar el pestillo de seguridad con el dedo meñique de la mano izquierda mientras se manipula el tabaco, el papel y la varilla que hace de pistón. He llegado a conseguir un hábil movimiento de los dedos para nivelar perfectamente el tabaco y que quede sin apretar dentro del cilindro.

Habrá que comprar los tubos de papel ya hechos. El diámetro de los tubos debería ser de 9,5 mm. Yo creo que lo mejor sería comprar los tubos de papel lisos, con boquilla, y poner dentro de cada uno una bolita del algodón especial con el que ahora estoy experimentando. Ahora tengo que vestirme para la cena, pero te escribiré de nuevo mañana. Tenme al corriente de la marcha del asunto. ¿Cómo podrás asegurarte una entrega regular de colillas? ¿Cómo te propones lanzar el cigarrillo al mercado?

Estoy encantada de saber que te va tan bien con «Squire» en el «sketch» de La barbería. Como me pediste, instalé el dictáfono debajo de la mesa durante la cena de los Cazadores de Nutrias y lo puse en marcha en cuanto las señoras nos marchamos, a la antigua usanza y dejamos a los caballeros tomando su aporto. Acabo de oírlo. La mayoría es demasiado obsceno para tus propósitos, pero quizá haya algunas frases eduardianas que el «Squire» podría pronunciar sin buscarte disgustos con la Censura. Siempre tuya,

EDITH.

La intervención de Jane en el negocio consistía en obtener la materia prima lo más barata posible, alquilar unos sótanos secos y contratar cuatro muchachas hábiles para trabajar en él, y, al mismo tiempo, establecer contacto comercial con modestas expendedurías, bares públicos y cafés de los barrios pobres de Londres. Para ser breve; alquiló un sótano en una calle transversal de Edgware Road y tomó cuatro muchachas para que aprendieran el oficio con un salario mínimo de veintidós chelines semanales, elevándolo a treinta cuando adquirieron experiencia. Compró las colillas a los barrenderos de siete grandes cines del West End, pagando una libra esterlina por cada veinte libras de peso de colillas. Explicaba que las recogía para mandarlas a Rusia. En un establecimiento separado empleaba otra mujer, a la cual daba veinticinco chelines semanales, que estaba encargada de seleccionar las colillas, cortar las puntas ennegrecidas con una máquina cortadora y sacar el papel. Entonces el tabaco desmenuzado y suelto era amontonado y tratado según la fórmula de Edith. Jane llevaba personalmente el producto ya listo al taller de confección de los cigarrillos; no quería que las muchachas supiesen que estaban hechos de colillas y les dijo que procedían de los restos de una fábrica incendiada. Esto fue lo que dijo también a los revendedores, a quienes vendió el producto terminado; tenía que justificar el bajo precio a que lo daba, tres peniques y medio el paquete de diez. El negocio fue bien, porque Jane daba tres cuartos de penique por paquete a los intermediarios, lo cual era mucho, y aquellos «Resurrecciones» eran unos buenos cigarrillos siempre y cuando se desconociese su origen. Jane puso en la mezcla tabaco picado de cigarro, como le había aconsejado Edith; podía comprarlo barato, ya que era un subproducto de poca venta ahora que había tan poca demanda por parte de los consumidores de rapé, quienes en un tiempo solían comprarlo para molerlo y reducirlo a polvo. El emboquillado tuvo éxito porque permitía fumar el cigarrillo hasta la última brizna de tabaco, lo cual representaba una gran economía para el fumador necesitado. El celofán era una buena idea también; todo producto envuelto en celofán parece higiénico, por malsanas que sean las condiciones en que ha sido elaborado y por sucios que estuviesen los dedos que lo han envuelto. Las muchachas adquirieron pronto gran agilidad en llenar los tubos de papel, llegando a fabricar dos mil cigarrillos diarios cada una.

Puede ser interesante insertar aquí una lista de las ventas y gastos, resumen aproximado, durante agosto de 1927, el tercer mes de la tentativa de Jane, cuando había tomado nuevas operarías, mejorado el «uso ocupacional», contratado hábiles agentes de venta, extendido las fuentes de suministro y cambiado el taller a otro local mayor. Los tubos de papel llevaban la inscripción «Folly’s Habana Resurrection» impresa en oro y la calidad del papel era superior.

GASTOS

£ Ch. p.
Alquiler, luz, impuestos municipales, etc. 18 0 0
Salarios, seguros, etc. 70 0 0
Comisiones a los agentes de ventas 18 0 0
Colillas, tabaco y cigarros 91 0 0
Tubos de papel, algodón 92 0 0
Acondicionamiento 10 0 0
Celofán 44 0 0
Expedición 27 0 0
Diversos 7 0 0
Total £103 0 0
Venta de 48 000 paquetes de 10 cigarrillos a 3 peniques y medio el paquete, deducida la comisión de reventa de ¾ de penique por paquete £550 0 0
Beneficio neto £233 0 0

A los seis meses sus gastos se habían elevado a £ 460. Pero el beneficio neto era de £ 346; ahora tenía ya un buen capataz y dos excelentes agentes de venta. El negocio marchaba prácticamente solo. Al terminar el año las ventas habían alcanzado las £ 800 mensuales, lo cual daba un beneficio limpio de £ 473, y entonces lo traspasó. El precio obtenido fue de 9000 £, lo que no era mucho si se tiene en cuenta el volumen del negocio y la posibilidad de extensión a provincias, pero Jane tenía la sensación de que si no se retiraba acabaría siendo perseguida por la ley de adulteración del tabaco, y el Trust del Tabaco le buscaría disgustos y acabaría echándola del mercado. Nadie había descubierto el secreto todavía, porque ella seguía siendo el único eslabón entre el taller de acondicionamiento del tabaco y el sitio donde se rellenaban los tubos. Pero el mejor día podía descubrirse y se habrían acabado los «Folly’s Habana Resurrection». El lector puede preguntarse cómo, siendo necesaria para toda transacción en materia de tabaco un permiso, previa declaración oficial, y dado el rigor de los funcionarios del Gremio del Tabaco y de los inspectores de venta de este producto, Jane consiguió seguir adelante sin ser inquietada durante tanto tiempo. Pero «el Gobierno no aspira a controlarlo todo», como le dijo una vez un amable ex inspector de impuestos de consumo delante de una botella de whisky gratuita. Era meramente cuestión de llevar bien los libros y no moverse demasiado. Y también cuestión de suerte. Jane tuvo por fin que admitir la intervención del factor suerte en un asunto suyo, acaso porque fuese un asunto que no sentía muy personal suyo. La suerte (digamos con un poco de fantasía) se sintió halagada y se portó como un asociado leal. Y no había ninguna ley, por lo que pudo hallar el asesor jurídico de Jane, que prohibiese hacer cigarrillos nuevos con los viejos, per se, siempre, desde luego, admitiendo las bases de que los primeros hubiesen pagado aduanas. Pero es mejor prescindir de esta parte de la historia y no hacer más indagaciones.

El comprador adoptó el sistema del negocio, y se hizo cargo de las existencias, el personal, los locales y la clientela, y desarrolló el negocio, estableciendo filiales en Liverpool, Manchester y Glasgow, ganando el doble de lo que había pagado a Jane antes de vendérselo a otro comprador cuatro años después. El tercer comprador trató de aumentar sus beneficios utilizando colillas de cigarro en lugar de hojas nuevas de tabaco picadas y no acondicionó el tabaco debidamente. El no observar la discreción que había observado Jane fue causa de su pérdida. Afortunadamente, el nombre de Jane no fue mencionado en el Tribunal; sólo se mencionó el del segundo propietario. La causa acababa de verse cuando Jane y Oliver se encontraron en el museo de pinturas, y Oliver habló sin tener la más remota idea de que Jane hubiese tenido nada que ver con el asunto, tanta había sido su discreción.