No hay que suponer que Jane estuviera impelida por mezquinos rencores cuando, al encontrar a su hermano Oliver en la galería, como por casualidad, despertó en él tan intensa sensación de ira y resentimiento. Jane tenía desde luego contra él un motivo de agravio por la cuestión de los tesoros Palfrey, sin que, en compensación, conservase ningún recuerdo de su infancia, de alguna ocasión en que Oliver hubiese obrado con espontánea generosidad con ella. ¡Estúpido chico! Siempre sospechó absurdamente su mano oculta cada vez que le había ocurrido algo malo. Y se ponía de mal humor, además. El partido aquel contra el Port Hallows, por ejemplo. La verdad es que la noche anterior al encuentro lo había oído abrir la ventana, y soltando palabrotas, lanzar algo contra un gato; y cuando, al día siguiente, la acusó a ella de haber ocultado la bota para estropear su juego, simplemente no había sentido el deseo de sugerirle que buscase por el jardín por si la encontraba. Pero no se tomaría ahora la molestia de evocar los fantasmas del pasado si no tuviese un propósito bien neto y definido. Los pequeños rencores no eran propios de Jane. Aun cuando Oliver no se diese cuenta de ello, tenía sus motivos profesionales para ocuparse tanto de él. Obrando en nombre de Jane Palfrey, empresaria, tomaba cuidadosamente nota de su conducta y de sus gestos con la intención de comunicarlos a un elemento de su compañía que llevaba el nombre de Owen Slingsby. La explicación de esto será dada en el momento oportuno. De momento, bastara decir que Jane tenía una compañía permanente contratada en el «Burlington Theatre»; cinco personas de cada sexo. Los hombres eran: El «Squire», J. C. Neanderthal, Roger Handsome, Owen Slingsby y Horace Faithfull. Las mujeres, Doris Edwards, Leonora Laydie, Madame Blanche, Nuda Elkan y Fairy Bunstead. Ocasionalmente contrataba extras, pero raras veces. Estos artistas elegidos por Jane, formando, en conjunto, un compendio casi perfecto de personajes dramáticos, representaban bajo su dirección dramas clásicos, comedias modernas y revistas ligeras y habían llegado a ser los cómicos mimados de Londres. Jane era generalmente considerada como la artista de más talento de la posguerra, pero raras veces ahora hacía su aparición personal en escena; salvo en los ensayos, en los que demostraba brillantemente a cada personaje cómo debía desempeñar su papel. Los que tenían el privilegio de verla hacían legendario su nombre. ¡Ah, si hubiese manera de persuadirla de volver a las tablas!
El lector tiene derecho a preguntarse cómo Jane, a la edad tan sólo de veintiséis años, había conseguido elevarse, sola y sin ayuda, a su eminente situación artística. Lo explicaremos en seguida, si bien hablar de «sola y sin ayuda» acaso resulte un poco exagerado. Edith Whitebillet, amiga y socia de Jane, había puesto desde el principio a disposición de esta toda su inventiva técnica y más tarde una respetable cantidad de dinero. Jane no era lo que suele considerarse una belleza teatral o de cine, esto todo el mundo lo reconocía. Jamás tuvo encanto mudo de primavera florida que tanto servicio presta a las actrices jóvenes que no conocen todavía muy bien su oficio, ni cultivaba aquella mirada turbada de inocencia perdida que para muchos asiduos a los teatros equivale al gran estilo de actrices de experiencia. Era más bien alta, robusta, pero de formas graciosas. Tenía los ojos grises y el cabello color maíz con algunos mechones castaños. Su porte era elegante y tenía unas manos aristocráticas, así como el perfil, que era de su madre. Oliver, en cambio, había heredado casi todos los detalles físicos de su padre; la misma cabeza redonda, los hombros redondos, anchas caderas, manos cuadradas, nariz chata, cabello rubio, cejas pálidas y barbilla y sonrisa clericales. Sólo los ojos eran azules, como los de su madre, y su piel delicada, y había heredado de ella su extremada obsesión por la ropa limpia (se cambiaba la ropa interior todos los días), su apasionada afición a la música de concierto y su extraordinaria memoria cuando jugaba a las cartas. No es que tales características tengan gran importancia en esta historia: pero así era Oliver. Y, a propósito de naipes: tenía una sorprendente semejanza con el «valet de pique», salvo que el bigote que usaba no era tan rizado ni sus ojos tan grandes.
Y aquí aprovecharemos la oportunidad de dar también el retrato de Edith Whitebillet, el tercer personaje de nuestra historia. (El cuarto es el marqués de Babraham). Edith tenía el cabello negro, los ojos pardos y la piel algo amarillenta. Tenía un rostro simpático y risueño tras los gruesos lentes que invariablemente usaba, y un cuerpo delgado y bien proporcionado. Era muy apocada y tartamudeaba ligeramente. Su padre no le perdonó nunca el no haber nacido hombre. Lo que al hombre le contrariaba era que la chica tuviese precisamente aquella mentalidad que la hubiera capacitado para conseguir el éxito en su negocio de construcción naval, si lo hubiese considerado profesión apta para una muchacha… No experimentaba el mismo resentimiento contra Edna, su hermana gemela. Edna era linda y sin cerebro; como muchacho hubiera sido inútil para él. Edith le estaba suplicando continuamente que la mandase a una escuela de ingenieros, y solía leer los informes técnicos que llegaban de sus astilleros de Whitebillet, en el Clyde, con mayor atención e interés que el que él mismo tenía tiempo de prestarles. La radio era su especialidad. Sir Reginald tenía un taller de mecánica en el extremo del jardín, construido cuando se instaló en Saint Aidan; pero el golf, la caza de la nutria y otros intereses locales lo ocupaban cada día más. Edith fue metiéndose gradualmente en él. Sir Reginald tenía un hombre empleado para mantener las máquinas e instrumentos en buen estado, y la ocupación del taller por Edith obligaba a este a cumplir bien con su trabajo. Así pues, su padre fingió no darse cuenta de sus actividades. Siempre le quedaba el recurso de sacarla del taller si le apetecía hacer personalmente algún experimento.
Edith había querido y admirado a Jane desde el principio. Jane pronto comenzó a sentir un afectuoso respeto hacia Edith, pese a que la ciencia y las matemáticas, principales preocupaciones de Edith, no significasen nada para ella. Entre Whitebillet House y el vicariato había pocos lazos de amistad, pero de niñas Jane y Edith solían encontrarse regularmente en la playa y, los días de lluvia, en la Biblioteca Pública. Jane solía someter a Edith pequeños problemas de inventiva para que se los resolviese: un atril que volviese las páginas a fin de poder leer en el baño sin mojar el libro; una máquina de rizar para los volantes de sus trajes de bailarina, mejoras en el metrónomo que usaba para practicar la danza, de forma que pudiese trabajar con cualquier tiempo, simple o compuesto, o incluso arreglar de antemano que acelerase o cambiase de tiempo al cabo de un cierto número de compases. No existía la ciencia pura para Edith; le gustaba trabajar con un fin práctico previamente determinado. Y fue la primera persona, además de la Mrs. Trent, mencionada en el segundo capítulo, a quien Jane hizo la confidencia de sus ambiciones teatrales, y la primera también que fue invitada a actuar de ayudante de escena cuando Jane ensayaba con la ayuda de su teatro de juguete.
Jane había pensado siempre en una compañía de teatro como una multiplicación de sí misma, todos los personajes encarnados en Jane Palfrey. Representaba incansablemente delante de un espejo de cuerpo entero, un personaje, luego otro, y el teatrito miniatura le era útil para recordarle lo que hacía cada uno de ellos en un momento dado. Mrs. Trent le sugirió una vez que formase una compañía con muchachos y muchachas del pueblo y representase una comedia por Navidad, pero Jane dijo que seguramente su padre querría convertir la obra en un Festival Benéfico e incluso asumir la dirección, y que, por otra parte, estaba tratando de enseñarse a sí misma cómo actuar y no a toda la población de St. Aidan.
Edith, que era la encargada de mover las figuras de cartón piedra bajo la supervisión de Jane, dijo un día (era el verano de 1923):
—¿No sería más divertido hacer que estas figuras se moviesen solas en lugar de tenerlas que empujar con la mano? ¿Y que hablasen, además?
—¡Oh, títeres! —exclamó Jane—. No se puede hacer gran cosa con ellos. Los movimientos son bruscos. Y manejar los cordeles es dificilísimo. En cuanto a la ventriloquia, es abominable.
—No es eso —explicó Edith—. Quiero decir «robots», muñecos de tamaño natural, probablemente de goma y acero, controlados por radio y accionados por el nuevo principio fototrópico, ya sabes: deriva de un estudio de cómo reaccionan las alas de las polillas a la luz de una vela. Tendría que ser posible. Tampoco hay necesidad de ventriloquismo. Con discos de gramófono radiados podrías hacerlos hablar. Pero tendrían que mover los labios de una manera convincente y poder bailar con elasticidad. Me encantaría probarlo. Podrías incluso trabajar con ellos sobre el escenario. Habría dos series de «robots», una de tamaño natural y otra más pequeña conectada con una especie de tablero de control. Alguien detrás del escenario manipularía el tablero de la serie pequeña y, al actuar sobre los botones y llaves, la serie grande respondería automáticamente. Tendrían lo que se llaman «claves de sensibilidad» en las articulaciones; la relación de estas claves de sensibilidad sería lo que contaría. Las expresiones faciales serían complicadas; conseguir la debida posición de clave facial a fin de obtener la risa, la mueca p el escarnio, daría mucho trabajo. Pero nada es imposible. Y las voces podrían ser todas tuyas. He descubierto una manera muy divertida de convertir en el gramófono la voz de una mujer en la de un hombre. Puedes cantar coros contigo misma, soprano, contralto, tenor y bajo.
—Estás loca —dijo Jane—. Pero te dejo probar. Si obtienes algún resultado nos asociaremos y haremos fortuna.
—Necesitaré cinco años —dijo Edith— y mucho dinero. Temo no poder contar con que papá compre todos los materiales que necesito. Tengo la suerte de disponer de un taller y de un buen técnico para ayudarme. Jenkins es sorprendentemente hábil.
—Perfectamente —dijo Jane—. No tengo dieciséis años todavía y necesito cinco para aprender mi papel debidamente. De un sitio u otro sacaremos el dinero. ¿Conformes?
Se estrecharon las manos. El plan parecía fantástico, pero ambas lo adoptaron seriamente, y cuando existe una completa confianza entre dos personas jóvenes y aptas y súbitamente se estrechan las manos tomando una resolución de este género puede fácilmente ocurrir que solventen toda clase de obstáculos y consigan un gran éxito en su empresa. Ya veremos como salió.
En primer lugar, Jane persuadió a su padre de que la mandase a una escuela de arte dramático. Eso era algo perfectamente respetable y el padre se iría acostumbrando a tener una hija actriz. Y al menos así la alejó del hogar, aunque, como ya hemos visto, sólo pudo permitirse enviarla a aquel colegio en Bristol donde la enseñanza era mediocre, exceptuando a la maestra de canto que era muy buena. De todos modos, siendo Jane como era, consiguió adquirir un gran número de conocimientos útiles, especialmente fuera de las horas de colegio. Mrs. Trent le había dado una recomendación para el carpintero de un teatro de la localidad, y la esposa del carpintero conocía a la dueña del hostal donde Jane se alojaba y la persuadió de que pasase por alto las frecuentes ausencias de Jane del hostal a horas indebidas. Jane se había procurado la libre entrada en el teatro y se pasaba noche tras noche estudiando cómo reaccionaba el público ante los malos actores. Tomaba notas y las transformaba en generalizaciones que después sometía a prueba. Cuando fue a Londres tuvo la oportunidad de hacer nuevas generalizaciones, estudiando la reacción del público frente a mejores interpretaciones.
Mrs. Trent, es necesario explicarlo, fue un tiempo la célebre Gwennie Pope, la reina del music-hall de la década de los noventa. Su celebridad le valió casarse con un rico canadiense, que se la llevó a vivir a la Columbia Británica. Diez años después, el marido quedó completamente arruinado y ella cayó enferma y perdió todos sus encantos, y finalmente él se suicidó y ella regresó a Inglaterra, donde alquiló una casita en Saint Aidan. Nadie sabía que Mrs. Trent era en realidad Gwennie Pope y era mejor que no se supiera. La iglesia reformista solía considerar a la gente de teatro como grandes pecadores; y aun cuando las personas de una cierta clase no compartían tales prejuicios, Gwennie Pope no tenía el menor interés en despertar su piedad recordándoles sus pasados triunfos. Iba al vicariato cada viernes a coser. Para una ex reina de music-hall, no cosía mal. La única persona de St. Aidan que conocía su historia era Jane. Solía sentarse a su lado a charlar mientras cosía, y un día una historia que le contó Mrs. Trent le dio mucho que pensar. Revisó cuidadosamente varios viejos volúmenes encuadernados del Illustrated London News, comparando los retratos de sonrientes artistas de music-hall con la solemne mascarilla de Mrs. Trent, hasta que finalmente halló su rostro. Mrs. Trent trató de negar que fuese Gwennie, pero Jane le arrancó la confesión jurándole no revelar la verdad ni a Edith. A cambio, Gwennie, que llevaba secretamente años suspirando por una persona a quien confiarse, la enseñó a bailar y le contó una serie de escandalosas anécdotas escénicas y sociales que llevaba embotelladas desde hacía veinte años. Gwennie había sido amiga íntima durante algunos años del abuelo de Jane, el marqués. «Un verdadero gentleman», solía llamarlo Gwennie. Esta había trabajado con los ballets, revistas y comedias musicales, y fue un día famosa en el cancan, levantando la pierna más alto y rápido que ninguna otra bailarina de Francia e Inglaterra; cenó más de una vez con el viejo rey de los belgas y en cierta ocasión había tenido el privilegio de compartir los honores con Lily… Dan Leño y Phil May habían estado enamorados de ella, y Sir Henry Irving organizó una vez una merienda con champán a orillas del Támesis en su honor. Recordaba a Marie Lloyd como una mujer alocada, subiendo y bajando por City Road, entrando y saliendo de la «Taberna del Águila».
—Yo era una auténtica cómica, querida, nacida en el teatro mismo, pues vine al mundo en el camerino de mi madre durante una tournée. Fue en Coventry, creo. Llevábamos el teatro con nosotros; era de los que llamábamos «transportables». Hoy ya no existen. Consistían simplemente en unas planchas de madera numeradas que se montaban formando escenario y butacas. Representé mi primer papel a los cuatro años, el de la Pequeña Willie del East Lynn. Y éramos gente respetable, no creas. Recuerdo una vez que fui a París con la compañía Barnes y me escandalicé al ver que las muchachas francesas no usaban mallas. El colorete y el rojo de los labios, los hacía desaparecer en cuanto había terminado mi papel; sólo las mujeres muy atrevidas lo usaban entonces fuera de la escena.
Gwennie era una buena profesora y Jane una discípula aprovechada. Gwennie había tenido una vez una amiga francesa especializada en danzas orientales que le enseñó a mover el cuerpo en forma ondulante como una serpiente, Gwennie le dijo que en aquellos tiempos eso era considerado como el colmo de la inmoralidad y fue muy censurada por haber trabado amistad con aquella muchacha francesa, pero hoy en día nadie daba importancia a estas cosas; formaba parte de la ciencia de la danza y Jane debería aprenderla. Jane la aprendió y la infantil inocencia de su expresión incrementaba el picaresco efecto.
Jane estuvo en el colegio de Bristol durante tres cursos hasta que fue expulsada por desaplicación, insubordinación y mala influencia (como cabeza de huelguistas) sobre las demás muchachas más jóvenes. Su padre aprovechó aquella expulsión para prohibirle continuar sus estudios y le encontró un empleo en casa de un viejo amigo suyo, profesor de economía de la Universidad de Londres. Jane fingió estar encantada de hacer lo que le pedían, porque le proporcionaba un billete para Londres y alguna ropa nueva. Pero quince días después se despidió del empleo y desapareció. Encontró colocación en la guardarropía de un teatro de barriada, donde abrió bien los ojos y aguzó los oídos. Mandaba postales a su casa de cuando en cuando desde distintos puntos de Londres y una vez fue a visitar a unos tíos para que tranquilizasen a su familia y le asegurase que no había caído en manos de los traficantes de blancas. Pero jamás dejó que nadie supiese donde estaba ni qué hacía, excepción hecha de Edith, con la cual estaba en comunicación regular a través de Jenkins.
Después encontró un empleo interino, durante una semana, en el mismo teatro, para llenar una vacante que se había producido inesperadamente; era un sketch llamado «Practicando»; una colegiala con un piano, realizando absurdas acrobacias. Fue un éxito, y a causa de aquello obtuvo un contrato para una gira. Introdujo algunos efectos cómicos y logró el ritmo y el plan general de la obra trabajando cuidadosamente con sus notas. Salía a escena con una peluca de color zanahoria, modificó la forma de sus cejas y se agrandó la boca. En aquellos tiempos adoptó el nombre de Doris Edward. Su nuevo personaje fue «Madame Blanche», una mujer desaliñada, que recitaba un monólogo, diciendo que dirigía una casa para perros extraviados; en esta palabra «casa» había un equívoco malicioso, y en cierta ciudad la Liga Pro Buenas Costumbres protestó, y el número fue retirado. Entonces pasó a ser Leonora Laydie, dama de la alta sociedad que buscaba aventuras en el mundo del hampa. Para este número Jane usaba tipos criminales auténticos como colaboradores. Los riesgos y peligros que corría Leonora tuvieron tanto éxito que otra en su lugar hubiese seguido interpretando a este personaje. Pero Jane no quería que la encasillaran, de manera que su nuevo personaje fue Nuda Elkan, la danzarina exótica. Jane había estudiado el modo de mantenerse estrictamente dentro de la letra de las disposiciones de Lord Chamberlain referentes al desnudo en la escena, y, sin embargo, aparecer durante casi todo el tiempo como si no llevase nada. Jane no sentía inclinaciones lascivas, pero tampoco tenía un sentido romántico de la modestia. Quería provocar en el público sudores calientes y fríos, y necesitaba hacer el experimento personalmente. Nuda figuraba una euroasiática, lo cual requería una peluca negroazulada y mucha tintura de nueces. Cuando Edith le escribió preguntándole: «¿Por qué euroasiática?», ella contestó: «Porque a todo el mundo le gusta un huevo moreno con el desayuno».
Nuda se retiró cuando Jane hubo estudiado suficientemente la mecánica del sex-appeal y coleccionado un cuantioso correo que incluía proposiciones de matrimonio y otras menos honestas por parte de ricos fabricantes, oficiales de la «Royal Horse Guards», príncipes egipcios, tenores negros y otros personajes de este calibre, a todos los cuales sorprendió por su inaccesibilidad. Nuda no fue nunca vista cenando con nadie, ni su nombre apareció en las columnas de sociedad de los periódicos, e incluso rehusó ocupar un palco en el Bazar Benéfico del Teatro. En su lugar estuvo Leonora Laydie. Durante un intervalo del período de Nuda, que proporcionó mucho dinero y ayudó a Edith a solucionar la parte difícil de sus investigaciones, Jane representó un acto que llamó La barbería. De nuevo necesitó un respaldo y contrató a tres hombres que halló en la cola de la Oficina del Trabajo, advirtiéndoles que si trataban de trabajar con originalidad los despediría inmediatamente. Uno era un ex marinero de la Armada de los Estados Unidos, pero originario de Huddersfield; otro había sido despedido del cuerpo de Porteros Uniformados por negligencia; el tercero, había sido cocinero en el «Black Watch». (Royal Highlanders). Hizo imprimir algunos ejemplares del guión, con objeto de que, cuando los «robots» de Edith, para los cuales había sido escrito La barbería, estuviesen en condiciones de trabajar, sus subordinados no se atreviesen a llevar aquella piececita por las salas de espectáculos por cuenta propia. Se atrevieron, sin embargo, una vez en Portsmouth, pero Jane les mandó la Policía.
La barbería estaba basada en el principio de que a las mujeres les interesaría saber cómo se comportan los hombres cuando están entre ellos. Jane tomó el papel de un muchacho joven, nuevo ayudante del barbero y adoptó el nombre de Roger Handsome. M’Ostrich, el «Squire» y J. C. Neanderthal eran los nombres de los clientes. El barbero se casaba aquella mañana, y por consiguiente no podía atenderlos. El joven Handsome, a quien confió la tienda, trataba de reproducir el palique confidencial de su dueño, pero los hombres no le hacían caso y sostenían una conversación casi indecente que suponían que no comprendería, en honor del barbero y su esposa. M’Ostrich (el hombre del «Black Watch»), a quien estaba afeitando su recia barba, era quien llevaba la conversación. La espantosa insipidez y crudeza de sus bromas eran la esencia principal del sketch. J. C. Neanderthal (el ex marinero), granuja vigoroso y algo borracho, hablaba de caballos y mujeres en tales términos que era imposible saber cuándo hablaba de unos y cuándo de otras. El «Squire» (el ex portero) representaba un anciano y respetable caballero que, sin embargo, se reía silenciosamente escuchando a los otros y acababa mezclándose en su conversación con las traviesas agudezas de un clubista eduardiano. El momento culminante de La barbería se alcanzaba al entrar alguien en la tienda para decir que la mujer de M’Ostrich había fallecido en un accidente de circulación. Inmediatamente cambia toda la atmósfera y se pasa de la obscenidad a la compasión. M’Ostrich acababa de afeitarse, porque sólo tenía media cara hecha, y solloza desconsolado. Los demás lo consuelan. Handsome queda profundamente afectado y el trabajo prosigue lentamente. Después resulta que no se trataba de Mrs. M’Ostrich, sino de su suegra. De manera que todo el mundo volvía a ser el mismo de antes y cuando Handsome hace inconscientemente una reflexión sobre este punto, los clientes la reciben con vítores y se dignan, por fin, prestarle atención, admitiéndole en el diálogo.
En un capítulo anterior se ha hecho mención de que Jane leyó Tres hombres en una barca. El lector habrá supuesto que lo leía por mera diversión, pero Jane no leía nunca nada por mera diversión; casi todo era para documentarse. Citaremos un breve diálogo entre ella y Edith: Edith le dijo un día a Jane: «Yo no creo que la bromas sean graciosas ¿y tú?». Y Jane contestó muy seriamente: «No, no creo que lo sean, verdaderamente». Edith como persona científica, no podía creer en las bromas como fenómeno objetivo. Jane creía que las bromas formaban parte de su bagaje profesional, eran un medio de romper la reserva del público, pero no una cosa que hiciese reír. Jane consideraba Tres hombres en una barca un libro importante, escrito por un hombre con un extraordinario conocimiento del público. «El humorismo popular no puede apuntar nunca demasiado bajo», escribió una vez a Edith. Jerome K. Jerome era uno de los pocos humoristas ingleses que se ha dado cuenta de ello. (Surtees era otro). Bromas acerca de queso y de truchas rellenas en las hosterías ribereñas, o sobre el mareo en alta mar. Pero estas bromas requieren un fondo repugnantemente sentimental. Cuanto más antiguas y vulgares sean las bromas, más empalagoso tiene que ser el ambiente que las acompañe.
«El corazón de la noche está lleno de piedad de nosotros; no puede calmar nuestros sufrimientos; toma nuestras manos en las suyas y el mundo se hace pequeño y lejano en torno a nosotros, y llevados en su ala negra, nos sentimos transportados durante un momento ante una Presencia más poderosa que la suya y, bajo la portentosa luz de aquella gran Presencia, toda vida humana se abre como un libro ante nosotros, y sabemos que la Pena y el Dolor no son sino ángeles de Dios». (De Tres hombres en una barca).
Pero era un buen técnico. Al principio introduce esta especie de retórica irónicamente, y la corta en seco con alguna observación trivial de Harris o George. Después, gradualmente, va dando al sentimiento un valor igual al de la farsa. Un ejemplo de la farsa es el perro muerto que pasa llevado por la corriente poco después de que hayan hecho el té con el agua del río. Tres capítulos más tarde es una muchacha muerta la que pasa río abajo.
«Había amado y sufrido un desengaño, y sus parientes y amigos le habían cerrado la puerta. Teniendo que luchar sola contra el mundo, con el peso agobiador de su vergüenza, había ido cayendo paulatinamente cada vez más bajo. Durante algún tiempo se mantuvieron ella y su hijo con los doce chelines semanales que las doce horas de penoso trabajo diario le proporcionaban…».
Se necesita valor; valor y perfecta desvergüenza. Dickens poseía ambas cosas. El Mister Pickwick está construido con el mismo principio de contrastes. Por ejemplo, aquellos espantosos Cuentos insertados en el relato: «El cuento del vagabundo», «El regreso del presidiario», «Manuscrito de un loco», «El cuento del anciano», que son, probablemente, honestos recordatorios para el lector que la vida está hecha de explosiones de terror, tanto como de estallidos de risa. En realidad, el más simple de los melodramas.
«“¡Padre…, demonio!”, murmuró el presidiario entre dientes. Se arrojó con furia hacia adelante y agarró al anciano por la garganta… Pero era su padre; y sus brazos cayeron inertes a su lado. El viejo lanzó un grito que resonó por los campos solitarios como el aullido de algún espíritu del mal. Su rostro se amorató; la sangre brotó de su boca y su nariz y tiño la hierba de rojo oscuro, se tambaleó y rodó por el suelo. Se le había roto una vena y murió antes de que su hijo pudiese levantarlo».
No es una parodia. De ninguna manera. Dickens hizo exactamente lo mismo en sus obras serias. Sabía que no había tratamiento demasiado bajo para su público.
Así, en La barbería, explicaba Jane, el dolor expresado por M’Ostrich por la muerte de su esposa ha de ser un verdadero dolor, y el «Squire» y Neanderthal y Handhome tienen que ser completamente sinceros en su compasión. Y al final Handsome tiene que quedarse solo en la tienda del barbero cantando una canción sentimental que comienza «Al morir su amada esposa…», sin el más mínimo rastro de burla y tiene que impresionar al público. «¿Comprendes, Edith? Al público se le ha enseñado a creer que la vida es así, risas y lágrimas a la vez, y cree que el hombre que puede obligarnos a meternos el pañuelo en la boca para ahogar la risa y consigue después que lo saquemos de nuevo para secar lágrimas de compasión, es un genio. Pero en realidad no es eso. O es un tremendo sinvergüenza o un profesional experimentado de la escena. O quizás ambas cosas. ¿Qué era Dickens? Será mejor callarlo. Decir una palabra contra Dickens es como sentarse cuando la orquesta toca el himno nacional».
Más tarde, en 1928, Edith escribió a Jane una larga carta confesando su fracaso; la creación del «robot» había resultado demasiado difícil para ella. Había más diferencia de la que ella había creído posible entre la tarea de dirigir un torpedo o un avión por radio y la de mover muñecos bailarines de tamaño natural. Había conseguido animarlos fototrópicamente, pero sólo había logrado controlar los movimientos de brazos y piernas de una sola muñeca y aun así el control se estropeaba continuamente. Y no había conseguido hacerla cantar de una manera conveniente. Lo más honrado que podía hacer era informar a Jane de que la fabricación de un grupo completo de «robots» estaba enteramente fuera de sus posibilidades. Esperaba que Jane la perdonaría por haberla decepcionado, pero si algo podía hacer por subsanar su fracaso… Desde luego, si Jane creía que debía seguir adelante con sus experimentos estaba dispuesta a ello. Pero era un trabajo desesperadamente lento y espantosamente caro, además.
Jane le contestó que la cosa no tenía la menor importancia, porque las novedades científicas eran muy aburridas y no podía esperarse que nadie fuera a ver unos «robots» más de una vez, y aún así sólo por curiosidad. Y tenía ahora una nueva idea por medio de la cual la gracia de los «robots», que no era sino la completa sumisión de una compañía de actores al director, podía ser alcanzada con seres de carne y hueso. Era una ampliación de su método de La barbería. Formaría una compañía de actores, ninguno de los cuales tuviese más ideas que las que ella les inculcase; habría que dar a comprender que eran personas de una absoluta insignificancia, salvo como miembros de su compañía. Al menor signo de personalidad, serían despedidos. Si la obedecían ciegamente, vivirían suntuosamente, tendrían un excelente sueldo y cosecharían muchos aplausos. Una nueva especie de esclavitud. Había muchísima gente que gozaría siendo esclava; la gente perezosa. El único argumento real en contra de la esclavitud es que ocasionalmente se producían contrasentidos; es decir, que había esclavos que hubieran preferido ser dueños, y dueños que merecían ser esclavos. Transferiría a las actrices las diferentes personalidades que durante aquellos dos años se habían creado; y transferiría a los actores las personalidades masculinas de La barbería aumentadas y mejoradas. Y crearía uno o dos personajes secundarios más de cada sexo. Contaba, pues, con Edith para ayudarla a dirigir su teatro cuando llegase el momento y, entretanto, para estudiar las últimas innovaciones en la maquinaria escénica, iluminación, etc., de manera que su espectáculo tuviese todos los adelantos modernos. Tenía la mirada puesta en el «Burlington» cuyo arrendamiento terminaba dentro de un par de años. Entre tanto, haría una gira por América. Nadie tiene derecho a organizar seriamente un negocio teatral sin pasarse primero, por lo menos, seis meses en América. Los públicos americanos enseñan al actor a encontrarse en la escena como en su casa. Con los americanos es siempre aquello de «está usted en su casa».