IV. EL BAÚL FORRADO DE CINC

El domicilio de Oliver estaba situado en lo alto de Albion Mansions, casa de siete pisos de ladrillo rojo de estilo gótico Victoriano, cerca de Battersea Park. Allí se encontraba confortable, si bien un poco vejado de pensar que vivía en la ribera menos aristocrática del río. Le gustaba vivir porque era alto, barato, y además podía llevar fácilmente a su perro a pasear por el parque. Solía explicar a sus amigos que un piso agradable en una casa fea tenía ventajas que un piso desagradable en una casa bonita no podía igualar; y que, además, aquella casa era uno de los rarísimos lugares de aquellos alrededores cuya vista no incluía Albion Mansions. La broma no era original; se le ocurrió por primera vez a un pintor francés que alquiló habitaciones en la Torre Eiffel, pero pasaba por original entre sus amigos (todos ellos habitantes de la debida ribera). En cuanto a lo de agradable, era por lo menos limpio, cómodo y de buen gusto. Las fotos de grupos de escolares y universitarios que adornaban las paredes demostraban que, después de todo, no había pasado nunca del segundo equipo del colegio Charchester, pero que había jugado por el equipo de su colegio universitario en Oxford (uno de los colegios más pequeños), que había sido vicepresidente de la «College Debating Society» y que había formado parte de un club de bebedores llamado «Los celadores de la Iglesia». Sus estanterías de libros revelaban que había estudiado los clásicos, que se había interesado por la poesía contemporánea, la no peligrosa, durante sus años de Oxford, que fue miembro fundador de la «Book Society» y que era admirador de las obras de Eric Linklater, Mary Webb, Henry Williamson, Joseph Conrad, W. H. Hudson, los hermanos Powys y Sheila Kaye-Smith. Al parecer, sentía también predilección por los primitivos italianos; los cuatro grabados de los Médici que alternaban con las fotos escolares y con dos vistas de paisajes alpinos (mostrando ambas un grupo de escaladores atados por una cuerda), eran sobre temas de los primitivos italianos. Quizá le gustaba la música; en un rincón había una funda de guitarra. Los muebles eran sólidos, pero de estilo indefinido; las cortinas, de reps verde oliva, estaban descoloridas en los pliegues. Los adornos de la chimenea, consistentes en un gamo de madera tallada que iba a tono con las fotografías alpinas, algunos animales de cristal de Venecia y un trozo de lava del Vesubio tallada, sugerían que había visto al menos algunos de los primitivos italianos en su verdadera cuna. A Oliver le gustaba ser considerado como un hombre de amplia cultura.

Había recogido el desayuno y estaba ocupado vaciando un baúl forrado de cinc, frente a la ventana. Buscaba el álbum de sellos sobre el cual hemos escrito tanto ya. Le parecía recordar que estaba en el fondo. Encima de todo, cuidadosamente envueltas en papel de seda o en sus estuches de piel pasados de moda, estaban las cosas que habían sido causa de su querella con Jane cuatro año antes. Eran objetos verdaderamente selectos, que, de haber sido distribuidos con un poco de gracia por la habitación, le hubieran dado mucho más el aspecto de pertenecer a un hombre de amplia cultura. Tres miniaturas holandesas, indiscutiblemente auténticas, del siglo XVII; dos caricaturas en colores, originales de Rowlandson, representando escenas francesas de cuartel; una madonna con el niño, de marfil tallado, probablemente francés del siglo XIV; un Libro de Horas, también francés, del mismo siglo, un bello copón de plata, inglés, de la pre-Reforma; y una primera edición del Shepheard’s Calendar, de Spenser. Pero en cuanto encontrara el álbum, todo volvería en el acto al baúl. Jamás se le hubiera ocurrido a Oliver sustituir aquellos grupos fotográficos, aquellas escenas alpinas y aquellos grabados italianos por las miniaturas holandesas y las caricaturas de Rowlandson; ni poner la Virgen sobre la chimenea, quitando previamente el gamo; o colocar el copón sobre el mueblecillo del rincón en lugar de la copa de plata que había ganado, el año 1923, en Charchester, por llegar segundo en una carrera de obstáculos para menores de dieciséis años; ni poner el Spenser y el Libro de Horas en la estantería junto con los demás libros. No, jamás se le hubiera ocurrido, aun cuando hubiese estado convencido de la honradez de la mujer que le limpiaba el piso y de los amigos que lo visitaban, porque era un hombre suspicaz; incluso aunque hubiese tenido el convencimiento de que aquellos objetos preciosos eran propiedad suya tan inalienable como el gamo, los grupos de colegio, la copa de plata, la lava tallada y, naturalmente, el álbum de sellos. Pero en realidad no podía sentirse así de seguro. El baúl forrado de cinc era una especie de museo privado que se abría acaso una vez al año, todo lo más. Las piezas de aquel museo tenían una historia embarazosa; podría decirse que las tenía en calidad de préstamo. Su madre se había casado contra la fuerte oposición de su familia, los Palfrey. (Oliver era un Price; así como, naturalmente. Jane, pero esta había adoptado el apellido Palfrey como nombre de teatro, cosa que Oliver consideró siempre de mal gusto). El marqués Babraham, que tal era el título del abuelo, se había negado a dar dote alguna a su hija, pese a que era sumamente rico, comparado con otros marqueses modernos. Pero ella, nada más cumplir los veintiún años, se vengó de la familia bonitamente: arramblando con cuantos objetos de arte —hallados en cajones, estanterías, rincones oscuros y sagrario de la capilla— logró meter en el único maletín con que escapó del castillo una mañana temprano para no regresar nunca más aunque, eso sí, dejando una breve nota explicativa sobre la mesa de la entrada. Todo aquello estaba ahora en posesión de Oliver, salvo algunas monedas griegas de oro y plata y unas exquisitas cajas antiguas de rapé francesas, de esmalte, que su madre había vendido discretamente a unos compradores americanos, para adquirir, a cambio, algunas ropas. Se había desprendido de esos objetos, que procedían de las colecciones reunidas por su abuelo y tío abuelo porque no poseían ningún valor sentimental.

Oliver no había conocido siquiera la existencia de esos tesoros hasta marzo de 1930, en que su padre, en su lecho de muerte, le había dado una llave diciéndole que fuese a buscarlos en la caja de los documentos, que estaba en el ático, donde los tenía guardados. Le había resultado difícil a su padre hablar de ellos y no sólo por la gravedad de su estado. «Hijo mío —le dijo—, como tú sabes, tu madre era una mujer notable bajo muchos conceptos. Procedía de una familia antigua y un poco rara. Estos objetos pertenecen en realidad a Babraham Castle, pero ella se negó siempre a devolverlos: se creía moralmente con derecho a una participación en los bienes de la familia, pese a haberse peleado con su padre. Varias veces insistí en que los devolviese, pues me horrorizaba pensar que el marqués pudiese perseguirla por la Justicia para recobrarlos. Pero tu madre decía que no era probable que se diese cuenta de la desaparición, y yo me consolaba con la idea de que si se daba cuenta lo atribuiría a uno de los sirvientes».

Oliver le preguntó a su padre si era su deseo que aquellos objetos fuesen devueltos al castillo, pero el moribundo replicó que la cosa parecería extraña y que sería arrojar un descrédito sobre la memoria de su madre. Seguramente la pérdida ya había sido olvidada. Además, las monedas y las cajas de rapé complicarían lamentablemente las cosas; si Oliver devolvía sólo una parte de lo desaparecido, le podían pedir que devolviese lo restante. Era mejor quedarse con todo.

Su padre había seguido diciéndole: «Pero, por encima de todo, no quiero que Jane se entere de la historia de estos tesoros. Ya sabes la gran estimación que tenía por su madre. Y es imposible confiarle el todo, ni parte, sin referirle su historia. Y entonces podría sentir la tentación de venderlos en pública subasta y sin duda los peritos en arte reconocerían el copón y el Spenser, y ella diría que eran de su madre y que procedían del castillo; entonces los periódicos hablarían del caso, el marqués actual se enteraría y ya estaría el escándalo armado. Es mi expreso deseo, Oliver, que conserves todos estos objetos en tu posesión, durante algún tiempo, por lo menos».

La madre había muerto tres días antes, a causa de unas ostras contaminadas que también había comido el padre, el cual sólo la sobrevivió dos días. Jane estaba a la sazón en América, de manera que Oliver tuvo que ocuparse de todo. Cuando Jane regresó, la primera cosa que hizo fue preguntar qué había sido de las cosas que su madre había «birlado» del castillo; quería su parte. Oliver quedó atónito de que lo supiese, pero ella le explicó que su madre le había hablado de ello hacía años. Había abierto la caja de los documentos con una ganzúa un día en que andaba buscando sellos (Edith Whitebillet le había hecho una vez una ganzúa para que pudiese registrar donde quisiese) de manera que conocía ya su existencia antes de que su madre le hubiese referido aquella historia. Reclamaba el copón, el Shepheard’s Calendar y el Libro de Horas. Él podía quedarse con los Rowlandsons, la Virgen y los tres cuadros holandeses que a ella no le interesaban tanto y eran más de su estilo.

A Oliver le enfureció su osadía, su codicia y su empleo de la palabra «birlado». Le dijo que el último deseo de su padre había sido que todo aquello permaneciese en su posesión, porque no tenía confianza en qué ella no lo vendiese. Pero Jane no armó escándalo, como Oliver había temido. Se limitó a decir: «Pero papá no tenía derecho alguno a disponer de estos objetos, y tú sabes muy bien a quién hubieran ido si mamá hubiese dicho algo sobre ellos».

—Me parece que papá conocía mejor los verdaderos sentimientos de mamá que tú —dijo Oliver.

—Papá no fue nunca enteramente sincero respecto a sus propios sentimientos —respondió Jane—; de manera que, ¿cómo podía estar seguro de los de nuestra madre?

Oliver le comunicó que su madre, que había muerto sin testar, había dicho: «Todos mis bienes particulares irán a Jane». Pero aquellos objetos no eran bienes particulares de su madre; eran bienes vinculados de los Palfrey, a los que no tenía derecho.

—¿De manera que tienes intención de quedarte con ellos?

—De momento, sí.

—Muy bien, me niego a tomar parte en una discusión vulgar sobre bienes de familia estando nuestros padres apenas fríos en sus tumbas.

—Me parece que te llevarías el premio de la vulgaridad —dijo él encogiéndose—. «Fríos en sus tumbas…» parece la expresión de una verdulera. Jane no hizo caso, y prosiguió:

—Mamá siempre dijo que, en el fondo, eras un granuja, pero que tardaría probablemente en verse, porque llevas pegada la coraza de tu educación en escuela privada.

Oliver respondió que si su madre había dicho esto, la cosa estaba fuera de lugar, por haberles defraudado a todos al cometer un robo.

Jane sonrió con crueldad y dijo:

—Perfecto. No podías decir otra cosa. La típica respuesta Price. Y ahora, si quieres seguir conservando todos estos objetos de los Palfrey, después de haber reconocido que mamá no tenía derecho a tenerlos, consérvalos. Métete bien en tu conciencia que mamá era una ladrona y que tú eres un encubridor de lo robado. Respeta la pobre y honesta voluntad de nuestro padre moribundo. Desde luego, Oliver, eres un hombre absolutamente insoportable.

—En todo caso, no vas a llevarte estos objetos, eso es todo.

—Muy bien, querido Oliver. Si no quieres darme nada, no me lo des; no voy a acudir a la Policía por eso. Lo dejaré sobre tu pervertida conciencia, y ¡adiós muy buenas…!

Desde entonces no lo había vuelto a ver hasta ayer, en la galería.

Oliver desenvolvió las Horas. Hora Beatae Virginis Mariae. In usum Parisiensem cum Calendario. Sintió un placer malicioso. Vitela. Debía de valer una fortuna. Iniciales iluminadas en oro sobre fondo azul o magenta; no, no era magenta propiamente dicho; el magenta era un color del siglo XIX. Era más bien un rojo damasco. Y aquellas curiosas miniaturas medievales pintadas en los márgenes: cetrería, laboreo, la Coronación de un Rey, la fiesta de Pentecostés, la Pesca Milagrosa, el pobre Job con sus diviesos, una dama en la Corte paseando por un jardín con un libro en la mano (probablemente aquel mismo libro), y su perrito dando caza a una enorme mariposa. Las rosas, los lirios, los alhelíes… La dama de la Corte se parecía algo a su madre; tenía los dedos largos, la nariz recta y una expresión abstraída. No había comprendido nunca a su madre. Pertenecía a un mundo completamente distinto al suyo.

La pregunta se presentaba de nuevo: ¿Qué hacer con las cosas? El actual marqués, un primo tercero o cuarto, no había nacido en los tiempos en que su madre se había llevado todo aquello; era australiano y fue descubierto sólo después de seis meses de continuos anuncios en los periódicos coloniales. Sería absurdo regalarle todo aquello. Era muy poco probable que un hombre como aquel tuviese la menor sensibilidad por la belleza en el arte o en la literatura. Sólo parecía interesarse por el polo, y mantenía el castillo constantemente cerrado, salvo un par de semanas durante la temporada de caza. El Shepheard’s Calendar, por ejemplo. «Conteniendo doce églogas apropiadas a los doce meses. Debidas al más noble y virtuoso caballero, el más digno de todos los títulos, tanto en saber como en caballerosidad, Mister Philip Sidney».

¡Ve librillo! Preséntate tú solo.

Como criatura de padre tosco…

—¡No, quédate, librillo! ¿De qué serviría que te enclaustres nuevamente en la sombría y húmeda biblioteca de Babraham Castle? Permanece aquí, en esta placentera residencia de Albion Mansions, al lado de la City de Londres.

Lo volvió a envolver, sonriendo, y abrió el estuche de piel de Rusia para echar una mirada al copón. Pensó en cuánto valdría. Su colegio de Oxford fue roundhead[3], durante la guerra civil, de manera que no había tenido que fundir sus metales, como habían hecho todos los fieles a la monarquía para permitir al rey pagar sus ejércitos. De manera que tenía todavía algunos objetos maravillosos en la cámara acorazada. Cuando él estaba allí, el director del colegio y los miembros de la junta de gobierno habían mandado buscar un perito para que los valorase. El viejo ecónomo le había enseñado al perito un copón de plata parecido a aquel, pero desgraciadamente se le había caído al suelo y se había mellado. El perito dijo bromeando: «Vaya, para empezar ya ha perdido doscientas guineas de valor». Oliver había olvidado el valor total, así disminuido, que el perito le había fijado. Varios centenares de guineas, en todo caso. Desde luego, el copón de Oxford podía tener algo excepcional en la cinceladura que este no tuviese. Lo mismo podía ocurrir con el Spenser. Su valor en el mercado dependía de si era realmente una primera edición o era una segunda «pirata», y aún suponiendo que fuese una primera, de si tenía tales o cuales características puntuables: aquel error de impresión en la cuarta línea de la segunda égloga, el colofón roto de la epístola de introducción, la omisión del emblema de Hobbinoll, y finalmente (nota cómica) la curiosa inserción hallada en el ejemplar de Speechly Hall, del anuncio del Aceite de Macassar Rowland… ¡Qué absurdo valor atribuyen los bibliófilos a los anuncios originales! Su padre tenía algunas primeras ediciones de las obras de Thackeray (Vanity Fair, Pendennis, The Newcomes), pero el librero sólo le ofreció diez libras por toda la colección. «Valdrían cinco libras el volumen —dijo—, si contuvieran los anuncios originales». Probablemente era un truco del librero, de todos modos. Son unos granujas, los libreros. Y su padre tan inocente…

Finalmente, pasando revista a todas aquellas reliquias del pasado, llegó al álbum de sellos. ¡Su querido y viejo álbum de sellos, con el lomo partido y pegado con papel engomado transparente, sus letras doradas deslucidas y sus puntas descornadas! «A Oliver con el cariño de su madre. Navidad 1918». Seguía la clásica representación de la Gran Bretaña empezando por el primer sello de Correos publicado, el penique negro. ¿Cómo era la estúpida historia aquella en «Aprenda el francés sin lágrimas»? Hacía referencia a un tal Monsieur A. qui désirait plus que toute autre chose un timbre-poste noir pour la gloire de sa collection philatélique. El autor entendió mal a Monsieur A., pretendiendo que quería sólo un sello negro, como oposición al rojo, verde, azul, naranja, bistre, magenta o gris castaño de los que tenía muchos, sin preocuparse de cuál fuese su valor en catálogo, con tal de que el color fuese el correcto. Monsieur B. era su rival, y Monsieur C. tenía el sello que ambos querían. Terminaba con la muerte de Monsieur A. Debió de escribirlo una mujer. A Jane siempre la habían gustado más los sellos por su color que por su rareza. Después de la Gran Bretaña, las Colonias británicas. Su serie de sellos de animales del norte de Borneo británico era completa. Dos series completas, mejor dicho, una nueva y la otra usada. «Supongo que Jane se imagina que va a destrozar las dos series con sus pinzas. Pero se equivoca totalmente». Europa. Allí estaba el España dos reales de la reina Isabel; un sello muy raro; canjeado por un compañero en el colegio contra una pelota de cricket casi nueva. Catalogado a 15 chelines.

En aquel momento algo cayó del álbum; un sobre. Lo recogió del suelo y de momento no supo dónde colocarlo. El sello era de Antigua, y encima había escrito en tinta: «Recibido. Abril, 1866»; y debajo, muy débil, en lápiz: «Insuficientemente franqueada, cóbrese». Entonces recordó que Jane se lo había incluido en una carta suya cuando estaba en su primer curso en Charchester. Después de su sarampión y dos cursos en aquel colegio tan raro, colegio de Ginebra, había ido a Charchester y se había llevado, naturalmente su colección de sellos, esperando que el álbum fuera la admiración de todos y que podría conseguir buenos trueques con los que había reunido en Suiza. Pero un antiguo amigo suyo de preparatoria, llamado Hazlitt, le avisó el primer día que coleccionar sellos era una cosa «que no se hacía» en Charchester. Era considerado juego de niños. Oliver protestó diciendo que tenía un amigo en Westminster que los coleccionaba y formaba además parte del Primer Equipo. Hazlitt dijo que si su amigo era un «campeón» y además del Primer Equipo, desde luego podía permitirse ser tan chiquillo como quisiera. Algunas veces portarse como un chiquillo demostraba que se era realmente «campeón». Además, Wesser no era Charchester. Dudaba que siquiera un «campeón» se atreviese a coleccionar sellos en Charchester. Y aconsejó a Oliver que diese su álbum a guardar al ama de llaves, en lugar de guardarlo en su armario de la sala común de los jóvenes. Alguien podía encontrarlo y reducirlo a trizas de papel para usar como pistas en el paperchase[4], el día de la fiesta del fundador, suerte que habían corrido los álbumes de dos o tres muchachos nuevos durante aquellos últimos años. Y que no dijese siquiera que había coleccionado nunca sellos, porque lo tomarían por un niñito mimado de su mamá y un perfecto idiota.

Cuando hubo pasado unas tres semanas en Charchester, revisando principalmente su vocabulario (ya que Charchester tenía sus expresiones propias y no estaba tolerado emplear las corrientes en otros colegios) y repasando sus principios morales (en Charchester se consideraba incorrecto trabajar más de lo estrictamente necesario para complacer al profesor; era honorable hacer trampas e incorrecto hablar de la familia, etc.), cuando hubieron transcurrido, pues, estas tres incómodas semanas, sin gran descrédito suyo, recibió una carta de su hermana Jane incluyendo este sobre de Antigua. Decía que una amiga suya, que deseaba permanecer en el anonimato, lo había adquirido de una fuente que debía permanecer anónima también, y que había consultado un grueso catálogo del primo de su amiga en el que no halló referencia de él, de manera que debía de tener un valor extraordinario. En el sobre había también una carta muy interesante referente a un naufragio, pero no quiso mandarla porque el sobre estaba arriba y ella tenía prisa para no perder el correo. La carta decía algo referente al sello.

Si quería verla se la mandaría la próxima vez que le escribiese. No había quitado el sello del sobre porque de esta forma tendría mucho más valor, ¿no era así? La dirección (Mr. Harry Young, visto por última vez en Canterbury Settlement, al cuidado de Mrs. John Whitebillet and Sons, Parliament Street, Liverpool, Inglaterra), estaba escrita con una letra tan pasada de moda, el papel estaba tan amarillento y la tinta tan descolorida, que nadie se podía atrever a dudar de que fuese auténtico.

No había leído la carta de Jane en seguida porque reconoció su letra y no quería que nadie la leyese por encima de su hombro. Además, notó en ella un bulto y supuso con razón que había una selección de sellos. De manera que fue a los lavabos y la leyó allá. No sabía qué hacer con los sellos; le daba vergüenza ir a molestar al ama de llaves otra vez. Tenía que buscar un sitio seguro donde esconderlos. Aquella noche los puso detrás de la fotografía enmarcada de su madre que tenía junto a la cama. No miró siquiera si había algún sello que no tuviese en la colección. Llegó a convencerse de que no le interesaban, que coleccionar sellos era un juego de chiquillos.

Puede mucho el espíritu de colegio. Hay algo primitivo en las obligaciones que le impone a uno. En Charchester había dos palabras, fas y nefas, que uno aprendía desde el primer momento. Fas era lo que estaba permitido; nefas, lo que no lo estaba. Era fas para un alumno de segundo año usar calcetines negros con un dibujo en el tobillo, pero era nefas para un alumno de primero usar otra cosa que calcetines negros lisos. Hasta el tercer año no era fas usar calcetines de color. Era nefas fumar o apostar en las carreras de caballos antes del cuarto año. Los cigarrillos y las apuestas eran también contrarios a los reglamentos oficiales del colegio, pero los reglamentos oficiales no tenían nada que ver con lo fas y lo nefas. Ciertas cosas eran sólo fas si uno era «campeón», como usar cuello de pajarita y pantalones gris claro o pasear cogido del brazo con otros amigos. Ser «campeón» quería decir formar parte del Primer Equipo de cricket o de fútbol. El hecho de estar en el último curso o haber ganado una beca universitaria; el haber defendido los colores del colegio en los campeonatos de boxeo de Aldershot; el formar parte del equipo de tenis o del de tiro al blanco, o poder dar dos puntos de ventaja a cualquier profesor al jugar con él al golf, y ganarle igualmente (como hacía Oliver a partir de su segundo año) no le convertía a uno en «campeón». Este título sólo lo confería el fútbol o el cricket; y sólo si uno estaba en el Primer Equipo. El Segundo no le daba a uno categoría. Oliver no había llegado nunca a ser «campeón». Todavía le dolía. Hazlitt, que fue capitán de fútbol durante su último año, lo mantuvo fuera del equipo por rencor personal. Y además, con hipocresía. Le dijo que hubiera podido parecer favoritismo poner, en la vacante de medio centro, a un chico de su misma casa del internado, cuando había dos o tres de otras casas que eran casi tan buenos jugadores como él. Y luego se puso en evidencia al jugar él mismo de medio centro y dando su puesto de medio derecha a un muchacho nuevo. Y encima jugó malísimamente mal. Jamás pasaba a sus delanteros. Mucho grito y muchas jugadas melodramáticas, pero a la hora de la verdad, nada.

Para un «campeón» todo era fas. Si le daba la manía de coleccionar grabados de Baxter, exponer sus prejuicios políticos o quemar incienso en su estudio, sus caprichos tenían que ser considerados sagrados; podía mostrarse excéntrico. Su mismo «dormitorio» esperaba que haría alguna excentricidad para demostrar su independencia de los habituales «tabús» sociales. Pero raras veces ocurría, no obstante, que un «campeón» lograse ser realmente excéntrico. Él hecho fue que durante todos aquellos años el «campeón» se limitó, pues, a vivir preocupándose sólo de su eficiencia en los juegos y de cultivar una conducta tan consistentemente modesta y decente que ningún miembro de un comité escolar de selección hubiera podido decir de él (en el dialecto escolar): «Ese no me va, es un chivato» o «Ese no me va, huele que apesta». Sin embargo, tenía que adoptar alguna peculiaridad, alguna extravagancia para dejar constancia, ante su grupo, de su alto rango. Quizá podría dedicar su tiempo libre a adquirir experiencia y maestría con la trompa de caza, la gaita o el lazo. Un «campeón» con menos energía o menos dotado quizá compraría una colección de discos de música clásica y haría que sus Fags[5] se los pusieran una y otra vez durante las comidas, arrojando barras de pan o terrones de azúcar al que osase interrumpir la música moviendo una silla, tosiendo o haciendo ruido con la cucharilla en el platillo. «Tío». Hazlitt, por ejemplo, tenía la manía de coleccionar cerdos de porcelana; solía disponerlos en diversas posiciones sobre una mesa de juego tapizada de bayeta. Los fags tenían que quitarles el polvo dos veces al día, y cada semana habían de dedicarles una serenata con una canción que él les había enseñado, llamada Un viejo cerdo vivía una vez en una pocilga. Si se reían, les daba con un palo.

Durante cinco años el sueño de Oliver fue llegar a ser «campeón». Toda su vida escolar transcurrió con este sueño. Durante sus tres primeras semanas en Charchester, había comprendido, por las conversaciones que oía a su alrededor, que si quería triunfar en la vida, el interés máximo había de ponerlo en destacar en los juegos. El éxito en los juegos llevaba a obtener el título de «campeón». Ser «campeón» era la meta necesaria para llegar a miembro del Parlamento, a magnate financiero, a general de grado superior, a obtener éxito en la carrera que se eligiese. No se le ocurrió un solo instante dudar de que todas aquellas se abriesen ante los «campeones» al salir de la escuela. ¿Por qué, si no, giraría todo el sistema alrededor de la importancia de este título? Era la deducción natural. La educación de Charchester era «clásica» o «moderna». La clásica era un mero campo de ejercicio para el ingenio, la moderna, lo mismo, disfrazado; ternas modernos muertos en lugar de lenguas muertas, griego o latín. Era algo por lo que había que pasar, formaba parte del sistema y (según confesión de los propios profesores) ajeno al sentido práctico ordinario de la vida. «Lo que me gusta en Lucrecio —le confesó una vez un profesor—, es que la sustancia de sus escritos es, bajo todos los conceptos, insignificante. Si lo leéis en busca de conocimiento o buen sentido os informará mal y os confundirá cada punto. Pero ¡ah, qué nobles disparates! Concéntrense ustedes en la manera, caballeros, y olviden el fondo». Los juegos eran la única actividad seria que se realizaba y eran, además, obligatorios. Aparte de gruñir y refunfuñar en voz baja sobre la mala calidad de la comida o la estupidez de los profesores, y vanagloriarse del poco trabajo escolar que uno conseguía hacer, no había más que dos tópicos de conversación general permitidos. Uno de ellos eran los juegos. Y respecto al otro había que andarse con cautela, porque el director solía pasearse con zapatillas de fieltro.

En su escuela de preparatorio, que era «avanzada», las cosas habían sido completamente diferentes. Allí el alumno era estimulado a leer buenos libros y a entender algo de política, y había una granja anexa al colegio donde se aprendían cosas sobre los animales y la crianza de gallinas y el cultivo de los frutales: cada clase tenía un jardín, y los sábados de invierno se daban lecciones de baile con las niñas de un colegio vecino, y había también un taller de carpintería y una prensa en la cual los mismos alumnos imprimían la revista del colegio. Había incluso un juego, organizado por el director, en el cual se vigilaban los cursos de bolsa de valores y se especulaba con hipotéticos millones; pero cada uno tenía que justificar su inversión explicando por escrito los motivos que tenía para creer en su solidez. (Un muchacho llamado Guldestein ganaba siempre. Su padre le daba indicaciones. Oliver sospechaba que el director organizaba aquel juego para aprovechar las indicaciones del padre de Guldestein). Una vez organizaron una elección fingida, llevada a cabo debidamente y con todos los detalles. Oliver se presentó como conservador independiente y casi fue elegido. Pero en Charchester toda aquella interesante vida seudoadulta de pronto se había paralizado. En sus cartas a su casa, Oliver no trató de revelar el profundo cambio que se había producido en su actitud general ante la vida, pero la verdad es que no daba otras noticias que las referentes al fútbol. Jane le escribió preguntándole si los sellos habían llegado bien y si le habían gustado, especialmente el de Antigua. Le incluía algunos más. Oliver contestó, quizás un poco secamente, que ya no coleccionaba sellos, añadiendo que había dejado aquellas cosas en el preparatorio. El tono quería ser jocoso, pero, desgraciadamente, las cartas raras veces dan el tono jocoso por falta de signos ortográficos para expresarlo, si exceptuamos la exclamación, la cual deja demasiadas cosas al arbitrio de la inteligencia. Jane no captó la broma y le escribió una carta abominable, encabezada así: «Carta a un alumno del Colegio Privado escrita por su admiradora y hermana». Jane, a los trece años, era una chiquilla de una precocidad espantosa. Oliver había guardado la carta para quejarse cuando fuese a su casa. Allí la tenía, en el álbum:

LA VICARÍA

SAINT AIDAN

27, octubre 1912

Honorable hermano:

Ahora que has llegado de pronto a la categoría de hombre por la Gracia de Dios y, según las palabras del Santo Apóstol Pablo, has «abandonado todas las chiquilladas», tu abnegada hermana llora la muerte de un compañero de juego, inocente y alegre, si bien se regocija de haber ganado en su lugar un docto y cuerdo consejero y protector, conocedor de los secretos del mundo, maduro por el fruto de la edad, completamente á la mode y ceñida su frente por las mil hojas verdes de los laureles académicos —tú, cochino presuntuoso, tú—, ¡idiota impostor, que te imaginas demasiado superior para sostener correspondencia con una chiquilla de trenzas que recuerda tu infancia…! ¡Espera un poco a que vengas aquí a pasar las vacaciones y te enseñaré yo tu sitio en casa! ¡Prueba un poco tus altivos modales en la Vicaría, y verás lo que te ocurre!

Deseándote todas las bendiciones de Dios y mil prosperidades, Honorable hermano, se despide tu afectuosa, humilde, servidora y abnegada hermana,

JANE ELIZABETH PALFREY PRICE

Recibió la carta a primera hora de un domingo cuando se dirigía a comulgar. El obispo lo había confirmado poco antes de entrar en Charchester. La Sagrada Comunión era voluntaria. No eran muchos los que la celebraban, pero la religión era una de las pocas cosas libres en Charchester. Si un alumno quería tomar la Sagrada Comunión nadie aplaudía ni se mofaba; era, además, nefas discutir de religión en público, a menos de que uno fuese «campeón». Se alegró mucho de haberse levantado temprano aquella mañana para comulgar, porque todos los demás estaban todavía en cama y sólo el mayordomo había visto la carta que Jane había tenido la desfachatez de dirigir a «Master Oliver Price, al cuidado del doctor Grant, The School House, Charchester», exactamente como si estuviese todavía en preparatorio. Sabía perfectamente que en Charchester, como en cualquier otro colegio que se respetase, incluso a los alumnos nuevos se les daba, por mera cortesía, el título de «Esquire», y no estaban bajo el cuidado de nadie, sino solos. Eso era jugar sucio. Podía ser tan malvada como quisiera en su carta, puesto que todo quedaba entre ellos, pero dar un escándalo público escribiendo insultos en el sobre para que cualquiera los pudiese leer y reírse de él, pasaba de broma.

En Chaschester era nefas llamar a las vacaciones fiestas. Aquellas vacaciones, Jane y Oliver casi no se hablaron. Era una gran tentación, ahora que estaba de nuevo en casa, volver a sus viejas costumbres y maneras de pensar, y olvidar que era un alumno de Charchester y que se alojaba nada menos que en el School House. Pero, aparte seleccionar los sellos que Jane le había mandado y colocar en el álbum los pocos que tenían algún valor, como mera rutina, se abstuvo conscientemente de ocuparse de su colección. Fueron, pues, unas vacaciones muy aburridas, especialmente los días de lluvia, sin otra ocupación que leer y hacer solitarios. El próximo trimestre —era nefas decir «curso» en Charchester— no sería ya un «nuevo». Tendría el deber de prevenir a los recién llegados de las escuelas preparatorias, que en Charchester no se hacían colecciones de sellos; no es que fuera exactamente nefas, sino infantil… Sin embargo, hubiera querido saber algo sobre aquel sello de Antigua. Había pensado escribir pidiendo informes a Mrs. Stanley Gibbons, pero se contuvo. Debía ser seguramente un sello vulgar, olvidado accidentalmente del catálogo, pero tenía la seguridad de no haber visto nunca un ejemplar igual. En todo caso era claro a todas luces que sería una imprudencia sostener correspondencia con firmas filatélicas; podría ocurrírseles mandarle circulares a Charchester y tendría que dar explicaciones. Jane no le enseñó la carta referente al naufragio y él era demasiado orgulloso para preguntarle por ella.

Oliver expuso el sobre bien a la luz para examinarlo nuevamente. No, no era un sello bonito. El Antigua común, un penique, con la cabeza de la reina joven en diferentes tonalidades de rojo, era mucho más elegante. Este era de una fea tonalidad, castaño, tirando a lila, «burdeos» era probablemente la denominación, pese a que Mrs. Stanley Gibbons no la usase en sus catálogos. Pero no recordaba haber visto nunca otro sello de aquel mismo color. Había un barco y un faro situados de una manera extraña, a derecha e izquierda, debajo de un medallón octogonal que encerraba la cabeza de la reina. Cogió el catalogo y buscó «Antigua». Encontró que el primer penique, rojo, salió en diferentes fechas entre 1862 y 1876. «Rosa malva», «Rosa pálido», «Bermellón», «Laca», «Carmín», «Laca rosa». Diferentes taladros desde 14 a 16, de 12,5 a 14. Diferentes filigranas, «Small Star» y «Crown CC». El valor en catálogo variaba entre 12 chelines y 35, nuevo, según las filigranas y los taladros. Usado, oscilaba entre 4 y 5 chelines. El ejemplar de mayor valor era un sello sin taladrar, valorado en 12 libras el sello usado. Pero no figuraba el Burdeos. No mencionaba ni el barco ni el faro. La marca de Correos de la carta era «AO2», sin fecha. Había también un tenue matasellos rojo que resultó ser el de la compañía naviera que había traído la carta a Inglaterra.

«Antigua, penique —murmuró Oliver para sí, en voz baja—. 1886. Taladro, 14. Estampilla invisible». Sería necesario despegar el sello con vapor de agua. Preferible no hacerlo todavía. Mañana haré investigaciones. Podría darse el caso de que valiese algunas libras.

Tenemos que excusarnos por habernos extendido tanto sobre el fas y el nefas en Charchester; pero su influencia formativa sobre el carácter de Oliver no puede ser desdeñada. Como también es fundamental la circunstancia de no haber llegado a «campeón». Si Oliver hubiese conseguido ostentar la gorra del Primer Equipo su subsiguiente visión de la vida hubiera sido completamente distinta y esta historia hubiera tomado, creemos, un desarrollo más plácido y feliz.