Eso fue un lunes y por el primer correo del martes por la mañana, llegó una carta de Jane. Decía así:
17-9-34
Querido Oliver:
Te confirmo lo que te dije en la galería. El jueves, 27 del corriente, a las cuatro de la tarde, a menos que me digas que prefieres otro día y hora, estaré en tu casa con un montón de sobres, y un par de pinzas esta vez. Las pinzas no serán sólo para juguetear con ellas sino para sacar alternativamente los sellos de las páginas de nuestra colección; y los sobres, para meter en ellos los sellos, una vez sacados, por países. El álbum puedes quedártelo. Es un regalo de Navidad que mamá te hizo y me parece justo que te quedes con él. Si persistes en tu negativa de reconocerme los derechos que me pertenecen, acudiré a los tribunales. Y como mi razón es más fuerte que la tuya, y puedo pagarme un abogado mejor, y además, como las simpatías de cualquier juez decente estarán de mi lado y no del tuyo, te aconsejo que seas razonable y me recibas amablemente el jueves, a las cuatro, en tu casa.
Cariñosamente (condicionado a tu complaciente conducta),
JANE.
La carta llevaba un membrete que decía:
ASOCIACIÓN JANE PALFREY
BURLINGTON THEATRE
W. 1.
Se le había acabado el papel de cartas personal.
El rostro de Oliver se endureció. ¿Conque no le había dicho todo aquello sólo por gastarle una broma? Lo había dicho en serio, ¿verdad? Sería para él una catástrofe que Jane se llevase un solo sello. Se aseguraría de no estar en casa el jueves. O… bueno, quizá sería mejor quedarse y enfrentarse con ella y decirle claramente lo que pensaba. Se había marchado ayer sin darle siquiera la oportunidad de decirle de manera franca y punzante lo que pensaba de su conducta. En general, tenía un alto concepto de las mujeres (aunque, naturalmente, había pocas cosas que hiciesen tan bien como los hombres), pero no se fiaba mucho de su lealtad. En realidad, cuanto más dotadas estaban, y Jane era una mujer muy inteligente, tenía que reconocerlo, menos francas y leales parecían ser. Si Jane hubiese sido hermano y no hermana, y se hubiese suscitado una disputa sobre la posesión del álbum de sellos, ya haría tiempo que estaría solventada sin discusiones. En primer lugar hubieran jugado a cara o cruz para decidir si la colección era enteramente suya o era de los dos, y, en este último caso, la hubieran hecho valorar por alguien que hubiesen elegido de mutuo acuerdo y le hubiera pagado a ella de buen grado quedándose así con la colección intacta. La idea de dividir una colección laboriosamente reunida, de la forma que ella sugería, era escandalosa. Tan escandalosa, a su manera, como el juicio de Salomón que mandaba cortar una criatura por la mitad. Más escandalosa todavía, porque, en realidad, Salomón no lo decía en serio, y Jane, sí. Y Salomón ordenaba cortar en dos pedazos de un solo golpe de espada a la criatura, no hacerlo pedacitos con unas pinzas.
Cuando Jane era pequeña jamás aceptó lanzar una moneda al aire para solventar un desacuerdo con alguien. «No quiero dejar nada a la suerte», solía decir fríamente. Una vez, siendo niños, se habían perdido en medio de la niebla en las colinas de detrás de St. Aidan. Llegaron a una bifurcación del camino y discutieron cuál de los dos ramales llevaba a casa. Oliver le demostró lógicamente que el de la izquierda era el más indicado. «¿Ves este pino? —le dijo—. Tiene musgo en un lado. Los pinos tienen musgo en la parte norte, porque el sol no brilla de este lado y, por lo tanto, es más húmedo. Bien, pues St. Aidan está al oeste de aquí. Por consiguiente, este camino de la izquierda es el que hay que tomar. ¿Comprendes?».
Y ella había contestado: «Me tienen sin cuidado el musgo, el norte, el oeste y todos los cuentos de los inteligentes boyscouts perdidos en el bosque. No tomaré este camino digas lo que digas porque no me parece el indicado. Voy a tomar el otro».
Él la llamó obstinada, idiota. «¡Pero no ves que sube en lugar de bajar! Estamos ya a trescientos metros sobre el nivel del mar. ¡No es cuestión de subir más!».
Y ella replicó: «Te digo que no creo en tu camino. No tiene aspecto de llevar a St. Aidan. Debe de llevar a alguna cantera».
Entonces él le ofreció jugarlo a cara o cruz y ella se negó. «Yo tomo este camino y si quieres venir, vienes». Sabía que si volvía a casa sin ella habría un escándalo espantoso por haber abandonado a su hermanita exponiéndola a los ataques de los vagabundos y demás peligros, de manera que tuvo que asentir a pesar de su opinión. A decir verdad, el camino los había llevado, en efecto, a su casa. Trepaba durante unos centenares de metros y después comenzaba a bajar dando la vuelta en la dirección que él había lógicamente deducido ser la buena. Era evidente, por lo tanto, que el camino que él había querido tomar hubiera sido un atajo. Pocas semanas después llegaron al mismo sitio. No había niebla, y él tomó el otro camino para demostrar a su hermana que era él quien tenía razón. En realidad el camino se perdía un poco después de llegar a un granero y llevaba a una especie de pradera pantanosa, y Oliver tuvo que saltar varios muros, pero por fin llegó a la carretera. Esperó triunfante a que ella llegase. Esperó y esperó pero ella no llegaba y por fin pensó que para mofarse de él había corrido con todas sus fuerzas y que ya había pasado. Corrió, por consiguiente, para alcanzarla. Pero no consiguió verla ni siquiera cuando llegó a un sitio desde el cual la vista alcanzaba más de una milla. Esperó de nuevo y retrocedió por si acaso se hubiese torcido un tobillo o le hubiese ocurrido algún otro accidente. Pero no la vio. Algunas horas después la encontró en la vicaría; el coche del inspector de canteras la había recogido por el camino. No se le ocurrió siquiera esperarlo en la confluencia de la carretera y el atajo. Dijo que conocía aquella pradera pantanosa y todos aquellos muros altos y tambaleantes que había que escalar; los había probado una vez cuando él estaba haciendo de «Caddy». Jane era mezquina; brillante, pero mezquina. No tenía el menor espíritu de lealtad.
En aquellos días los actos de sabotaje eran su especialidad. Quizás lo peor que hizo en su vida fue esconder uno de los zapatos de fútbol de su hermano, el día del partido St. Aidan-Port Hallows. Sólo uno de los zapatos, no los dos. Oliver tuvo que jugar con unos zapatos prestados, y, naturalmente, no hay nadie capaz de jugar debidamente con un par de zapatos que no sea aquel que ha estado cuidadosamente ablandando desde el principio de la temporada.
Jugaba de medio centro y el medio centro es el que tiene que correr más. El problema era que tenía el pie muy ancho y un ocho normal le iba estrecho; siempre llevaba un ocho de horma ancha. Por consiguiente, tuvo que arreglarse con un par del nueve y rellenar lo que faltaba con algodón. Jamás consiguió desenmascarar a Jane, pero sólo había podido ser ella. Habían tenido una discusión antes del partido. Aquella tarde ella quería ir de compras a Port Hallows y durante el desayuno él protestó diciendo que como hija de su padre y hermana suya, haría muy mal efecto que la vieran pedir un billete para Port Hallows el día del partido. Tenía razón, porque el acontecimiento era realmente importante. Esto ocurría durante la huelga de las canteras en 1925 que duró seis meses. Antes de la guerra no se jugaba al fútbol por aquellas regiones; el único deporte era la lucha de gallos, en cuevas secretas de las apartadas colinas con vigías en los alrededores para señalar la llegada de la Policía. Una vez terminada la guerra, los obreros de las canteras que habían aprendido a jugar al fútbol en el Ejército, formaron una especie de club; pero sólo durante la huelga, mientras se aburrían de no hacer nada y dos reñideros de gallos fueron cerrados por la Policía (además de las serias multas impuestas), comenzaron a tomar el fútbol en serio.
Su padre, que tenía un profundo sentido político, se dio cuenta de que los obreros, que hacían huelga para conseguir un aumento de salarios y una disminución de horas de trabajo, no estarían muy favorablemente dispuestos hacia un rico Real Club de Golf, pese a que había traído prosperidad al distrito y los había empleado a ellos, cuando eran chiquillos, como «caddies». Por lo tanto, persuadió al Comité para que alquilasen el campo situado detrás del edificio del club como campo de fútbol a una tarifa moderada durante tres tardes a la semana. St. Aidan retó entonces al equipo de Port Hallows a celebrar un encuentro en el nuevo campo, uniéndose de esta forma, momentáneamente, los trabajadores y los capitalistas de St. Aidan en una causa común. Oliver y el hijo del tesorero del club de golf, que había sido portero del Repton, fueron invitados por los trabajadores a formar parte del equipo. Oliver estaba entonces en el último año de Charchester y había jugado regularmente en el segundo equipo del colegio. Esperaba ingresar en el primero después de Navidad, cuando el medio centro del colegio se habría marchado.
Naturalmente, el padre insistió en que Jane aplazase sus compras en Port Hallows para después del partido; aunque ella insistía en que tenía absoluta necesidad de comprar una pasamanería para el traje que había de llevar al día siguiente en un «garden-party». Su padre se mostró firme: «Hija mía, cuando seas mayor de edad podrás hacer lo que quieras. Pero hasta entonces, y después también, si sigues viviendo bajo mi techo, te exigiré, en mi calidad de padre, guardes las debidas formas sociales. Esta es precisamente una de tales ocasiones. Oliver y yo esperamos verte en primera fila esta tarde, presenciando cómo tu hermano defiende con entusiasmo los colores de St. Aidan».
Jane se levantó de la mesa, hizo ante su padre una profunda reverencia y recitó con los ojos bajos:
Muy bien, Señor.
Me habéis engendrado, criado y amado;
Yo os rindo mis respectos, como es mi obligación.
«Cordelia», del Rey Lear. Al padre pareció hacerle gracia así que él también sonrió. Entonces Jane se acercó a su hermano. «¿Me miras de reojo, verdad, granuja?». Fue tan rápido que él casi pegó un salto. Se volvió hacia ella y le gritó: «¡Déjate de recitar comedias, cómica de la legua!». «Y tú no me pises, futbolista de tres cuartos!», silbó ella; y empujando hacia atrás su silla «hizo mutis». También esto era del Rey Lear. Oliver lo supo después.
Jane tenía entonces cerca de diecisiete años y estaba matriculada en la Escuela de Arte Dramático de Bristol, hoy desaparecida. Jane estaba disgustada porque su padre no la dejaba estudiar en Londres, debido a que los precios eran demasiado altos. Jane había protestado, afirmando que no lo eran más que en Charchester. Su padre argüía que tenía más importancia que su hijo se educara en un colegio privado y en la universidad que no que ella siguiese un curso costoso en arte dramático; había nueve probabilidades contra una de que se casaría joven y en este caso sería dinero perdido. Jane no quería verlo así; creía que el dinero había que gastarlo según el talento natural, no según el sexo —como si ella no tuviera talento natural…
El caso es que Jane se levantó de la mesa y se marchó sin tocar sus huevos con tocino. Cuando alguien se levanta de súbito de la mesa a causa de una disputa y deja la comida sin tocar, produce un efecto muy deprimente sobre el resto de la familia, aun cuando sea evidente que no tiene razón. Los huevos se enfrían y te miran fijamente, como dos ojos grasientos; el tocino es una grasosa mueca. En las escenas de esta naturaleza, que se producían con cierta frecuencia, la madre solía esperar un par de minutos y después, tomando el desayuno lo subía al cuarto de trabajo de la hija (antiguamente el «nursery») para que lo tomase allí; pero en aquella ocasión no hizo nada de eso. No permitió siquiera que se tapase el desayuno con otro plato a fin de ocultarlo a las miradas del resto de la familia, que estaba ya tomando el pan con mermelada. De momento, Oliver pensó que su madre se mostraba firme, viendo la conducta de Jane bajo su verdadera luz y negándose a excusarla. Pero después se dio cuenta de que estaba secretamente del lado de Jane, de que lo que buscaba era realzar el efecto dramático de la silla vacía, del plato intacto. Y Jane debió de subir directamente a su cuarto y arrojar la bota de fútbol por la ventana. La bota fue encontrada unas semanas más tarde dentro de un seto de espliegos. Jane dijo que había sido el mismo Oliver quien la había arrojado aquella mañana temprano… contra un gato. ¡Poco convincente!
Fue un partido lamentable. El obispo metodista, que había protestado de que jugase al golf los domingos, arbitró. Era el único arbitro que los dos equipos rivales podían aceptar como probablemente imparcial; tenía una iglesia en ambos distritos. Su verdadera especialidad era el rugby (era oriundo de Pontypool); de manera que aquella mañana le habían enseñado algunas reglas de fútbol. «No me expliquéis demasiadas cosas, muchachos —les dijo— o voy a estropear vuestro juego». Entre St. Aidan y Port Hallows había una antigua enemistad. Procedía de una disputa por cuestión de pesca, en los albores del siglo XIX, en el curso de la cual un vecino de St. Aidan había matado a un pescador de langostas de Port Hallows con un bichero y había sido a su vez muerto con un saco de arena en un callejón oscuro cercano a su casa. El padre de Jane y Oliver dijo que tenía la esperanza de que la contienda quedaría ahora dirimida, convirtiéndose en una rivalidad deportiva sobre un campo de fútbol. Pero fue un partido lamentable, increíblemente sucio. Patadas, zancadillas, empujones, puñetazos, todo el mundo «offside». Cientos de aficionados de Port Hallows habían ido a ver jugar limpio. Ocupaban toda la línea de medio campo en una profundidad de cinco metros, y St. Aidan ocupaba la otra. La Policía del condado estaba allí en pleno y practicó varias detenciones durante el transcurso de la tarde. «¡Arriba con los Bicheros!». «¡Arriba con los Sacos-de-arena!». «¡Duro, duro!». «¡A ellos, muchachos!». «¡Aplástalo!». «¡Duro con él!». El obispo sólo tocaba el pito cuando la pelota salía fuera de campo y no era devuelta inmediatamente por algún espectador o cuando pasaba por entre los postes. Si pasaba entre los postes era infaliblemente gol, cualquiera que fuese la forma en que había entrado. Si había lucha entre los jugadores, se metía en el acto entre ellos y cogía la pelota. «Tranquilos, muchachos», gritaba, «¡Soy el reverendo Jones!». Lanzaba otra vez el balón, tocaba el pito y el juego seguía adelante.
Jane estaba en primera fila gritando con entusiasmo. «¡Vamos, St. Aidan, haced algo!». Porque Port Hallows ganaba por dos goles (uno de ellos un clarísimo «offside» y el otro metido sin querer por un defensa del St. Aidan cuando la pelota estaba parada). «¿Qué pasa con los medios? ¡A ver si sirven pelotas a la delantera!». Esperaba siempre un silencio para gritar. «¿Qué pasa con los medios?», y la muchedumbre repetía el grito. Pero, en primer lugar, la delantera no estaba nunca en condiciones de recibir un pase y, en segundo, Oliver no podía controlar debidamente la pelota a causa de sus botas. El suelo estaba duro y tropezaba a menudo. Gritó a la muchedumbre: «¡Me han robado las botas! ¡No puedo jugar con estas!». El público se echó a reír. El St. Aidan consiguió empatar poco después de empezada la segunda parte, primero con un gol oportuno metido con los puños y el segundo de un chut por alto realizado por el jugador del Repton en el momento en que el portero del Port Hallows no estaba en su sitio, sino bebiendo algo de una botella que tenía cerca del banderín de «córner». ¡Qué salvajes eran los del Port Hallows! Pero antes del final, cuando el juego estaba todavía dos a dos, Oliver aprovechó una pausa (mientras se llevaban a dos jugadores del Port Hallows con una patada en la cabeza, reduciendo así los equipos a ocho hombres por bando) para ponerse unos zapatos de golf. Iba mucho mejor, y esperaba que nadie se daría cuenta de los pinchos. Entonces el del Repton se adelantó y él y Oliver en seguida dibujaron una jugada hábil. El compañero chutó y consiguió un gol perfecto. «¡Offside!», rugió la muchedumbre de Port Hallows. ¡Y el arbitro concedió el «offside»! Inmediatamente repitieron la hazaña y consiguieron otro gol, que fue también anulado. Entonces se pitó el final del encuentro —cinco minutos demasiado pronto— y el marcador seguía dos a dos. El obispo habló con toda franqueza después. Era de interés público que no ganase ningún bando, y en cuanto al jugador del Repton, era un simple huésped del equipo, y haber conseguido más de un gol hubiera producido mala impresión entre los de la localidad.
Oliver se había ganado un ojo a la funerala gracias a un jugador del Port Hallows, que le atacó con los codos en alto, y tenía los pies tan destrozados por aquellas botas, que anduvo varios días cojo. Y poco después, iba un día caminando por una callejuela apartada de St. Aidan, donde vivían los obreros de las canteras, cuando, desde una ventana, una mujer le gritó en son de mofa: «¡Vamos, medio centro! ¿Por qué no das de comer a la delantera?». Aquello lo enfureció. Respondió: «¡Deles de comer usted misma, maldita bruja! ¡Qué coman carbón!». Aquello casi provocó una batalla. Un fornido obrero, un socialista anticuado, lo agarró por las solapas de la chaqueta y le preguntó qué significaba aquello de insultar a una mujer respetable y que si le gustaría ver a sus hijos morir de inanición delante de sus ojos por no tener un pedazo de pan y mantequilla que llevarse a la boca. Lo último que oyó antes de conseguir librarse y salir corriendo, fue: «¿Quién ha robado las botas del medio centro?». Un incidente sumamente desagradable, en suma.
En cuanto a Jane, no solamente fue felicitada por su padre por los ánimos que había dado al equipo con su entusiasmo, sino que se las ingenió para ir a Port Hallows en coche aquella misma tarde antes de que las tiendas cerrasen, porque su padre había tenido que ir también. Era sábado y sus lentes de recambio estaban en casa del óptico en Port Hallows, porque tenían la bisagra del lado floja y los que solía llevar fueron encontrados rotos en el suelo del estudio. Al parecer, la ventana se había abierto, porque todos los papeles estaban también en el suelo. Necesitaba los lentes para leer el sermón. El oficio lo sabía de memoria, pero tenía que leer el sermón y no podía leer sin lentes. Formaba parte de un «club de sermones» (de la misma manera que hay quien forma parte de un club de aficionados a discos de gramófono), regentado por un pastor retirado. Uno mandaba allí sus sermones y recibía, a cambio, los sermones de los demás; un viejo sermón en una parroquia es siempre nuevo en otra situada a razonable distancia. Así se ahorraba mucho tiempo. Desde luego, nadie tenía que saberlo, ni siquiera los capilleros, y nadie lo hubiera sabido de no ser por Jane. Esta descubrió que cuando su padre decía que estaba escribiendo su sermón, se limitaba a copiar uno pronunciado por otras personas, dándole un nuevo giro para disfrazarlo; lo mismo que los colegiales que a la hora de preparar la traducción latina la han copiado y no quieren que el maestro lo sepa. ¡Pobre papá! ¡Y un buen deportista, además!
El domingo siguiente al partido, Jane dijo a la hora de comer: «Has empleado la expresión según la luz de las Santas Escrituras, tres veces en tu sermón de hoy, papá, y es una expresión que no has usado nunca dentro o fuera de un sermón, en toda tu vida. ¿Es un sermón prestado, verdad? ¡Admítelo!». Papá, cogido por sorpresa murmuró: «Pues, entre los lentes rotos y una cosa y otra no he tenido tiempo de hacerlo mío». Y Jane se mofó: «¿Conque así es como llamas tú a la cosa, en? ¿Coger el sermón de otro y hacerlo tuyo? Estos paquetes que estás continuamente mandando y recibiendo de Peterborough, son sermones, ¿verdad? Ya hace meses que lo sospecho». Fue injusta con su padre. A veces escribía algún sermón, pero no era hombre de pluma; escribir le era difícil, pese a que tenía facilidad de palabra. Además, el Real Club de St. Aidan’s le tenía siempre ocupado con reuniones de Comité, y muchas veces tenía que ejercer el cargo de secretario, porque el titular bebía. Papá no era perezoso, ni mucho menos. En todo caso, parecía perfectamente claro ahora que los lentes rotos de papá era un nuevo sabotaje de Jane. Jane no se detenía ante nada si alguien le llevaba la contraria. Y ahora, con aquella carta vil, había saboteado su desayuno, y su buen humor para durante tres o cuatro días al menos. Pero aquella vez había decidido ir a la suya y hacer su estricta voluntad.