II. EN LA GALERÍA DE ARTE

Los hipotéticos hermano y hermana sobre los que se ha basado el precedente capítulo, se llamaban en la vida real Jane y Oliver. Jane tenía once años y Oliver, doce. Su padre, como se ha podido adivinar ya, era un vicario rural; pero hay que añadir que la madre era la hija de un marqués, que había decidido casarse con él cuando este era tan sólo capellán del castillo. El matrimonio se había celebrado contra la voluntad de toda la familia. (Las circunstancias serán explicadas más tarde). La fecha del año 1919 en la cual Oliver consintió en compartir la colección con Jane no se conoce con precisión, pero parece ser que ocurrió un par de meses después de que Alemania firmase el Tratado de Paz de Versalles, o sea, digamos, el 28 de agosto. Para entonces el suministro de alimentación era ya normal y en la confitería del pueblo podía comprarse chocolate y otros dulces. ¡Felices tiempos para los chiquillos hasta entonces privados de bombones! ¡Felices tiempos para los coleccionistas de sellos, también! Raras ediciones provisionales, sobres de vía aérea y sellos de países completamente nuevos…

Todo hombre normal habrá perdonado a Oliver por haber tirado a Jane de los pelos en su justa cólera. Se entrometió y cometió la innegable estupidez de separar los cuatro sellos juntos de un bloque de Terranova, cinco centavos, color menta, de una de las primitivas emisiones, digamos que de 1897, sólo porque le parecía más ordenado tener cada uno en su sobrecito transparente. Y sin duda alguna defendería a Oliver por continuar considerando aquello como «mi álbum», teniendo en cuenta cuan poco, al parecer, entendía ni se interesaba Jane por los sellos y con cuan poco dinero contribuía al mejoramiento de la colección. Pero toda mujer normal habrá felicitado a Jane por la destreza que demostró en adquirir ascendente sobre su hermano. Toda mujer normal se dará cuenta de que la conducta egoísta y autoritaria de Oliver merecía cualquier castigo que estuviese en manos de Jane imponerle.

Y si llama a Jane, riendo, una fierecilla, utilizará la palabra en un sentido lisonjero. Una fierecilla es una criatura que supera en astucia a un pequeño bruto.

El hombre normal proseguirá su proceso mental con creciente justificación de su manera de pensar, recordando historias de esposas de numismáticos que quitaron con oficiosidad la exquisita pátina verde esmeralda, acumulada por los siglos en ejemplares únicos de monedas griegas, con limpiametales y papel de lija, y los dejaron brillantes, como los botones de los uniformes de la Guardia Real; y de esposas de bibliófilos que sacaron las sobrecubiertas originales y cortaron páginas virginales de una primera edición. Y la mujer corriente proseguirá su proceso mental también, pero de una manera más personal: relacionando la historia de Oliver con algún recuerdo propio con un padre, un marido o un hermano; con alguna manera de proceder típicamente masculina, respecto a un automóvil, un receptor de radio o una casita de campo para los fines de semana.

Nuestro siguiente encuentro con Jane y Oliver se produce muchos años más tarde. Jane tiene veintiséis y Oliver, veintisiete. Están de pie uno al lado del otro frente a un gran cuadro al óleo en una galería de arte de Londres, de segunda categoría. El cuadro, que parece ser obra de un competente artista de la Academia Real de hace veinte o treinta años, se llamaba El Coleccionista de Sellos y fue en realidad pintado en 1920 por Sir Luke Salmón. R. A.[2], viejo amigo de su padre. Es más de la una y quedan pocos visitantes, lo cual hace que la coincidencia parezca más impresionante todavía; porque los dos hermanos hace cuatro años que sus relaciones son sumamente frías y ahora acababan de encontrarse casualmente delante de aquel cuadro mediocre, en un museo que, en el curso normal de los acontecimientos, jamás habrían pensado visitar. Pero en realidad no existe tal casualidad, exceptuando la circunstancia de que Mrs. Trent, que es encargada de vestuario del «Burlington Theatre», en el cual Jane es manager de actrices, vive en un piso precisamente frente a la entrada del museo. Y aquella mañana, Jane la había llamado por teléfono y le había encargado: «Hágame un favor. Gwennie, querida; vigile la galería de arte esta mañana y si ve a mi hermano Oliver entrar en ella, telefonéeme en seguida».

Mrs. Trent convalecía de una gripe y estuvo encantada de tener algo en qué ocupar la mañana. En cuanto vio entrar a Oliver, telefoneó a Jane, la cual llegaba al museo un minuto después. Jane vivía a la vuelta de la esquina.

—¡Hola, Jane!

—¡Oh, hola, Oliver! ¿Has visto la nota del Observer?

—No, siempre leo el Sunday Times.

—Y yo fumo siempre «Gold Flake». Supongo que sigues fumando siempre «Players».

—No nos peleemos, muchacha. Sólo quiero decir que no he visto en el Observer ninguna nota referente a la «Exposición de Pintura del Siglo XX al Estilo Popular del XVII», porque no leo el Observer ni lo he leído nunca, pero hay una columna entera en el Sunday Times. Decía que la obra era encantadora, y luego mencionaba de manera agradable a nuestro padre por haber contribuido a hacer famoso Saint Aidan. Así es que se me ha ocurrido acercarme a echar una mirada. No lo había visto nunca terminado. ¿Recuerdas?, fue a finales de las vacaciones de Pascua y tuve que volver al colegio, de manera que Sir Luke me pintó a mí primero, y a papá y a ti, después. Cuando fue expuesto tuve el sarampión y me mandaron a aquel colegio de Ginebra a reponerme. De manera que no lo vi.

—Pues yo vi el artículo del Observer. El Observer es siempre muy justo en pintura. En la mayoría de las cosas, en realidad.

—¿Lo crees así?

—Toma un cigarrillo.

—No, son «Gold Flake». —Oliver buscó en su bolsillo el paquete de cigarrillos y lo encontró vacío—. Vaya… —dijo—, temo que tendré que aceptar un «Gold Flake», o cualquier cosa que tenga tabaco dentro, excepto, tal vez una de aquellas «Resurrecciones de La Habana». ¿Has leído el caso este? Lamentable.

—A un gentleman le pueden ocurrir muchas cosas peores que verse reducido a fumar «Resurrecciones de La Habana». —Le dio un «Gold Flake». Cuando lo hubo encendido, ella añadió—. Imagino que te das cuenta de que no está permitido fumar aquí, ¿verdad?

—¿Por qué diablos no lo has dicho antes? —Se quitó el cigarrillo apresuradamente de la boca y lo arrojó al suelo, aplastando el cabo encendido, con su tacón.

—Porque supuse que te dabas cuentas. —Sacó un cigarrillo para ella y le preguntó si tenía una cerilla. Oliver estaba enfadado y dijo de mal humor:

—Vas bien si crees que voy a darte una cerilla.

—Entonces supongo que tendré que usar una de las mías. —Jane comenzó a fumar—. Lo único que pueden hacer es señalarle a una el cartelito «Se prohíbe fumar» y entonces basta decir: «¡Oh, perdone…!», y preguntar dónde se puede dejar la colilla. Esto siempre los deja perplejos. Pero, a menos de que te hayan visto encender la cerilla, siempre transcurre algún tiempo antes de que se den cuenta de que estás fumando. Se consiguen las primeras bocanadas. Y es en las primeras bocanadas cuando el cigarrillo tiene mejor sabor. O, por lo menos, esta es mi opinión con los «Gold Flake».

—Siempre he creído que las mujeres sois inmorales.

—Especialmente las hijas de clérigos. Pero ¿no encuentras este cuadro precioso? ¿No te parece que a papá se le ve muy tranquilo? Cualquiera que lo vea pensará que se ha pasado el día visitando enfermos y ancianos, organizando Asociaciones de Esperanza, escribiendo sermones con tres meses de anticipación, ayudando al sepulturero a cavar tumbas, enseñando a tocar las campanas y predicando a los borrachos del lugar. Parece que acabe de llegar, cansado, pero infatigable en su trabajo para la Causa, y, después de una frugal cena, se haya instalado en su sillón, después de preparar su requemada pipa y esté ayudando a su hijo a arreglar su álbum de sellos. El álbum de sellos de su hijo. No el álbum de sellos poseído a medias por su hijo y su hija. (¿Es que me hacían llevar en serio este horrible traje por Pascuas de 1920? No lo recuerdo). Sino el álbum de su hijito… El Coleccionista de Sellos.

—Ya me imaginaba que sacarías el tema.

—Considerando que el título da una impresión maliciosamente falsa, hubiera sido gracioso de tu parte que el tema lo hubieras sacado tú, especialmente pesando como pesa, al parecer, sobre tu conciencia después de tantos años.

—No pesa sobre mi conciencia. ¿Qué quieres decir?

—No te contradigas. Hace un momento has dicho que creías que yo iba a hablar de esto. Esto sólo puede significar que creías que tenía un legítimo agravio contra tu asquerosa conducta de aquellos días, la clase de agravio que una mujer decente no olvida en muchos años. Y que este agravio puede estar asociado en mi mente a tu similar asquerosa conducta en 1930.

—Si te refieres a nuestras diferencias de opinión respecto a las cosas de mamá, es un asunto que me niego a discutir. Pero, si quieres, discutiré lo de los sellos. ¿Cómo podría yo haber sacado graciosamente el tema de nuestra asociación en el álbum? ¿Es que tengo que pedir perdón por mi obstinada afirmación de propiedad? Sabes perfectamente bien que, salvo una mera ficción legal…

—No, no decía esto para humillarte. Pero pudiste introducir el tema de una forma indirecta. Hubieras podido decir algo por este estilo: «¡Pobre papá! Nuestra colección de sellos significaba mucho para él, ¿no crees, Jane? Fingía que no era digno de él jugar al coleccionista de sellos con nosotros, pero se divertía muchísimo haciendo alarde de sus conocimientos y simulando ser tan experto como nosotros». En todo caso algo tierno por este estilo conteniendo las palabras «nuestra colección».

—¡Jamás hemos sido expertos! ¡Jamás entendiste una palabra en sellos! Y no me gusta en absoluto la forma en que hablas de nuestro padre. Me parece un excelente retrato suyo; lo muestra tal como era… Un buen hombre y un buen deportista.

—Eso es lo que quise decir. En lo único que pensó nuestro pobre padre fue en el golf.

—Ejerció su ministerio con decencia. Más que con decencia. St. Aidan no era una parroquia pobre ni la gente era muy dada a la religión. De todos modos la mayoría del pueblo era no conformista. Celebró siempre los servicios necesarios, preparó candidatos para la confirmación, si por casualidad los había y luego había matrimonios, bautismos y entierros.

—Y visitas del obispo.

—Sí, ¿por qué no? Visitas del obispo.

—El obispo cada vez que venía a St. Aidan jugaba al golf.

—¿Y por qué no? La casi totalidad de la población era no conformista si lo miramos bien, salvo la aristocracia y sus parásitos. Y le gustaba jugar al golf tanto como a nuestro padre. Es una de las razones por las cuales lo querían tanto. El actual obispo es un estudioso del hebreo y se encierra en su despacho divirtiéndose con los midrashim —¡vete a saber lo que será eso!—, y he oído decir que la asistencia a la Iglesia es más baja que nunca. Además, papá hizo en St. Aidan, los mejores «links» en cien millas a la redonda. Búrlate si quieres de papá, pero ha hecho más por su parroquia que lo que puedan pretender haber hecho por las suyas el noventa y nueve por ciento de otros vicarios. Creó el Real Club de St. Aidan de la nada. Fue presidente durante quince años y sólo dimitió para que se pudiera ofrecer el cargo al príncipe y entonces llamarlo el Real Club St. Aidan. Y fue uno de los cuatro socios fundadores. El primer edificio del club fue el antiguo refugio de los «caddies», aquel barracón de plancha que hoy día ya no sirve siquiera para los «caddies»; ahora tienen una barraca militar para ellos solos con cuarto de aseo y mesa de billar. Y el nuevo club tiene sala de baile, cine y piscina, y armarios para cerca de mil socios y una pista de aterrizaje para los aviones. Estuve allí el otro día. Quedé asombrado. ¡Fíjate en la prosperidad que nuestro padre trajo a aquel lugar! St. Aidan no era más que una cantera y algunas granjas, y algún que otro veraneante. Ahora todo es golf. Y los hoteles que el golf ha creado. Y los baños que son posibles gracias a la carretera que el club construyó a través de los arenales. Y el tenis, desde luego. Desde que empezó el golf en St. Aidan, no ha habido auténtico desempleo. Y por lo menos diez «caddies» se han hecho profesionales del golf. Charlie Evans, ¿te acuerdas de él? Era de los primeros este año en el Open Championship. St. Aidan es hoy uno de los pueblos más ricos del país.

—Me gusta que los obispos sean obispos y los clérigos, clérigos, no buenos deportistas ni presidentes de las Cámaras de Comercio locales. Admiré a la gente que rompió nuestras ventanas cuando nuestro padre se declaró partidario del golf en domingo.

—¡Oh!, ¿sí? ¿Y supongo que aprobarías la protesta del ministro metodista?

—Me pareció la cosa más valiente que he visto en mi vida. Un hombre que puede pasarse todo el día en el primer «tee» de unos «links» famosos con los brazos en cruz, los pies juntos y una Biblia en cada una de sus manos extendidas, y que además no le pase nada…

—Yo llamo a esto un acto sencillamente blasfemo.

—Nuestro padre no hubiera tenido jamás el valor de cometer un acto parecido por defender una sólida doctrina eclesiástica. Ni para salvar su vida.

—Papá creía que la Iglesia debía evolucionar con el tiempo. ¿Y de qué le sirvió a aquel hombre ponerse en ridículo?

—Los obligó a todos a salir del «tee» de las señoras aquel domingo, incluso a Sir Reginald. A mí me parece mucho.

—Parece que estemos a punto de pelearnos. Detengámonos a tiempo. Dime, ¿qué tiene que decir tu Observer respecto al cuadro?

—Pues dice que el grupo está felizmente inspirado, que los personajes son fuertes y la técnica osada, pero que el principal interés para el público en general reside en aquella muchachita ligeramente altanera que se inclina sobre la mesa de la derecha, jugueteando con un par de pinzas; porque ha crecido ya hasta llegar a ser hoy ni más ni menos que…

—Tú misma, en realidad.

—Yo misma, eso es. Y si me preguntas mi opinión te diré que tu Sunday Times ha aprovechado mal esta noticia. Menciona a papá pero me omite a mí. Dime, Oliver, ¿qué ha sido de nuestra colección?

—La tengo por casa. Y no es ya «nuestra colección», te lo ruego. La tengo en mi posesión desde hace quince años, de manera que has perdido tu dudoso título hace ya tiempo. La guardo para mi hijo… cuando me case y tenga un hijo.

—No la has tenido en tu posesión desde hace quince años. Estuvo bajo la custodia de papá hasta hace cuatro. Y quiero la mitad de ella para mi hija… cuando me case y tenga una hija.

—Te quedarás con las ganas. Es mi colección. La empecé yo. He pagado prácticamente todos los sellos de valor que contiene. Yo era quien la entendía mejor. Tú, en cambio, no te has interesado nunca realmente por los sellos, y más aún, tu hija no se interesará tampoco, lo sabes muy bien. Empezaste todo esto por maldad. Siempre fuiste una niña caprichosa y mala.

—Y tú un bruto. Y te diré una cosa, feúcho; sólo por haber perdido la calma y habernos puesto en evidencia en un local público donde al menos yo he sido reconocida, incluso si no lo has sido tú, voy a insistir en tener la mitad de esta colección. Y vas a venir a mi casa, o iré yo a tu piso, y cogeremos el álbum, nos sentaremos juntos, y página por página sacaremos cada uno un sello por turno. Y a cada sello que yo coja te parecerá que te arrancan una muela. Y te vigilaré para ver qué sellos esperas que no coja y entonces los cogeré. ¿Lo ves?

—No, desde luego, no lo veo. Y te voy a decir además una cosa, mi lista hermanita Jane. Conseguiste el derecho a la mitad de mi colección con una sutil astucia. Mucho tiempo después le pregunté a mamá si habías realmente tenido la generosidad de gastarte el resto de tus ahorros en aquellos sellos de Centro América. Y por la forma en que sonrió…

Pero Jane había oído ya bastante y se alejaba. Oliver empezó a seguir sus pasos, tratando de acabar la frase, pero se dio cuenta de que se estaba comportando en público de una manera muy poco digna, ya que ahora había dos visitantes más en la sala. De manera que retrocedió frunciendo en ceño para volver a contemplar el cuadro. Con Jane a su lado no había sido capaz de ver nada. ¡La eterna pesadilla de Jane! ¿Cómo tenía el valor de…? Mecánicamente abrió su cigarrera y buscó un «Player», con la mirada fija en el retrato de Jane. Parecía una pobrecita inocente. Engañaba a todo el mundo.

Un vigilante le tocó el codo.

—Está prohibido fumar en la galería, señor…

—No fumaba —dijo Oliver irritado—. Además no puedo. No tengo cigarrillos. ¡Mire! ¿Y por qué no impidió usted que fumase la dama que estaba conmigo? Ha pasado usted por aquí tres o cuatro veces.

—Pues, verá usted, como admirador de Miss Palfrey, he de admitir que he hecho la vista gorda… ¿Quién no la haría? Sin querer ofenderle señor, pero si bien es mi deber indicar el cartelito a los visitantes que olvidan dónde están, no creo que en el excepcional caso de la visita de Miss Jane Palfrey… y habiendo tan poca gente, además…, no creo, señor, que sea mi deber ensombrecer el placer de su visita, si es que comprende lo que quiero decir, señor.

Miss Palfrey no pertenece a la realeza.

—No exactamente, señor, pero de la misma manera, por ejemplo, que al público no le gustaría verme llamar la atención a Su Majestad el Rey si se le ocurría encender un cigarro, tampoco le gustaría verme pedir a Miss Palfrey que apagase su cigarrillo. Y estoy seguro de que los propios miembros del directorio de la galería, si estuviesen en mi lugar…

—Vamos, vamos… —dijo Oliver—, ¿no está usted exagerando su fama? Personalmente, no siento una gran admiración por Miss Palfrey; no mucha, quiero decir. Pero soy su hermano, ¿comprende usted? Esto es lo que me distingue del público en general.

El buen hombre quedó impresionado.

—¡Oh!, señor, si hubiese sabido que era usted su hermano…

—Hubiera usted sido mucho más cortés. Hubiera usted esperado a estar verdaderamente seguro de que iba a fumar y entonces me hubiera dicho: «Perdone, señor, pero siento tener que rogarle que no fume en la sala». Y hubiera usted charlado un rato conmigo, y al final, hubiera insinuado cuánto le gustaría que persuadiese a mi hermana de que le dedicase una fotografía. No, si ya les conozco. ¿Me equivoco?

El empleado convino en que no estaba muy lejos de la verdad.

—Para mí, desde luego, no soñaría jamás en pedir una cosa parecida; pero para mi hijo es diferente. Oí a mi hijo Harold el otro día decir que daría sus orejas por tener un autógrafo auténtico de Miss Palfrey. No es como las demás de su profesión, ¿comprende? No da su firma a cualquiera. El otro día había un artículo en uno de los ilustrados del domingo que decía: «Por qué no firma autógrafos». Muy divertido y bien escrito, me pareció. La consecuencia es que un autógrafo de Jane Palfrey, auténtico, desde luego, es uno de los más difíciles de conseguir en el mercado. Y fotografías firmadas no existen.

—¿Por qué dice usted «del mercado»? ¿Es que su hijo comercia con autógrafos?

—Colecciona, señor. Es la moda. Me ha dicho que últimamente ha perdido todo interés por su colección de sellos. Colecciona fotografías firmadas, de actores y actrices y gente así; por una muchacha de quien está enamorado, me parece. Tiene dieciséis años, casi diecisiete. Está haciendo el último curso del «St. Mark’s College», en Hammersmith. ¿Es un Stanley Gibbons el álbum de este cuadro, señor? Mi hijo tiene un Stanley Gibbons también, edición 1916. Yo coleccioné sellos durante la larga temporada que pasé tumbado sobre la espalda, en el hospital, la segunda mitad de la guerra. Lo encontraba muy interesante. Mi hijo Harold ha añadido muchos ejemplares al álbum. Un día, sin duda, se casará y le pasará la colección a su hijo. Pero en cuanto a firmar, señor, lo siento…

—No, no, tenía usted razón. Una atención para con mi hermana. Lo comprendo perfectamente. Es lo que hubiera querido el público en general. Pero en cuanto a este autógrafo, Mr…

—Mr. Dormer.

—El hecho es, Mr. Dormer, que no veo cómo podré ayudar a su hijo a llenar este angustioso hueco de su colección. Comprendo sus sentimientos como coleccionista, y lo siento por él. Pero como me ha recordado usted mismo, Miss Palfrey no va por ahí distribuyendo fotografías dedicadas como si fuesen folletos publicitarios.

—Exactamente, señor. Pero, perdóneme, pensé que quizá como hermano…

—Esto es lo que cree todo el mundo, Mr. Dormer, y se equivocan. ¡Buenos días!

—Buenos días, señor. Espero sinceramente no haber ofendido…

—No hay ofensa, Mr. Dormer.

La encargada del guardarropa le entregó su bastón. Los visitantes estaban obligados a dejar sus bastones y paraguas en el guardarropa para evitar el riesgo de que hagan un agujero en algún cuadro. Quizá por esto también no se permitía fumar. Podían sentir la tentación de hacer un agujero con el fuego del cigarrillo. Y, sin embargo, no registran a la gente por si llevan armas de fuego, botellas de vitriolo u hojas de afeitar. Incongruente…

Algo por este estilo le dijo a la muchacha del guardarropa, pero ella contestó:

—Oh, no, señor. Es la compañía de seguros. No asegura los cuadros si se permite fumar. Mr. Dormer tiene que ser muy severo con esto. Ayer mismo estuvieron el ministro del Interior y su esposa y el gobernador del Banco de Inglaterra. El ministro sacó la pipa y Mr. Dormer se precipitó sobre él como un rayo…

Oliver pensó: «¿Entonces Jane es más importante que el ministro del Interior, su esposa y el gobernador del Banco de Inglaterra juntos?».

La muchacha del guardarropa seguía diciendo con orgullo:

—Ahora mismo hemos tenido una visitante muy distinguida, Miss Jane Palfrey. ¿No la ha visto usted? Es la niña del cuadro llamado Los coleccionistas de sellos.

El coleccionista, no los.

—Sí, señor. Debe haber venido a recordar su pasado. Jane Palfrey, en persona, sabe usted, señor.

—¡Jane Palfrey en persona! —Oliver repitió la frase con éxtasis irónico. Y dando media vuelta rápidamente, murmuró para sí mismo con creciente desprecio—: «Pero no Jane Palfrey en persona, no mi hermana, no esta inteligente, acrobática y aristocrática traidora de ojos grises y alma negra…».

(1)