XXVIII

—Un regalo.

Le entregó el sobre cuando ella se disponía a cruzar el control de pasajeros, separados unos metros del puñado de hombres, mujeres y niños que se precipitaban patéticos y ya furiosos hacia los guardias. En el exterior, con idéntica caligrafía a la de la primera entrega, él había escrito esta vez:

De tu compatriota

El matiz la emocionó. El trayecto del «su» al «tu» había sido más intenso de lo que Helena se había permitido suponer. Por eso cuando hizo ademán de abrir el sobre y él tomó sus manos con firmeza, ella sintió un estremecimiento:

—Mejor en el avión —dijo Antonio.

Lo besó. Besó sus labios fríos, para lo que tuvo que alzarse un poco sobre las puntas de sus pies, como una bailarina que hiciera el gesto de agarrar una manzana. Llevaba tres meses sin besar a nadie, desde los encuentros confusos en que los ya invisibles padres del pez habían merecido esa caricia. Pero el beso a Antonio era distinto. Un beso del «su» al «tu», un beso a cierta nostalgia de un padre, un maestro, un amigo con más experiencia.

—Mejor en el avión —repitió él.

Y la empujó suave pero decididamente hacia la riada que posaba sus bártulos sobre las cintas mientras se despojaba de relojes y monedas, gafas de sol y encendedores, cinturones y gorras, algunos contentos, unos pocos saciados, todos aturdidos a esa hora de la mañana por la luz que los había arrojado hacia el aeropuerto desde los distintos rincones de la isla, de vuelta cada cual a su placenta gris y anodina, incapaces al cabo de un par de semanas de reiterar otra cosa que no fueran los lugares comunes del turista.

Y él allí, con sus dos dedos posados en el ala del sombrero, alto y cargado de hombros, exacto en su madurez, diciéndole adiós para siempre a través de las órdenes que llenaban el aire.

Y ella allá, del otro lado, el sobre apretado contra el vientre donde el pez aguardaba el veredicto, mirándolo callada mientras deshacía el gesto del saludo, giraba en redondo, desaparecía de su vida sin volverse una sola vez.