El día antes de regresar a España, Antonio le propuso un doble programa. Visitar de mañana el palacio de Festos; saludar el crepúsculo en el valle de Amari.
Partieron hacia la llanura de Mesará temprano, con la luz incendiando ya el mundo con su llamarada salvaje. La noche anterior habían estado una vez más en la casa de Agalianos, aunque en esta ocasión, tras su habitual homenaje al cielo estrellado, habían pasado largo rato dentro de ella, bebiendo retsina. Helena pudo ratificar entonces su austeridad implacable. Era la casa más desnuda que había visto en su vida. Un espacio monacal, casi abstracto, la vivienda de un cartujo. Helena se preguntó cómo podía Antonio aparecer siempre tan pulcro sin disponer de un solo espejo donde mirarse. Se lo imaginó de madrugada, reflejándose en la superficie de alguna alberca mientras se afeitaba como un pionero, compartiendo el espacio con cabras y perros, o palpando su cuerpo y su rostro en ratos perdidos, con constancia extenuante, para adquirir de ese modo la disciplina y eficacia de un ciego, alguien que no precisa de otra revelación para conocerse de memoria. Sí se atrevió en cambio a preguntarle por qué en la casa no había ni siquiera una fotografía, una reproducción de un rostro querido, un paisaje añorado, la obra de un artista admirado.
Antonio habló entonces del poder contaminante de las imágenes, del hecho de que excitaban en las personas el ansia de posesión. Y añadió que a él, desde hacía años, le interesaba otro tipo de goce. Por ejemplo, apuntó, el que emanaba de la matemática. Porque, según Antonio, la matemática poseía una belleza inaprehensible. Una belleza que no merecía el elogio de la palabra ni exigía del recinto de la imagen. Una belleza que aspiraba a ser contemplada, cierto, pero de modo cerebral, no descrita mediante verbos ni adjetivos o registrada mediante iconos. O como la belleza de las estrellas, añadió con su índice extendido, que no cabía en ninguna reproducción, en ningún exordio, en ningún manual de historia de las mentalidades.
Ni Pascal ni Kepler, dijo Antonio aquella noche. Ni la conciencia humana conteniendo la vastedad del cosmos ni el espacio sideral esclarecido en trayectorias regulares. Su belleza, como estaban considerando en aquel preciso instante, tumbados sobre el tejado de Agalianos bajo el resplandor del Carro, y como más tarde seguirían dilucidando ya dentro de la casa, mientras bebían directamente del gollete de la botella de retsina como cofrades, consistía en situarse frente a semejante espectáculo durante un breve espacio de tiempo, media hora cada noche por ejemplo, para después darle la espalda, no contaminarlo con el deseo de la posesión. Tampoco con la pretensión vana y ridícula, siempre condenada a la esterilidad, de haber entendido lo visto. Pues bastaba saber que las estrellas estaban allí, sobre sus cabezas, y que ningún hombre podría reclamarlas como suyas, ya que en realidad pertenecían a todos por igual.
Una democracia pura del instinto, dijo Antonio bebiendo el último trago de vino. Y tras esa frase lo asedió el demonio secreto.
Helena recordó con claridad su gesto de abatimiento mientras en el coche alquilado ambos corrían hacia el palacio de Festos. Sí. Recordó haber permanecido allí sola, en la humilde, humildísima casa de Agalianos, presa del estímulo y la moderada euforia provocados por la retsina, mientras él rumiaba una pena, un dolor, un desastre del que ella no sabía cuántas palabras o imágenes podía exigir. Sí, había dicho Antonio más tarde, regresando sin huella visible de pánico o alivio desde su recurrente exilio. Y lo mismo sucedía con el amor. Existían amores que se consumían en cuatro meses mientras que otros duraban cuarenta años. Y no era que el amor que duraba cuarenta años fuera más digno o respetable que el amor que apenas duraba cuatro meses. No. No se trataba de eso. Lo que sucedía era que el segundo amor, para seguir mereciendo ese nombre, no podía durar más de cuatro meses. Y por eso un día, argumentó Antonio amparado bajo el techo más allá del cual colgaban los racimos estelares, cuando uno estaba en la cumbre de su enamoramiento, debía contemplar el cuerpo amado y entonces, sin rencor ni resentimiento hacia la vida, marcharse de su lado para siempre. Porque con esa belleza de la que Antonio hablaba sucedía lo mismo que con la belleza de las estrellas o de la matemática. Uno tropezaba con ella y sentía que debía apropiarse de lo que significaba sin avaricia ni pasión, como una experiencia moral antes que estética. Y uno sabía que debía dejarla partir sin ánimo de hacerle un retrato o dedicarle un panegírico, sin la voluntad de encerrarla en una placa fotográfica o condenarla a las páginas de una enciclopedia.
Cuando llegaron a Gortina, el sol era ya un tirano. Helena no estaba en absoluto de acuerdo con Antonio, discrepaba de su teoría a propósito de la incapacidad de la palabra y de la imagen para adueñarse de determinadas realidades, creía que en esa doble negación latía una sensibilidad infantil y, en el fondo, peligrosa por reaccionaria y mágica, pero no había deseado discutir con él. Helena asumía las rarezas de aquel hombre a quien consumía un fuego que ella no pretendía desvelar ni compartir, un hombre a cuyo lado, durante aquellas tres últimas semanas, había conocido sin embargo una intensa sensación de confort, el placer de los extraños, esa misma calidez que sintió renovada al contemplar su figura vestida de blanco y negro, con el eterno sombrero y su pulcritud inmaculada, caminando por las ruinas de la basílica de Tito en Gortina, aquella fortaleza de la fe construida hacía mil cuatrocientos años y cuyos restos, como los de un gigantesco huevo cósmico, Antonio recorría rodeado del zureo de las palomas, el grito de las chicharras, el latir del pez que en el interior de Helena discurría ajeno a la serenidad de las estrellas, la fragilidad de las imágenes, la pervivencia de los monumentos cristianos en un mundo pagano.
Una hora después, ya en Festos, Helena experimentó el consabido embrujo. A su alrededor, bajo la piedra noble, el sol alto, la llanura inmensa, todo hablaba de la edad del mundo, de su antigüedad y peso, del sentido capital y a la vez vano del transcurrir del tiempo. Y otra vez conoció aquella paradoja que suponía sentirse tierna, blanda, perecedera en una palabra, ante una obra que le hablaba desde el pozo de los siglos. Una obra que susurraba a Helena lo antiguas que eran su sensibilidad y su inteligencia, las galas de su educación, pero que, al ser admirada, le recordaba que apenas era una niña ante su primer deslumbramiento.
Y fue allí, en el propileo occidental de Festos, ante el vestíbulo que un día podría haber albergado el descenso de los dioses con su séquito completo de prebendas y astucias mitológicas, el desfile de ejércitos del orbe y el clamor de monstruos de los más recónditos bestiarios, fue allí, en el teatro maravilloso del esplendor minoico, donde Antonio intuyó el secreto que Helena había mantenido adherido a su piel durante el viaje, fue allí donde Antonio se atrevió a suponer qué la había conducido hasta Creta en completa soledad, fue allí donde una vez más, como un incendio imposible de apagar, lo asaltó la certeza de que toda persona guarda dentro de su corazón habitaciones en las que no desea mirar ni desea que nadie mire.
En la enormidad del palacio, en medio de la superficie desnuda capaz de contener miles de pasiones y de pasos, miles de respiraciones y de cuerpos, bastó un gesto preciso y precioso, un gesto en realidad minúsculo, pero tan revelador como la mano que descorre una sábana y muestra lo que la tela esconde. Porque unos metros por detrás de Antonio, cuando se disponía a encarar los peldaños del propileo y él se volvió un instante con una palabra cualquiera en los labios, Helena, detenida en la fragancia del verano insular, quieta en medio de tantos acontecimientos, daguerrotipo sucinto y perfecto de un instante que jamás se repetiría, los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta, se llevó a la parte posterior de su cadera la mano izquierda y cruzó sobre su vientre la mano y el antebrazo derechos, en ese gesto universal que todas las embarazadas ejecutan cuando de pronto sienten el cansancio, o la nostalgia, o sencillamente la emoción de su carga. De modo que cuando se detuvo para tomar aire, absorta y arrebatada en su doble cuerpo, a merced de aquella postura que la desnudaba de modo irremediable ante el mundo, Antonio supo.
El resto del día la observó con otros ojos, pensó en ella como en un asunto frágil aunque eterno deambulando entre piedras milenarias, un vaso valiosísimo, sí, más valioso que cualquier friso, que cualquier ley, que cualquier reina, insistiendo en conducir el coche de camino a Amari mientras ella lo contemplaba risueña y divertida, confusa y al tiempo agradecida por aquellas muestras de deferencia un tanto ampulosas con que él había abierto la puerta del coche, la había prevenido contra el calor y la había obligado a beber agua. Aunque ella jamás habría podido sospechar qué movimiento telúrico había provocado su gesto en Antonio, qué desprendimiento de mampostería vieja había vivido él al descubrirla allí, abrazada a sí misma y a su fruto aún invisible bajo el verano cretense, maga, cruz y victoria, hostia fecundada y llena, pero celosa de su equipaje, astro todavía invicto bajo el astro de la historia de Festos.
Y entonces Melambes, entonces Thronos, entonces Vistagi. Entonces, en el anfiteatro del valle de Amari, siempre bajo la protección del Ida, el coloso de piedra, la montaña sagrada, el hogar del dios que pautaba su recorrido por el crisol de belleza arcana, discurrieron de tarde en torno a la copa bruñida por la luz desde hacía miles de años, el hondón abrigado por las curvas de la carretera sinuosa, la sutura surcando los pueblos desolados en los que clepsidras rotas y cisternas agrietadas les devolvían la mirada insomne de los artefactos. Allí estaba otra vez: la belleza vacía del mundo, su espectáculo sobrecogedor, pues, como sucedía con la muerte, la presencia humana jamás resultaba tan evidente como en su ausencia.
Y al fin de noche, mientras ella rehusaba esta vez acompañarlo a Agalianos, pretextando el deber de las maletas que la esperaban en Kerames, la delicada atención con que él le tendió un último higo robado a los árboles del valle, un higo que Helena chupó con placer salvaje en su cama vacía a beneficio del pez y de sí misma, mientras Antonio, tendido sobre el tejado de su casa, buscaba en la noche estrellada una forma de belleza que esta vez, obtusa y ferozmente, se le negó.