XXV

Dos días más tarde, mientras se disponía a tomar el coche tras desayunar, Miss le hizo entrega de un sobre blanco.

Fuera, en cursiva, alguien había escrito con caligrafía firme y cultivada:

De su compatriota

Helena leyó la nota al descender a Pirgos, mientras se desnudaba en la cabaña del embarcadero donde cada tarde, a la caída del sol, algún pescador preparaba pulpo a la brasa para su familia.

Deseo invitarla a cenar en Agia Fotini. Pasaré por su casa esta tarde a las siete. Si la encuentro, entenderé que acepta. Si no es así, no me sentiré ofendido.

Nada más. Ni siquiera un nombre. La cortesía de un extraño expresada en forma vagamente imperativa.

Helena había venido a Creta buscando paz y soledad, y un desconocido la invitaba a cenar. No sabía bien qué pensar, salvo que, en el fondo de su corazón, la actitud del hombre en el restaurante, su brusca partida, la había inquietado. Y la inquietud es siempre una forma de atracción.

Una hora antes de las siete, dudaba todavía si aceptar la propuesta. Pero sentada sobre su cama, con los pies manchados de arena y el cuerpo oloroso a salitre, las manos abandonadas sobre el regazo, se descubrió a sí misma como una estampa del desconcierto. Decidió entonces que tenía menos que perder respondiendo a la invitación que dejándola pasar. Así que se duchó, se lavó el pelo, se pintó los labios, las uñas, los ojos. Llevaba diez días viviendo sin maquillaje y con el cabello encurtido en agua de mar. En el espejo, esa tarde, adivinó la máscara de una máscara.

Él se presentó puntual. Llevaba sombrero, pero no bastón, algo que Helena interpretó como una muestra de coquetería. Iba vestido con americana de lino, camisa, vaqueros y sandalias. Cuando ella bajó a recibirlo, él se destocó. Pareció diez años más joven, igual que un lienzo restaurado. Estrechó su mano con fuerza, como si Helena fuera un hombre, y sólo entonces dijo:

—Ha aceptado.

Sí. Había aceptado.

Lo pensaría una y otra vez durante aquella larga noche, sentada en la taberna a los pies del mar de Agia Fotini, mientras él contaba una historia extraña, llena de saltos en el tiempo, retrocesos y círculos, como si el desplegarse de la vida de un hombre pudiera atender a cualquier figura geométrica salvo a la línea recta, como si la vida de un hombre entre sus semejantes sólo pudiera ser una maraña, un ovillo, un torbellino en torno al cual fueran disponiéndose capas y más capas de luminosidad o de negrura, algo así como una cebolla que no tuviera carne en su centro, un edificio levantado sobre la pura majestad del aire.