La primera vez que vio al hombre pensó en una antigua película sin título, nacionalidad ni banda sonora, viva en su corazón por efecto de cierta educación sentimental. A lo lejos, recortada contra el mar, una figura alta, vestida de blanco y negro, con sombrero y un bastón en la mano izquierda, avanzaba hacia ella sin prisa, retirada unos pasos de la orilla. Era una escena tranquilizadora y plácida. Un hombre dibujado por una mano sabia entre el cielo, el sol y el mar, y una mujer que lo veía aproximarse.
Tardó un buen rato en llegar hasta ella, y cuando lo hizo Helena ya había olvidado que había visto al hombre. Quizá se hubiera adormecido. O quizá él se hubiera entretenido curioseando entre las rocas y el tiempo había volado. Era un hombre maduro, que había dejado atrás hacía años la frontera de los sesenta. Pero quedaba en él un vigor fresco todavía. Helena pensó, al ver sus hombros cargados y sus manos anchas, en un remero. Al pasar a su lado, ella hizo un gesto pueril: taparse los pechos con el libro que estaba leyendo. Él respondió a su pudor con un ademán antiguo: llevarse dos dedos al sombrero. Helena se supo ridícula.
No pensó más en el hombre hasta la hora de la comida, cuando lo vio llegar al restaurante de la playa, donde se reunían los habituales de cada día, en su mayoría jóvenes griegos que dormían en tiendas de campaña en la arena, parejas o grupos de amigos que huían del calor del continente durante los meses de julio y agosto, hombres y mujeres que sólo parecían conocer la euforia o la melancolía, viajando a bordo de camionetas alemanas y llevando aros en la nariz y en el ombligo, tatuados como maoríes y rodeados de perros, dueños de negocios de fotografía, diseñadores gráficos o simples desocupados que jamás la miraban y hablaban entre ellos con la morosidad de su lengua, un idioma que para quien lo desconocía, como era el caso de Helena, resultaba una invitación perpetua a la somnolencia.
El hombre se había sentado en la mesa vecina y se había dirigido en griego al camarero. Había comido feta, tomate, pepino, aceitunas y sardinas. Había bebido agua y una botella de retsina. Ella lo había observado con disimulo. Él no la había saludado. Helena recordó su gesto en la playa, tapándose los pechos, y volvió a sacudirla cierta vergüenza.
El principio de la tarde era espléndido, la luz caía sobre la playa como una avalancha clara. La arena estaba completamente vacía a aquella hora. Sólo el viento se hacía notar, un soplo constante y metódico. Helena pensó en un paisaje antiquísimo, anterior a la presencia humana en la Tierra, e imaginó la luz flameando sobre formas de vida extintas. Pensó también en el pez en su interior, el grumo sin conciencia ni recuerdos, un indicio de materia forjándose en una fragua, aquel pelotón de células que no significaba nada pero que podía cambiarlo todo.
La voz del hombre la arrancó de su ensoñación:
—Es hermosa, ¿verdad?
Helena no dijo nada y se limitó a mirar al hombre, cuyos ojos no se habían movido de la playa.
—Esta luz, quiero decir. Es hermosa. Tan pura.
Sólo entonces se volvió hacia ella y repitió el gesto de la mañana, aquellos dos dedos que subían hasta el ala del sombrero.
—Creo que entiende usted el español. Me fijé antes, durante mi paseo, en el libro que leía.
—Sí —dijo Helena—. Soy española.
Él no añadió nada y volvió la mirada hacia la playa.
En las siguientes semanas, Helena tendría ocasión de acostumbrarse a esa actitud, en apariencia inconsecuente con lo expresado un segundo antes, como si él sintiera la necesidad de regresar a un lugar solitario, de donde por un momento la cortesía o la curiosidad lo hubieran sacado, un lugar al que ni ella ni nadie estaban convidados.
Por ello cuando inmediatamente se levantó sin palabras, llevándose por tercera vez la mano al sombrero, y la dejó allí, sin otro gesto de despedida que aquel terco ademán de deferencia trasnochada, Helena se sintió menos insultada que confusa, como si hubiera sido invitada a una fiesta para de pronto, no sabía si por capricho de sus anfitriones o debido a una negligencia imperdonable, quedar excluida de las luces, las voces y la compañía.