XXIII

Helena había llegado a Kerames siguiendo el consejo de una novelista de renombre, de la que era amiga desde hacía tiempo, y con la que mantenía una relación lo suficientemente estrecha como para poder contar con su ayuda a la hora de encontrar un lugar donde ocultarse y lo suficientemente adulta como para no esperar de ella algo tan incómodo como la compasión o, incluso, algo tan obsceno como la compañía.

Helena, que era una lectora feroz pero generosa, más dada al entusiasmo que a la querella, entendió entonces, escondido tras su propio gesto, lo que ciertos autores perseguían de modo no siempre evidente: encontrar un lugar al que escapar. En efecto, unos pocos escritores colocaban entre sus personas y el mundo el muro de su trabajo. La paradoja de la escritura asaltó así a Helena mientras reflexionaba acerca del futuro de su embarazo. Porque lo que, en apariencia, era desnudez, visibilidad, aparición, significaba una estrategia para el ocultamiento. Los verdaderos escritores sólo escribían para no tener que mostrarse. Daban a luz al pez que llevaban dentro y esperaban que él hablara por ellos. O lo arrojaban por el desagüe y seguían ocultos.

Sus primeros días en Kerames transcurrieron, pues, pertrechada tras las historias narradas por otros, un elenco de nombres importantes y duraderos. (A Helena, con una sonrisa divertida en los labios, no le importó reconocer que su amiga novelista, su cicerone en la invisibilidad, no se encontraba entre esas presencias importantes y duraderas. Sus libros eran de una frivolidad insoportable. También, es justo decirlo, gozaban de un notable éxito). Por las mañanas desayunaba en su terraza, con el mar a la vista, agitado siempre por los vientos que animaban las olas blancas. Olas que a Helena le hacían pensar en la espuma de los belfos de centenares de caballos; dibujos de aquel viento que ajustaba los perfiles de cada objeto, lavaba la piel del mundo, arrancaba a la materia cuanto sobraba o estaba de más.

Desde la terraza, mientras comía galletas, melocotones y yogur, sin periódicos ni radio, sin teléfono ni televisión, abrigada en su cápsula vacía, admiraba cómo los olivos componían figuras imposibles, cómo las higueras se cimbreaban igual que ropa tendida a secar, cómo la tierra revivía cada amanecer bajo aquel soplo infalible. Después se duchaba, subía al coche y recorría los kilómetros que la separaban de las playas cercanas: Ligres, Pirgos, Triopetra. Era hermoso acudir allí, en casi completa soledad a pesar de ser pleno verano, y saber que en el norte de la isla, a escasa hora y media en coche, la gente peleaba con ardor por conquistar un metro cuadrado de arena. Había en aquella soledad, no importunada por familias ni turistas ruidosos, una soledad compartida con otros pocos asiduos iniciados en el secreto de aquellos lugares, una paz maravillosa, que durante su estancia en la isla la haría fantasear, en más de una ocasión, con la idea de permanecer allí para siempre, huida de todo y de todos.

Así pasó aquella primera semana plácida y meditativa, tan serena que en ocasiones, al regresar de noche a Kerames, Helena comprendía que no había cruzado una sola palabra a lo largo del día con ningún ser humano. Ella y su pez, a merced del viento y de los libros, en un rincón del mundo labrado en la lengua de las melopeas y los oráculos, aprendiendo el bello, noble y decisivo arte de desaparecer.