Primero había que viajar en dirección este, dejando a la izquierda el carrusel de playas punteadas por palmeras e iglesias ortodoxas, mientras se toleraba con paciencia el denso tráfico de camiones y la aberrante conducción de los isleños. Pero toda esa urgencia quedaba enterrada por la belleza del paisaje. La luz seguía ahí, absurda de tan inmaculada, como si el tiempo se hubiera detenido en una cifra del asombro. La luz era tan intensa que, de hecho, procuraba una paradoja que Helena no recordaba haber vivido antes: el sol no se veía. La luz no parecía irradiar de astro alguno, sino nacer de su propia voluntad, como un organismo autofecundado, que se reprodujera por partenogénesis.
Alcanzado Retimno, se giraba entonces hacia el interior, en dirección al sur, para enfrentarse con las primeras alturas, pues Creta es engañosa, una isla escarpada. No en vano, el monte Ida fue el lugar donde Amaltea amamantó al niño Zeus. Y había que buscar un lugar retirado para huir de la furia de un padre tan peligroso como Cronos. Así, la carretera hacia Kerames, su destino final, resultaba accidentada: valles cuajados de olivos, rebaños de cabras por doquier, promontorios custodiados por cementerios armenios, un pavimento salpicado de grietas, como si se viviera bajo la vigilancia de un terremoto perpetuo, y la mole del Siderotas: augusta, solemne, mineral.
De modo que cuando alcanzó el pueblo estaba cansada, hambrienta y se había perdido varias veces. Pero no le importó. La vista sobre el mar de Libia la sobrecogió. La isla componía allí una tesela de rocas desnudas, sin vegetación, y de recogidas playas formadas por guijarros pulidos como huevos, con huellas de incendios recientes y colinas que venían a morir directamente a la orilla del mar, redondas, blandas y cálidas como las tetas de la vieja nodriza.
Sí. Amaltea parecía estar en todas partes, derramando su leche no sólo sobre la boca del dios tonante, sino sobre el mundo antiguo y saciado. Muy pronto comprendería Helena que el mito, en Creta, era algo más que una colección de imágenes edificantes o un entramado pedagógico.
Qué vieja era aquella paz, pensó.
Al bajar del coche frente a la iglesia, el viento estuvo a punto de derribarla. Él sería su compañero inseparable durante su estancia en la isla. Un viento que, a pesar de su violencia, operaba como un lenitivo sobre el ánimo, incluso durante las noches en que sonaba con la fuerza de mil órganos: una especie de sedante salvaje.
Caminó unos metros hasta encontrar la casa. Dos plantas, espartana, un rectángulo de cal y hormigón expuesto a los elementos. Habitaciones frescas, pasillos ventilados, cristaleras sin cortinas. Una geometría primitiva en un entorno simple. Una arquitectura de la emoción, no de la intelección, nacida para ser vivida y gozada de modo natural, con la constancia de la respiración. En el tejado, hijas de otra sensibilidad, un rosario de antenas parabólicas. Un puñado de olivos del lado en que la casa se orientaba hacia el mar, un perro flaco jadeando bajo un tejadillo de uralita, las inevitables cabras rumiando el paso de las horas.
Y siempre, de fondo, el viento gobernando su música.
Gritó en voz alta un par de veces y nadie acudió. A la tercera llamada una mujer pequeña, de ojos ardientes, salió del interior de la casa secándose las manos en un delantal. Dijo llamarse Vagelio, aunque todos en Kerames la conocían por Miss, por alquilar su casa a extranjeros. Helena y ella intercambiaron información en un inglés dudoso, un idioma que, con cada frase, se parecía cada vez más a una mezcla de todas las lenguas soñadas, una especie de esperanto intuitivo. Convertida la incompetencia en virtud, al final ambas se rieron de su desconcierto. Pues aunque no habían entendido casi nada de lo que se habían dicho, nada tenía que ser explicado una segunda vez.
El hermano de Miss, un hombre bigotudo y callado, picado de viruela, llevó el equipaje de Helena hasta su habitación. No la saludó ni la miró, aunque trató sus maletas con el mismo cuidado que si contuvieran un tesoro de porcelana china. Fue el primer contacto de Helena con el carácter rudo y distante que adornaba a los varones cretenses, un carácter que se le antojó atractivo aunque teñido de fatalidad.
Echada en la cama, con el mar ante sus ojos como una sábana rasgada, sintió que dentro de ella el pez reclamaba su atención. Pero aunque quiso adornar con palabras antiguas la querella entre su cuerpo y el tiempo, no fue capaz, en aquel instante de reposo, de encontrar motivo alguno para la emoción o para el desasosiego.
Durmió plácidamente, con un sueño de bruto.