Contemplada desde el cielo, Creta recordaba a un pez arcaico, de una edad oscura, una especie extinta de monstruo marino que hubiera encontrado su lugar en las viejas cosmogonías junto a los dioses, los titanes, el amanecer de la cultura. Sin embargo, dentro del aire enrarecido de la carlinga, que olía a desinfectante y a sudor, Helena no contemplaba el azul del Egeo ni sus olas que agitaban los vientos etesios, sino que meditaba, con los ojos cerrados, acerca de otro tipo de pez no menos legendario que nadaba dentro de su propio vientre.
Hacía ocho semanas que el pez estaba ahí, pugnando por sobrevivir, y al fin había abandonado su condición de embrión para convertirse en feto. Helena llevaba consigo al todavía diminuto pez como a una presencia inesperada, aún no sabía si deseada o temida, y esperaba hallar en la isla las respuestas a esa duda. Ni siquiera conocía a ciencia cierta quién era el padre del pez, aunque ninguno de los candidatos posibles calentaba demasiado su corazón. Eran presencias reales, cierto, pero sus contornos resultaban tan difusos e intercambiables que llegaban a anularse. No era el amor la fuerza que los había anclado a su vientre, un pensamiento que a Helena no le inspiraba reparos éticos, sino la evidencia estricta y poco romántica de un impulso placentero que había sido satisfecho. En todo caso, ella nunca negaría la vida al pez por el hecho de que no fuera fruto de una pasión poderosa. Las razones de su recelo no eran de esa naturaleza, sino que apuntaban a una pregunta más profunda: qué la legitimaba para traer una luz nueva al mundo.
Otro tipo de luz, sin embargo, la deslumbró al abandonar el aeropuerto de La Canea. Ni los gritos de los taxistas ni el abigarrado despliegue de los turistas escandinavos e italianos lograron distraerla de aquella acometida salvaje, un aire diáfano que caía del cielo igual que un manto hecho de la más pura tela, inflamando sus poros con algo parecido a la dicha.
Una palabra acudió a sus labios: bendición. Sí. Aquella luz era una bendición.
Y pensó agradecida que, de un modo azaroso, quizá había llegado a un lugar donde el mundo, cada día, celebraba su origen.