SHIN

—Casi has terminado el libro.

De nuevo aparece en la aduana del sueño, cromo imperecedero de sí mismo, Jesús en llamas, bello y cristalino como los maestros italianos lo retrataron. Pero esta vez no lleva látigo. Sólo una túnica blanca y sin adornos, que recuerda la austeridad de Lavinia.

—Sí —digo con algo parecido a orgullo en la voz—. Sólo me resta despedirme de ti.

Jesús me contempla tendido en la cama. Estoy en pijama, desaliñado y con barba de semanas, al alcance de mi mano el repertorio del insomne: novelas policiacas, una radio, fármacos contra los asesinos del sueño.

—¿Quiénes son?

El sueño, que tiene sus propios caprichos, sus mapas innegociables, ha querido que una fotografía cuelgue sobre el cabecero de mi cama. Una fotografía que sólo existe aquí, en el espacio íntimo de la ensoñación. Así que debo girar el cuello y alzar los ojos para descubrir lo que yo mismo desconozco.

—Mi esposa y mi hijo.

Aunque esa fotografía nunca se hizo, sé que la he revelado un millón de veces en la cámara oscura de mi corazón. Están en la playa, frente al mar, enmarcados por nuestro paisaje cotidiano, los puntos cardinales de mi cordura y de mi derrota.

—Tú no me has dado esposa ni hijo —dice mirándose el dorso de las manos, como si buscara en ellas el rastro de una tarea reciente.

—No —concedo—. Pero te he dado padres, amigos, un lugar en el mundo. Todo lo que una infancia precisa para merecer ese nombre. Tu historia se detiene ahí. El resto no me interesa.

Vacila antes de hablar, como si fuera a decir algo incómodo.

—¿Están aquí? —pregunta entonces.

—¿Quiénes?

—Ellos. Tu esposa. Tu hijo.

En sueños puedo volar, respirar bajo el agua, hablar de filosofía con Aristóteles o de política con Maquiavelo. Sin embargo, en este sueño parece que no puedo mentir.

—Ellos se fueron hace tiempo.

—¿Lejos de ti?

—Muy lejos, sí. Pero en direcciones distintas.

—Entiendo —dice.

Pero no entiende, claro, cómo va a entender. Aunque tampoco me importa que lo haga o no. Él no ha venido al sueño para regalarme compasión o conocer la empatía.

—No ha sido un viaje demasiado largo —dice—. Unos pocos años nada más.

—A mí me ha parecido infinito —digo—. Nunca había escrito un libro tan difícil.

—¿Pero te ha hecho feliz? ¿Te ha hecho bien?

Las estanterías de mi biblioteca, esa que existe en el mundo de la vigilia, están repletas de libros que reflexionan sobre el sentido de la literatura. Por qué se escribe. Para qué se escribe. Cuál es la finalidad de todo este esfuerzo a menudo ingrato. Son libros inútiles y a la vez profundos. Todos esconden un punto de verdad, pero ninguno es la verdad. Quizá porque no hay verdad ninguna que desvelar en este caso.

—No lo sé —confieso—. No creo que la literatura sea algo que tenga que ver con la felicidad o con el bienestar. Supongo que es algo que hay que hacer porque no queda otro remedio. Como respirar o comer. Si no respiras, mueres; si no comes, mueres. Hay personas, sólo unas pocas en realidad, que si no escriben, mueren.

Aquí está. Mi granito de arena al debate eterno. Una vez más, lo único que hacemos es glosarnos unos a otros.

—Entonces te he salvado la vida.

Ríe Jesús. Ríe su creador. Reímos juntos en esta habitación sin esposa ni hijo, punto vacío en el espacio del sueño poblado por esta doble presencia fantasmal: la del hombre que sueña, la del hombre soñado.

—Sí —digo—. Digamos que ese ha sido tu mejor milagro.

Entonces se desvanece.

No desaparece de golpe, como un objeto que guardamos en un cajón o como una piedra que arrojamos al agua, sino que se va apagando poco a poco, como una lámpara que se quedara sin aceite. Lo veo marchar en silencio, desde mi cama de escritor, sin sufrir por su marcha, con la sensación de que es un viejo amigo al que no tardaré en reencontrar.

Y cuando apenas es un punto de luz ante mis ojos, una silueta borrosa adornada con una túnica blanca, agito estas dos manos grandes y generosas, las que mis padres me dieron, como si fueran alas firmes y seguras que algún día, en el futuro, me llevarán hacia otro país y hacia otro misterio, hacia un lugar más benigno entre las ruinas de los hombres y los estragos del tiempo.