RESH

Ellos ya se marchan. Aunque todavía no lo saben. Por eso quiero regalarles esta última escena antes de que desaparezcan por la puerta de la Historia. Son María y José en la cama, reunidos en una única piel, tras la gimnasia del amor.

Un día futuro, entre las brumas sajonas, muy lejos de esta tierra ardiente y dramática, un monje benedictino, conocido por Beda el Venerable, rescatará para el mundo una de las metáforas más conmovedoras de lo que la vida significa.

La vida, escribirá Beda con palabras que parecen de mármol pero pesan menos que la lluvia, es un pájaro que sale volando de la oscuridad, aletea mientras cruza por un salón iluminado y regresa a la negrura de la que surgió. María, José, todos nosotros somos ese pájaro que late entre dos tinieblas apenas un instante, pero María y José han tenido la fortuna de volar juntos, de cruzar el salón iluminados por su propia luz, la misma que los reúne ahora en la quietud codiciada de los cuerpos.

El niño, Jesús, su hijo, fatiga cerca de ellos el sueño humilde de los niños de todas las edades, de todas las razas, de todas las patrias. El mismo sueño que allá, en la noche oscura del Paleolítico, hace más de dos millones y medio de años, en Kada Gona, en Afar, en la ancestral Etiopía, algún padre sin identidad miró dormir a su hijo sin nombre. El mismo sueño que aquí, en mi noche oscura del alma, tantísimas lunas después, este padre que escribe sobre los niños sin infancia añora con la esperanza de quien un día gozó del músculo, la vena y la carne solícita, aunque hoy sólo posea el esplendor y miseria de las palabras para conjurar la desdicha de lo que entonces fue, pero ahora ya no es.

María respira saciada; José se estremece. La vida, terrible y maravillosa, los celebra. El pájaro, en algún lugar del mundo, aletea con fuerza.