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Ni horcas, ni guillotinas, ni cámaras de gas. Ni hachas, ni potros de tortura, ni altas hogueras. La más notable máquina de matar ideada por el hombre ha sido un árbol.

Alzada en el bosque, escondida entre ruinas, expuesta junto a los adarves de las murallas, levantada en patios de ejercicios o dispuesta al borde del camino, por donde pasan las caravanas y sus gentes, la cruz combina en su estructura el impacto de la geometría con la profundidad del símbolo. Es bella y resonante, como todo lo simple. Su estatismo es demoledor. Su eficacia, abrumadora. Cuerpos sostenidos por su propio dolor y encarnados en madera doliente. Cuerpos que agonizan con paciencia mineral bajo el sol, la lluvia, los escupitajos. Cuerpos que se desintegran a la vista de los astros y de sus semejantes: insolentes, desamparados, ferozmente conscientes.

El tumulto llega a oídos de María mientras regresa de comprar provisiones. Los romanos han crucificado a un hombre acusado de violar a un niño. Velos y vestidos flotan en el aire, perdiendo el aliento y las sandalias. Se mezclan mujeres y viejos, cojos y atletas, hombres atareados y una colonia de ociosos. El fasto de la ejecución oscila entre el júbilo y el asco.

Atado a las alturas por su propio dolor, la víctima implora compasión en una lengua confusa, hecha de sollozos y gritos, que recuerda a la agonía de un animal. Desnudo sin la misericordia del pudor, cubierto de sangre el torso, los clavos que sujetan al espantajo destacan ante los ojos de María como medallas intolerables. Una arcada cubre su boca, aunque siente en su vientre un raro estímulo. Es un sentimiento exclusivamente humano: fascinación y repulsión a un tiempo.

Contempla la madre de Jesús al hombre en su tormento y los minutos la enredan en su danza confusa. Alrededor de la víctima se organiza un improvisado campamento. Aparecen vendedores de frutas; asoman gentes que llevan gallinas o cabras; un barbero ofrece sus servicios a los descuidados. Los soldados romanos observan a los espectadores sin disimular su desprecio. En su ánimo, no se puede comparar esta costumbre importada de Persia con el ejercicio bellamente ritualizado de una decapitación. En este árbol siniestro sólo mueren los perversos, los miserables, los más sucios y detestados entre los hombres.

María ha reconocido al ajusticiado. Es el profeta que hace años pasó frente a su casa anunciando la futura llegada del Ungido. Pero en qué lugar ha quedado ahora su dialéctica. El dolor, en efecto, es un maestro implacable. Nada sobrevive, bajo el cielo de Palestina, de aquella voz tonante y malhumorada, que parecía hecha de fuego.

Poco a poco, con el paso de las horas, la costumbre va ganando a la matanza, y la mayoría de observadores, salvo unos pocos vagos y algún que otro idiota, regresan a sus tareas. Por eso llama tanto la atención esa figura de mujer a la sombra de la máquina cruel, con las manos colgando a sus lados, igual que banderas sin viento, y la boca, muda y asombrada, abierta como una hucha llena de espanto y hambre.

* * *

Tantos prosélitos admirarán esta imagen de María al borde de la cruz, esperando el descendimiento de la carne. Sus nombres son hoy patrimonio de la humanidad y los mapas. Su voz, su confianza, su palabra se extenderán por el territorio fértil y legendario de la cristiandad, incapaz todavía de hallar su centro físico, el asiento de su aventura espiritual.

Andrónico en Roma, Apeles en Esmirna, Aquila en Corinto, Aristarco en Apamea, Narciso en Atenas, Ignacio cautivo en un barco rumbo al martirio de Trajano. Todos, a su modo, desde el misterio de la fe, venerarán esta imagen como el instante sagrado de la reconciliación, la llama nunca apagada de un destino más grande que las vidas que lo circundaron: la Madre estéril, doliente, destinada a perdurar, ligada a la rotación del planeta por el sufrimiento silencioso de su niño crucificado junto a dos ladrones.

Todas las madres han abrevado en esa cruz. Yo lo he visto.

Todas.