Pasan los meses, y con ellos sus rencores, sus fatigas, sus triunfos.
José abreva en sus costumbres, dignificado por el trabajo. Es paciente y meditabundo; es diáfanamente humilde. María va ensombreciéndose poco a poco, cada vez más nostálgica del gemelo muerto, fracasada en su deseo de una nueva concepción, envejeciendo deprisa, como un fruto expuesto a un sol inclemente. Jesús crece como crecen los niños en el tiempo: confiado y a la vez ambiguo, fiel a los animales y a la tierra. Sus juegos poseen la constancia de una vieja musa. Son pocos, son pobres, son sosegados. No es audaz ni salvaje.
Un abismo se abre ante nosotros, los soñadores. Y en cada bifurcación del camino, en cada posible correspondencia entre el azar y las cosas, la huella más o menos profunda de lo que pudo haber sido. ¿Se fracturó algún hueso este niño? ¿Conoció el azote de la fiebre y de las infecciones? ¿Sintió temor ante el fuego, el huracán, las tempestades? ¿Tuvo noticia de la nieve? ¿En qué instante renunció a las matemáticas? ¿Fue verdaderamente ágrafo o pudo escribir sus logros y desconciertos? ¿Qué trazo impetuoso habría dejado para la posteridad más allá de sus palabras, las que otros escucharon, las que otros recogieron? ¿Fue tentado por algún soldado del Imperio? ¿Conoció caricias inesperadas y roces de otros cuerpos idénticos al suyo, prisiones de la inteligencia y de la sensibilidad? ¿Qué color amó más: el naranja del atardecer, ese tramonto episódico de las estampas turísticas, o el malva del cielo preñado de lluvia? ¿Acaso el blanco insoportable del sol que calcinaba las colinas de Jerusalén?
Tantas preguntas.
* * *
Aunque hace ya tiempo que no recuerda su rostro, aunque hace ya meses que no se acerca al lugar donde la niña ardió, Jesús lleva en un colgante al cuello, dentro de una esfera de madera hecha por su padre, el tirabuzón de su amiga. Lo lleva por escrúpulo o por superstición. En realidad, Jesús ya no posee un recuerdo claro de quién fue Lavinia.
Tiene cinco años.
Ha conocido la familia.
Ha conocido el lenguaje.
Ha conocido al extranjero.
Ha conocido el amor.
Ha conocido la muerte.
Su experiencia del mundo, aunque parezca exagerado decirlo, es ya muy intensa. En su corazón anidan todas las semillas del futuro bosque. La infancia dura poco, pero dura siempre, y las imágenes a las que la emoción se abre por vez primera acompañan hasta la tumba. La educación del hombre apenas es un soplo. Millones de años de evolución lo han hecho infinitamente plástico, tanto en su aspecto como en sus inclinaciones, pero los cimientos de la estructura, los ríos que alimentan el mar interior, siguen siendo pocos.
Quieto en la tarde invernal, Jesús extiende la mano, abre la rosa de carne en la que se contienen las cinco huellas de sus cinco años. Contempla esa blanda paleta abstraído y gozoso, consciente acaso de que el tiempo está pasando por su sangre, de que la edad lo nutre y eleva, de que en un recodo del camino, detrás, allá lejos, va tejiéndose una figura reconocible, única, distinta a todas las habidas, distinta a todas las que un día llegarán.