PEI

Semanas después del funeral, Numa y Livia, con sus lujosos enseres y el peso insoportable de sus corazones rotos, regresan a Roma. El ajetreo de su partida convoca a quienes por un tiempo han sido sus vecinos.

Se cobran los humildes la victoria pírrica del superviviente. Apostados a ambos lados del camino, como estatuas vivas, los censados contemplan la marcha del romano y de su esposa. Lo que dejan atrás ya sólo a ellos, a los naturales del país, pertenece. Vagará Numa por las gigantescas estancias del Imperio, asistirá Livia a las renovadas representaciones del placer y de la música, pero la niña de su carne, lo que queda de Lavinia, reposará para siempre en el polvo de este rincón del mundo. Todos los almacenes de Roma no podrían llenarse con la ausencia de la hija muerta.

Numa y Livia pasan a caballo, montados a lomos de esos sementales blancos como leche que dibujan una estampa magnífica aunque vacua. Desde allá arriba, desde la altura del animal más bello, una suerte de majestad adorna a los que parten. Pero basta contemplar las arrugas del rostro viril del padre para advertir la farsa que se esconde tras tan solemne aparato; basta fijarse en la curva de los hombros derrotados de la madre para comprender que ciertas formas de la dignidad resultan insostenibles aquí, ahora, en el instante de la deserción.

Para doblegar su melancolía, Numa y Livia deberían ser capaces de cargar con toda la tierra palestina, llevarse a su propiedad romana, a sus jardines fragantes y sus veladas con citaristas, a sus lecturas de poesía griega y sus baños privados, el fragmento entero de mundo que media entre Séforis y Samaria, cada centímetro cuadrado del mapa que se extiende entre el monte Carmelo y el río Jordán. Y aun así, aunque fueran capaces de apretar contra sus pechos toda esa extensión del planeta, entre los dedos se les escaparía aquello que un día alumbraron divinos e inconscientes.

Por ejemplo, la risa de Lavinia.

Antes de que los romanos desaparezcan para siempre, tres figuras en pie reclaman su atención. Son esa otra familia, esta sí completa, que ha pautado su presencia en Palestina desde el inicio: el carpintero, su joven esposa, Jesús.

Numa desmonta de su semental y se aproxima al de Livia, que lleva una caja entre las manos. Ayuda a descender a su esposa. Ambos avanzan hacia los judíos y se detienen ante ellos. Numa desearía abrazar a esa familia, pero sabe que no debe hacerlo. Ellos se quedarán aquí, tendrán que vivir aquí el resto de sus vidas. Y el abrazo de un romano quizá pese fatalmente en la memoria de sus convecinos. Livia experimenta una ternura menos intensa, pues desconfía de estos arrebatos tan queridos por los hombres, pero también ha tomado cariño a esta trinidad extraña que tan presente ha estado durante el final de la vida de Lavinia. Entonces, de la caja que sostiene, extrae los regalos que deposita en cada mano.

Y a José le entrega un compás de carpintero hecho del más ligero y fiel de los metales; y a María le entrega una fíbula de jade; y a Jesús, que observa a sus padres y a los padres de su amiga muerta con párpados aún hinchados por el llanto pertinaz, a Jesús, que al borde del camino recibe a esta reina maga de la que nunca, jamás, ha conocido una caricia, a Jesús le tiende un escriño de marfil en forma de tortuga.

Cuando el niño desmonta el caparazón del animal, encuentra dentro un puro fragmento de la emoción del mundo: un tirabuzón blanco del cabello de Lavinia.