Cierta tarde, bajo los olivos, mientras Numa observa con indiferencia el vuelo de los pájaros y acaso fantasea con la lejana grandeza de las naumaquias en el Coliseo, Lavinia escupe sangre. La mancha carmesí, con forma de estrella, luce como un animal extraño dibujado en su vestido blanco. Es Jesús el primero en advertir el esputo, el fragmento escondido de Lavinia que de pronto se manifiesta. Sus gritos, no de miedo ni de reproche, sino de simple admiración, hacen que Numa se estremezca.
Paladeo la escena mil veces repetida, fecunda variación sobre el tema del amor hacia los débiles. Numa, flexible y rápido, tomando a su hija como a una novia, cargándola en brazos y llevándola en volandas hacia la casa, lejos de los árboles, lejos del sol, lejos de la enfermedad. En su loca carrera, atropella al pequeño dios que apenas ha tenido tiempo para señalar la flor de sangre nacida en el regazo de su amiga.
Numa no vuelve la mirada tras derribar al niño, que se queda en el polvo mientras su llanto, el llanto de su soledad, crece, se consolida y, finalmente, se aquieta. Pienso en esos minutos de soledad y en la magnitud de lo que acaba de descubrir: la presencia de Ella, la feroz, aterradora, insondable noche del cuerpo.
La Muerte ha llegado a la vida de Jesús.
Ese primer roce con sus alas inesperadas, ese primer roce. El niño ahí, tendido en la tierra, derribado por la carrera de Numa y la languidez de su hija herida. El niño ahí, un sabor a cal y a polvo en los labios cenicientos, incomprensible aún en su cerebro el encadenamiento de los hechos: la música de la sangre, la lasitud de Lavinia, la respuesta violenta de Numa, la huida brutal, la caída.
Lo veo incorporarse, mirar en vano a la novia dulce que no puede devolverle el beneficio de sus ojos, ella misma perdida en la cálida tibieza de su vómito, amparada en brazos del padre pero desamparada en su propio cuerpo, un rapto más en su niñez herida, blanca y delicada, Lavinia descendida al pozo oscuro de la inconsciencia, mientras su cabeza oscila y el esfuerzo de Numa pone una melodía insensata en la tarde. Lo veo en pie, ignorado, no sabiendo en realidad qué ha sucedido a su alrededor, por qué esa furia adulta, por qué esa estampida del hombre por lo común sosegado, por qué ese olvido de todo lo que no sea el socorro a la hija herida.
Otra mancha ha quedado en el suelo, firma urgente de un tipo de caligrafía imposible aún de descifrar. Sangre de niña que no conocerá la menstruación, que no llevará en su vientre la condena repetida de la especie, que nunca alumbrará. Jesús, solo y ya sereno, olvidado el llanto repentino, se arrodilla junto al árbol y avanza su mano hacia la simiente secreta, rojo ya virado al negro por efecto de la tierra palestina, sudor seco y ardiente bebido con saña por esa tierra que un día, en los libros de Historia, abundará en el beneficio de la mácula. Desciende su mano hacia el cuajarón tibio, la palma posada en él como en una harina fecunda, la palma mojándose, llenándose, empapándose en la delicada flor nacida del cuerpo de Lavinia.
A qué supo aquella primera sangre, no suya, no divina, sangre humana y de mujer, sangre femenina en la boca del Cordero, sangre de otro cáliz y de otro sacramento, presencia primera e irrepetible de las llagas más íntimas.
Cuando un pastor, advertido de la figura solitaria junto a los árboles, acuda al rescate del niño, no sabrá distinguir si esa mancha púrpura en los labios es pulpa de fruta, barro o una herida abierta.
—¿Qué haces aquí solo, pequeño?
Y él señalará en vano: a los cielos desnudos, al camino vacío.